Nano

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Livingston Circle, Niwot, Colorado

Miércoles, 24 de julio de 2013, 12.34 h

Cuando Paul Caldwell vio que la dirección de Mariel Spallek no figuraba en ninguno de los registros públicos, recurrió a un amable teleoperador del directorio 411 para localizarla. La mujer vivía en una próspera urbanización de las afueras de Boulder, en una casa de alquiler de una sola planta que formaba conjunto con otras tres. El teleoperador también le dijo que en aquella dirección no había registrado nadie más, cosa que no sorprendió a Caldwell lo más mínimo.

—Y ahora que estamos aquí, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Paul, que por prudencia había aparcado a unos cincuenta metros de la casa—. ¿Piensas plantarte ante la puerta y llamar el timbre?

—¿Por qué no? —contestó George.

—¿No dijiste que os habíais conocido? ¿Qué vas a decirle, que acabas de mudarte a la casa de al lado y necesitas un poco de azúcar? ¿Que acabas de ingresar en el cuerpo de policía?

—No creo que vaya adecuadamente vestido para eso.

George había ido a comprar ropa, pero solo había añadido unas zapatillas de deporte baratas a su indumentaria de pantalón de chándal y camiseta.

—No lo sé. Ya se me ocurrirá algo —concluyó.

—Según Pia, esa mujer es impredecible. Tendrás que inventarte una buena excusa.

—Afrontémoslo, Paul, a esta hora del día seguro que está trabajando. Cuento con ello.

George se apeó del coche antes de que Paul pudiera responder y avanzó por la calle hasta la puerta de Mariel. La entrada estaba separada de la vivienda de al lado por una valla de madera. Llamó al timbre tres veces y aguardó. No hubo respuesta ni ladridos de perro de los que preocuparse. Acto seguido fue hasta la casa contigua, la última de la hilera, y también llamó a aquel timbre. De nuevo, no obtuvo respuesta. Si hubiera tenido que apostar, habría dicho que aquellas viviendas estaban alquiladas por solteros: tenían garajes de una sola plaza y los jardines estaban cuidados pero desordenados. No había juguetes esparcidos por el suelo y tan solo contaban con un cubo de basura pequeño al final de cada camino de acceso.

Con una calma que lo sorprendió incluso a él, George rodeó las viviendas y comprobó que los patios traseros estaban separados por vallas que terminaban antes de llegar a una zona de árboles. Ninguna estaba bloqueada. «¡Bien, nadie tiene perro!», pensó George. Se acercó, trepó a la valla de Mariel y una vez en el patio se acercó a la puerta trasera e intentó abrir. Estaba cerrada, así que cogió una piedra del jardín, rompió el cristal por encima del picaporte y entró con cuidado. «Ha sido fácil», se dijo.

Buscó la alarma para desconectarla, pero no había ninguna. Entonces se dirigió a la puerta principal, la abrió y se asomó a la calle para pedirle a Paul con gestos que entrara. Al ver que Caldwell no se movía, corrió hasta el Subaru y se apoyó en la ventanilla del conductor.

—¿Te has vuelto loco? —le preguntó Caldwell.

—Probablemente. ¿Tienes unos guantes de quirófano en el coche? Limpiaré lo que ya he tocado.

—¿Y qué pasa con los vecinos? ¿Y con la alarma?

—No hay alarma, y me juego lo que quieras a que tampoco hay vecinos a esta hora del día. Vamos, estamos perdiendo el tiempo. Coge los guantes y ven a ayudarme.

—No te creo —protestó Paul—. Haré lo que quieras para ayudarte, pero siempre que esté dentro de la ley. En esto te has quedado solo. —Cogió un par de guantes y se los pasó a George. Los llevaba en el botiquín del coche junto con otros elementos médicos por si se topaba con una emergencia en la carretera.

—Muy bien —contestó George—. Quédate de centinela. Si la ves llegar, llámame, toca la bocina o lo que sea.

Hacía tres horas que Eric McKenzie y Chad Wells habían comenzado su turno. Les habían encargado seguir a aquel Subaru con baca y a los dos individuos que el día anterior habían intentado entrar en Nano. El jefe de seguridad de la empresa les había dicho que no eran peligrosos y que no debían acercarse a ellos. Su tarea consistía simplemente en seguirlos sin ser detectados.

