Naomi

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Algunos de mis lectores más perspicaces probablemente estarán pensando que Naomi y yo éramos ya más que amigos. Pues no. Es verdad que entre los dos surgió algo así como un entendimiento tácito con el paso de los meses. Pero no sólo era ella todavía una quinceañera, y yo un escrupuloso «caballero» sin experiencia con las mujeres; es que además yo me sentía responsable de su virtud, de suerte que no permití que un impulso momentáneo me llevara más allá de los límites de nuestro entendimiento. Claro está que poco a poco había ido arraigando en mí la idea de que Naomi era la única mujer con la que se me ocurriría casarme, y que, incluso aunque hubiera otra persona, ahora ya no podía abandonarla. Ésa era otra razón de que no quisiera dar el primer paso frívolamente, ni de una manera que pudiera hacerle daño.

Fue en la primavera del año siguiente, el 26 de abril del año decimosexto de la vida de Naomi, cuando nuestra relación entró en una nueva fase. Recuerdo la fecha exacta porque por entonces —no, fue cuando empezamos a usar la bañera— comencé un diario donde anotaba todo aquello de Naomi que me llamara la atención. Su figura se iba haciendo más femenina cada día. Como un padre reciente que lleva el registro del desarrollo de su bebé con anotaciones como: «Se rió por primera vez» o «Habló por primera vez», iba poniendo por escrito todo lo que observaba. Todavía lo hojeo de vez en cuando. Esto es lo que escribí el 21 de septiembre, en el otoño del año decimoquinto de Naomi:

A las ocho de la tarde la bañé en el barreño. Todavía está bronceada de la playa. Está muy morena, excepto debajo del traje de baño. Yo también estoy moreno, pero Naomi tiene un cutis tan claro que el contraste es mayor. Incluso cuando no tiene nada puesto, parece como si llevara el bañador. «Pareces una cebra», le he dicho; se reía.

Cerca de un mes después, el 17 de octubre, escribí:

Se le va quitando el bronceado y ya no se le pela la piel, que es todavía más suave y bonita que antes. Al lavarle yo los brazos, ella miraba quieta cómo se disolvían las pompas de jabón y le corrían por la piel. «Bonito», dije. «Sí, ¿verdad?», dijo ella. Y luego añadió: «Me refiero a las pompas de jabón».

El 5 de noviembre:

Esta noche hemos querido estrenar la bañera europea. Como no está acostumbrada, Naomi se ha resbalado y se ha dado la vuelta, chillando de risa. Cuando yo he dicho: «Bebé grande», ella me ha llamado «Papi».

Después de aquello nos llamábamos a veces «Bebé» y «Papi». Ella siempre me llamaba «Papi» cuando quería sacarme algo.

«Naomi crece» es el título que le puse a mi diario. Claro está que sólo escribía sobre Naomi. No pasó mucho tiempo sin que me comprara una cámara y fotografiara su rostro, que se parecía cada vez más al de Mary Pickford, bajo diferentes luces y desde distintos ángulos. Luego pegaba las fotos entre las entradas del diario, aquí y allá.

Pero el diario me ha alejado del tema. Según el diario, ella y yo iniciamos una relación más profunda el 26 de abril del año siguiente a instalarnos en Ōmori. Por nuestro entendimiento tácito, fue en silencio y espontáneamente. Ninguno de nosotros había tomado la iniciativa, y apenas intercambiamos una palabra. Al final ella me dijo al oído:

—Jōji, no me dejes nunca.

—¿Dejarte? Qué tontería. De eso no te tienes que preocupar. Creo que sabes lo que siento.

—Sí, lo sé.

—¿Hace cuánto tiempo que lo sabes?

—A ver, ¿cuánto tiempo ha pasado?

—¿Qué pensaste de mí cuando te dije que yo cuidaría de ti? ¿Pensaste que al final pretendía casarme contigo?

—Sí, pensé que era eso lo que querías.

—Entonces, ¿accediste a venir porque estabas dispuesta a ser mi mujer?

Sin esperar a su respuesta, la abracé con todas mis fuerzas.

—Gracias, Naomi, gracias. Lo entendiste. Ahora te voy a ser absolutamente sincero. Nunca pensé que fueras a estar tan cerca de ser mi ideal de mujer. ¡Qué suerte tengo! Te querré siempre…, sólo a ti…, no te maltrataré como hacen tantos maridos. Vivo para ti. Tú sigue estudiando y hazte toda una señora, y tendrás de mí todo lo que quieras.

—Claro que sí, voy a estudiar mucho. Y voy a ser el tipo de mujer que tú quieres, te lo prometo.

Había lágrimas en sus ojos, y yo también me eché a llorar. Hablamos toda la noche sobre el futuro.

