Mortal

Mortal


Capítulo siete

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Capítulo siete

EL ESPÍA AMOMIADO PUDO haber entrado a la sala del consejo y decirle a Rom que la Fortaleza se había derrumbado. No. Esa noticia habría sido mucho mejor recibida.

Rom sintió que la sangre se le escurría del rostro. Seguramente no había oído las palabras de manera correcta.

—¿Feyn? ¿Qué quieres decir con que ha desaparecido?

—Quiero decir que su cuerpo no está en su sitio.

—¿No está allí? No se puede haber ido.

—Lo siento, señor. Estaba allí hasta hace tres días.

—¡Eso no es posible! —resonó su voz por todo el santuario de piedra—. Está en letargo. ¡Sencillamente no puede desaparecer!

—Todo en su cámara está como debería, pero han cortado las mangueras y su cuerpo ya no está.

Rom sintió una punzada ardiente de pánico en la nuca. Mangueras cortadas. Feyn desaparecida. Debía haber una equivocación.

—Entonces fuiste a la cripta equivocada. ¿Viste que se llevaran el cuerpo?

Los ojos llenos de miedo de Alban se dirigieron hacia Roland, buscando ayuda.

No llegaría ninguna.

—No existen otras criptas como esa debajo de la Fortaleza. He estado revisando la misma puerta durante cinco años, señor. A ella se la llevaron hace dos días. Vine tan pronto como pude.

—Entonces Rowan se la llevó —supuso Rom girando hacia el Libro, quien había asegurado y vigilado todos los arreglos del letargo de Feyn—. ¿Tenías algún conocimiento de esto?

—No —contestó el custodio con la mirada fija en el espía—. ¿Acudiste a Rowan para informarle esto?

—Usted mismo me instruyó que no lo hiciera —respondió el amomiado negando con la cabeza—. En caso de cualquier alteración en ella, nadie más que usted debía saber. Pero hablé con él acerca de algunos otros asuntos y estoy seguro de que no sabe nada de la desaparición. Me habría dicho algo.

—Si no fue Rowan, ¿quién entonces? —exigió saber Rom.

—Saric —intervino Roland.

Rom miró al príncipe. Justo detrás de él, el sangrenegra de Saric se hallaba desplomado en la silla, muerto por la sangre de Jonathan.

—¿Quién más lo sabe? —le preguntó al espía—. ¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?

—Como he dicho, dos días como máximo. Se lo juro, vine tan pronto como descubrí la cámara vacía.

No había engaño en el aroma del hombre.

—¿No sabes nada más?

—Nada —contestó el amomiado con voz vacilante y la mirada fija en el sangrenegra.

—¿No hay otros cambios en la Fortaleza?

—Ninguno que yo sepa.

—Déjanos —decidió Rom rascándose el cabello—. Espera nuestras órdenes en el borde del campamento. No hables con nadie y asegúrate de permanecer a favor del viento.

El amomiado inclinó la cabeza y salió a toda prisa. Nadie habló durante varios segundos.

Feyn, quien una vez iba a ser soberana.

Le sorprendió la oleada repentina de emoción que le recorrió.

—¿Libro? —exclamó con voz tosca.

Detrás de él, el custodio permanecía en silencio.

—¡Dime algo, amigo! —vociferó Rom volviéndose y enfrentándolo.

—Podríamos tener un problema —opinó en voz baja el anciano.

—Si lo que Roland dice es cierto…

—¿Cómo sabría Saric dónde buscarla? —inquirió Triphon, levantándose—. ¡Nadie más que Rowan sabía!

—Y ese amomiado —terció bruscamente Michael—. Somos necios en confiar en alguno de ellos.

Nosotros lo sabíamos —añadió Seriph.

Ellos lo miraron.

—¿Estás sugiriendo que uno de nosotros se lo dijo a Saric? —exigió saber Triphon.

—Solo estoy diciendo lo que se debe decir —contestó Seriph negando con la cabeza—. Para empezar, que fuimos unos tontos al permitir que una soberana muerta estuviera en letargo.

—¿Fuimos? —resaltó Rom, mirando al nómada—. Di lo que quieres decir. Acúsame. Acusa al Libro.

El líder de los mortales dirigió el brazo hacia Jonathan, quien estaba en garras de su propia angustia por la muerte del sangrenegra.

—Ella dio su vida por Jonathan bajo el arreglo expreso de que la mantuviéramos en letargo por nueve años hasta que Jonathan asumiera el trono. Una vez que él se convirtiera en soberano debíamos regresarla para servir bajo el gobierno del muchacho. ¡Pero nosotros éramos los encargados de salvar a la mujer que murió por Jonathan mientras tú aún eras un amomiado del desierto!

—¡Ella murió por verlo en el poder, no para regresar y deshacerlo todo!

—¡Silencio! —exigió bruscamente el Libro poniéndose de pie; la mirada despedía fuego y tenía el rostro lleno de una urgencia que Rom no había visto en muchos años—. Yo hice la promesa con pleno consentimiento de Jonathan.

