Mortal

Mortal


Capítulo cuarenta

Página 43 de 49

Capítulo cuarenta

LA MENTE DE SARIC giró pensando en la repentina llegada de Feyn, consciente todo el tiempo de que las miradas de sus hijos estaban puestas en él cabalgando detrás de ella como un líder que había tomado el segundo asiento a la verdadera realeza. Consciente de que tenía la piel fría y húmeda por el sudor. De que el corazón le palpitaba con fuerza. Consciente de que Jonathan tenía la mandíbula firme, la mirada fija, la cadera balanceándosele de manera natural en la montura, las manos flojas en las riendas como alguien a gusto con su lugar como gobernante supremo de todo lo que la vida podía brindar, a pesar de la falsedad de esa idea.

Consciente también de que a los mortales se les había separado de cualquier intento de salvar al muchacho.

La batalla se había paralizado por completo, atraídos por la repentina aparición de la pareja. Los hijos de Saric lo observaban, esperando sus instrucciones. Los dejó esperando. La batalla ahora estaba en manos de él.

El sangrenegra examinó el rostro de Feyn, la línea de la mandíbula al descubierto por trenzas simples, la capa de color gris claro, las perlas cocidas en los puños de las mangas. Ella había cumplido su promesa de traerle al joven.

Y, sin embargo, Feyn no mostraba nada de la reverencia que Saric esperaba de un siervo fiel. Ya no tenía la sumisión que mostrara antes de convertirse totalmente en sangrenegra la noche anterior.

Consideró la línea de sangrenegras a su derecha. Aunque la mayoría lo observaban, algunos de ellos habían vuelto sus miradas hacia Jonathan.

Un escalofrío le bajó por la espalda. Apenas podía culparlos: el objeto de toda la furia de ellos estaba ahora a disposición de aquel que los creó. Pero en los ojos de los sangrenegras había curiosidad, no ira.

Saric espoleó el caballo y trotó al lado de Feyn cuando se aproximaban a las gradas.

—Ya estaba comenzando a cuestionar tu lealtad, cariño.

La mirada de ella se mantuvo firme en el mortal muerto que colgaba delante del templo. Igual que la de Jonathan.

¿Estaba Feyn consciente de que Saric podía sacar la espada y matarla en el acto, donde se hallaba? Por un breve instante él consideró demostrar su supremacía para que todos vieran. Pero no tenía evidencia de que ella lo hubiera traicionado.

—Has hecho bien —añadió en voz baja—. Te recompensaré por esto.

Feyn no hizo ningún esfuerzo por agradecerle.

¿Se había vuelto loca? ¿Tenía el muchacho tal poder para robarle el corazón? Pero no… ambos estaban bajo sus pies, sus destinos en manos de Saric.

Al lado de Feyn, Jonathan montaba como si estuviera solo, aparentemente ajeno a los miles que miraban. Se veía extrañamente majestuoso con su túnica negra desgastada. Hasta su montura parecía ser consciente de nada más que la supremacía de su jinete, como si dijera: He aquí uno nacido de verdadera vida, el remanente final del Caos, totalmente vivo por derecho de nacimiento.

Un hombre rebosando más vida de la que tal vez Saric podía conocer sin recibir la sangre del mismo Jonathan.

No. Se estaba imaginando cosas.

¿Y si así fuera, Saric? ¿Y si estuvieras a punto de librar al mundo del único recipiente que podría brindarte la vida y el poder que con tanta desesperación ansías?

—¿Hay algo que debas decirle a tu creador? —exigió saber Saric de Feyn.

El caballo de ella se detuvo a diez pasos de los peldaños de las ruinas, justo más allá del cuerpo inerte de Triphon. Desmontó sin mirar a Saric, caminó hasta donde Jonathan y le ofreció la mano.

Jonathan le tomó la mano, lanzó una última mirada al cadáver de Triphon, y desmontó. Feyn lo llevó hacia las gradas, le levantó los dedos, y le besó ligeramente los nudillos. Le dio una mirada de despedida. Solo entonces ella se volvió para enfrentar a Saric.

