Mortal

Mortal


Capítulo diez

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Capítulo diez

CABALGARON TODA LA TARDE. Rom, Roland, Jordin y Jonathan. Al sur de las tierras de piedra caliza del cañón de Seyala, a través de terreno escarpado, recorriendo cinco kilómetros al oriente de la ruta más directa, lejos de los rieles del ferrocarril y de la carretera principal hacia la ciudad.

Al sur, hacia Bizancio.

A tres kilómetros fuera de la ciudad hicieron una pausa para dar de beber a los caballos y dejarlos descansar. Jonathan y Jordin se sirvieron en silencio una comida sencilla de queso y carne seca. Ninguno de los dos hablaba mucho en compañía de otros. Roland se había preguntado una vez en voz alta si en realidad ellos se comunicaban entre sí de alguna otra manera. ¿Veía el muchacho más allá de la percepción mortal normal? ¿Podría con una sola mirada discernir los pensamientos del otro?

Los dos eran misteriosos, incluso para los mortales. Jordin, con su naturaleza poco expresiva entre una clase de guerreros de quienes se esperaba cierta cantidad de arrogancia. Jonathan, con la carga del mundo sobre los hombros.

Y luego estaba la nueva amenaza de Saric y sus sangrenegras.

La muerte del prisionero confirmó algo en el entendimiento de Roland: Los sangrenegras eran una abominación. Una raza impura.

No obstante, de algún modo la muerte del individuo había perturbado en gran manera al niño.

«El niño». Era curioso ver cómo todos ellos aún pensaban de ese modo respecto a Jonathan a pesar de toda la evidencia de lo contrario. Él era tan fuerte como la mayoría de guerreros de su edad y más rápido que todos a excepción de unos cuantos entre todos los mortales.

Roland miró a Rom, le ofreció un pedazo de cecina seca, y se la comió él mismo cuando el hombre la rechazó. Era consciente de que solo había algo más que Jonathan en la mente de su líder.

Feyn.

Rom había hablado menos de ella a medida que se acercaba el momento de despertarla, clara indicación de que había mucho más revolcándose debajo de la superficie. Ahora hablaba aun menos.

El príncipe nómada admitía su preocupación acerca de la potencial ascensión de Feyn, pero solo en la medida en que afectaba la misión de ellos de ver a Jonathan en el poder. La misión de proteger la línea de sangre mortal. De ver florecer la raza superior nómada. Este era el verdadero propósito de Jonathan, nada más importaba. Por el bien de los nómadas, Roland moriría para servir a esa causa.

El sol ya estaba inclinándose hacia el horizonte cuando iniciaron los kilómetros restantes al interior de la ciudad. Rom, cabalgando al frente. Jordin, siempre al lado de Jonathan. Roland flanqueándolos a todos.

A la media hora aparecieron las débiles luces de Bizancio, no las brillantes hogueras anaranjadas a las que los nómadas estaban acostumbrados, sino una luz tenue reflejada por el cielo opaco. El líder observó a Jonathan inclinado en su silla mientras las torrecillas de la ciudad aparecían a la vista.

Allí fue cuando le llegó, débil como humo en el viento, pero mucho menos agradable.

Olor a amomiado.

Se detuvo, con la mano en alto. El olor venía del occidente de ellos, demasiado cerca para ser de los habitantes de la ciudad… no todavía, al menos. Demasiado cerca, y demasiado débil para ser de tantos.

Roland espoleó su montura, pasando a Jordin y Jonathan.

—Allí —indicó Rom, levantando la barbilla hacia un bosquecillo de árboles que ocultaba un pequeño cobertizo, como a ciento cincuenta metros de distancia. Aquello era poco más que un trozo de revestimiento apoyado en los troncos retorcidos de dos árboles.

Carroñeros, escapados del Orden. Dos, por lo que se veía: una mujer con el brazo atado en una pesada venda, y una chica adolescente, de cabello negro, tal vez de quince años, con una notable cojera. Entonces serían víctimas de un accidente, huyendo de la ciudad y del centro de bienestar, y con buen motivo. Muchos que resultaban víctimas de enfermedad o accidentes a menudo no regresaban. El Orden no permitía recordatorios de mortalidad, de lo que todos los amomiados más temían: la muerte.

