Naomi

Naomi


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Fue en una tarde calurosa, a comienzos del mes de septiembre del año en que Naomi cumplía los dieciocho. En la oficina había poco que hacer, de modo que una hora antes de lo habitual me marché a casa. Cuál no sería mi sorpresa al ver que hablando en el jardín con Naomi estaba un muchacho para mí desconocido.

Parecía ser de la edad de Naomi, o como mucho tener un año más. Vestía un kimono blancuzco sin forro y se cubría con un sombrero de paja de estilo yanqui, adornado con una cinta de color. Al hablar golpeaba la punta de sus sandalias de madera con un bastón. Sus facciones eran correctas y de buen color y sus cejas bien pobladas, pero tenía la cara llena de granos.

Naomi estaba sentada a sus pies al otro lado del arriate, donde no se la podía ver bien. Yo sólo captaba destellos de su perfil y de su pelo entre las zinias, el flox y las cañas de Indias.

Cuando el muchacho me vio, se quitó el sombrero e hizo una inclinación hacia Naomi.

—Hasta luego —dijo, y a paso rápido se dirigió a la verja.

—Adiós —dijo Naomi, poniéndose en pie, y él le respondió: «Adiós», sin volver la cabeza. Al pasar frente a mí se llevó la mano al ala del sombrero como para taparse la cara.

—¿Quién era? —pregunté, más que por celos por curiosidad ante la extraña escena que acababa de presenciar.

—¿Ese chico? Es un amigo mío. Se llama Hamada.

—¿Desde cuándo le conoces?

—Hace mucho. Va también a clase de canto en Isarago. Tiene la cara llena de granos, pero cantando es estupendo. Es un buen barítono. Cantamos juntos en cuarteto en el último recital.

Yo escudriñé sus ojos, despiertas mis sospechas por aquel comentario innecesario sobre su cara, pero la vi muy relajada y actuando exactamente igual que siempre.

—¿Y viene por aquí a menudo?

—No, es la primera vez. Pasaba por aquí y se acercó. Dice que están poniendo en marcha un club de baile, y vino a pedirme que me apunte.

La realidad es que yo estaba un tanto mosqueado, pero según la escuchaba empecé a aceptar lo que me decía. Tal vez fuera sólo por eso por lo que había venido el muchacho. Estaban charlando juntos en el jardín a una hora en la que era probable que yo volviera a casa; bastaba con eso para disipar mis sospechas.

—¿Y tú le has dicho que sí?

—Le he dicho que lo pensaré… —luego, cambiando de pronto a un tono de súplica persuasiva, añadió—: ¿No me vas a dejar? ¡Por favor! Apúntate tú también y vamos juntos.

—¿Yo también puedo entrar en el club?

—Puede entrar todo el que quiera. La profesora es una rusa conocida de la señorita Sugizaki de Isarago. Vino aquí escapada de Siberia y no tiene dinero, y la señorita Sugizaki organizó el club para ayudarla. Cuantos más alumnos haya, mejor. ¡Por favor, déjame!

—Está bien. Pero no sé si yo podría aprender bailes occidentales.

—Claro que puedes. Vas a aprender en un abrir y cerrar de ojos.

—Pero si no sé nada de música.

—A la música te irás acostumbrando a la vez que aprendes. No tiene nada de especial. Jōji, tienes que apuntarte. No voy a ir a bailar yo sola. Así saldremos algunas veces juntos. No tiene gracia quedarse en casa todos los días.

Ya antes había notado yo que Naomi empezaba a aburrirse de la vida que llevábamos. Hacía ya más de tres años que habíamos hecho nuestro nido en Ōmori. Salvo en las vacaciones de verano, habíamos pasado todo nuestro tiempo juntos, solos en nuestra «casa de cuento», rehuyendo el contacto con la sociedad en general; por muchos juegos que pudiéramos jugar juntos, era natural que llegara a aburrirse. Además, su atención divagaba en seguida. Al principio se dejaba absorber totalmente por cada nueva actividad, pero ese interés no era nunca muy duradero. Por otro lado, siempre tenía que estar haciendo algo, y así, cuando se cansó de jugar a las cartas y al ajedrez y de hacer imitaciones de las actrices de cine, volvió a cuidar del jardín, que había tenido abandonado mucho tiempo. Trajinaba con las flores, removía diligentemente la tierra, sembraba semillas y las regaba, pero también eso fue sólo un capricho pasajero.

—Qué aburrimiento —decía—. ¿No hay nada que hacer?