Poco tiempo después pasé un fin de semana en mi casa y le conté a mi madre todo lo de Naomi. Había varias razones para ponerla en antecedentes rápidamente. Yo quería tranquilizar a Naomi, que parecía preocupada por la reacción de mi familia, y quería que todo se supiese. Le expuse a mi madre mis ideas sobre el matrimonio, y le expliqué, en términos que tuvieran sentido para una señora mayor, por qué quería casarme con Naomi. Mi madre siempre me había comprendido y se había fiado de mí. Lo único que dijo fue: «Si es lo que quieres, debes casarte con ella. Pero si su familia es como dices, podría haber problemas en el futuro. Ten cuidado».

Decidimos esperar dos o tres años antes de anunciar públicamente nuestro matrimonio, pero yo quise formalizar nuestra unión en el registro cuanto antes. Fui a Senzoku a negociar con su madre y su hermano. Como antes, se mostraron despreocupados y todo discurrió sin problemas. Quizá hayan sido un poco negligentes, pero no eran malos, y no dijeron nada que pudiera indicar que les moviera la codicia.

Después de eso nuestra relación evolucionó rápidamente. Nadie se había enterado aún del cambio, y de cara al exterior éramos sólo amigos. Pero legalmente ya estábamos casados y no teníamos nada que esconder.

—Naomi —le dije un día—, ¿quieres que sigamos viviendo sencillamente como amigos?

—¿Y seguirás llamándome «Naomi»?

—Por supuesto. ¿O prefieres que te llame «esposa mía»?

—Pues no, no me gustaría.

—Y yo, ¿seré siempre «Jōji»?

—Naturalmente. ¿Cómo te iba a llamar si no?

Naomi se tendió en el sofá con una rosa en la mano. La apretó contra sus labios y la acarició un momento. Luego dijo de pronto: «¡Jōji!», y abriendo los brazos dejó caer la flor y abrazó mi cabeza.

—Mi querida Naomi —boqueé desde la oscuridad de debajo de sus mangas—. Mi querida Naomi, no es que te quiera, es que te adoro. Eres mi tesoro. Eres un diamante que he encontrado y pulido. Te compraré de todo para que estés guapa. Te daré todo mi sueldo.

—Bueno, no hay ninguna necesidad. Las lecciones de inglés y de música son más importantes.

—Ah, sí, sí. En seguida te voy a comprar un piano. Vas a ser una señora con tanta clase que no temerás codearte con los occidentales.

Yo empleaba con frecuencia frases como «codearte con los occidentales» y «como una occidental». Evidentemente eso le gustaba. «¿Qué te parece?», decía, ensayando distintas expresiones en el espejo. «¿Tú crees que haciendo así tengo cara de occidental?» Al parecer estudiaba los movimientos de las actrices cuando íbamos al cine, porque se le daba muy bien imitarlas; captaba en seguida el estilo y las particularidades de cada una. Mary Pickford se ríe así, decía; Pina Menichelli mueve los ojos así; Geraldine Farrar lleva el pelo así. Y soltándose la melena le daba una forma y otra.

—Muy bien, mejor que una actriz. Tienes una cara muy occidental.

—¿Sí? ¿En qué te parece occidental?

—En la nariz y en los dientes.

—¿Los dientes? —y apartando los labios examinaba en el espejo la hilera de dientes, maravillosamente regulares y brillantes.

—En cualquier caso eres diferente de otras japonesas, y la ropa vulgar japonesa no te favorece nada. ¿Qué pasaría si te vistieras a la europea? ¿O a la japonesa en algún estilo nuevo?

—¿Qué clase de estilo?

—Las mujeres van a ser cada vez más activas en el futuro. Esas cosas pesadas y apretadas que se ponen ahora no servirán.

—¿Qué tal estaría un kimono de mangas estrechas con una faja informal?

—Estaría muy bien. Todo estará bien mientras busques estilos originales. Yo quisiera saber si no hay una manera de vestir que no sea ni japonesa, ni china, ni occidental…

—Si la hay, ¿me la comprarás?

—Por supuesto. Te voy a comprar toda clase de cosas de vestir, y las iremos cambiando cada día. No hacen falta telas caras; con muselina y seda corriente es suficiente. Lo importante es que los diseños sean originales.