Se decía que aquellos que huían lo hacían en temor secreto, sabiendo que sus cónyuges y los miembros de su familia eran obligados bajo el Orden a reportarlos a las autoridades. Lo cual hacían, porque solo existía el deber a las leyes del Orden.

Estas dos mujeres no tenían ninguna posibilidad. Solo en cuestión de días las encontrarían las autoridades que vigilaban regularmente las afueras de la ciudad en busca de esta clase de personas.

Jonathan se detuvo entre Roland y Rom, absorto, mirando desde la silla. ¿Por qué ese vivo interés? Un amomiado era un amomiado. Muerto. Enfermo. Digno de mortalidad solo a través de la aprobación del consejo.

—Ellas han huido de la ciudad —manifestó Rom dirigiéndose a Jonathan—. En un esfuerzo por vivir.

Roland miró hacia el occidente. El sol se estaba ocultando en el horizonte.

—Debemos irnos.

Entonces lanzó una última mirada hacia el cobertizo y siguió adelante. Jordin esperó a Jonathan quien, después de un largo instante, finalmente dio media vuelta.

Traerlo había sido un riesgo innecesario, a juicio de Roland. Era verdad, la sangre del muchacho era mucho más potente que la de ellos y no sobrevivía más de una hora fuera de su cuerpo. Pero, con la misma facilidad, la sangre de ellos se le podía dar a Feyn para volverla mortal. Sin embargo, Jonathan era soberano.

Haciendo completo caso omiso de las amomiadas, Roland cabalgó detrás de sus otros tres compañeros.

Bastante tiempo atrás, los mortales habían dejado de entrar a Bizancio por medios convencionales. Hacía nueve años, Rowan había emprendido un nuevo proyecto a nombre de Jonathan con el fin de fortificar partes del sistema de alcantarillado de Bizancio, comenzando debajo de la Fortaleza misma y extendiéndose hacia el borde norte de la ciudad. Las antiguas alcantarillas que habían resistido milenios fácilmente habrían resistido mil años más, pero gracias a Rowan una parte de ellas se había conectado de forma conveniente para formar una ruta subterránea dentro de la ciudad.

Fue por esta ruta donde el custodio se reuniría con Rowan para tratar la atención de Feyn. El mismo camino por el que los espías de Rom habían ido y venido desde el capitolio sin ser vistos.

Llegaron a una colina exactamente en las afueras de la ciudad. Allí un desagüe metálico del tamaño de un hombre se abría dentro de un lecho pedregoso que una vez había sido un río de drenaje superficial.

Desmontaron en un bosque de escasos árboles, ataron los caballos y sacaron antorchas de las alforjas en medio de la oscuridad.

—Jordin —dijo Rom—. Tú llevarás el caballo tuyo y el de Roland a la parte trasera de la basílica… la Basílica de las Torrecillas. Deja los otros dos aquí.

Jordin le lanzó una mirada aguda y luego miró a Jonathan. La piel de ella aparecía morena en la penumbra, emanando su propia clase de brillo.

—No corremos riesgos con Jonathan —expresó Rom, viendo la renuencia de la joven—. Necesitamos dos rutas de escape. Espera detrás de la basílica con los caballos. Si no hemos vuelto en tres horas, regresa y reúnete con nosotros aquí.

La mirada de Jordin se dirigió de Jonathan a Rom. Ella asintió.

Esa era la decisión correcta. La chica era quien tenía mayores probabilidades de salir lo más rápido y discretamente posible.

Rom se levantó la capucha. Roland ya se había puesto la suya y estaba poniéndose una bufanda negra sobre la nariz y la boca. Esto no era con el fin de enmascarar el olor en el desagüe, sino por algo mucho más ofensivo: el hedor de quinientos mil amomiados caminando, respirando y viviendo en temor.

Jonathan regresó a mirar una vez a Jordin sin decir nada, y luego se puso la capucha sobre la cabeza.

Después atravesaron el lecho rocoso de drenaje hacia el desagüe, encendieron las antorchas, y entraron a la oscuridad asentada sobre la ciudad.

Rom no había entrado en estos túneles durante seis meses, desde la última vez que se reuniera con Rowan en la cámara de letargo de Feyn como había hecho dos veces al año por casi una década.