En esto último fue en lo primero que pensó Chad cuando vio que el Subaru cruzaba el pórtico de una urbanización acomodada después de haber estado más de una hora aparcado frente a la que había sido su comisaría.

—¿Por qué paras? —le preguntó Eric.

El Subaru había desaparecido en la distancia.

—Mira este sitio. Hileras y más hileras de casas y ni un coche a la vista. Si entramos, nos verán al instante.

—¿Y qué?

—Pues que el jefe nos ha dado órdenes estrictas de pasar desapercibidos, idiota. No nos pagan para que pensemos, y eso en tu caso es una suerte. No sería fácil vivir con seis dólares a la semana.

—Muy gracioso.

—Será mejor que bajes y camines un poco.

—¿Qué?

—Entra e intenta encontrarlos. Conozco esta urbanización. Este es el único acceso. Entretanto llamaré por radio a la base y les diré dónde se han metido, a ver si el jefe sabe lo que andan buscando.

—La radio sigue funcionando aunque circulemos —protestó Eric.

—¡Baja de una vez!

—¡Qué mierda de trabajo! —exclamó Eric en voz alta diez minutos más tarde—. ¿Quién querría vivir aquí? Todas las calles son iguales y no se ve un alma. La mitad de las casas parecen vacías.

No había visto ni rastro del Subaru, nada sorprendente teniendo en cuenta el tamaño de la urbanización. Pero McKenzie siguió caminando, abrasándose bajo el sol de mediodía. Odiaba tener que llevar aquella cazadora en pleno día para poder ocultar la pistola.

La radio conectada a su auricular chisporroteó.

—¿Dónde estás, Eric?

—Ni idea. Por aquí todas las calles son iguales.

—Está bien, acércate a un cruce y dime los nombres. Los genios de la base han adivinado a quién quieren ver esos dos cretinos.

—De acuerdo. Estoy en la esquina de Franklin con Jackson.

—Muy bien. No te muevas, te veo dentro de cinco minutos.

George se puso los guantes de látex y registró metódicamente el apartamento de Mariel. Encontró unas cuantas carpetas en un cajón sin llave, pero solo contenían documentos personales, facturas del coche y manuales de los electrodomésticos. Su móvil sonó de repente y se le cayó la que tenía entre las manos.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Paul.

—¿Viene Mariel? —repuso George.

—No, no viene nadie. Solo llamaba para ver cómo vas.

—Pues no lo hagas. Me has dado un susto de muerte. Sigo buscando —contestó antes de cortar la comunicación.

Eric detuvo el coche en la calle donde vivía Mariel, tan lejos de la casa de Spallek como del coche de Paul, que estaba aparcado en la otra acera. Cogió los prismáticos y vio que había alguien dentro del vehículo.

—Hay alguien al volante, así que supongo que el otro estará dentro. Debe de haber conseguido entrar de algún modo. Nos han dicho que esos dos tíos son médicos o algo parecido. No sabía que los médicos se dedicaran a allanar casas.

—¿Por qué has parado tan lejos? Cojamos a ese tío y acabemos de una vez —propuso Chad, que siempre estaba dispuesto para una pelea.

—Tranquilo, tío —repuso Eric—. Voy a llamar a Nano.

—No podrías ser más aburrido —protestó Chad, que no paró de moverse en su asiento mientras su compañero hablaba brevemente con el jefe de seguridad.

—Vamos a llamar a la policía —informó a Chad tras cortar la comunicación—. Esas son nuestras instrucciones. Según el jefe, en esa casa no hay nada que pueda resultar comprometedor. La mujer que la ocupa es demasiado prudente para llevarse a casa algo importante, así que ese tío puede seguir ahí dentro y buscar tanto como quiera porque no encontrará nada. Si la policía los pilla, los arrestará, y eso debería bastar para que se les pasaran las ganas de jugar a los detectives. En cambio, si entramos y nos encargamos de ellos, solo conseguiremos que busquen con más ahínco. Si tienen huevos. Esos tíos no tienen ni idea de lo que están haciendo.

—Pues menudo chasco.

—Ya lo sé. De todas maneras, si no desisten tendremos que darles un toque, así que no te pongas de morros y llama a tu colega del Departamento de Policía para darle los detalles. Aquí tienes la dirección exacta.

Le entregó un trozo de papel.

