Naomi

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—Has sido sincero conmigo, Hamada. Me siento mucho mejor. Bebamos —le acerqué una taza de sake.

—Entonces, ¿me perdona, señor Kawai?

—No hay nada que perdonar. Te dejaste engatusar por Naomi, y no estabas enterado de mi relación con ella. No has hecho nada malo. Yo no le voy a dar más vueltas.

—Ah, gracias. Me quita un peso de encima oírle hablar así.

Pero Hamada seguía estando incómodo. Sin hacer el menor ademán de beberse el sake que le había servido, habló a tirones, vacilante y con la mirada baja.

—Entonces, en fin, está mal que yo lo pregunte, pero ¿eso quiere decir que no hay parentesco entre la señorita Naomi y usted?

—No hay parentesco alguno. Yo nací en Utsunomiya; ella es hija de Tokio por los cuatro costados, y su familia vive en Tokio. Ella quería estudiar, pero las circunstancias familiares no lo hacían posible; a mí me dio lástima, y la tomé bajo mi tutela cuando tenía quince años.

—¿Y ahora están casados?

—Sí. Solicitamos el consentimiento de nuestras familias y pasamos por todos los trámites. Pero entonces ella sólo tenía dieciséis años. Yo pensé que era demasiado joven para tratarla como a una «señora de su casa», y me imaginé que a ella tampoco le gustaría, y por lo tanto decidimos que de momento viviríamos juntos como amigos.

—Entiendo. Y ése fue el comienzo del malentendido, ¿no es cierto? Cualquiera que la viera no pensaría que es una mujer casada, y ella jamás ha dicho que lo fuera. Por eso todos nos hemos dejado engañar.

—Naomi tiene parte de culpa, pero yo también. A mí no me resultaba atractiva la idea que se suele tener de «un matrimonio», y quería evitar la vida vulgar de «los casados», hasta donde fuera posible. Fue un tremendo error, que ahora me propongo corregir. He aprendido la lección.

—Sería lo mejor. Y, señor Kawai, yo no pretendo pasar por alto mis defectos, pero Kumagai es malo. Tenga cuidado. No lo digo porque yo tenga algo personal contra él. Son malos todos: Kumagai, Seki, Nakamura. La señorita Naomi no es mala. Ellos han ejercido sobre ella una mala influencia.

La emoción empañaba la voz de Hamada, y de nuevo las lágrimas brillaron en sus ojos. Este chico realmente quiere a Naomi, pensé para mí. Me sentí agradecido hacia él, pesaroso incluso. Ignorante de nuestro matrimonio, había estado a punto de pedirme su mano. Todavía ahora, si yo le dijera que renunciaba a ella, la acogería sin pensárselo. El ardor que se leía en su rostro, tan intenso que me conmovió, no dejaba lugar a dudas sobre su determinación.

—Hamada, voy a seguir tu consejo y voy a arreglar esto de un modo u otro de aquí a un par de días. Si Naomi rompe por completo con Kumagai, estupendo. Si no, yo no quiero seguir con ella ni un día más…

—Pero…, pero por favor no la abandone —me interrumpió—. Si la abandona será su ruina. ¡Es tan inocente!

—¡Gracias! No te puedo decir lo que me reconforta tu apoyo. Llevo cuidándola desde los quince años, y no quiero abandonarla ahora, aunque la gente se ría de mí. Pero es terca. Se trata de dar con la manera de que rompa con sus malas amistades.

—Sí que es terca. Se pone furiosa por la cosa más nimia, y entonces no hay nada que hacer. Tendrá usted que tener mucha mano izquierda. Yo no soy quién para hablar así, pero…

Le di las gracias profusamente. Si no fuera por nuestras diferencias de edad y posición, y si antes nos hubiéramos conocido más, probablemente le habría estrechado la mano y podríamos haber llorado abrazados. En cualquier caso, así de fuerte era mi sentimiento.

—Por favor, sigue visitándonos, Hamada. Tú al menos siempre serás bienvenido —le dije al despedirnos.

—Gracias. Pero quizá no sea capaz en algún tiempo —miró al suelo nervioso, como si no quisiera que le viera la cara.

—Pero ¿por qué?

—Algún tiempo…, hasta que pueda olvidarme de la señorita Naomi.

Escondiendo sus lágrimas se puso el sombrero, dijo adiós y echó a andar hacia Shinagawa. Habría podido subirse a un tranvía delante del Matsuasa, pero se fue a pie.

Tras eso yo me fui a la oficina, pero ni que decir tiene que no pude trabajar. Me preguntaba qué estaría haciendo Naomi. Sólo le había dejado aquella bata y nada más; no era posible que fuera a ninguna parte. Tan pronto como mis pensamientos llegaron a ese punto, empecé a preocuparme. Al fin y al cabo, me había llevado una sorpresa tras otra. Darme cuenta de que había sido engañado una y otra vez me había puesto los nervios a flor de piel, y empezaba a imaginarme todo tipo de situaciones. Era como si Naomi estuviera dotada de poderes mágicos que escapaban totalmente a mi comprensión. No se sabía lo que pudiera estar haciendo; no se podía dar nada por descontado. Yo no debía estar allí perdiendo el tiempo; cualquier cosa podía ocurrir mientras estuviera fuera de casa. Di carpetazo al trabajo y me apresuré a volver a Kamakura.

—Hola, he vuelto pronto —le dije a la casera al verla en el portón—. ¿Naomi está en casa?

—Sí, creo que sí.

Respiré.

—¿Ha venido alguien de visita?

—Nadie.

—¿Cómo está?

