Mortal

Mortal


Capítulo trece

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Capítulo trece

FEYN OYÓ LAS PISADAS en las mismas escaleras por donde Rom había huido una hora antes. El sonido de una bota que no se esforzaba por acallarse, pesada al posarse en la losa de la recámara.

Ella giró, medio esperando ver que Rom regresara. Pero se trataba de Saric, haciendo ahora la cortina a un lado y atándola con un cordón dorado a un anillo en la antigua pared de piedra. Se había despojado del largo abrigo aterciopelado y vestía solo un sencillo par de pantalones negros, botas, y una camisa oscura con mangas enrolladas en los antebrazos mucho más fuertes de lo que Feyn los recordaba.

—Mi señor —dijo ella.

Silencio.

La soberana hizo una pausa, aún desconociendo a este nuevo Saric. Él era muy diferente al medio hermano impetuoso que había andado tras el poder con furiosa indignación. Este hombre era mucho más controlado, mucho más afectivo, y extrañamente mucho más seductor. Su creador.

Feyn no era una concubina para llegar saltando tras él, para suplicarle su aprobación, aunque allí estaba en realidad la extraña compulsión de correr hacia su hermano, así fuera para obtener esa aprobación y oír otra vez sus palabras de amor.

Cuando él se volvió y al fin la miró, ella sonrió.

Saric no.

—Entiendo que has tenido visitantes —comentó él, yendo hacia ella.

—Sí. Te lo dijo el guardia, ¿verdad?

El hombre se paró ante ella, a menos de un brazo de distancia, las fosas nasales brillándole ligeramente mientras soltaba una fuerte respiración. Los labios se le retorcieron… en una leve sonrisa.

—¿Pensaste —preguntó Saric, retirándole tierna y suavemente con los dedos un mechón de cabello de la mejilla—… en decírmelo?

—No quise molestarte.

—Y por tanto los dejaste venir… y los dejaste ir.

—Creí que tus guardias los detendrían. Sin duda… lo hicieron, ¿o no?

Los ojos de él, impresionantemente negros, escudriñaron los de ella.

—Háblame de ellos.

Feyn apartó la mirada, tratando de dominar la extraña sensación de necesidad… de agarrarle la mano para pedirle perdón por algo, de agradecerle, de rogarle que se quedara. Extrañas reacciones ante este hombre, su hermano. Pero extrañamente hermoso.

Esta nueva vida era desconcertante. Con razón la habían llamado Caos…

—Rom Sebastian vino a verme —confesó ella.

—¿Y estaba solo?

Sin duda él ya sabía la respuesta.

—No. Vino con el príncipe nómada, un hombre llamado Roland. Y…

¿Por qué sintió la urgencia de titubear?

—¿Y…?

—Y el muchacho, Jonathan.

Saric pasó junto a ella y se dirigió a la gran ventana arqueada para mirar hacia afuera en medio de la noche.

—¿Y cómo está Rom Sebastian?

—Ha cambiado.

—¿En qué sentido?

—Es el líder de ellos… los que han hallado vida a través de la sangre de Jonathan.

—Que han hallado vida —repitió él en voz baja.

—Dicen llamarse mortales —expresó ella después de titubear.

—Mortales. Qué extraño —comentó Saric volviéndose para mirarla—. Háblame de Jonathan. ¿Qué dijo?

—Que estaba triste por lo que hice. Intentó darme su sangre.

—¿Y? —quiso saber él, inmóvil como si estuviera tallado en piedra.

—Me negué. Ellos creían que yo debía salvarme.

—¿Y?

—Entonces les dije que los que están en la Autoridad de Transición les servirían mejor que yo.

—¿Por qué?

—Porque ellos están muertos. Yo no.

Saric inclinó lentamente la cabeza, su primer gesto de alguna aprobación. Ella se vio instantáneamente anhelando mucho más.

—La sangre del niño… ¿Dijeron algo al respecto?

—Solamente que les produce vida.

—Así que el muchacho es un creador. ¿Intentó crearte?

—Ellos quisieron que yo tomara la sangre del muchacho. O la de alguno de ellos.

—¿A qué te refieres?

—Rom afirmó que pueden crear a otros con sus propias sangres. Pero que la de Jonathan sigue siendo la más fuerte.

—¿Estás segura de esto? —inquirió Saric entrecerrando los ojos por un instante—. Necesito que seas precisa. ¿Aseguran que pueden hacer otros mortales a partir de su propia sangre?

—Ellos aseguran eso, sí. Me miraron de manera extraña, como ofendidos por mi presencia. Fue muy extraño, como si…

—Este niño por quien una vez moriste… ¿Te das cuenta de lo que te está pidiendo?

—Dímelo, por favor, mi señor.

—Te pediría que vuelvas a morir por él. Entiende esto. No una muerte física, quizás, sino que te destruirían con el pretexto de salvarte. ¿No lo ves? No tienen lugar para ti, Feyn. Eres un peón para ellos.

—Ellos me pusieron en letargo…

—Sí, para tranquilizar sus débiles conciencias y así poder afirmar que no te mataron. La letra de la ley, ¿no es así? O quizás quisieron realmente devolverte la vida en cierto momento para algún propósito interesado antes de descartarte de forma permanente, y sin duda más efectiva que antes.