Miró entonces a Seriph.

—Solo un necio cuestionaría lo que fue hecho mucho después de que se lo hizo. ¡Basta!

—Roland tiene razón —opinó Rom asintiendo con la cabeza—. Tenemos que suponer que esto ha sido obra de Saric.

—No obstante, ¿cómo pudo él haber sabido…? —objetó Triphon, que no estaba listo para suponer nada.

—¡Eso no es importante ahora! —le interrumpió Rom—. Nadie más en el Orden tendría el mismo incentivo que Saric en cuanto a llevarse el cuerpo de Feyn. Aunque lo hicieran, no representaría ninguna amenaza para Jonathan. Pero si resucitara antes de que Jonathan llegue al poder, ella será la legítima soberana, no él.

Silencio.

—Dime si no tengo razón, Libro.

—Sí. Las leyes de sucesión son claras. La reclamación de ella precede a la de él. Si se vuelve a la vida a Feyn antes de que Jonathan asuma el cargo, ella es soberana por derecho.

—Entonces la encontramos y la matamos —aconsejó Roland—. Ahora. Antes de que Jonathan llegue al poder.

—¡No! —chilló el Libro—. Si Feyn está viva, ¡ya es soberana! Y si un soberano muere, el poder se transmite al último soberano vivo, no a Jonathan.

Un silencio sepulcral los atrapó a todos.

—Saric —expresó Rom.

—¿Saric? —inquirió Roland mirando entre ellos—. No oí nada de que Saric fuera…

—Pocos lo saben —informó Rom dando un paso adelante, con una mano escarbando en la parte trasera de la cabeza—. Él se convirtió en soberano por algunos días cuando su padre murió. Como soberano cambió las leyes de sucesión. No importa. Lo que importa es que si Feyn está viva ahora, Jonathan nunca será soberano. Y la muerte de ella solo le daría el poder a Saric.

—Como yo dije —murmuró Seriph—. Mantenerla en letargo…

—¡Déjanos! —tronó Roland.

Seriph se puso pálido.

—Ahora mismo —ordenó Roland señalando la puerta con un dedo.

El nómada se levantó, inclinó lentamente la cabeza, y con la mandíbula tensa se dirigió hacia la puerta.

—Tus radicales son necios —expresó Rom después de que la puerta se cerrara detrás de Seriph.

—Ellos no son mis radicales —corrigió Roland—. Y no todos son tontos.

Y, sin embargo, debieron haber vigilado a todos los que abogaron por un enfoque más enérgico para asegurar la próxima llegada de Jonathan al poder, pensó Rom. Pero en este momento, al menos, tenían asuntos mucho más urgentes que tratar.

—Tienes que hallarla.

La voz vino del fondo, de Jordin. Rom miró a la joven guerrera que había asumido el papel implícito de segunda de Jonathan, y quizás últimamente de su más cercana protectora. Ella tenía determinación en el rostro y seguridad en el brillo de los ojos color avellana.

—Jonathan le debe la vida —opinó ella.

—¿Libro? —dijo Rom volviéndose hacia la muchacha—. ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir el cuerpo de ella desconectado de las máquinas que la mantienen en letargo?

—Cuarenta y ocho horas. A lo sumo —respondió el custodio moviendo la cabeza de lado a lado—. Debemos suponer que Saric la tiene.

—Si la tiene, es posible que ya la haya matado y se haya convertido en soberano —opinó Rom debiéndose obligar a pronunciar esas palabras.

—No. Primero debe establecerla como soberana gobernante para probar que está viva. La necesitará en el poder. Si Saric la tiene, la instalará.

—O ya lo hizo.

—Es posible.

—Entonces esperemos eso —murmuró Rom.

—¿Cómo puedes decir tal cosa? —objetó Michael parándose frente al que había sido el asiento de Seriph.

—No, él tiene razón —comentó Roland, frunciendo el ceño, con profundos surcos que le atravesaban la frente.

El dirigente nómada casi nunca mostraba preocupación, pero él también debía estar tan nervioso como los demás, sabía Rom. No había mejor hombre para tener a su lado.

—Si Saric tiene escondida a Feyn, tenemos tan poca posibilidad de hallarla como de encontrar a esos otros sangrenegras. Pero si la instala como soberana sabremos dónde estará. Esa es nuestra mejor esperanza.

—¿Con qué fin? —exigió saber Triphon—. Si Feyn ya es soberana, ¡Jonathan está perdido!

—¡Cierra la boca! —exclamó bruscamente Rom.

Triphon lo miró y luego apartó la mirada.

Durante todo este alboroto, Jonathan no se había separado ni una sola vez del lado del sangrenegra muerto. Ahora los observaba con mirada silenciosa. No era la mirada de un líder mundial a punto de perder su reinado, pero tampoco era la reacción de un niño ingenuo. Rom estaba seguro que estaba sucediendo mucho más en esa mente, algo que quizás ni siquiera Jordin conocía.