Tendida en el sofá, dejaba a un lado la novela que acababa de empezar y soltaba un gran bostezo. Cada vez que yo la veía así, echaba de menos alguna manera de poner un poco de variedad en nuestra monótona existencia. Dado que la propuesta del club de baile llegó en uno de aquellos momentos, pensé que no sería mala idea participar. Naomi no era la Naomi de tres años atrás, cuando fuimos a Kamakura. Las cosas eran distintas. Ahora, si yo la ponía elegante y la presentaba en sociedad, podía darles para el pelo a la mayoría de las damas. Pensarlo me ponía tremendamente orgulloso.

Como ya he dicho, yo nunca había tenido amigos muy íntimos, ni siquiera en la escuela, y trataba de evitar las relaciones innecesarias; pero tampoco era remiso a mezclarme con la buena sociedad. Siendo un hombre del campo, desmañado en los usos sociales y torpe en el trato, me había vuelto tímido y retraído, pero por esa misma razón la sociedad elegante tenía un señuelo especial para mí. Si me había casado con Naomi era en primer lugar porque quería hacer de ella una hermosa hembra, salir con ella todos los días y que la gente la elogiara. «Tienes una mujer muy elegante», quería oír decir en la alta sociedad. Espoleado por esa ambición, no quería dejarla en una «pajarera» para siempre.

Según Naomi, la profesora de baile rusa era una condesa llamada Alexandra Shlemskaya. Su marido el conde había desaparecido durante la Revolución. Tenían dos hijos, pero tampoco sabía la condesa qué había sido de ellos; a duras penas había conseguido escapar ella sola al Japón. Sin otro medio de vida, por fin se había decidido a enseñar bailes de sociedad. El club había sido organizado por la profesora de música de Naomi, la señorita Sugizaki, para ayudar a la condesa, y el secretario del club era Hamada, el amigo de Naomi, estudiante en la universidad de Keio.

Las clases se darían en el segundo piso de una tienda que vendía instrumentos musicales occidentales; se llamaba Yoshimura, y estaba en la cuesta de Hijiri en Mita. La condesa vendría dos veces en semana, los lunes y los viernes; los miembros del club podían escoger la hora que les resultara más cómoda, de cuatro a siete de la tarde. Los honorarios eran veinte yenes por persona y mes, abonados por adelantado. Naomi y yo juntos tendríamos que pagar cuarenta yenes. Es una tontería pagar tanto, pensé, aunque sea una occidental; pero Naomi insistió en que el baile occidental era como la danza tradicional japonesa, un lujo, y como tal había que pagarlo. No sería necesario ir a clase durante mucho tiempo; bastaría un mes para cualquiera con aptitud, y hasta el más torpe aprendería en tres meses. Realmente no era nada caro.

—En primer lugar, tenemos que ayudar a madame Shlemskaya. Pobre señora. Antes era condesa, y mira cómo ha caído en el mundo. Hamada dice que baila muy bien. También puede enseñar danza para el teatro, si alguien quiere aprender. Los profesionales no saben bailar. Hay que aprender de alguien como ella.

Naomi hablaba como si lo supiera todo sobre el baile, y promocionaba con entusiasmo a la condesa a pesar de no conocerla.

Así fue como ella y yo ingresamos en el club. Quedamos en reunirnos todos los lunes y viernes a las seis en la tienda de música de la cuesta de Hijiri; Naomi iría directamente desde su clase de música y yo desde el trabajo. El primer día Naomi me fue a buscar a las cinco a la estación de Tamachi y me llevó a la tienda de música. Era una tiendecita estrecha, a mitad de la cuesta, con filas de pianos, órganos, gramolas y otros instrumentos apiñados en un espacio muy pequeño. Del piso de arriba llegaba un estrépito de pisadas y música de gramola; las clases de baile parecían haber empezado ya. Al pie de la escalera había cinco o seis muchachos ociosos, alumnos de Keio por su aspecto; me molestó la forma en que nos miraron a Naomi y a mí. En ese momento se oyó una voz amistosa: «¡Naomi!». Era uno de los estudiantes; estaba afinando un instrumento de púa parecido a una guitarra lunar japonesa; ¿se habría podido llamar una mandolina plana?

—Hola, qué hay —respondió Naomi toscamente, como un vulgar chico de escuela—. ¿Cómo estás, Ma-chan? ¿No vas a bailar?

—Yo no —dijo él con una sonrisa insinuante, depositando la mandolina en una estantería—. Eso no es para mí. Veinte yenes al mes, para empezar, es mucho.