Se movió rápidamente a través del desagüe, dejando atrás el hedor de heces de ratas, la basura de la ciudad, la putrefacción y el moho que se filtraba a través del grueso tejido de la bufanda sobre la boca y la nariz. La imagen del cuerpo de Feyn le flotaba en la mente.

Inmóvil. Pálida. Las pestañas tan características que él esperaba que ella abriera dentro del tanque lleno del fluido. La mano con uñas tan meticulosamente arregladas. El dedo con el anillo de piedra de luna.

Feyn había estado en letargo tanto tiempo que los pocos días que él la había conocido se parecían menos a un recuerdo y más al vestigio de algún sueño.

Un sueño que los había llevado a este momento, aquí. Ahora.

Rom agarró el ritmo, las botas salpicaban a través de los sedimentos asentados en el fondo del sumidero. Regresó a mirar a Jonathan, quien se movía con todo el sigilo de los nómadas, cabeza agachada, y a Roland como una sombra detrás de él.

Justo adelante el desagüe se abría dentro del túnel de ladrillo de la alcantarilla. La abertura era nueva, reforzada con una armadura de acero, pero el ladrillo era antiguo. Entraron al túnel, que estaba levemente más abajo del borde del desagüe y lleno con unos quince centímetros de agua.

Los túneles se estrechaban debajo del centro de la ciudad, cerca de la terminal norte del subterráneo. Una rejilla en la parte superior del túnel emitía una luz tenue, oyéndose luego el chirrido lejano de frenos sobre ruedas.

—Aguarden —exclamó Rom—. Solo es el subterráneo. El transporte público.

Una ráfaga de aire entró por la rejilla después de otro chirrido lejano.

Hedor a amomiado.

—Mantengámonos en movimiento —ordenó él después de oír al muchacho parado detrás de él.

Más allá de la terminal, el chirrido de frenos se desvaneció a medida que ellos ingresaban a lo profundo de la ciudad. Después de otros diez minutos el túnel se abrió dentro de una gran cámara con gruesas columnas que se levantaban casi dos pisos hacia un techo abovedado. Una caja eléctrica ocupaba la mitad de la pared, y de ella salían cables en toda dirección; la cubría una jaula metálica con candado y emitía un leve zumbido. Escaleras de metal llevaban a una columnilla de dos pisos que rodeaba la circunferencia del nivel superior; cuatro pasillos arqueados se abrían en el ladrillo, cada uno en una dirección distinta.

—Subamos —decidió Rom, asintiendo hacia la escalera en espiral que subía al costado de la pared.

Los tres ascendieron, haciendo resonar las botas en los peldaños metálicos, luego rodearon la columnilla superior hacia el arco del pasaje norte.

Rom podía oír la respiración del muchacho detrás de él, los rápidos movimientos de un roedor, y argamasa desmoronándose, aquí, donde los ladrillos eran los más antiguos de todos. Olisqueó el aire estancado.

Lugar de secretos.

Emergieron del túnel y se acercaron a una puerta, cuyo marco de piedra parecía tan antiguo como la historia de la ciudad misma, excepto por las evidentes adiciones de cables eléctricos adheridos al borde. La cerradura en la puerta también era moderna.

Solo tres personas tenían la llave de esta puerta: Rowan, el custodio, y el amomiado que atendía a Feyn. Rom había obtenido la llave antes de salir del campamento, pero ahora vio que sería totalmente innecesaria, pues la puerta no estaba cerrada, sino un poco entreabierta.

La atravesó y entró, antorcha en alto.

Unos nichos oscuros, del tamaño suficiente para contener un cuerpo, habían sido excavados en las paredes como cuencas de ojos de una calavera.

Él corrió por la primera cámara hacia la cripta abovedada más allá. Hasta el gran sarcófago en el centro del salón, con sus antiguos labrados y tubos metálicos que serpenteaban a través de hoyos taladrados en la piedra.

Habían hecho a un lado la pesada tapa y la habían puesto sobre su borde en el piso de piedra entre el sarcófago y la pared de la cripta.

Rom corrió hacia delante, mientras la antorcha irradiaba luz al caparazón de cristal.