Hasta la fecha se había cumplido todo lo que profetizara el primer custodio, Talus, cuatrocientos ochenta y nueve años antes. No podría haber duda acerca de la veracidad de las afirmaciones del primer custodio. El destino de la humanidad reposaba en los hombros de Jonathan, y Rom estaba preparado para dar su vida a fin de ver cumplido ese destino.

No importaba ahora que los mortales pudieran hacer otros mortales con su propia sangre, lo que hacía superflua la sangre de Jonathan, como algunos ya comenzaban a susurrar.

No importaba que nadie supiera exactamente cómo Jonathan traería vida al mundo. Ni que los radicales en particular estuvieran más interesados en proteger a los mortales como una raza élite que en ver que algunos amomiados más llegaran a la vida.

No importaba que Jonathan no hubiera mostrado ni deseos categóricos ni la actitud esperada para gobernar el mundo como soberano.

Todo lo que Rom y los custodios habían hecho fue con un propósito en mente: llevar al poder a Jonathan como lo requería el pergamino sagrado escrito por Talus. Nada más importaba ahora.

Nada.

Una simple lágrima brotó del ojo de Jonathan y le bajó por la mejilla derecha.

—¿Jonathan? —expresó Rom, aun en medio de la inquietud por la desaparición de Feyn, y sintiendo un impulso de empatía por el muchacho elegido para llevar las cargas del mundo—. Perdónanos. Ningún daño vendrá sobre ti, lo juro por mi vida.

—Tienes un buen corazón, Rom —manifestó Jonathan inclinando la cabeza, poco a poco—. Es Feyn quien me preocupa.

Por supuesto que el corazón de Jonathan era atraído primero hacia la mujer que pagara un terrible precio por él. La mujer que el mismo Rom había llevado una vez a la vida, aunque solo fuera por poco tiempo.

La desesperación se le espesó en el pecho.

Al volverse hacia los demás, la mente de Rom ya estaba dispuesta, pero al menos actuaría en deferencia a la costumbre nómada.

—Roland. Tu recomendación.

—Si supiéramos dónde se reúnen estos sangrenegras y la total naturaleza de sus defensas, podríamos tomarlos junto con Saric —comenzó el príncipe después de una breve consideración—. Ellos son muy fuertes y nos superan en número, pero tenemos setecientos luchadores con inigualables habilidades y percepción mortal. Los destruiremos.

—Aunque supiéramos dónde —dijo Rom—, asesinarlos iría contra todo lo que Jonathan representa.

—Tú preguntaste —objetó Roland asintiendo con la cabeza—. Digo lo que creo. De cualquier modo, no sabemos dónde están. Así que vamos por Feyn.

—¿Libro? —preguntó Rom mirando al anciano custodio.

—Debes hallar a Feyn —juzgó mesándose la barba y sacudiendo la cabeza—. Saric se habrá movido rápidamente. Si ella no es soberana todavía, lo será pronto.

—Así que la hallamos y ¿qué hacemos? —intervino categóricamente Michael.

—Ella tiene dentro de sí la sangre antigua —explicó Libro—. Te escuchará, Rom. Esa es nuestra esperanza.

Sí. Así era.

—Roland, tú estás conmigo.

El nómada asintió.

—Cabalgaremos hacia Bizancio —anunció Rom dirigiéndose a la puerta.

Había dado dos pasos cuando la voz de Jonathan sonó detrás de él.

—Yo iré.

—No —objetó Rom deteniéndose y volviéndose.

—Debo ir —recalcó Jonathan ya puesto en pie—. Ella te ama, Rom, pero murió por mí. Mi sangre es más fuerte que la de cualquier otro mortal. Iré hasta Feyn.

Jonathan nunca había estado más allá del perímetro de protección. Nunca había puesto un pie en ningún pueblo o ciudad desde el día en que entró en Bizancio siendo niño para reclamar el trono de soberano. Nunca había visto un amomiado que no fuera de los que entraban al campamento.

—No puedo permitir eso.

—Él va —afirmó el Libro, atravesando el altar y retomando la endoprótesis de donde la había dejado—. Quizás no tengamos una segunda oportunidad.

—Entonces yo también iré —decidió Jordin, caminando hacia Rom.

—De ningún modo.

—Ella va —expresó Jonathan mirando a la joven trigueña.

Michael levantó las manos y comenzó a protestar, pero Roland la detuvo con una palma en alto.

—Jonathan tiene razón. Jordin va. Ella es de las mejores luchadoras que tenemos —explicó él, luego se dirigió a Michael—. Tú te quedarás con nuestra gente.

Rom miró de uno a otro, luego a Jonathan, cuyo brazo ya estaba al alcance del Libro, con la endoprótesis vascular ingresándole en la vena.

¿Sangre? ¿Ahora?

—¿Qué están haciendo? ¡No tenemos tiempo!

—Debo saber qué sucedió —dijo el Libro mirando al sangrenegra muerto—. Ustedes estarán fuera todo un día. Y necesito saberlo ahora.

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