—Te entrego a tu soberano, mi señor. Mi deuda está cancelada.

Sin decir nada más, Feyn se dirigió a su montura, subió a la silla, hizo girar el corcel, y galopó directamente hacia la línea de sangrenegras en la entrada del valle. Estos se separaron como un mar negro cuando la soberana se acercaba, mientras ráfagas de viento corrieron por el medio.

Saric pudo haberla detenido, pero Feyn ya había personificado su papel. Si su lealtad hacia él se hubiera minado, más tarde trataría fácilmente con ella… su hermana no comandaba ningún ejército. Ninguna fuerza podía brindarle protección.

Feyn atravesó cabalgando las filas sangrenegras, pasó más allá de los mortales, y se dirigió al valle a toda velocidad.

Cuando Saric se volvió hacia las ruinas del templo, Jonathan ya había subido las gradas y se había detenido en lo alto. Miraba tanto a sangrenegras como a mortales con los pies separados y firmes, la mandíbula apretada, los puños cerrados a sus lados mientras las ráfagas le agitaban la vestimenta y el cabello.

Así que nueve años finalmente los habían llevado a un lugar en que se corregiría el pasado, en que se enderezaría todo lo que había salido mal. Esta vez los papeles se habían invertido. Hoy era el turno de Jonathan de rendirse.

Vida…

La palabra barrió la mente de Saric como transportada por el furioso viento.

—¡Jonathan! —exclamó la voz de Rom Sebastian por encima de las líneas, ampliada al máximo por la desesperación—. ¡Jonathan!

Saric estaba a punto de desmontar cuando la voz del muchacho resonó a través de la creciente tormenta, atrayendo el oído de toda alma que respiraba en el valle.

—¡En una era de Caos, los primeros en caminar en esta tierra vivieron en absoluto abandono! —gritó—. Se dedicaron al placer con todo lo que se les dio. Rieron y llenaron sus vientres con las ofrendas de la tierra. Danzaron debajo del sol y la luna, y celebraron pasión sin reservas. ¿Se atreve alguno de ustedes a decir que eso no fue bueno?

El desafío del joven resonó con una autoridad que produjo temblor en los dedos de Saric.

Él habla de la vida como quien la conoce muy bien…

El viento gemía entre las ruinas. En lo alto, el cielo oscuro se agitó. Sangrenegras y mortales por igual permanecían en silencio.

Jonathan caminó hacia su derecha, tendones tensos bajo venas resaltadas. Venas que fluían con la primera sangre de vida.

—Antes de que hubiera guerra, ¡había paz! Antes que odio, amor. Antes que ambición egoísta, servicio desinteresado. Había belleza sin fin, que nunca debió desaparecer.

Entonces caminó de un lado al otro, las manos empuñadas al aire.

—Pero aquellos que vivieron también cortejaron la malsana ambición y la egoísta codicia. Anhelaron el poder. Para consumir más de lo que les fue dado. Declararon guerras. Humanos mataron a humanos, llenos de rabia y celos, motivados por la urgencia de conseguir el servicio de los demás. El amor fue aplastado por la necesidad de proteger lo que no se podía poseer. El hombre hizo caso omiso del llamado de abrazar el camino de un Creador cuyo estandarte es el amor dado libremente, ¡no controlado por la fuerza ni exigido por lealtad o realeza!

¿Cómo se atrevía este hombre a pararse delante de los hijos de Saric y hablarles de amor desvinculado de obediencia, lealtad y posesión?

Y entonces, a medida que la ira se le acumulaba como la tormenta en lo alto, comprendió que no era ira en absoluto… sino celos.

—¡Esta fue la caída de la especie humana! —gritó Jonathan—. Y así, un hombre llamado Megas despojó a la humanidad de todo sentimiento, a excepción del miedo. Celoso de la humanidad, decidido a dominarla, ¡ávido por subyugar! Hasta el día en que esa vida volvió a nacer en un niño cinco siglos después. ¡Un niño que fue criado para que su sangre alimentara a los sedientos de beberla!

—¡Él dice la verdad! —gritó uno de los mortales a la izquierda lejos de Saric—. ¡Los mortales nacen con vida!

