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Obviamente, la primera pregunta que se le ocurre a uno es: ¿qué demonios es la globalización? O mejor aún, ¿qué queremos decir cuando utilizamos la palabra «globalización»? Por desgracia, una única respuesta, fundamentada y unánime, no existe. Hay muchísimas, pero, mira por dónde, cada una de ellas convierte en imprecisas a las demás, y ninguna parece más verdadera que las otras. Así que se me pasó por la cabeza aquella vieja chanza: no existe una definición para la estupidez, pero hay muchos ejemplos de ella.

bonus[1]:

DEFINICIONES

Método inductivo, como decían en la escuela. No existe una definición para la globalización, pero hay muchos ejemplos de ella. Por lo que me puse a la caza de ejemplos. Utilicé un método muy de aficionado, pero que me parecía apropiado. Le pedí a la gente que me pusiera ejemplos. Era gente que no sabría responder a la pregunta «¿Qué es la globalización?», pero que, cuando se lo pedía, sabía darme ejemplos. Vamos, gente normal. De entre los muchos ejemplos escuchados, escogí seis. Los consigno aquí tal y como los escuché, porque la vaguedad de las formulaciones o la ingenuidad de las palabras utilizadas son, en sí mismas, significativas, muestran algunas cosas y hacen reflexionar. Aquí están:

1. Vas a cualquier parte del mundo y allí encuentras Coca-Cola. O Nike. O Marlboro.

2. Podemos comprar acciones en todas las bolsas del mundo, invirtiendo en empresas de cualquier país.

3. Los monjes tibetanos están conectados a Internet.

4. El hecho de que mi coche está construido por piezas, unas cuantas en Sudamérica, otras en Asia, otras en Europa y otras, tal vez, en Estados Unidos.

5. Me siento frente al ordenador y puedo comprar todo lo que quiera on line.

6. El hecho de que, en todos los rincones del planeta, han visto la última película de Spielberg, o se visten como Madonna, o juegan al baloncesto como Michael Jordan.

Voilà. Si os parecen ejemplos tontos, probad a preguntar otros mejores por ahí, y ya veréis.

Bien o mal, representan lo que la gente cree que es la globalización.

bonus[2]:

EJEMPLOS

Ahora bien: aprendí que sólo hay una pregunta útil que plantearse ante estos ejemplos, y es una pregunta aparentemente ingenua: ¿son ciertos? Estos ejemplos, ¿son ciertos? ¿Explican casos reales? ¿Son ejemplos ciertos de globalización? No os preguntéis si estáis a favor o en contra. Preguntaos: ¿son ciertos?

Tomemos la historia de Internet, y la idea de que ahí se puede comprar todo lo que uno quiera. ¿Es cierto? Una aspirina, un libro en italiano, un mueble de anticuario, un billete de avión de una compañía extranjera, una botella de vino francés, un ordenador, un paquete de pañales, una impresora.

bonus[3]:

CÁNDIDO

Sentado frente a mi ordenador, intenté comprarlos. Resultado: nada de aspirinas ni de coches. Pero el resto, con paciencia y un poco de suerte, puede, en efecto, comprarse. No voy a escandalizarme por lo de la aspirina y, por lo que se refiere al coche, no conozco a nadie tan imbécil como para pretender comprárselo en la Red. Por tanto, podría concluir que el ejemplo es cierto. Podría. Pero, ahora, escuchadme un poco: los pañales los compré en la página de la Coop[1]. Es una buena página, en la que (si vivís en Milán, Roma o Bolonia) podéis pedir todo lo que podríais encontrar en una Coop, y hacer que os lo envíen a casa. Podéis hacerlo. Pero la pregunta es: ¿cuánta gente lo hace de verdad? Respuesta de la Coop: los ingresos que hacemos a través del comercio electrónico representan el 0,008 por ciento de nuestra facturación. Se podría pensar que las amas de casa, visto lo visto, no son un ejemplo convincente, y a lo mejor es verdad. Vale, cambiemos de ejemplo. Los libros. Por regla general, los que leen deberían tener un ordenador, ¿no? Bien. De cada cien libros que se venden en Italia, ¿cuántos son comprados on line? Medio. Poquito, ¿verdad? No he terminado: ¿sabéis cuántos libros se venden por el viejo, obsoleto, ridículo sistema de la venta por correspondencia? Diez de cada cien. O lo que es lo mismo: veinte veces más que los que se venden a través de Internet.

