Mortal

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Capítulo diecinueve

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Capítulo diecinueve

EN DOS DÍAS, LAS enormes fogatas delante del templo arderían tan altas como las antiguas columnas que se levantaban por encima. Las crecientes pilas de madera ya tenían el tamaño de una pequeña yurta, y serían aun más grandes para cuando las fogatas se prendieran la noche de la Concurrencia anual. Cazadores habían salido en busca de jabalíes, liebres y de todo lo que pudieran traer. El foso asadero se había cavado en el borde del campamento y estaba alineado con carbón, y pronto el olor a carne asada enviaría gruñidos a cada estómago en el campamento.

Ya habían sacado el vino de la profunda grieta en la fachada del precipicio donde lo guardaron al quitárselo a la última cuadrilla de transporte que Roland había asaltado antes de que reubicaran a todo el campamento en el valle Seyala. Lo habían almacenado aquí, intacto, en anticipación a la Concurrencia. Durante siglos, el evento anual había reunido a facciones nómadas dispersas por todos los continentes a fin de relacionarse con el fin de tener tratos comerciales, matrimonios y por encima de todo para la evocación del Caos. De este modo, los nómadas celebraban la vida como se conociera en esa antigua época: maquinal, sin emoción, lo mejor que los amomiados podían alabar aquella existencia.

Estos últimos años, la Concurrencia había tomado un ritmo resueltamente más frenético. Las pequeñas bandas de cien o doscientos nómadas que se reunieran el año en que Jonathan se unió a la tribu de Roland no se habían vuelto a aislar. Novecientos nómadas en total que ya no necesitaban viajar largas distancias para reunirse, que ya no se reunían en recuerdo del Caos, sino en celebración de la vida.

Vida mortal por medio de la sangre de Jonathan.

Una vida que apenas un día y medio antes Rom supo que se estaba acabando de manera vertiginosa.

El líder hizo una pausa en medio del campamento, con la mirada perdida en los restos de la hoguera de la noche anterior. Había ardido menos de lo normal, pero en la noche de hoy ardería aun menos en preparación para la gran fogata que venía la noche siguiente. La celebración prometía ser la Concurrencia más hedonista y frenética a causa de la expectativa por el ascenso de Jonathan al trono soberano… por razón del reino venidero. Nueva vida a punto de invadir al mundo muerto.

Pero ahora al mirar las brasas, Rom solamente sentía miedo.

Roland había salido en su audaz misión de conseguir a Feyn. Se habían enviado a cien guerreros como exploradores, dejando vulnerable al campamento. Todo esto por el bien de Jonathan.

Rom necesitaba verlo. Necesitaba poner la mirada en el muchacho con naturaleza misteriosa que era tan ingenuo como inteligente. Necesitaba mirarlo y recordar el día en que, siendo un chiquillo, lo viera por primera vez en secreto. Necesitaba recordarse que este era el niño profetizado por Talus. Sin duda, la profecía se haría realidad.

Desde luego que así sería. La misma existencia de Jonathan era prueba de que todo por lo que Rom había vivido y luchado en estos nueve años llegaría a suceder de algún modo.

Caminó aprisa hacia la yurta de Adah, impaciente por Triphon, quien había ido a buscar al muchacho una hora atrás. ¿Por qué tardaba tanto?

Diez minutos después estaba sentado en la mesa de Adah ante la insistencia de ella, con un tazón de estofado de conejo y una taza de leche fermentada de yegua frente a él.

Al ver a la anciana nómada salir corriendo para revisar algo que cocinaba en el horno exterior, Rom no pudo dejar de pensar en Anna, su madre, quien no llegó a conocer la vida, y él solo podía esperar que ahora ella conociera la felicidad. El pensamiento lo debió haber consolado, pero más bien le produjo ansiedad. Demasiados habían muerto: Anna, la madre de Jonathan, el primer custodio anciano que le entregara a Rom el frasco de sangre ese día de hace nueve años…

Avra.

Demasiados, y sin embargo él no podía deshacerse del temor de que podrían ser pocos en comparación con el costo que les esperaba en los días venideros.

Al habérsele ido el apetito, se obligó a comer, la primera vez que lo hacía desde inicios de la mañana de ayer, antes de la debacle con el amomiado y el comportamiento cada vez más desacertado de Jonathan.

Adah regresó a la tienda y Rom forzó una leve sonrisa y un guiño.

—Delicioso como siempre, Adah.

La mujer sonrió y comenzó a rellenarle de nuevo el tazón.

—Por favor, he comido suficiente —rechazó Rom extendiendo la mano.

—Tonterías, querido. Come. Te vas a marchitar y te llevará el viento —advirtió ella sirviéndole un humeante guiso en el tazón.

No se le podía decir no a Adah. Rom asintió obedientemente, hundió la cuchara en el guisado caliente y estaba a punto de consumir un bocado cuando la puerta se abrió de par en par.

Allí estaba Triphon, con la frente arrugada.

—Ha desaparecido.

—Jordin…

—Ella también ha desaparecido.