El dedo de Jonathan se disparó en dirección a la voz.

—No —exclamó—. Les digo hoy que la verdadera vida no se halla en sangre que solo despierta pasiones. Igual que en los días del Caos, solamente el amor cedido libremente habita en el diseño del Creador. Quienes afirman que el amor depende de la lealtad son impostores que no saben nada del reino soberano. ¡Morirán del mismo modo que aquellos que ya caminan sin vida!

El filo dentado de un rayo partió el cielo. Los truenos se precipitaban en lo alto mientras aumentaba la intensidad del viento, azotándole a Jonathan las trenzas contra el rostro.

Pero los cielos no eran los únicos a punto de reventarse por completo.

Saric sintió inclinársele la mente incluso mientras se hallaba en lo alto de la silla. Las palabras del joven cortaban, rompiendo toda atadura con aquello por lo que él había muerto y vivido. Poco a poco, el mundo a su alrededor comenzó a desvanecerse, dejando tan solo la forma acusadora en lo alto de las arruinadas gradas del templo. ¿Era eso posible? ¿Era la vida de Jonathan más real que la del propio Saric?

Aunque lo fuera, él no podía ceder. No ante este Creador, por grandiosa que pudiera ser su vida.

Ahora sabía algo: el muchacho debía morir.

Con una mano en el pomo de la silla, Saric se irguió, levantó la pierna derecha por encima de las ancas del caballo y se apeó. La verdadera batalla no era entre sangrenegras y mortales con espada y hacha; la pelea real estaba aquí, decidiéndose entre dos gobernantes. Uno viviría para gobernar.

El otro moriría.

—¡Jonathan!

El sonido de golpeteo de cascos se unió al aullido del viento. Era Rom Sebastian, desesperado, bloqueado por la línea de sangrenegras.

—¡Corre! ¡Corre, Jonathan!

Un revuelo se levantó desde el norte. Choque de acero; gritos de indignación y acerbas maldiciones.

Los sonidos eran lejanos en la mente de Saric, de una dimensión que ya no importaba. Agarró la empuñadura de su espada y la extrajo deliberadamente de su vaina con un fuerte chirrido.

—Algunos producen un nuevo reino que fluye de la alquimia, e intentan gobernar el mundo para su propio placer y utilidad —continuó gritando Jonathan.

El muchacho miraba a Saric mientras este se acercaba y trepaba los escalones.

—Otros gobiernan como mortales sobre una existencia menor —continuó, levantando la cabeza y señalando en dirección al príncipe nómada y sus hombres—. Pero hoy se encuentra un nuevo reino entre ustedes. Un reino donde yo soy el soberano, donde reinaré con aquellos que me sigan. El embustero viene para tomar lo que no puede poseer, pero yo ofrezco libremente mi vida para todos aquellos que deseen experimentarla.

Saric levantó la mirada hacia el muchacho que profería tonterías.

Aterrado por sus palabras.

Insensible porque no significaban nada.

Enfurecido por las acusaciones.

Temblando.

Jonathan pareció haber terminado de hablar. Se paró frente a los postes de los que aún colgaban los restos del recipiente de cuero, observando a Saric.

La pelea más allá de la línea se convirtió en algarabía, ahora tanto al sur como al norte. Los mortales estaban otra vez en pleno ataque. Una inútil batalla de orden menor.

Saric se puso en pie en el elevado piso de las ruinas y acechó al muchacho, la punta de la espada rastrillando en la piedra detrás de él. Otro trueno sacudió el cielo.

—Hola, Saric —saludó el joven en voz baja, solo para el hombre; tenía los ojos límpidos en medio de la tormenta que se avecinaba—. ¿Ves la ira de la naturaleza?

Saric lanzó una rápida mirada hacia el cielo oscuro. Vio que giraba como si fuera a tragarse el mundo.

—La mano del Creador.

La mano del Creador.

Saric había oído la tradición. Sin duda el muchacho no estaba afirmando ser más que un hombre nacido de sangre. Jonathan había perdido la cabeza.

