Mortal

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Capítulo veinticinco

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Capítulo veinticinco

CABALGARON A TODA PRISA durante una hora, mirando a menudo hacia atrás para asegurarse de que no los seguían, esperando ver sangrenegras siguiéndolos en cualquier momento. Pero no vieron señales de ellos.

Mientras estaban en movimiento, Rom pudo consolarse sabiendo que había salvado a Jonathan de lo que habría sido una muerte segura. Cada paso era uno más hacia la seguridad, pero la verdad del asunto le penetraba incesantemente en la mente como una garrapata chupando sangre. Nada era seguro. Nada estaba bien, nada tenía sentido. Por ahora pudo haber salvado al joven, pero el mundo se estaba desmoronando alrededor de ellos.

Las divisiones estaban creciendo entre los mortales. Saric había formado un ejército para destruirlos a todos. Feyn le había jurado lealtad a su hermano. Jonathan parecía haberse vuelto loco. Triphon estaba muerto.

Rom los guió adonde pudieran bañarse, hacer descansar a los caballos y recobrarse él mismo.

Triphon. Muerto.

Era incomprensible. El tipo fornido que había sido segundo al mando era inmune a la amenaza, al miedo o a las lesiones. Su amigo más íntimo desde la época en que ambos bebieran la sangre del custodio y se comprometieran a llevar la carga no podía morir.

Y sin embargo había muerto. La imagen lo obsesionaba. Triphon, rodando desde el sangrenegra y cayendo de espaldas, agarrando con la mano la espada enterrada en su pecho. La misma mano ensangrentada, cayendo al suelo.

Más de una vez Rom pensó en enviar a los otros y regresar él mismo. Para asegurarse, por si acaso. Pero ya sabía lo que encontraría. No había hallado pulso ni aliento. De haber habido algún indicio de vida en el hombre, ahora ya no había oportunidad de comprobarlo… los sangrenegras se habrían asegurado de eso sin demora. No había habido manera de recuperar el cuerpo sin sufrir más bajas.

Sin embargo, lo acosaba el hecho de haber dejado a su compañero en el suelo. Triphon había entregado la vida para que ellos escaparan. Lo mejor que Rom podía hacer ahora era honrar a su amigo cumpliendo su cometido de ver a Jonathan en el poder.

—Nos detendremos aquí unos minutos —dijo, cuando llegaron al lugar.

Pero él no desmontó de inmediato. Los pensamientos le inundaban la mente como un diluvio.

Roland había enviado un voluntario como espía para ser capturado por Saric. Si la misión tenía éxito, el príncipe podría en este momento estar reunido con el hermano de Feyn. De ser así, tenían una oportunidad de salvarlo todo. Pero apoderarse de Feyn solo era el inicio. Rom aún tenía la hercúlea tarea de persuadirla de que viera la verdad y reconociera a Jonathan como legítimo soberano. Él la había ayudado una vez a encontrar vida, tiempo atrás, pero ahora ella se hallaba en las garras de Saric.

Si no lograba persuadirla… que el Creador les ayude. Los radicales podrían exigir un enfoque más enérgico. La guerra y la muerte los alcanzaría a todos de improviso.

Aunque obtuvieran el apoyo de Feyn, debían considerar el estado tanto físico como mental de Jonathan.

¿Qué significaba que su sangre se estuviera invirtiendo, y tan rápidamente? Según el custodio, el joven podría tener la misma sangre de un amomiado en cuestión de semanas, quizás días. ¿Cómo era posible que quien naciera para traer vida aparentemente estuviera muriendo?

Dentro de dos días todos los mortales iluminarían los fuegos de celebración de la Concurrencia. Cantarían, beberían y bailarían a la usanza nómada en festejo de la vida despertada por la sangre de Jonathan. Lo que no sabían es que la misma fuente que les había dado esa vida se estaba secando.

¿O se estaría invirtiendo solo momentáneamente la sangre del muchacho, mudando hacia su impulso final de la madurez? El custodio había sugerido esta posibilidad, y Rom había decidido esperarla. Nada más tenía sentido.

Pero la sangre de Jonathan no era el único problema. Aunque la regresión fuera una complicación temporal, estaba el asunto del bienestar psicológico del joven. En vez de prepararse para el reinado, él estaba frivolizando con una fascinación obsesiva por los amomiados, queriendo por el bien de una criatura poner en peligro las vidas de millones que podrían hallar vida.

Finalmente, Rom se deslizó del corcel y miró a Jonathan. Quizás este era demasiado joven. ¿Qué infancia había conocido alguna vez este futuro soberano criado en secreto y codiciado por su sangre? ¿Era la fascinación con esta niña amomiada una simple necesidad de tener compañía de parte de aquellos que no le exigían ni pedían nada?