Vacío. Unos tubos cortados colgaban inmóviles en la cámara llena de fluido. Así que era verdad. Había tenido una escasa esperanza de que la historia del espía hubiera sido un error.

Se volvió hacia Jonathan, quien miraba alrededor de la cámara con ojos desorbitados.

—Como se esperaba —dijo Roland.

—La hallaremos —expresó Rom tomando una lenta inhalación.

—¿Estás seguro de que conoces el camino? La Fortaleza tiene cinco kilómetros cuadrados.

—Esperemos que así sea —contestó él asintiendo.

Los guió por fuera del salón y luego bajaron por el pasaje subterráneo. Habían transcurrido nueve años desde que él atravesara estos pasillos de muerte y jaulas de prisiones. La mayoría de esas prisiones habían sido selladas inmediatamente después de comenzar la regencia de Rowan. Arriba, cerca de la entrada de servicio, con su pasillo posterior…

Un pasillo que él recordaba desde una noche surrealista en que había secuestrado a la misma Feyn. Una vida atrás.

Si lo hizo antes, podía hacerlo otra vez.

—¿A dónde nos llevará esto? —preguntó Roland.

—A la alcoba de la soberana.

—Tú conoces el camino hacia la alcoba de la soberana —enunció el nómada en un tono extraño—. Yo debería haberlo sabido.

Rom no respondió.

Los guió por el pasillo, la mano libre en alto pidiendo silencio, y luego a la parte superior de un estrecho tramo de escaleras oscuras. La débil luz se filtraba más allá del borde inferior de una pesada cortina de terciopelo. El líder les indicó que apagaran sus antorchas y esperaran.

El olor a amomiado era inconfundible, junto con el de velas ardiendo. El persistente aroma de una comida… carne. Vino.

Un olor más profundo.

Sangrenegras.

El pulso de Rom se aceleró. Bajó las escaleras pisando suavemente e hizo a un lado el borde de la cortina.

Débil resplandor de luz de velas a través de la cámara tenuemente iluminada. Débil son de… ¿violín? Ya no estaba la comida; el olor venía de la sala del frente, adyacente al dormitorio.

El olor a amomiado era más fuerte. A sangrenegra.

Saric debía de estar cerca.

Una figura al pie de la extensa ventana. Una mujer, vestida de terciopelo azul, un broche de diamantes en el pelo. Sentada ante un escritorio repleto de periódicos.

¿Feyn?

Rom quiso aplacar la respiración, deslizándose más allá de la cortina con el solo susurro de un roce. Miró a su izquierda, hacia el vestidor, y levantó la mirada hacia el techo, notando el débil borde mal emparejado de yeso donde había sido reparado.

El corazón le palpitaba con fuerza, demasiado fuerte.

Dio varios pasos hacia el centro de la recámara y se detuvo.

—Feyn.

La mujer del escritorio hizo una pausa, periódico en mano. Bajó el diario, muy lentamente, y luego se volvió en la silla.

Se trataba de Feyn, y estaba viva.

Entonces él recordó, todo a la vez: el día en que la había sacado de la ciudad, la manera en que ella había obtenido vida cuando él le dio la sangre. Las maneras en que la joven había reído, y cómo luego lo había besado. Le había pedido que se fuera con ella.

Cuán diferente podría entonces haber sido todo. Pero estaba Jonathan.

Y Avra…

La última vez que vio a Feyn fue el día de la toma de posesión. Ella había caído de rodillas, los brazos extendidos, un terrorífico grito saliéndole de los labios tan hermosamente juntos entonces. La sangre femenina había salpicado la plataforma mientras caía, herida por la espada del custodio…

Una horrible imagen que le había perseguido en sueños durante años.

Ahora, con la luz del candelero iluminándole el cabello como una aureola, sintió que la respiración se le calmaba. Había olvidado cuán real y absolutamente hermosa era.

—Soy Rom —informó él, cuando la dama no dijo nada.

Feyn era la imagen de la compostura, las manos dobladas en el regazo. Dos preciosas piedras azules le colgaban de las orejas.

—Rom —reaccionó ella.