¿O has perdido tú la tuya?

—Sé cuánto anhelas la vida, Saric —expresó el joven, en voz demasiado baja para que pudiera oírlo alguien en el creciente vendaval—. Tu corazón es negro, pero no puedes hacer caso omiso del grito de verdad de que mi sangre te produciría algo más allá de tu imaginación.

Todos los temores de Saric se fundieron en una pregunta ensordecedora: ¿y si fuera verdad? ¿Y si el objeto de su búsqueda estuviera ahora delante de él, una vasija pura de belleza, verdad y amor?

Por un momento, la idea le sofocó el odio. El cuerpo delante de él se convirtió en una inigualable vasija de vida pura para ser consumida, no aplastada. Para ser degustada, no destruida.

Para ser adorada.

Sin pensar, Saric levantó una mano temblorosa. Vacilante. Como el muchacho no se movió, el sangrenegra le tocó la mejilla con la yema de los dedos. Una oleada de energía le subió por el brazo y le entró al cuerpo.

Se estremeció.

—Mírame a los ojos —exigió el joven.

Como por cuenta propia, la mirada del sangrenegra pasó de la mejilla del muchacho hacia los ojos. Una luz centelleó como rayos de sol a través de las turbulentas pupilas color avellana del joven. Saric sintió que el cuerpo se le tensionaba.

Pero había más… Una enorme y terrible tristeza.

Empatía.

Lágrimas.

—Yo soy la vida que anhelas. Mi luz te apresará para siempre. Yo puedo hacerlo.

Ante las últimas palabras del muchacho, el mundo de Saric resplandeció con una luz brillante, cegándolo a todo menos a la singular verdad: él era oscuro como la brea que le corría por las venas. El joven estaba infundido con luz. Él, no el muchacho, había estado engañado. Aquí estaba la vida… no en sus venas, sino fluyendo de aquel que tenía delante. Vida como no la había conocido. Verdadera vida.

A Saric se le encorvaron las piernas. Se desplomó sobre una rodilla, con un gran lamento brotándole desde el fondo de las entrañas, un fuerte sollozo que representaba horror, dolor e indignación total. Esto le robó el aliento, acabando con su razón y su propósito.

Abajo, en alguna parte, los mortales hacían un último y desesperado intento por pasar a través de las líneas de guerreros… Saric podía oírlo en la lejanía.

El hombre lloró, solo lejanamente consciente de que sus hijos podían verlo: quien los creara estaba arrodillado ante este muchacho. Delante de este soberano de un reino que no comprendía ni podía percibir.

—Solo generas muerte —expresó Jonathan—. Soy yo, no tú, quien tiene poder sobre la vida. Mira y conoce la realidad, señor de las tinieblas.

Saric sintió que le arrebataban la espada de la mano. Movió la cabeza para ver a Jonathan bajando a toda prisa las gradas, ya no un niño, sino un guerrero corriendo como un rayo hacia la línea más cercana de sangrenegras.

Con un grito que enfrió la sangre a Saric, Jonathan se lanzó hacia el más cercano de ellos, esquivando fácilmente un frenético ataque de la lanza del guerrero. La hoja del muchacho brilló y cercenó la cabeza del cuerpo.

Jonathan giró, aún gritando, esquivando apenas otra hoja impulsada. Él era demasiado rápido. Contorsionándose con hermosa gracia y poder, Jonathan acuchillaba a otro guerrero, casi partiéndolo en dos por la sección media. Destrozó a otro, separándole los brazos de los hombros antes de clavarle la espada en el pecho.

Saric observaba, paralizado en horrible admiración, cómo Jonathan mataba de modo categórico a seis sangrenegras sin permitir que una sola hoja lo tocara.

Resonaron órdenes. Las filas se agrandaron alrededor del muchacho, pero antes de que pudieran cerrar el círculo, él derribó al séptimo y se alejó a campo abierto. Como si ejecutara una cuidadosa danza coreográfica, Jonathan se movió hacia el poste que contenía el cuerpo muerto de Triphon.