—¿Qué quieres decir con «desaparecido»?

—Que los dos se han ido —explicó el fortachón meneando la cabeza, las trenzas moviéndosele sobre los hombros—. Tampoco están sus caballos.

—Yo pude haberles dicho eso —anunció Adah, volviéndose de la tetera.

—¿A qué te refieres?

—Ellos vinieron temprano por alimentos… no mucho, solo un poco de carne seca y queso. Les dije que iba a hacer un guisado, pero él contestó que no regresarían a tiempo para cenar esta noche.

Rom parpadeó, mirando a Triphon, quien tenía sombrío el rostro.

—¿Esta noche? ¿A dónde fueron?

—¿Preguntas a dónde va Jonathan? —exclamó ella encogiendo los hombros—. A donde quiera. Él es soberano.

—¡No lo será si no lo encontramos y lo ponemos en ese trono! —gritó Rom, mirando a Triphon—. ¿A dónde crees?

—¿Al puesto amomiado de avanzada?

—No. Estarían de vuelta en la tarde —explicó Rom pasándose una mano por el cabello y adelantándose a Triphon, consciente de tener al gigantón pisándole los talones.

Atravesó el campamento, haciendo caso omiso de quienes se detenían para mirarlo y a unos pocos que querían saludarlo. Se detuvo en la yurta del custodio solo el tiempo suficiente para meter la cabeza y confirmar que el anciano no estaba allí.

—El templo —declaró Triphon.

Entonces Rom corrió hacia las ruinas, subió a toda prisa los escalones, atravesó las columnas y se dirigió hacia el santuario interior.

No se detuvo en la sala trasera, sino que se abrió paso más allá del altar cubierto de seda con el Libro de los Mortales encima. Hasta la pared trasera de la cámara y la pequeña puerta, adaptada para encajar exactamente en la abertura. La cerradura estaba abierta.

Bajó corriendo las escaleras y bajó a la sala de roca calcárea, con las fuertes pisadas de Triphon detrás de él. La luz de los farolitos titilaba en el fondo.

El final de las gradas se abría hacia una sala más pequeña: la seca bodega y lugar de trabajo del viejo alquimista, a salvo de los elementos.

El anciano estaba ante una mesa metálica frente a una colección de frascos y estantes de muestras. Tenía abierto su libro y la pluma en la mano, y se veía gran cantidad de papeles arrugados y tirados en el suelo. Rom observó el aspecto demacrado del hombre y se dio cuenta de que había estado trabajando toda la noche.

—Haga lo que haga, por la vida que hay en mí, no puedo imaginar lo que le está sucediendo a la sangre de él. No puedo determinarlo con precisión. Tampoco puedo revertirlo. ¡Ni detenerlo!

—Tenemos otro problema —informó Rom.

El anciano suspiró, como si no pudiera haber otro problema peor.

—Jonathan se ha ido.

—¿Ido? —objetó el viejo levantando la mirada y pestañeando—. ¿A dónde?

—Estoy orando porque lo sepas. Fuiste el último en verlo, cuando le tomaste la última prueba. ¿Dijo algo, como si quisiera irse del todo del campamento?

El anciano custodio meneó vagamente la cabeza, unas sombras le jugueteaban en las arrugas debajo de los ojos.

—Dijo muy poco. Preguntó acerca del Orden, y de Bizancio. Pero lo que sí sé de Bizancio es que él nunca viviría allí. Quería saber respecto de los muertos…

—¿Los amomiados?

—No, los que van a morir. Los que tienen defectos, llevados a la muerte.

—¿La Autoridad de Transición? —preguntó Rom intercambiando una mirada con Triphon.

—Sí, sí. La Autoridad de Transición. Eso fue. Él quería saber lo que les sucedía y qué se necesitaría para salvar… —expresó el viejo e hizo una pausa—. Manifestó que le gustaría ayudarles.

En un instante, Rom subió las escaleras y salió a toda prisa del santuario interior. Atravesó las columnas de la antigua basílica, con Triphon a su lado, gritando que se dirigieran hacia sus caballos.

—No. Roland no está aquí —expuso Rom—. Y la mitad de sus hombres se han ido a explorar. Te necesito aquí…

—No te voy a dejar solo —objetó el hombre más alto—. El peligro está allá afuera… no aquí. Caleb es un guerrero de rango. Él se hará cargo…

Entonces salió corriendo hacia los corrales de los caballos.

¡Jonathan no tenía idea de las costumbres en una ciudad como Bizancio! No tenía ningún sentido lo que estaba haciendo. Él era ingenuo, distraído por la compasión, inconsciente del peligro hacia sí mismo. Incluso con Jordin y Roland, apenas lograron escapar de la ciudad la última vez.

Tardaron solo cinco minutos en llegar a los corrales y asegurar el agua y la comida que necesitarían.

El angustiado líder lanzó cantimploras sobre su silla, hizo a un lado al joven que le preparaba el caballo, y él mismo encinchó.

—¡Triphon! —gritó—. ¡Ya!

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