Él dio dos pasos y se detuvo, mirando. Feyn no se levantó. Ni corrió para encontrarlo. Ni explicó a gritos cómo Saric se la había llevado. Rom había esperado algo más que este dominio propio. Pero por supuesto que él debería haberlo sabido. Ella había vuelto a ser amomiada, educada para comportarse como alguien sin miedo, sin importar cuán agudo lo sintiera…

—Es verdad entonces —expresó Rom—. Saric te tomó.

Nada.

—¿Cómo lo hizo?

Ella se levantó de la silla.

—Una vez más invades mis aposentos, Rom Sebastian. La historia se repite, después de todo.

Feyn cruzó las manos, colocando la izquierda sobre la derecha. No había ninguna duda del pesado anillo del cargo en su dedo. Soberana.

Él había venido sin esperar nada menos, pero verlo tan vívidamente confirmado…

Nueve años pasaron en ese instante ante sus ojos. Las vidas de Avra. De su madre. Su padre. El primer custodio anciano con quien se había topado.

Cada recuerdo ahora a merced de ella.

Se acercó a Feyn, casi esperando que la mujer diera un paso atrás asustada. Pero no lo hizo. Al contrario, ella le permitió ponerse sobre una rodilla y agarrarle la mano.

Rom había estado tan distraído por verla viva que había desechado los olores del cuarto, pero ahora, tan cerca de ella, estos se manifestaron otra vez, exigiendo ser notados.

Sangrenegra. Tan fuerte como alquitrán en las fosas nasales.

Levantó la mirada hacia los ojos de Feyn. Negros.

Por un momento se quedó helado. Ahora notó la mancha negra de la vena hacia la mejilla femenina.

La mirada de ella no contenía miedo. La mujer parecía estar aceptando a Rom como si su súbita cercanía hubiera encendido una extraña fascinación. Recuerdos, quizás… un tumulto de emociones atravesándole esos ojos como un mosaico confuso.

—Feyn —dijo Rom, deshaciéndose de su pánico—. Hallaremos una manera de arreglar esto. ¿Dónde está Saric ahora?

La mirada de ella se desvió hacia la izquierda de Rom, por encima del hombro. Él se giró, esperando ver al mismísimo Saric. En vez de eso se encontró mirando a Jonathan y Roland. Ambos tenían las capuchas abajo, y las bufandas retiradas de los rostros.

—¿Quiénes son estos? —indagó Feyn, pero algo en su tono le dijo a Rom que ella ya lo sabía.

El joven se hizo a un lado.

—Este es Jonathan. El niño por quien diste la vida.

El silencio cayó mientras ella y el muchacho se consideraban entre sí en medio de la recámara tenuemente iluminada.

—Jonathan… —balbuceó Feyn de manera casi imperceptible.

—Sí.

Miró a Rom y luego pasó a su lado, deteniéndose muy cerca de Jonathan, quien la observaba sin pronunciar palabra.

—Te recuerdo —declaró ella—. El niño sobre el caballo. Viniendo a ocupar el trono al que renuncié. Y ahora estamos aquí. ¿Qué debemos hacer? Dos soberanos. Pero solo uno. La mirada fija de Feyn pasó de los ojos de Jonathan y le recorrió las trenzas. Alargó la mano, tomando varias entre sus dedos, rozándolas cuidadosamente con el pulgar. Todas estaban atadas con cordones negros por su habilidad en los torneos y adornadas con plumas… regalos de los niños.

—Yo también te recuerdo bien —tuteó él en voz baja.

—Decían que estabas lisiado.

—Lo estuve. Pero mi pierna sanó.

—Debido a su sangre —juzgó Rom—. Como la que tú ingeriste una vez, pero mucho más. Todos la hemos tomado. Ahora vemos de manera distinta. Sentimos emoción, pero la apreciamos en formas como nunca antes. Ahora somos muchos. Nos llamamos mortales.

—¿De veras?

—Tú moriste por mí —expresó Jonathan—. Te debo la vida.

Feyn se quedó en silencio. Una lágrima le brotó del rabillo del ojo. Jonathan levantó la mano, como para tocarla, pero antes de que pudiera hacerlo ella le soltó la trenza y la apartó rápidamente.

Entonces se volvió hacia Roland.

—¿Y quién es este?

—Él es Roland.