Se apoyó en una rodilla e inclinó la cabeza en respeto hacia su amigo caído. Largas huellas de sangre de las heridas en los intestinos del mortal le manchaban el vientre y las piernas.

Jonathan se enderezó y miró al hombre, el rostro contraído por el dolor. Estiró la mano hacia uno de los ensangrentados pies, se inclinó lentamente hacia delante, y lo besó. Su sollozo de angustia resonó por el valle, interrumpido por un clamor para que todos los mortales oyeran.

—¡Él verá vida! —gritó Jonathan, enfrentando la línea de mortales donde sus líderes estaban montados—. Por el sacrificio que pagó para salvarme, ¡le doy vida! Dejen su cuerpo. Él no será enterrado con los demás. Tal como ustedes encuentran vida, Triphon hallará vida.

Jonathan giró y señaló la espada de Saric, los ojos en llamas. Mantuvo su posición por un largo instante, luego corrió hacia él, encorvado como un velocista desde el inicio de la carrera.

Solo entonces Saric discernió que el guerrero que había matado tan fácilmente a siete de sus hijos podría también tomar fácilmente al creador de ellos, que aún estaba de rodillas, inmovilizado y desarmado.

Las venas se le llenaron de pánico. Empezó a erguirse, pero el mundo alrededor de él estaba girando.

Para entonces Jonathan se hallaba en la base de las ruinas. Subió los peldaños en tres largos saltos y giró para enfrentar el valle, la ensangrentada espada en alto.

—¿No hay final para la muerte? —gritó.

Arrojó la espada, enviándola estrepitosamente hacia las piedras más allá de la rodilla de Saric.

Él no solo domina la vida, sino también la muerte.

Saric se volvió y miró la espada, roja debajo del cielo cada vez más oscuro. Por el rabillo del ojo vio cómo Jonathan agarraba los dos postes que sostenían el recipiente roto de cuero. Suplicio y angustia en el rostro. Estaba chiflado. Era grandioso. Con los brazos extendidos a los costados, el muchacho lanzó sus palabras al mundo.

—¿No existe cántico sin espada? ¿No hay amor sin celos? ¿No hay un final para la ira?

El cuerpo le comenzó a temblar. Se mecía hacia adelante y atrás como alguien poseído, fuera de sí. El fragor de la batalla se había detenido, reemplazada solo por el viento, el trueno y los irregulares gritos del joven.

—¿Morirán todos los hijos? ¿Se tornará rojo el sol? ¿Vaciarán ustedes mi sangre para alimentar su propia ambición? ¿Debo morir para que ustedes puedan vivir?

Las trenzas se le echaron para atrás frente a la tormenta. Lágrimas le brotaban de los ojos y volaron hacia sus sienes antes de que pudieran mancharle las mejillas.

—¡Encuentren al amor! —gritó—. ¡Hallen la belleza! ¡Localicen la vida y sepan que el reino de los soberanos está sobre ustedes!

Una solitaria voz de objeción cruzó el valle a lo lejos y lo alto. Saric volvió la cabeza y vio una figura sola en lo alto del risco occidental, con los brazos abiertos. Una mujer gritando horrorizada por la escena que tenía ante ella.

—¡No! —exclamó ella cayendo de rodillas—. ¡Jonathan!

La mujer levantó la barbilla, respiró hondo y emitió un gran gemido al cielo.

Un sollozo indefenso brotó del joven, colgando de los postes como si estos lo sostuvieran y no al revés. Miró a la solitaria mujer, con el rostro retorcido de angustia.

—Por amor… —balbuceó él, aspirando, una bocanada horrible y fluctuante—. ¡Por ti, Jordin!

Saric sintió que la mente se le fragmentaba, destrozada por la lucha en su alma.

Sin duda, estas eran las palabras de un amor saturado de poder mucho más grandioso que cualquiera que él conocía. No podía matar a quien estaba destinado a producir tal vida.

Eran las palabras de un poder que anularía el suyo. Debía destruir a aquel cuyo destino era aplastar la vida inferior del sangrenegra.

De repente, Jonathan agarró la túnica con ambas manos por la línea del cuello y la rasgó hasta dejar el pecho al descubierto. Bajó la mirada hacia Saric.