Apunté con la barbilla hacia la casa. Observé que la habitación donde era más probable que estuviera Naomi estaba cerrada; el interior que se veía por los cristales estaba oscuro, y no salía ningún sonido, como si no hubiera nadie.

—Pues…, ha estado dentro todo el día.

De modo que se había pasado el día entero sin salir de casa. Pero ¿por qué aquel silencio inquietante? ¿Con qué cara la encontraría? Con esas aprensiones subí sin hacer ruido a la veranda y abrí el shoji. Eran poco más de las seis de la tarde. Naomi estaba inmodestamente despatarrada en un rincón oscuro de la habitación, dormida como un tronco. Sin duda los mosquitos la habían asediado, y había estado dando vueltas; había sacado mi impermeable y se lo había echado alrededor de la cintura, pero sólo tenía el vientre bien tapado. Entonces, en semejante momento, la visión de sus blancos brazos y piernas saliendo de la bata roja como tallos de col en una cazuela se me clavó seductora en el corazón. Sin decir palabra encendí la luz, me cambié rápidamente a ropa japonesa y cerré la puerta del armario haciendo ruido; pero la respiración acompasada de Naomi continuó sin alterarse. No supe si sabía que yo había vuelto o no.

Al cabo de media hora de estar sentado inútilmente a la mesa, fingiendo escribir una carta, se me acabó la paciencia y le hablé:

—¡Oye!, ¿no te levantas? Ya está atardeciendo.

—¡Hummm…! —fue su respuesta desganada y soñolienta después de que yo le diera dos o tres voces.

—¡Oye! ¿No te piensas levantar?

—¡Hummm…! —repitió, sin dar señales de levantarse.

—¡Pero qué haces! ¡Eh, eh! —y le empujé con la punta del pie en la cintura, sin miramiento alguno.

Ella estiró los esbeltos brazos y echó adelante sus puñitos bien cerrados, rojos. Reprimiendo un bostezo se levantó despacio, me miró de reojo y apartó la vista. Empezó a rascarse con denuedo las picaduras de mosquito que le cubrían el empeine de los pies, las piernas y la espalda. Tal vez como resultado de haber dormido mucho, o quizá de haber llorado, tenía los ojos enrojecidos, y el desaliñado cabello le colgaba fantasmal sobre los hombros.

—Espera, no estés así; ponte un kimono —fui a buscar su ropa a la casa grande y se la puse delante. Ella se cambió con gesto glacial. Llegó la cena, y ninguno de los dos pronunció palabra mientras cenamos.

Lo único en lo que yo pude pensar durante aquel largo y triste enfrentamiento a cara de perro fue cómo conseguir que confesara, cómo encontrar la manera de sacar una apología sumisa de aquella testaruda mujer. Claro está que tenía presente el consejo de Hamada: Naomi era terca, y cuando se enfadaba era imposible. Sin duda ese consejo se basaba en experiencias personales; yo también podía recordar muchos ejemplos. Lo peor sería que se encolerizase. Habría que abordar el tema con tiento, para que no se encrespara y empezara a discutir; pero tampoco se podía ser demasiado indulgente. Lo más peligroso para mí sería empezar a interrogarla como un juez. No era la clase de mujer que respondería respetuosamente: «Sí, señor», si yo la cercaba con preguntas directas: «Te entiendes con Kumagai, ¿no es cierto?», o: «Y con Hamada también, ¿no es verdad?». Se resistiría; diría que no sabía de qué le estaba hablando. Yo me impacientaría y perdería los estribos, y ahí se acabaría todo. No, esa clase de preguntas no servía. Sería mejor renunciar a la idea de que confesara, y en lugar de eso decirle sin rodeos lo que yo había sabido aquel día. Por muy terca que fuera, en esas condiciones no podría negarlo. Me decidí.

Para abrir boca dije:

—Esta mañana a eso de las diez me pasé por Ōmori y me encontré con Hamada.

La había pillado por sorpresa: dio un gruñido y rehuyó mi mirada.

—En seguida llegó la hora de comer, y le llevé a almorzar al Matsuasa.

Tras eso Naomi no dio ninguna respuesta. Yo, vigilando su expresión atentamente, le dije con paciencia todo lo que le tenía que decir, intentando no ponerme demasiado sarcástico. Ella escuchó sentada, sin moverse y con la cabeza gacha, hasta que terminé. Mantenía la compostura, pero sus mejillas palidecieron ligeramente.

—Ahora que Hamada me lo ha dicho no hay necesidad de oírtelo a ti. Lo sé todo. No tendría sentido que te empecinaras. Si te equivocaste, lo único que tienes que hacer es reconocerlo… ¿Qué me dices? ¿Cometiste una equivocación? ¿Reconoces que cometiste una equivocación?

Ella no contestó. ¿Iba a convertirse aquello en el tipo de interrogatorio que yo había temido?

—¿Qué me dices, Naomi? —dije con la mayor delicadeza de la que fui capaz—. Con sólo que reconozcas que te equivocaste, yo no te condenaré por lo sucedido en el pasado. No te voy a obligar a ponerte de rodillas y pedir perdón. Lo único que quiero es que me jures que no va a haber más equivocaciones de esa clase. ¿Has entendido? Reconoces que te equivocaste, ¿no es así?

Naomi asintió.

—Entonces lo entiendes, ¿no? ¿No volverás a jugar con Kumagai ni con los demás nunca?

—No.

—¿Seguro? ¿Lo prometes?

—Sí.

Con ese «Sí» alcanzamos un arreglo que nos permitía a los dos salvar la cara.

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