—¿Y qué vas a hacer si eres un principiante?

—En seguida sabréis bailar todos, y os pediré que me enseñéis. No tengo por qué gastarme un montón de dinero. No es mala idea, ¿eh?

—¡Eso es trampa, Ma-chan! Eres muy listo. Oye, ¿está arriba Hamada?

—Sí, está por ahí. Ve a echar una ojeada.

La tienda parecía ser un lugar de encuentro para estudiantes de la zona. Naomi debía de ir a menudo, pues aparentemente todo el mundo la conocía. Mientras me conducía por la escalera arriba, le pregunté:

—Naomi, ¿quiénes son esos estudiantes?

—Son del Club de Mandolina de Keio. No demasiado finos, pero no es mala gente.

—¿Todos son amigos tuyos?

—Amigos de verdad no. Les conozco de verles aquí cuando vengo a comprar algo.

—¿Es el tipo de gente que habrá en el club?

—No tengo ni idea. Probablemente no. ¿No crees tú que será gente mayor, en general? De cualquier forma, en seguida lo vamos a ver.

El salón de prácticas estaba al comienzo de un pasillo en el piso de arriba. Tan pronto como coronamos la escalera vimos a cinco o seis personas marcando el tiempo con los pies, mientras repetían en inglés «One, two, three». Se habían eliminado los tabiques entre dos salones de estilo japonés para dejar un espacio grande, y se había puesto un suelo de madera para poder conservar los zapatos puestos. Hamada andaba de acá para allá echando serrín en el suelo, para hacerlo más resbaladizo, supongo. Era la época del año en la que los días son aún largos y calurosos, y el sol de la tarde entraba a raudales por las ventanas abiertas del lado de poniente. Bañada por el pálido arrebol, en mitad de la estancia se erguía una figura solitaria, vestida con una blusa de georgette blanca y una falda de sarga azul oscura. Era, naturalmente, madame Shlemskaya. Como me habían dicho que tenía dos hijos, pensé que podía tener treinta y cinco o treinta y seis años, pero no aparentaba más de treinta. Tenía la gravedad y las facciones firmes de una aristócrata de sangre, y realzaba su dignidad un cutis pálido, límpido, tan blanco que daba un poco de miedo. Viendo su expresión autoritaria, su ropa de buen gusto y las joyas que relumbraban en su pecho y sus dedos, me costó trabajo creer que fuera tan pobre como se decía.

Con una fusta en la mano y el ceño muy fruncido, miraba sin pestañear a los pies de sus alumnos y repetía «One, two, three» (en su acento «three» era más bien «tree»), con tranquilidad pero con firmeza. Siguiendo las instrucciones, sus alumnos formaron una fila y se movieron atrás y adelante con paso inseguro. Ella parecía un oficial del ejército enseñando instrucción a la tropa; la escena me recordó El ejército femenino ha salido para el frente, una ópera que había visto en el Dragón de Oro de Asakusa. Uno de los alumnos era un hombre joven trajeado, probablemente no un estudiante universitario. Otra era una muchacha vestida con modestia que parecía una hija de buena familia recién salida de una institución para jóvenes; viéndola practicar solemnemente con un hombre vestido a la japonesa, parecía una señorita muy formal y hacía buena impresión. Cada vez que uno de los alumnos daba un paso mal, la condesa profería un «¡No!» cortante y se acercaba a él para señalar cómo había que hacerlo. Si a alguno le costaba aprender y cometía demasiados errores, la condesa exclamaba: «¡Así no!», y restallaba la fusta contra el suelo. A veces azotaba sin piedad los pies del alumno, y daba igual que el transgresor fuera hombre o mujer.

—Es una profesora muy apasionada, ¿verdad? Es lo mejor.

—Así es, madame Shlemskaya es muy apasionada. Los profesores japoneses no ponen tanto afán, pero los occidentales, incluso las mujeres, son muy exigentes. Da gusto verla. Es capaz de seguir dando clase en ese plan durante horas y horas sin tomarse un descanso, aunque haga un calor como el de hoy. Yo me ofrecí a traer un poco de helado, pero no quiso; me dijo que no toma nada durante las clases.

—Pues es un prodigio que no se agote.

—Los occidentales son robustos. No son como nosotros. Pero a mí sí me da pena de ella. Estaba casada con un conde, ya sabe; vivía con lujo, ¡y que ahora por la Revolución tenga que hacer este tipo de cosas!