Ahora la pregunta es: ¿por qué esas diez personas que compran los libros por correo no significan nada y, en cambio, ese medio lector que los compra on line, sí? ¿Por qué los ciento noventa y nueve que van a la librería significan menos, para la gente, que ese único, excéntrico, que prefiere engancharse al ordenador? ¿Por qué vemos en él nuestro futuro, y hasta nuestro presente, y en los otros ciento noventa y nueve (entre los que con toda probabilidad nos encontramos nosotros) no vemos nada?

La Bolsa. ¿Es cierto que podemos comprar en todas las bolsas del mundo?

Sí, es cierto. Se puede decir más aún: no siempre ha sido así, y por tanto es un ejemplo real de algo que ha cambiado en el último decenio y que ha modificado las costumbres de los inversores. Dicho esto, se me pasa por la cabeza una anécdota de hace poco tiempo. Los franceses intentaron adquirir Montedison. Interviene el gobierno italiano y paraliza la operación. Resultado: los franceses se ven obligados a hacerse recomprar Montedison por Agnelli[2]. Como, en el pasado, y para seguir con ejemplos del país, Pirelli no pudo adquirir Continental (neumáticos alemanes) y De Benedetti no pudo adquirir la SGB (media Bélgica)[3]. No entiendo muy bien todas estas historias, pero hay algo que intuyo: si la liberalización de las Bolsas es un ejemplo de globalización, describe una globalización que se detiene, sin embargo, frente a los centros neurálgicos del planeta y que, en realidad, no les afecta. Mucho movimiento en el centro del campo, pero pocos goles. Visto lo cual, para definir un fenómeno de este tipo bastaría con la menos comprometida y nada novedosa palabra internacionalización: es decir, algo que no proyecta la imagen de un planeta convertido en un único país, sino, mucho más modestamente, la de un planeta compuesto por países capaces de intercambiar su dinero más y mejor que en el pasado. El espectro de lo Global parece todavía más bien lejano. Dejo de lado este indicio y prosigo.

Coca-Cola. En general, la impresión de que se venda en todas partes está motivada por el hecho de que en esos cuatro o cinco viajes realizados a países extraños, uno siempre ha visto, en los lugares más absurdos, el inconfundible fondo rojo con la inscripción en blanco. A lo mejor sería necesario verificarlo.

bonus[4]:

COCA-COLA

Preguntada al respecto, Coca-Cola responde que no se trata sólo de una impresión: venden sus productos (no sólo la Coca-Cola) en casi doscientos países. Teniendo en cuenta que, según mis datos, en el planeta hay ciento ochenta y nueve países, la cosa suena un poquito rara. Pero, de todas maneras, sea cual sea el modo de contarlos, doscientos países son muchos, y pueden incluso traducirse con la expresión «en todas partes». Más interesante me parece ir a mirar dentro de esos datos. Donde se puede descubrir, por ejemplo, el poder real de penetración de Coca-Cola en las costumbres de un país.

bonus[5]:

ESTADÍSTICAS

Un americano bebe una media de 380 botellines de bebidas de Coca-Cola (entre paréntesis, ¿cómo lo hará?). Un italiano, 102. Un ruso, 26. Un indio, 4. Es el indio el que me interesa. Cuatro veces al año es una cifra ridícula. Si pienso en lo que yo como, me pongo a pensar un rato en ello y, al final, se me pasa por la cabeza, por ejemplo, el sushi. ¿Qué incidencia tiene el sushi en mi estilo de vida? Cero. ¿Qué influencia tiene la Coca-Cola en la cultura india? Menor a la que de manera instintiva pensamos. Decir que la Coca-Cola está en todas partes es cierto: decir que es importante en todas partes es una ampliación discutible. Es una deducción que nos viene bien, pero que deduce una falsedad. Entonces la pregunta que hay que hacerse se convierte en: ¿a qué se debe que los cuatro botellines de Coca-Cola que bebe el indio signifiquen algo, y los cientos de botellines de Coca-Cola que no bebe no signifiquen nada? O bien: ¿a qué se debe que a los litros de Coca-Cola que hace ya unos veinte años se tragaba un brasileño se les llamara comercio externo, y a los cuatro botellines del indio se les llame globalización?