—Un nómada —añadió la mujer con voz contemplativa, como si no solamente observara la estatura, sino la misma naturaleza del hombre; luego inclinó la cabeza—. No solo nómada, sino príncipe, creo. De modo que las historias son reales. Ustedes existen, a pesar de todo.

—Realmente sí —señaló Roland, inclinando también la cabeza.

Él le mostraba respeto, pero Rom sabía que el hombre no se inclinaría ante el Orden, realmente ante ningún otro amomiado. Solamente otro mortal habría notado la manera apenas perceptible en que él la olió cuando se dirigió a ella. La forma en que las fosas nasales aletearon levemente al oler a la sangrenegra. Y este olor era fuerte. Fuerte, pero distinto al olor de aquel sangrenegra que Roland llevara al campamento.

—Supongo que has asumido el cargo de su anillo —declaró Roland—. ¿Ante el senado?

—Sí.

—Debemos apurarnos —informó él, mirando a Rom.

—Feyn… —balbuceó Rom haciendo de lado la pregunta y asintiendo con la cabeza—. ¿Recuerdas por qué diste tu vida por el niño?

—Lo recuerdo —contestó ella mirándolo inexpresivamente con ojos oscuros.

—Entonces sabes cuán importante es que él gobierne este mundo…

El hombre esperó la respuesta, con la respiración en vilo.

Ella no dio ninguna. Pero eso era bastante bueno por ahora.

—Él debe hacer que el mundo vuelva a la vida desde este cargo, sea como soberano o a través de ti —explicó Rom, e hizo girar la mano—. Podemos idearlo todo después. Por ahora debemos actuar en función de lo que sabemos: que Saric desea gobernar. No sabemos cómo se las arregló para permanecer vivo y encontrarte, pero él solo puede tener un propósito. Seguramente ya conoces sus intenciones.

Rom no podía asegurar si ella estaba perpleja, o tan solo le permitía hacer la petición.

—Hace nueve años, como soberano, Saric cambió las leyes de sucesión —continuó, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. Comprende que si murieras ahora, él se convertiría en soberano. No Jonathan.

Feyn titubeó y luego ofreció un asentimiento simple y poco profundo. —En cualquier momento él podría extender la mano, matarte y subir al poder.

—Saric no me matará —afirmó ella.

—¿Y qué lo detendría?

—El amor.

—¿Amor? ¡El diablo no sabe de amor!

—¿Soy entonces el diablo? —objetó ella con una ceja levantada.

Este fue un desafío expresado con suavidad, no en calidad de pregunta.

—No. Pero no podemos correr ningún riesgo. ¡Debes recordar el destino de Jonathan de gobernar y salvar al mundo!

Feyn cambió la mirada hacia el muchacho, quien pareció volver a embelesarla.

—¿Es así como sientes? —le preguntó.

—Mi sangre trae vida —respondió él—. No muerte. Tú moriste una vez por mí… no quiero que vuelvas a morir.

La mujer y el muchacho se enfrentaron como dos almas perdidas que se reúnen por primera vez. Los dos soberanos inseguros en medio de una encrucijada crítica. Jonathan solo estaba siendo astuto, pensó Rom. Feyn…

La soberana estaba críticamente confundida.

—¿Cómo te revivió Saric? —quiso saber Rom.

—Con su sangre —aseveró ella—. ¿No es así como tú me mostraste una vez la vida? ¿A través de sangre?

—¿La de él? —objetó Rom, ¿cómo era posible?—. ¿La de Saric?

—¿Te sorprende esto?

—¿Estás insinuando sangre de su cuerpo?

—De sus venas —aclaró ella.

La revelación se sintió como un golpazo.

—No tenemos tiempo —advirtió Roland, mirando hacia la puerta.

—No puede haber comparación entre cualquier cosa que haga evocar la alquimia de Saric y la sangre de Jonathan —explicó Rom levantando la mano—. Seguramente sabes eso.

No hubo respuesta.

Roland tenía razón. Tenían poco tiempo.

—Debemos revertir lo que Saric haya hecho. Debes tomar la sangre de Jonathan.

Aun mientras Rom lo decía, la imagen del sangrenegra derrumbado en la silla le arrastró la mente hacia el pasado.

—¿Funcionará? —indagó, mirando a Jonathan.

—Podría ser —afirmó el muchacho asintiendo lentamente.