—Ellos dicen que si yo muero, tú serás soberano, así que no tienen deseos de matarme.

—Sí, desde luego. Esto es de conocimiento común. Pero no se detendrán hasta que estés destruida o seas una marioneta en manos de ellos.

Feyn bajó la mirada hacia sus manos. A la piedra de luna, el recordatorio de algo que no era vida y de algo más sencillo que la verdadera… y al anillo de poder en su otra mano que era su destino. ¿Por qué sentía ella como si estuviera serpenteando su camino a través de un laberinto cuidadosamente diseñado?

—Sabiendo eso, ¿qué piensas de ellos?

Ella titubeó. Algo en su interior le advirtió: Saric, también te quiso matar una vez.

Pero Saric la trajo a la vida. Verdadera vida, y verdadero propósito. Y ella lo amaba y lo servía por eso.

—Estoy contenta.

—Contenta.

—Contenta de haberlo hecho. Y agradecida al custodio que me mató. Si no hubiera muerto entonces no te serviría ahora.

La necesidad actual de una mirada, una caricia, una palabra de él era dolorosa. Se le elevaba en el pecho, una urgencia mucho más poderosa que la necesidad de comer.

—Por tanto —comentó él como para sí mismo—. El muchacho es un creador.

—Así afirman ellos.

Saric no respondió a esto. Parecía haber dejado de respirar.

Aterrada de que lo hubiera ofendido, Feyn dio un paso adelante.

—Saric… mi señor… —titubeó, parándose delante de él, desesperada por su amor—. Espero complacerte.

Ella no tuvo la oportunidad de reaccionar antes de que el puño de él se le estrellara en el rostro. La mujer cayó al suelo sobre el pecho, incapaz de detener la caída. Por un horrible momento sintió los pulmones como hierro, negándose a expandirse. Un calor pegajoso le inundó la boca y se desplomó.

—¡Solo puede haber un creador! —exclamó Saric.

Ella forzó una profunda respiración con un pesado jadeo, luego tosió sangre junto con un diente sangrante.

El sonido de un paso lento se le acercó a la cabeza. Ella se preparó. Pero en vez de otro golpe, él se agachó a su lado.

—¿No entendiste cuando te lo dije la primera vez? —le preguntó de manera extrañamente gentil—. Solo un dador de vida. Cualquiera que se interponga en mi camino morirá. ¿Comprendes eso, cariño?

Ella se levantó y asintió lentamente, con la cabeza aún resonándole.

—Contéstame, por favor.

—Sí —respondió ella con voz confusa.

—Mi pobre amor —expresó él después de suspirar, inclinándose hacia delante y envolviéndola en sus musculosos brazos—. Por favor, no me obligues a hacerlo de nuevo.

Ella levantó una mano hacia el labio, hasta sentir el lugar exacto debajo de donde había estado el diente.

—¿Perdiste un diente?

Feyn asintió con la cabeza.

—No llores, por favor… eso no está a la altura de una soberana.

Unas ardientes lágrimas le bajaban por el rostro.

—Debes entender, Feyn… Todo lo que hago, lo hago por destino. Por verdadera vida. Por amor. A menos que te sometas totalmente a la vida que te he dado, nunca conocerás su verdadera belleza. Corregir a mis hijos no es más fácil para mí que para ellos. Me duele ver tu confusión —dijo él, y entonces le besó la parte superior de la cabeza—. No hay amor más grande que el mío. Lo verás.

Saric se puso de pie, cargándola contra el pecho. Debido al golpe en la cabeza ella estaba vagamente consciente de que él había bordeado la cama y que caminaba a grandes pasos hacia la escalera. La cargó por esa escalera hasta el oscuro corredor, hacia la propia habitación de él allá arriba.

Feyn no había puesto un pie en esta alcoba en más de nueve años. Esta había cambiado. Estaba iluminada con luz de velas. El fuerte golpeteo de las botas se silenció en el instante en que él entró, amortiguado por gruesas alfombras y pieles de animales. Pesadas cortinas colgaban por todas partes, reflejando delicados tonos de color carmesí.

Saric la depositó entre las gruesas almohadas de la cama, arreglando el edredón sobre ella, y alisándole otra vez un mechón de cabello.

Un sangrenegra apareció en el arco hacia la antecámara.

—Trae a Corban —ordenó Saric—. La soberana se ha lastimado. Apúrate.

—Sí, mi señor.

—Toma un equipo y sella las criptas. Cierra los túneles. Todos.

La ocasión parecía fuera de lugar. La oscuridad amenazaba con robar los pensamientos de la joven, quien solo estaba consciente de la mano tierna de Saric acariciándole levemente la mejilla.

Corban entró, se apoyó en una rodilla, pero solo por un instante antes de apurarse hacia la cama.

—Mira a tu soberana —declaró Saric, luego se inclinó y la besó tiernamente en la frente antes de enderezarse—. Ella es demasiado preciosa para ser lastimada. Atiéndela como si fuera yo. Ni un moretón por la mañana.

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