Luego está esa historia de los monjes tibetanos. La imagen de los monjes que, desde su monasterio en el Tíbet, navegan alegremente por la Red tiene su origen en una campaña publicitaria de IBM de hace algunos años («Soluciones para un Pequeño Planeta»). Como imagen publicitaria es genial. De forma sintética, sugiere esa contracción del espacio y del tiempo que sería exactamente el signo distintivo de la globalización: los monjes son algo antiguo y geográficamente muy alejado, y sin embargo navegan por la Red; es decir, convergen felizmente hasta el corazón del mundo, hasta el aquí y el ahora. Si ellos lo hacen, ¿a qué esperáis para hacerlo vosotros? Sintético y genial. De tal forma genial, y tan fácil de utilizar, que la gente, instintivamente, lo ha convertido en un icono totémico y se ha puesto a utilizarlo. Funciona tan bien que la mayoría ha dejado de preguntarse si es cierto, considerando la cuestión como de escasa importancia. Los monjes tibetanos ¿navegan realmente por la Red? Es ésta una pregunta que se ha convertido en inútil. Útil, sin embargo, es la respuesta: no. Los monjes tibetanos no navegan por la Red. Preguntado al respecto, el portavoz del Office of Tibet en Londres negó enérgicamente que puedan hacerlo. Añadió incluso una observación que aclara la situación: «Si corre por ahí un rumor de ese tipo es probable que sea propaganda china».

Dado que, a estas alturas, ya se habrá comprendido lo que quiero decir cuando digo que es necesario preguntarse si esos ejemplos son ciertos, sobre los dos ejemplos que quedan voy a ir más rápido. Es cierto que muchas empresas producen actualmente en el extranjero, escogiendo cuidadosamente dónde sale más barato hacerlo.

bonus[6]:

AUTOMÓVILES

No son una excepción las empresas automovilísticas. Pero si queremos, una vez más, atenernos a los hechos, tengo una noticia que comunicaros: si tenéis un automóvil del grupo FIAT, y no es un Palio o un Siena[4], vuestro coche ha sido fabricado esencialmente en Italia. Eso querrá decir algo. En cuanto a las películas de Spielberg, a Madonna y a Michael Jordan, hay una expresión muy precisa para definir lo que son: colonización cultural. La globalización implicaría un flujo circular de dinero y de productos. Pero, si tomamos como ejemplo el cine, las cosas están así: el mundo ve las películas americanas, los americanos no ven las películas del resto del mundo. Miré las clasificaciones de la recaudación del último fin de semana: sólo encontré un país, en todo el mundo, que tuviera entre las diez primeras al menos tres películas no americanas (la India). Encontré un solo país que tuviera entre las diez primeras recaudaciones una película extranjera no americana. Para compensar: en la clasificación de las películas de toda la historia vistas por los americanos, ¿cuántas películas no americanas hay entre las cien primeras? Una (no os vayáis a esperar nada del otro mundo: es Cocodrilo Dundee, australiana). ¿Por qué hay que llamar a todo esto globalización? ¿Por qué no lo llamamos por su nombre: colonialismo?