Después de aquella conversación íbamos con frecuencia en busca de telas a las sederías y los grandes almacenes. Debimos pasarnos casi todos los domingos en Mitsukoshi y Shirokiya. Pero no era fácil encontrar dibujos a nuestro gusto, porque ni ella ni yo nos contentábamos con las cosas corrientes. Las sederías vulgares no nos servían para nada, y por lo tanto nos recorríamos los mayoristas de algodones estampados, las tapicerías y las tiendas especializadas en tejidos occidentales. Hacíamos incluso excursiones de un día entero a Yokohama, y allí explorábamos de tienda en tienda Chinatown y los almacenes de la colonia extranjera, siempre en busca de las telas soñadas. Nos fijábamos en los trajes de las mujeres occidentales que nos cruzábamos por la calle, y examinábamos cada escaparate. Si veíamos algo fuera de lo común, o el uno o el otro exclamaba: «Y ésa, ¿qué tal?». Nos abalanzábamos a la tienda y les hacíamos sacar la tela del escaparate para ver cómo le quedaba a Naomi, dejándola caer desde su barbilla y liándola alrededor de su torso. Lo pasábamos en grande en aquellas caminatas y viendo escaparates así, aunque no compráramos nada.

Ahora está de moda que las mujeres se hagan kimonos de verano de organdí, georgette y voile de algodón, pero Naomi y yo fuimos probablemente los primeros en utilizar esas telas. Por alguna razón eran texturas que le sentaban muy bien. No nos interesaba el clásico kimono; en su lugar Naomi se hacía kimonos de manga estrecha, trajes con pantalón y vestidos que parecían camisones. A veces simplemente se envolvía la tela alrededor del cuerpo y la prendía con broches. Vestida con uno de aquellos modelos desfilaba por toda la casa, se paraba frente al espejo y posaba para que yo le hiciera fotos. Envuelta en gasas transparentes de color blanco, rosa o azul pálido, era como una bella flor en un jarrón. «Póntelo así; ahora de la otra manera», le iba diciendo yo. La levantaba, la tendía, le ordenaba sentarse o andar; el caso es que a todas horas la estaba contemplando.

En tales circunstancias, su guardarropa creció enormemente en el curso de un año. Como no era posible tenerlo todo en el dormitorio, colgaba las cosas o las apilaba enrolladas por todos lados. Habríamos podido comprar un armario, pero eso habría recortado el presupuesto para ropa, y además no había ninguna necesidad de tratar sus trapos con tanto cuidado. Los tenía a montones, pero eran todos baratos y poco duraderos. Era más práctico extenderlos a la vista y ensayar distintas combinaciones cuando nos apetecía. También servían para decorar las habitaciones. El estudio era exactamente como el vestuario de un teatro, sembrado de prendas por todas partes: sobre las sillas, sobre el sofá, en los rincones, hasta en la escalera y encima de la barandilla del palco. Las más estaban sucias, porque Naomi tenía la costumbre de llevarlas directamente sobre la piel y casi nunca se lavaban.

La mayoría de los modelos eran tan llamativos que venían a ser sólo la mitad los que podía llevar fuera de casa. Lo que más le gustaba, y se lo ponía a menudo cuando salíamos, era un kimono de satén forrado y acolchado de guata de algodón con chaqueta a juego. Tanto la chaqueta como el kimono eran de color caldero liso, lo mismo que las correas de las sandalias y el cordón de la chaqueta. Todo lo demás: el cuello, el cordón de la faja, el forro del kimono interior, las bocamangas y el vivo del bajo, era azul pálido. También la faja, estrecha, era de satén acolchado fino, y se la ceñía apretada, con el talle muy alto. Para el cuello se compró una cinta, buscando algo que pareciera satén. Ese conjunto era el que más se ponía cuando salíamos por la noche al teatro. Todos se volvían a mirarla cuando cruzaba el vestíbulo del Yūrakuza o del Teatro Imperial con aquella tela refulgente.

«¿Quién podrá ser?»

«¿Será una actriz?»

«¿Una eurasiática?»

Nosotros avanzábamos orgullosos en medio del cuchicheo.

Si aquel atuendo llamaba la atención, difícilmente habría podido Naomi salir con sus creaciones más imaginativas, por mucho que le gustara apartarse de lo vulgar. No eran más que envoltorios, un surtido de embalajes donde yo la metía cuando estábamos en casa para contemplarla. Era algo así como probar una hermosa flor primero en un jarrón y luego en otro. Nada hay en esto de sorprendente. A la vez que mi mujer, era una muñeca rara y preciada y un adorno. En casa nunca se ponía ropa corriente. Su conjunto más caro de estar en casa era un tres piezas de terciopelo negro que según ella estaba inspirado en un traje que había visto llevar a un hombre en una película americana. Cuando se lo ponía, con el pelo recogido bajo una gorra de deporte, era más sensual que una gata. Muchas veces, fuera verano o invierno (entonces calentábamos la habitación con una estufa), no llevaba más que una bata suelta o un traje de baño. Tenía infinitos pares de zapatillas, también chinelas chinas bordadas. Siempre se las ponía sin calcetines.

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