—Tiene que serlo. Tenemos que hacerla mortal y resolver este problema de sucesión.

—Hay algo diferente respecto a ella —informó Jonathan tranquilamente.

Era verdad. Feyn apestaba a sangrenegra, pero no en la misma manera que el de esa mañana. Y de pronto Rom tuvo la certeza de conocer el origen del olor distinto.

—Ella bebió la sangre —mencionó Rom volviéndose a Jonathan, con ojos llenos de esperanza—. La sangre antigua. No lo suficiente, pero ya probó la vida una vez.

—Tal vez así sea —opinó Jonathan, mordiéndose el labio.

—Roland —exclamó Rom, extendiendo la mano hacia su segundo—. La endoprótesis vascular.

Roland sacó el envoltorio negro del custodio de debajo de la capa y se lo pasó a Rom.

—Feyn… —titubeó Rom levantando la vista para localizarla mirando por la gran ventana hacia el oscuro cielo de afuera.

Ella se volvió ante el sonido de su nombre.

—Comenzaremos solo con una gota —consideró, colocando el envoltorio sobre la cama, desatando las ataduras, desenrollándolo y levantando los guantes que el custodio insistió en que usara.

—Deberás sentarte tranquila por un momento.

—Demasiada cháchara —concluyó ella, cruzando los brazos—. Como si yo no estuviera aquí.

—Lo siento. Realmente podrías tomar mi sangre… tiene ahora esa propiedad. Cualquiera de nosotros puede traer vida a otra persona.

—Igual que Saric.

—Sí. No. De ningún modo es igual. No hay sangre tan pura como la de Jonathan. Si hay una sangre que puede salvarte, es la de él. Por eso insistimos en venir.

Feyn observó a Rom con una leve sonrisa y una inclinación de cabeza.

—Ahorra tu sangre, Jonathan, para quienes necesiten salvación.

—¡ necesitas salvación! —contestó bruscamente Rom.

—¿La necesito? ¿Te parezco herida? ¿Igual que alguien enfermo? ¿Alguien cerca de la muerte en la Autoridad de Transición?

—¿Autoridad de Transición? —preguntó Jonathan.

Feyn se volvió de Rom a Jonathan.

—A donde van a morir los enfermos y defectuosos, lejos de un público temeroso. A donde son enviados todos los que ofenden por su misma mortalidad.

Rom la miró, impresionado por la elección de palabras. ¿Mortalidad?

—¿Dónde está ese centro? —indagó Jonathan.

—¿No lo sabes? En el borde sureste de los extramuros de la ciudad. Es donde te debieron llevar al haber nacido con una pierna torcida como la que tenías.

—No vinimos por ellos —objetó Rom, luchando con una repentina oleada de pánico—. Vinimos a ayudarte.

—¿A ayudarme en qué, Rom? ¿A devolverme la vida? Ya lo hice una vez.

—¡No es vida esto que sientes!

—¿No lo es? Siento dolor. Siento remordimiento. Siento placer… —declaró ella deslizando la mirada hacia Roland y volviéndola a Rom—. Ambición. Gran propósito. Y sí, amor. He hallado una vida hermosa, Rom Sebastian. ¿Cómo puedes saber que esta es menos que la tuya? ¿Que mi amor es menos que el que sientes? La respuesta es: no puedes saberlo. Siento tanta belleza y alegría de encontrarme viva hoy, esta noche, como la que sentí una vez contigo.

—Eso no puede ser —exclamó Rom como si se lo dijera a sí mismo—. Estás confundida. Nueve años en letargo te han dejado débil.

—Pues no estoy confundida. Soy la soberana del mundo. Estoy viva debido a mi creador. No necesito tu ayuda.

—¿Tu creador? —cuestionó Rom, alzando la voz.

Ella lo miró un buen rato, sin expresar frustración ni esperanza. Quizás la cabeza le estaba girando con los dolores del renacimiento.

Pero todavía… ella no había experimentado ningún renacimiento. No podía ser.

—Deben irse ahora —declaró Feyn.

—Saric te matará si no nos permites ayudarte, Feyn. Debes ver eso. ¡Toda esperanza se habrá perdido!

—Deben irse. Ya.

—¡Por favor, Feyn!

—¡Guardia!

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