Ya me veo venir la reacción de fastidio: ahora viene éste a explicarnos que la globalización no existe. Por lo que me detengo, y aclaro las cosas. No estoy tratando de demostrar que la globalización no exista: si existe, yo no lo sé. Lo que estoy intentando poner de relieve es una cierta tendencia colectiva a definir la globalización recurriendo a ejemplos manifiestamente falsos (los monjes tibetanos navegando por Internet), o ciertos a medias (la liberalización del mercado financiero) o ciertos pero cuantitativamente irrelevantes (el indio que bebe Coca-Cola, los que compran los pañales en la Red). ¿Cómo es posible que, en un tema tan importante, nos permitamos gazapos de este tipo? No puede ser tan sólo una cuestión de ignorancia. Hay una cierta tendencia a la proyección fantasiosa que debe considerarse sospechosa. Vemos a uno que compra libros en la Red y, en lugar de señalar que hay otros ciento noventa y nueve que no piensan, ni por asomo, en hacer lo mismo, identificamos a aquél como ejemplo de la globalización: sería como mostrar a dos que están haciendo el amor y mantener que son un ejemplo de una orgía (los demás se han retrasado un poco): generalmente no razonamos con tan alegres acrobacias lógicas de este tipo. Y, entonces, ¿qué significa esta extraña suspensión del sentido común y del realismo? ¿Dónde nace esta curiosa forma de estrabismo que nos lleva a ver solamente los síntomas de la enfermedad que queremos encontrar, pero no todos los demás? ¿Cómo se explica este deseo colectivo —esta prisa— de utilizar la categoría de la globalización, prescindiendo de lo que verdaderamente está sucediendo en el planeta? ¿A quién le interesa que la gente mire el mundo de esa ridícula manera? ¿Ha sucedido todo esto así, de forma espontánea, o ha habido alguien que se ha empleado a fondo para provocarle al planeta (mejor dicho, a Occidente) este estrabismo tan particular?

Vamos a intentarlo con una historieta. Estáis paseando por el centro de la ciudad, un sábado por la tarde, en medio de un montón de gente. De pronto, veis a cuatro personas (no más: cuatro) que echan a correr de forma alocada, gritando de terror. En una fracción de segundo os veis obligados a decidir entre estas dos posibilidades: son cuatro locos o son cuatro personas que han visto algo que vosotros no habéis visto: una casa que se derrumba sobre vuestras cabezas, o un loco que empuña una metralleta y que está a punto de disparar. Si optáis por la primera, continuáis con vuestro paseo, moviendo la cabeza. Si elegís la segunda, empezáis a correr y a gritar. Mientras estáis pensando en todo esto, otros humanos, más rápidos que vosotros, ya han decidido y ya están corriendo. Los cuatro a lo mejor ya se han convertido en veinte. Vuestro cerebro trabaja, y justamente empieza a decidirse por la huida. Es sorprendente cómo en circunstancias similares lo que hagan cuatro, o veinte, es más importante que lo que no hacen otros mil. Pero es así. Antes o después, podemos estar seguros, también os pondréis a chillar y a correr. Influenciando, ahora vosotros, a otros humanos todavía más indecisos que vosotros. Si, en ese momento, alguien os detuviera y os preguntara «¿Qué pasa?», vosotros, en realidad, no sabríais exactamente qué responder. Probablemente diríais: todo el mundo huye. Si alguien os detiene y os pregunta: «¿Qué es la globalización?», fácilmente tendríais que admitir que no lo sabéis. Pero pondríais ejemplos: puedo comprar de todo en Internet, Coca-Cola está en todas partes, los monjes tibetanos navegan por la Red, y puedo comprar acciones en todas las Bolsas del mundo. Todo el mundo huye. En realidad, los que están huyendo de momento son sólo veinte sobre mil, y a lo mejor no están huyendo, sólo están corriendo, o a lo mejor están locos, o a lo mejor es que está llegando el autobús. Pero lo que os encontráis diciendo es: todo el mundo huye. Es todo lo que podéis decir. Y lo que es más importante: mientras estáis huyendo.

¿Es esto lo que está ocurriendo en la cabeza de la gente respecto a la globalización? Creo que sí. Un mecanismo de este tipo se está cargando el mundo, o por lo menos Occidente. Lo cual nos lleva al corazón del problema. Y es una pregunta: ¿quién ha montado este juego? ¿Quién ha derribado la casa sobre las cabezas de la gente o ha pagado a los cuatro primeros que huían? No podemos pensar que todo ha empezado por casualidad, ni que todo pueda ir rodado, después, como una avalancha. Hay demasiada fuerza de inercia en este deslizarse del planeta hacia la globalización como para creer que no se trate de un camino guiado, incluso controlado, paso a paso, y constantemente alimentado. No basta con comprender cómo funciona el motor: sería útil saber quién sigue echándole gasolina.

