Nano

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La vieja vicaría, Chenies, Reino Unido

Martes, 23 de julio de 2013, 6.01 h (hora local)

Berman tenía el reloj biológico totalmente descompensado. A las dos horas de haber recibido instrucciones, había volado doce horas entre Boulder y Milán, donde había repostado y vuelto a despegar hacia el oeste. El vuelo desde Italia hasta el Aeropuerto de Stansted, el tercero de Londres, fue mucho más corto.

Se alegraba de tener a Jimmy Yan como socio en aquella fase de las negociaciones con el gobierno chino, porque era capaz de resolver con calma y ecuanimidad problemas que de otro modo habrían sido intratables. Berman tenía buenos contactos en el Aeropuerto de Milán-Linate con una empresa de aviación comercial, de modo que aterrizar y despegar discretamente no había constituido ninguna dificultad.

Sin embargo llevaba un cargamento complicado que debía introducir en Inglaterra, un país mucho más riguroso que Italia con los trámites y normas de importación. «No hay problema —le había dicho Jimmy—, convertiré tu vuelo en uno del gobierno chino en viaje oficial. Nadie meterá las narices. En cuanto al cargamento, las valijas diplomáticas pueden ser de cualquier tamaño. Tan solo asegúrate de que la mercancía no se mueva y de que puedas trasladarla en una bolsa de viaje grande. En cuanto al alojamiento, olvídate de tu hotel del West End. ¿En qué estabas pensando? El tráfico de Londres es malísimo. El gobierno chino tiene una casa en las afueras para fines diplomáticos. Será mucho más adecuada y segura».

Jimmy y sus hombres habían recogido a Berman y sus acompañantes y los habían llevado en coche hacia el oeste por la M25, la circunvalación de Londres. El estadounidense se fijó en los indicadores de pueblos con nombres tan pintorescos como Potters Bar, Frogmore y Chorleywood, que fue donde abandonaron la M25. No tardaron en llegar a Chenies —que se pronunciaba igual que el apellido del antiguo vicepresidente de Estados Unidos—, en el condado de Buckinghamshire.

Jimmy había estado muy callado durante el trayecto en la gran limusina negra. Se había limitado a comentar que tanto él como sus compatriotas solían viajar en berlinas o furgonetas Mercedes cuando estaban en el Reino Unido porque los 4 × 4 resultaban demasiado llamativos. Con el precio de la gasolina por las nubes, solo los que podían permitirse quemar el dinero —casi literalmente— conducían esa clase de vehículos. La delegación china prefería ser más discreta.

En aquellos momentos Berman estaba sentado en la cocina de una enorme y vieja casa de piedra situada en aquel minúsculo pueblo. Contemplaba un cuidado jardín inglés rodeado por un seto. Se había fijado en las gigantescas puertas de hierro de la entrada y en los numerosos vigilantes y cámaras que representaban la parte visible de las medidas de seguridad. Aunque Jimmy había dicho algo acerca de fines diplomáticos, Zachary creía que lo más probable era que se encontrara en una casa franca del gobierno chino, seguramente propiedad del Guoanbu, la versión china de la CIA. En cualquier caso, sabía que era mejor no preguntar.

—¿Qué tal está el té? —preguntó Jimmy, que acababa de servirle uno en una taza con el logotipo de la BBC.

—Muy bueno, gracias.

—He aprendido a respetar la forma inglesa de prepararlo —explicó Jimmy—. Lo tomo fuerte, con leche y azúcar. El agua debe estar muy caliente, pero no llegar a hervir. Nada de tazas de agua tibia con una triste bolsita dentro, como en tu país. Eso es sacrilegio.

—El té es vigorizante —comentó Berman, que sabía que iba a necesitar algo más que una taza de té para recuperar una mínima apariencia de normalidad—. ¿Adónde la has llevado?

—Una de las cosas buenas de las casas inglesas es que las antiguas, como esta, disponen de grandes sótanos. Hemos reformado el nuestro para poder alojar a los visitantes ocasionales, sobre todo a los que están, como solemos decir, detenidos.

—Qué práctico —contestó Berman en tono frívolo.

Jimmy descargó un puñetazo contra la mesa, y Berman dio un respingo. Se salpicó los nudillos con el té caliente. Nunca había visto a Jimmy enfadado y se sobresaltó.

—No es el momento de hacerse el gracioso. Me estoy arriesgando por ti al hacer esto, y mucho. No hay lugar más traicionero que una casa llena de espías, y eso es lo que tenemos aquí. La hemos metido ahí abajo y solo lo saben un par de personas. ¿Cómo podría explicárselo a mis superiores?, ¿cómo podría decirles que te dejas arrastrar por tu libido como un adolescente?

—Pero si fuiste tú quien me dijo que la trajera. Fue idea tuya —repuso Berman un tanto perplejo.

—Preferiría que esa mujer no existiera, pero no es así. Me di cuenta de que en Colorado no podíamos hacerla desaparecer de manera adecuada, no con los recursos disponibles y con la molesta independencia de vuestra policía. De la mayor parte de ella, al menos. Debemos contener este problema. Estamos muy cerca del éxito y no quiero que nuestra colaboración se vea amenazada. —Jimmy miró a Berman con fijeza—. Así que me ocuparé de esto personalmente.

—Escucha, Jimmy, tengo un asunto pendiente con ella…

—Eres un estúpido. Hay millones de mujeres disponibles.

—No como ella —repuso Berman, y tuvo la impresión de que Jimmy se relajaba un poco.

—Mira, sé que los hombres poderosos tienen esas debilidades —prosiguió Jimmy con un suspiro de resignación—. Yo también tengo las mías, al igual que mis superiores. Sabemos cómo manejar este tipo de situaciones. Hemos de obrar racionalmente. Las precauciones que has tomado están bien. Ahora mismo no hay nada que relacione a esa mujer con esta casa, y eso es lo importante. Y tú te encargarás de que no hable.

—Whitney Jones se ocupa de eso. Pia está inconsciente y seguirá sedada durante los próximos días. Lo único que quiero es una oportunidad de convencerla para que se una al equipo.

Berman miró el reloj. Según sus cálculos, en Colorado eran las once de la noche y Paul Caldwell no tardaría en acabar su turno en Urgencias. «¿Cuánto tardará en dar la alarma?», se preguntó.

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