Paul le echó un vistazo al reloj y se agitó en su asiento. George llevaba unos veinticinco minutos en la casa. Luego miró por el retrovisor y vio que al final de la calle había aparcado un coche que no estaba allí instantes antes. Su presencia llamaba la atención por la ausencia de tráfico. ¿Cuánto tiempo llevaría allí exactamente? Aguzó la vista intentando ver si había alguien dentro y creyó distinguir al menos una figura. Volvió a llamar a George.

—Oye, acabo de ver un coche aparcado detrás de mí, al final de la calle. No lo he visto llegar.

—¿Está delante de la casa?

—No, pero creo que hay dos hombres dentro, aunque realmente solo alcanzo a ver uno. En cualquier caso, no me gusta.

—¿Y no se han movido?

—No.

—Escucha, en esta casa tiene que haber algo —insistió George—. Esa Mariel está metida en esto hasta las cejas.

—George, sal de ahí. Llevas demasiado tiempo dentro.

—Un minuto más —contestó Wilson antes de colgar.

Paul estaba cada vez más inquieto. Aquel minuto se convirtió en dos, en tres y después en cinco. Caldwell sudaba copiosamente, así que puso en marcha el motor para conectar el aire acondicionado. Le pareció oír que el otro coche también arrancaba. No dejaba de observarlo a través del retrovisor. Después, a lo lejos, vio que se aproximaba otro vehículo y notó que se le formaba un nudo en el estómago. Lo sabía: era una patrulla de la policía. Marcó a toda prisa el número de George.

Wilson estaba tumbado en el suelo, buscando bajo el sofá con el brazo extendido. Cuando sonó el móvil, se exasperó. Paul se estaba poniendo verdaderamente pesado. Se levantó, miró por la ventana y vio movimiento. Mientras se acercaba a la parte delantera de la habitación, vio que un vehículo de la policía aparcaba justo delante del camino de entrada de la casa de Mariel.

—¡Mierda! —exclamó, y echó a correr hacia la puerta de la cocina como si su vida dependiera de ello. Cruzó el patio trasero a toda prisa y se internó en la zona arbolada que había detrás de la casa. A pesar de la maleza y los árboles, consiguió avanzar a buen ritmo. Un par de minutos después, se detuvo y miró hacia atrás. Entonces llamó a Paul.

Al ver que George no contestaba a su última llamada y que dos agentes de policía uniformados se apeaban del coche y se encaminaban hacia la puerta principal de la casa de Mariel, Paul se alejó lentamente del bordillo. Miró hacia atrás y vio que el Malibú que había aparcado detrás de él lo seguía a cierta distancia. Esperaba que comenzaran a sonar sirenas y que le ordenasen detenerse, pero no fue así. Entonces pensó que sería un coche de policía de incógnito. Tenía el móvil en la mano cuando comenzó a sonar.

—¡George!

—Estoy detrás de la casa, en el bosque. ¿Qué está pasando? —Le faltaba el aliento.

—La policía acaba de entrar en la casa y a mí me está siguiendo un coche. Pero no pueden ser policías, porque ya me habrían obligado a parar.

—Lo mejor es que vuelvas a casa. Seguramente sean de seguridad de Nano.

—¿Por qué lo dices?

—¿Qué otra cosa podría ser? Escucha, tengo que seguir alejándome de aquí.

George cortó la comunicación. Caminó otros diez minutos entre la vegetación hasta dar con una carretera secundaria. Siguió la dirección del sol y tras veinte minutos avanzando entre las sombras llegó a un cruce. Volvió a llamar a Paul, que contestó utilizando el manos libres.

—He llegado a un cruce de carreteras —le explicó George—. No parece que me esté siguiendo nadie.

—Gracias a Dios.

—¿A ti te siguen todavía?

—No lo sé, George. Ahora mismo no veo el coche. Todo esto me está poniendo enfermo. Y se supone que dentro de una hora tengo que estar en el trabajo.

—Ve. Yo buscaré mis coordenadas en el móvil. Llamaré a un taxi y te veré más tarde.

—Estás muy tranquilo a pesar de todo —comentó Paul.

—Creo que acabamos de descubrir muchas cosas. Nos están siguiendo, ¿verdad? Tiene que ser gente de Nano. Si Pia se equivocaba respecto a que hubiera algo turbio en esa empresa, ¿por qué iban a molestarse en hacerlo?

—Entonces ¿tienes algún plan?

—No, pero necesitamos ayuda.

—Eso está claro, pero ¿quién va a ayudarnos?

—No lo sé, Paul. La verdad es que no lo sé.

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