Entonces, algo que puede resultar útil es pensar de forma sencilla. Como siempre, cuando las cosas son demasiado complicadas. Pensar de forma sencilla. ¿Cuál es el combustible de la globalización? El dinero. Tal vez no sea inútil recordarlo: reducida a lo esencial y privada de los oropeles, la globalización es un asunto de dinero. Es un movimiento del dinero. Es el dinero que está buscando un campo de juego más vasto, porque confinado en su terreno habitual no puede multiplicarse en demasía y muere por asfixia. Si producís stracchino[5] y os habéis convertido en el líder del sector, y no podéis pretender que la gente de vuestra ciudad se gaste más dinero en comprar stracchino del que ya se gasta, entonces, si queréis seguir enriqueciéndoos, sólo os queda una posibilidad: vender vuestro stracchino en la ciudad de al lado, y a lo mejor ir a producirlo allí, ordeñando las vacas ajenas. Durante siglos, practicar este truquito significó una única cosa: la guerra. Invadir la ciudad cercana. Sea cual sea la manera en que os la hayan contado, la guerra siempre se ha hecho para poner el dinero en movimiento, para conquistar otros mercados, para posesionarse de los recursos ajenos. Para hacer respirar al dinero. Y aquí se muestra con evidencia la revolucionaria anomalía de la globalización: que, de hecho, es un sistema estudiado para hacer respirar al dinero a través de la paz. No sólo no le sirve la guerra: necesita la paz. Nunca venderéis stracchino a un país que está en guerra con el vuestro; ni iréis a producirlo a un lugar que corre el riesgo de ser bombardeado, ni siquiera aunque os regalen la leche. Aunque sea sólo una hipótesis, la globalización no habría podido nacer más que en un mundo sin guerra. No quiero decir que el dinero se haya convertido, de repente, en bueno, y que haya decidido no volver a utilizar el instrumento de la guerra: quiero decir que en este momento le parece técnicamente más fácil utilizar la paz. El precio de la guerra se ha puesto caro hasta tal punto, en términos de sufrimiento y de desestabilización del sistema, que ha sugerido otra técnica.

El dinero occidental ha conquistado los países comunistas comprándolos, esencialmente: la solución se ha demostrado infinitamente más práctica que lanzar un par de bombas atómicas. Hace sólo unos cincuenta años, lanzarlas era todavía el único sistema conocido.

bonus[7]:

VONNEGUT

No es difícil comprender hasta qué punto es éste un giro vertiginoso y, en cierto sentido, una «primera vez» en la historia de la humanidad. El dinero que decide moverse no ya utilizando la guerra, sino la paz. Lo mínimo que puede uno imaginarse es que los problemas sean muchos y que todo esto resulte realizable sólo con la condición de una decisión colectiva, de una adhesión de masas, incluso irracional, al proyecto. Y es aquí, en este preciso momento, cuando nace la palabra globalización y su mito. Si puedo establecer una comparación, la que se me pasa por la cabeza es el Oeste. También allí el objetivo era el de ensanchar el terreno de juego del dinero para permitirle reproducirse. El asunto se presenta en términos muy elementales: el Oeste era el ensanchamiento ideal del terreno de juego: kilómetros de tierra a los que bastaba con ir a apropiarse y llenar de consumidores. El único problema era, en aquel mundo de entonces, la distancia. Y he aquí la solución: el ferrocarril. Algo así como Internet hoy en día, el ferrocarril reducía los espacios y el tiempo. Acercaba lo que estaba lejos. Hacía de un espacio inmenso un único país. Era necesario, sin embargo, construirlo, y para hacerlo se requería dinero, y para encontrarlo era necesario que unas cuantas personas arriesgaran su dinero, y más necesario todavía que un montón de gente pensara en subirse a ese tren y se fuera a rehacer otra vida a miles de kilómetros de distancia. Era necesario que un montón de gente creyera que el Oeste existía de verdad. Era necesario empujar a la gente hasta más allá de lo que podía verificar razonablemente, y llevarla a creer sin tocar, a fiarse sin tener pruebas, y a desear algo sin saber muy bien siquiera lo que era. Era necesario hacer real el Oeste en la cabeza de la gente, incluso antes de que se convirtiera en algo verdadero en la realidad. Aquellos ferrocarriles no habrían partido nunca si no hubieran conseguido subir en ellos, incluso antes de construirlos, la fantasía de la gente. Ni siquiera habrían encontrado el dinero para construirlos. El Oeste es el prototipo perfecto de una mercancía peculiar, destinada al éxito: algo que no existe pero que puede convertirse en real con la condición de que todos crean que existe.

