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C092

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C092

Brad Gordon siguió a la multitud que se dirigía hacia el Poderoso Kong, la enorme montaña rusa de Cedar Point, en Sandusky, Ohio. Llevaba semanas que no hacía más que visitar parques de atracciones, pero ese era el mayor y el mejor de todo Estados Unidos. Se sentía mejor, la mandíbula ya apenas le dolía.

Lo único que le preocupaba era la conversación que había mantenido con su abogado, Johnson. Parecía un tipo listo, pero Brad no las tenía todas consigo. ¿Por qué su tío no había buscado un abogado de primera? Siempre lo había hecho. Brad tenía la vaga sensación de que su vida pendía de un hilo.

No obstante, desechó todos esos pensamientos y miró los raíles que se extendían muy por encima de él y la gente que gritaba cuando los vagones los recorrían a toda velocidad. ¡Menuda montaña rusa! ¡El Poderoso Kong! Sus más de ciento veinte metros de caída justificaban de sobra los gritos. La cola de entrada bullía de animación, la gente estaba emocionada. Como solía hacer, Brad esperó hasta que dos jovencitas muy monas se añadieron a la hilera. Eran del lugar, criadas con leche de verdad, saludables y sonrosadas, de rostros candorosos y pequeños pechos que despuntaban. Una de ellas llevaba aparatos en los dientes y eso la hacía aún más adorable. Se situó detrás de ellas, escuchando embobado sus vocecitas agudas y su cháchara pueril. Luego gritó con los demás al enfilar la fantástica caída.

La atracción le había proporcionado un chute de adrenalina y lo dejó temblando de excitación reprimida; se sintió flojear al bajar del vagón. Miró los redonditos traseros de las niñas cuando estas se dirigían a la salida de la montaña rusa. ¡Un momento! ¡Volvían a subir! ¡Perfecto! Las siguió y se sumó a la cola por segunda vez.

Se sentía de maravilla; contuvo la respiración y paseó la mirada sobre los suaves rizos de sus cabellos y las pecas de los hombros que los tops sin espalda ni mangas dejaban a la vista. Estaba empezando a fantasear cómo sería hacérselo con una de ellas —¡qué coño!, con las dos— cuando un hombre se adelantó y dijo:

—Acompáñeme, por favor.

Brad parpadeó, sintiéndose culpable por su ensueño.

—¿Disculpe?

—¿Le importaría venir conmigo, caballero?

La voz venía acompañada de un rostro agradable que inspiraba confianza y que lo animaba a ir con él, sonriente.

Brad sospechó al instante. La policía solía comportarse a menudo de manera educada y amistosa. No les había hecho nada a las niñas, estaba seguro. No las había tocado, no les había hablado…

—Señor, por favor. Es importante que se acerque hasta aquí… Por aquí, por favor.

Brad echó un vistazo y atisbo a un lado a varias personas uniformadas, tal vez uniformes de seguridad, y a un par de hombres con batas, como si trabajaran en un manicomio, además de un equipo de televisión, o alguien con una cámara, grabándolo todo. De repente se sintió acorralado.

—Caballero, por favor, necesitamos… —insistió el apuesto hombre.

—¿Para qué me necesita? —lo interrumpió Brad.

—Por favor, señor… —El hombre tiró del codo de Brad e insistió con mayor firmeza—. Señor, no solemos encontrar demasiados adultos que repitan…

«Adultos que repitan». Brad se estremeció. Lo sabían. Ese tipo, el hombre apuesto y zalamero, lo conducía hacia la gente de las batas. Estaba claro que lo buscaban a él, por lo que intentó zafarse, pero lo tenía bien agarrado.

El corazón le iba a cien por hora. Sintió que lo invadía el pánico. Se agachó y desenfundó el arma.

—¡No! ¡Suélteme!

El hombre apuesto lo miró sorprendido. Alguien gritó. El hombre levantó las manos.

—Tranquilícese, va a ser…

El arma se disparó. Brad no se dio cuenta de lo que había ocurrido hasta que vio que el hombre se tambaleaba y le fallaban las piernas. Se agarró a Brad, colgándose de él, y Brad volvió a disparar. El hombre cayó hacia atrás. Todo el mundo empezó a chillar.

—¡Han disparado al doctor Bellarmino! ¡Han disparado a Bellarmino! —oyó que alguien anunciaba a voz en cuello.

Para entonces ya no entendía nada. La gente se alejaba corriendo, los deliciosos traseritos también huían, todo se había ido al carajo; y cuando más hombres uniformados le gritaron que soltara el arma, también les disparó a ellos. Y perdió el mundo de vista.

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