Dos mujeres, sentadas en un sofá en la habitación siguiente, contemplaban el desarrollo de la sesión y hacían comentarios apreciativos. Una era una joven de veinticinco o veintiséis años, cuya boca grande de labios finos, cara redonda y ojos saltones le daban aspecto de carpa dorada. Su cabello sin partir, echado hacia atrás desde la frente, se alzaba en un alto remolino que parecía el trasero de un puercoespín. En la nuca lucía un enorme pasador de concha blanco, y un broche de jade ceñía su faja, tejida con un dibujo egipcio. Ésta era la que sentía tanta simpatía y admiración por madame Shlemskaya. Su interlocutora aparentaba unos cuarenta años: en la piel se le marcaban pequeñas arrugas y grietas a través del espeso maquillaje blanco, corrido por el sudor. Producto del artificio o de la naturaleza, el cabello rojizo de su moño era desgreñado y ensortijado. Alta y flaca, llevaba un atuendo alegre pero por alguna razón tenía aire de enfermera retirada.

Algunas de las personas que rodeaban a aquellas señoras esperaban tímidamente su turno; otras, que parecían haber recibido ya unas cuantas clases, bailaban en parejas por el perímetro de la estancia.

Hamada, secretario del club, corría de acá para allá, quizá como representante de la condesa o quizá por propia iniciativa, cambiando los discos en la gramola y ofreciéndose como pareja a la gente que bailaba a los lados. Yo, curioso por averiguar qué clase de hombre se animaba a recibir clases de baile, estudié a los que había en la pista. Me sorprendió ver que Hamada era el único que vestía con elegancia. Casi todos los demás llevaban ternos azules vulgares y parecían empleados mal pagados, sin sentido del estilo. Todos parecían más jóvenes que yo. Sólo había uno que podía estar en la treintena. Llevaba chaqué, gafas gruesas con montura de oro y un bigote largo anticuado. Como era el más lerdo de todos, la condesa le regañaba: «Así no», y le restallaba la fusta una y otra vez. Él le dirigía una sonrisa pálida y estúpida, y volvía a empezar: «One, two, three».

¿Qué puede ser lo que lleve a un hombre de su edad a dar clase de baile?, me pregunté. Pero entonces se me ocurrió que probablemente él y yo no fuéramos tan distintos. En cualquier caso, yo era la primera vez que me encontraba en semejante tesitura. Yo no era más que la pareja de Naomi, pero cuando me imaginé sometido al escrutinio de aquellas señoras y regañado por aquella occidental, pensé que me entraban sudores fríos, y temí el momento en que nos llegara el turno.

—Hola. Bienvenidos —era Hamada, que después de bailar dos o tres piezas se acercaba a saludarnos, secándose con un pañuelo la frente granujienta—. Me alegro de volver a verle —me dijo, con aire un poco suficiente; después se volvió a Naomi—. Gracias por venir con este calor. ¿Oye, no tendrás un abanico que me puedas prestar? No es tan fácil ser el ayudante.

Naomi se sacó un abanico de la faja y se lo dio.

—Pero eres bueno, Hama-san; eres lo bastante bueno para ser su ayudante. ¿Cuándo empezaste a dar clase?

—¿Yo? Hará unos seis meses. Pero tú eres rápida, aprenderás en seguida. El chico es el que lleva, la chica lo único que tiene que hacer es seguir.

—¿Quiénes son los hombres que están hoy aquí? —pregunté.

—Casi todos son empleados de la Oriental Petroleum Incorporated —me hablaba más educadamente que a Naomi—. Un pariente de la señorita Sugizaki está en el consejo de administración. Tengo entendido que los ha traído él.

¡La Oriental Petroleum y los bailes de salón! Sorprendente combinación, pensé.

—¿Entonces el caballero del bigote también es un empleado?

—No, es un médico.

—¿Un médico?

—Sí, trabaja para la compañía como consejero de salud. Dice que no hay nada como el baile para hacer ejercicio, y por eso viene a clase.

—¿De verdad? —interrumpió Naomi—. Hama-san, ¿es verdad que es bueno como ejercicio?

—Por supuesto. Se suda mucho, aunque sea en invierno, y se te pone la camisa hecha una sopa. Es un buen ejercicio, ya lo creo. Sobre todo de la manera en que lo enseña madame Shlemskaya.

—¿La profesora entiende el japonés? —pregunté; llevaba un rato pensándolo.

—Casi nada. Habla sobre todo en inglés.