Hace diez años, la globalización era exactamente algo de este tipo. Algo que no existía pero que podía convertirse en real: previo pacto de que todos se convencieran de que existía. Los capitales han construido los ferrocarriles: han ido a producir a países lejanos, han aprendido a utilizar la paz para acceder a mercados hasta ahora cerrados, han derribado las empalizadas que asfixiaban a los mercados financieros, han cabalgado sobre la revolución de Internet, han multiplicado las posibilidades de consumo, han arriesgado capitales inmensos para construir raíles por todas partes. Pero para hacer que el tren partiera efectivamente, era necesario que el mundo se subiera al mismo. Para poner en movimiento el dinero, era necesario que se moviera el dinero de todos. Para construir un nuevo campo de juego, era necesario que todo el mundo tuviera ganas de salir al campo. En cierto sentido, era necesario que la imaginación colectiva saltara por encima de los hechos, para luego poder llevárselos consigo. Ese salto en el imaginario tiene un nombre: globalización. Nuestro Oeste.

Globalización es el nombre que damos a cosas como internacionalismo, colonialismo, modernización, cuando decidimos sumarlas y elevarlas a la categoría de aventura colectiva, épica, de época. La pregunta de si existe o no es una pregunta sin respuesta porque es una pregunta mal planteada: depende. Contrariamente a las apariencias, los ejemplos que da la gente para definir la globalización no son tontos, sino maravillosamente exactos, y ayudan justamente a formular esa pregunta de un modo más correcto. Precisamente porque son falsos, o ciertos a medias, o irrelevantes, dan la idea justa: dicen que la globalización es una proyección fantástica que, si se considera como real, se convertirá en real. Coged a los monjes de antes. Los monjes tibetanos no navegan por Internet, pero si todo el mundo piensa que lo hacen, y todo el mundo se comporta en consecuencia, todo el mundo acabará por producir un mundo en el que los monjes tibetanos navegarán efectivamente por la Red. ¿Hay una definición más exacta que ésta para la globalización?

La globalización es un paisaje hipotético, fundado en una idea: dar al dinero el campo de juego más amplio posible. ¿Quién ha inventado ese paisaje, y quién lo patrocina cada día? El dinero. El de los grandes capitales, claro, pero también el nuestro, el pequeño dinero del que trabaja normalmente y se da cuenta, si lo piensa bien, de que la estructura en la que trabaja se está moviendo hacia la globalización, a lo mejor sólo abriendo una página web, o intentando el comercio electrónico, o publicando una noticia en lugar de otra, o comportándose, en lo suyo, como si la globalización existiera ya realmente. Más de lo que pueda creerse, ha sido este pequeño hormiguero de minúsculas microactividades el que ha marcado el despegue definitivo de la globalización, como eslogan y como proyecto. Lo que ha sucedido es que, a fuerza de pequeños movimientos —en apariencia, poco más que ponerse, sensatamente, a la altura de un proceso normal de modernización—, millones de individuos han acabado despertándose un día y descubriendo que, de repente, el Nuevo Mundo se había convertido en una Empresa en la que habían invertido ya lo suficiente como para no poder sobrevivir a una eventual quiebra de la misma.

bonus[8]:

NUEVA ECONOMÍA

Es sorprendente cómo lo que no era más que una hipótesis se ha convertido, de golpe, en una elección obligada.