—¡Tómala! —gritó, con la cara roja y contraída.

Volvió a agarrarse de los postes, con los brazos abiertos y el pecho desnudo.

—Toma mi vida para todos ellos. Derrama mi sangre y drénala por el bien de este mundo. ¡Toma lo que has venido a arrebatar y sé transformado para siempre!

Saric se quedó paralizado.

—Obedéceme —ordenó el muchacho en voz más baja que penetró la mente del sangrenegra y le hizo añicos la confusión que aún le quedaba.

Las tinieblas le inundaron la vista. Agarró la espada por la empuñadura, se puso de pie y, gritando a pleno pulmón, se abalanzó sobre el joven.

La hoja tajó a través el cuerpo de Jonathan, partiéndole el torso casi en dos.

Los ojos del muchacho se abrieron desmesuradamente. Medio sofocado, se le separaron los labios. Quedó inmóvil por un instante, suspendido antes de doblarse sobre las rodillas. Los gritos de los mortales ahogaron los agudos lamentos que se oían en lo alto del risco.

El joven se desplomó en un charco de su propia sangre, amontonado a los pies de Saric.

El sangrenegra dio un vacilante paso hacia atrás. La espada se le cayó de la mano y, con ella, el mundo.

Las ruinas comenzaron a temblar bajo sus pies. El viento rugió por el valle, amenazando tirarlo al suelo.

Saric se quedó estupefacto, luchando por mantener el equilibrio bajo el oscurecido cielo. La superficie del valle se inclinó ante sus propios ojos. Grandes trozos del risco lejano empezaron a deslizarse hacia el interior del valle. Implacables truenos se estrellaban en los cielos, agitándole hasta la médula de los huesos.

La mitad de sus hijos se lanzó a tierra buscando seguridad, la otra mitad intentó correr, tambaleándose y cayendo de bruces como una turba de borrachos. Los caballos de los mortales se encabritaron, lanzando a sus jinetes al suelo convulsionado.

Entonces, tan rápido como el terremoto llegó, se aquietó. La tierra retumbó hasta calmarse. Una tranquilidad antinatural se posó en el valle, interrumpida solamente por el ruido de piedras al caer y por relinchos de caballos.

Con un silbido final, el torbellino en el cielo sorbió las nubes negras, retornándolas a un gris encapotado y empujándolas mediante una suave brisa.

Silencio.

¿Qué has hecho?

A Saric le vino a la mente que aún estaba de pie. Vivo. Pero en el momento en que el pensamiento le llegó supo que no era el mismo hombre que se había considerado vivo solo segundos antes.

Sus pensamientos ya no eran los que le obsesionaban antes. Había visto una luz en los ojos del muchacho. Había obedecido sus órdenes. Se había sometido a un poder que lo dejó aniquilado para que todo el mundo viera.

Nada era lo mismo.

Nada podía volver a ser lo mismo.

Temblando fuertemente, Saric caminó hasta el borde de las gradas, las descendió de una en una, y se acercó hasta un caballo cuya carne aún temblaba de terror. Montó indeciso, vagamente consciente de que se estaban levantando sangrenegras por todos lados, algunos de ellos apoyándose sobre sus endebles rodillas al verlo.

—¿Mi señor? —exclamó Varus acercándose cabalgando, pálido.

Saric evitó la mirada y las preguntas en los ojos de su general, e hizo mover la montura, apenas consciente de la multitud de miradas sobre él.

—¿Cuáles son sus órdenes? —preguntó Varus.

¿Sus órdenes? No podía armarse de denuedo para liderar. El muchacho le había hecho ver su maldad, despojándolo de tal poder. Algo había sucedido con Saric. La luz en los ojos de ese muchacho…

—Salgamos de este lugar —contestó—. No más muertes.

Luego hizo girar el corcel y cabalgó por el valle bajo las miradas de sus hijos.

Detrás de él se levantaba un lamento hacia el cielo. Los mortales lloraban la muerte de su soberano.

Ir a la siguiente página

Report Page