—¿En inglés? Pues yo no me manejo nada bien en el inglés hablado, así que quizá sería mejor que…

—Tonterías, estamos todos en las mismas. La propia madame Shlemskaya habla un inglés horroroso, peor aún que el nuestro. No hay por qué preocuparse. Aparte de que para dar clase de baile no hay necesidad de hablar. Todo se reduce al «one, two, three», y seguir los movimientos de ella.

—¡Ah, señorita Naomi! ¿Cuándo ha llegado usted?

Era la dama Carpa-dorada, la del pasador de concha blanco.

—¡Qué tal, señorita Sugizaki! —tomándome de la mano, Naomi me llevó al sofá donde estaba sentada su profesora de música—. Señorita Sugizaki, le presento al señor Kawai Jōji…

—Ah, sí —Naomi se había puesto colorada, y la señorita Sugizaki, sin esperar a oír más, se levantó educadamente y me saludó con una inclinación.

—¿Cómo está? Me alegro de conocerle. Me llamo Sugizaki. Le agradezco mucho que haya venido hoy. Señorita Naomi, acerque esa silla.

Volviéndose de nuevo hacia mí, dijo:

—Siéntese, por favor. En seguida le llegará el turno, y no queremos que se canse esperando.

No recuerdo qué le respondí; probablemente me limité a balbucear algo. No sé cómo tratar a las mujeres que emplean esos modales tan estrictos. En este caso estaba todavía más azarado porque no se me había ocurrido preguntarle a Naomi qué sabía la dama de nuestra relación.

—¿Me permite que le presente? —sin prestar la menor atención a mi incomodidad, la señorita Sugizaki apuntó a la señora del pelo ensortijado—. Le presento a la señora James Brown de Yokohama. Éste es el señor Kawai Jōji, que trabaja en una compañía eléctrica de Ōimachi.

Así que la señora es la esposa de un extranjero, me dije; pensándolo bien, tiene más pinta de esposa de extranjero que de enfermera. Hice una inclinación, más tieso que nunca.

—Perdone que le pregunte —dijo ella, tomándome por su cuenta inmediatamente—, pero ¿es su foist time?

No me gustó la afectación con que pronunciaba en inglés «first time», y además hablaba muy deprisa.

—¿Cómo dice? —pregunté, inquieto.

—Sí, está empezando —se ocupó de responderle la señorita Sugizaki.

—¿Sí, eh? Bueno, desde luego que es moa moa difficult para un gen’lman aprender que para una lady, pero una vez que empiece en seguida le cogerá el tranquillo, desde luego.

¿Qué será moa moa?, pensé; hasta que caí en la cuenta de que era «more, more». A la señora le gustaba meter palabras inglesas en su conversación. «Gentleman» pasaba a ser «gen’lman», «little» se convertía en «li’l», y así sucesivamente. Su japonés tenía también un acento peculiar. Continuó hablando por los codos, juntando un «desde luego» con el siguiente.

Volvió a hablar de madame Shlemskaya, y después habló sobre el baile, las lenguas extranjeras, la música: las sonatas de Beethoven eran así y asá, la Tercera Sinfonía era patatín y patatán, los discos de tal compañía eran mejores que los de tal otra. A mí, absolutamente abatido, no se me ocurría nada que decir a cambio, así que al rato redirigí su cháchara hacia la profesora de música. Deduje que la señora Brown estaba recibiendo lecciones de piano de la señorita Sugizaki. Como no pude encontrar el momento oportuno para excusarme con elegancia, tuve que seguir emparedado entre aquellas dos féminas habladoras, lamentando mi triste suerte.

Cuando el médico bigotudo y el resto del grupo de la petrolera llegaron al final de su clase, la señorita Sugizaki nos condujo a Naomi y a mí hasta madame Shlemskaya y nos presentó en correcto inglés, primero a Naomi y después a mí, supongo que en atención al principio occidental de las señoras primero. La señorita Sugizaki llamó a Naomi «señorita Kawai». Yo esperaba con curiosidad por ver cómo reaccionaba Naomi cuando se viera cara a cara con un occidental. Efectivamente, a pesar de todo su envanecimiento le dio pánico tener enfrente a la condesa. Madame Shlemskaya, murmurando un par de palabras, dejó que en su digno semblante se insinuara una sonrisa y ofreció su mano. Naomi, muy colorada, se la estrechó furtivamente sin pronunciar palabra. Yo estuve todavía peor cuando llegó mi turno. La verdad es que no fui capaz de mirar al rostro pálido y esculpido de la condesa. En su mano centelleaban innumerables brillantitos cuando la toqué en silencio. No alcé los ojos.

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