Cuando todavía no habíamos entendido muy bien lo que era, ya no podemos prescindir de la misma. Así, la globalización se ha convertido en algo necesario: y la presión para adoptarla como eslogan, consecuentemente, en una obsesión. El tópico que presenta la globalización como «imparable» se ha ido anquilosando hasta llegar a ser un tótem indiscutible. Y la fuerza de la inercia que ya empujaba en esa dirección ha parecido asumir la fuerza de una real, unánime, determinada voluntad colectiva. ¿Hay que sorprenderse de ello? No mucho. En el pasado, y repetidamente, el dinero consiguió llevar a millones de seres humanos a la primera línea para hacerse masacrar: ¿por qué no iba a lograr convencerlos de que son tan afortunados que viven en el Reino de Jauja? ¿Por la única y miserable razón de que ese reino no existe todavía? A cambio del paraíso, estamos preparados para asumir mentiras incluso peores.

Con esto habría bastante como para pensar que a estas alturas el paisaje ya es éste, y que el Nuevo Mundo es inevitable. Pero también es verdad que no todo está marchando tan sobre ruedas como el dinero se esperaba. Cuanto más fuerte e invasivo es el mito de la globalización, más proclive es a generar rebeliones. Es precisamente su necesidad de sustentarse sobre cierta unanimidad la que lo condena a provocar disensiones. Aun cuando se prometa dinero y bienestar a todo el mundo, la misma categoría de «todo el mundo» resurge fatalmente sobredimensionada: es razonable pensar en un «todo el mundo» en el que figura la parte más activa, fuerte, productiva del planeta, pero del que resultan excluidas las zonas débiles, irregulares o indisciplinadas del sistema. Aun cuando resulte deplorable, no se puede construir el Oeste sin exterminar a los indios. En consecuencia, a nivel planetario, los movimientos en contra del plácido discurrir de Occidente hacia la globalización son innumerables.

bonus[9]:

TORRES GEMELAS

Y se trataría, en este momento, de comprender la geografía de dicha revuelta: pero no resulta fácil. Muchos, por ejemplo, interpretaron como antiglobalización el atentado contra las Torres Gemelas. ¿Verdadero? ¿Falso? Es difícil decirlo. Tan difícil como interpretar la actitud de muchos países del Tercer Mundo, aparentemente deseosos de ofrecer oxígeno a la globalización, pero en realidad más bien intolerantes respecto a lo que, no del todo sin razón, interpretan como el triunfo del imperio americano. Así que, en definitiva, lo que se puede hacer es limitarse a estudiar, y posiblemente comprender, la parte más fácilmente legible, y descubierta, de la revuelta: el movimiento antiglobalización. Aunque haya nacido de la suma de componentes absolutamente distintos entre sí, ese movimiento tiene ya en la actualidad un perfil propio claro y suficientemente unitario. Los antiglobalizadores son aquellos que, de repente, se bajaron del tren. El Oeste les olía mal. Y se bajaron. Y dijeron que la nueva frontera no es su nueva frontera. Es un sueño ajeno. Y un sueño, además, no demasiado limpio.

¿Qué debemos pensar de ellos? ¿Son locos o son los únicos que permanecen lúcidos? ¿Son saboteadores o profetas? ¿Condenan a los pobres del planeta a la miseria o los defienden? Estoy pensando en la portada de The Economist (una de las lecturas preferidas por los ricos de la tierra), que apareció el día después de los acontecimientos de Seattle (noviembre de 1999, fue prácticamente el nacimiento de dicho movimiento: paralizaron el vértice de la Organización Mundial del Comercio y todo el mundo descubrió dos cosas: que ellos existían y que existía la OMC). Era una portada feroz. Con sólo un gran titular: ¿QUIÉN HA PERDIDO EN SEATTLE? Y luego, debajo, una fotografía: una madre y un niño, probablemente indios, claramente pobres, definitivamente derrotados. En blanco y negro, me parece.

Si en algún lugar del mundo hay alguien que se toma la molestia de publicar una portada como ésa, entonces es que hay algo ahí que es necesario comprender.

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