¿Le habían fallado todos en una forma tan básica que su soledad lo había llevado a arriesgar todo su destino para satisfacer una necesidad profunda? La frustración de Rom con el joven disminuyó.

Rom agarró a Kaya y la bajó a tierra. La niña había estado señalando el cielo, pestañeando en medio de la lluvia mientras cabalgaban, cerrando de vez en cuando los ojos mientras se secaba del rostro las lágrimas veteadas con suciedad.

Más de una vez la había descubierto jugueteando con el puño bordado de la manga de su protector. Ella casi se cae del caballo cuando alargó la mano para acariciar el cuello del animal, tocar sus trenzas y sentir en la palma las crines de ese corto pelo equino.

Cualquier amomiado se podría haber preguntado qué ocurría con esa pequeña, pero Rom sabía exactamente la causa de la ensimismada fascinación de la chiquilla. Experimentaba las inquietudes de una nueva vida.

Conque… al menos la sangre de Jonathan seguía siendo lo suficientemente fuerte para hacer más mortales. Quizás estaba recuperando fortaleza. Tal vez…

Rom cerró los ojos. Le dolía la cabeza.

Kaya se había agachado para agarrar un puñado de tierra. Un instante después sollozaba, el cabello húmedo se le había pegado a la mejilla, las manos hundidas en el suelo. Jonathan se inclinó rápidamente a su lado sobre una rodilla y le susurró al oído.

Rom miró por encima a Jordin, que acababa de regresar de un rápido recorrido de la zona. Estaba tan empapada como todos ellos, aunque la tierra aquí se hallaba seca.

—No nos están siguiendo —informó la chica, y regresó a mirar las nubes tempestuosas que acababan de abrirse sobre la parte sureste de la ciudad—. Ni siquiera nos sigue la tormenta.

Rom sabía lo que ella estaba pensando, a pesar de su antipatía ante la superstición. La mano del Creador. La naturaleza misma parecía haberse juntado para unirse a Jonathan en protesta por la Autoridad de Transición. Pero no había habido nada sobrenatural en esto. ¡Triphon estaba muerto! Apenas habían logrado escapar con vida.

—Una inquietud, Jordin —dijo Rom dejando a Jonathan con la niña y yendo hacia la joven.

Ella desmontó y lo siguió hasta una pequeña elevación donde Jonathan no pudiera oírlos.

—¿Qué estabas pensando?

Jordin miró en dirección a la menguante tormenta. A él le sorprendió la resolución de la chica.

—¿Tienes alguna idea de lo que acabas de hacer?

—Yo estaba protegiendo a mi soberano —opinó ella en tono profundo y férreo.

Frustración, ira… admiración… todo brotó dentro de Rom al mismo tiempo.

—¿Protegiéndolo? ¿Es esta tu idea de mantenerlo lejos del peligro?

—Él no recibe órdenes mías —se defendió Jordin, aún sin mirarlo a los ojos.

—Pero tienes órdenes mías. Nunca más permitirás que Jonathan vuelva a salir del campamento sin mi conocimiento o permiso.

—No puedo prometer eso —objetó ella.

—¿Perdón?

La joven ni siquiera había pestañeado.

—No puedo —expresó, y ahora lo miró—. Él es mi soberano. Yo te sirvo a ti, pero primero le sirvo a él. Si lo que él dice te contradice, lo seguiré a él.

Por un instante, Rom recordó a Roland cuestionando la capacidad de Jonathan de inspirar confianza… o de liderar en general. Y sin embargo Jordin lo estaba siguiendo sin cuestionar. Había algo en Jonathan que inspiraba. No obstante, ¿se trataba de verdadero liderazgo de su parte o solo era devoción de parte de ella?

—Estás enamorada de él —aseveró Rom.

—Él es mi soberano —replicó la muchacha, con un poco de exagerada premura.

Rom regresó a mirar a Jonathan. Aún hablaba tranquilamente con la niña, quien había dejado de llorar y se había sentado sobre los talones a escucharlo.

—Yo también lo amo, Jordin. Y la verdad es que me alegra que te tenga de su lado —comentó, y luego la miró—. Pero te suplico, por el bien del reino, que me informes cuando él demuestre cualquier comportamiento irracional, ¿de acuerdo? También es mi soberano, y necesito saber lo que sucede.

—Siento mucho lo de Triphon —manifestó ella con la cabeza inclinada.

Ahora Rom pudo ver que Jordin tenía rojos los bordes de los ojos. No la había visto llorar durante la huida de la ciudad, pero entonces él solo había notado su propia desesperación.

De nuevo, la imagen del ensangrentado Triphon cayendo al suelo llenó la mente de Rom.

—Sé que era como un hermano para ti —enunció Jordin.

Rom asintió una vez con la cabeza, y al sentir la mandíbula tensa no dijo nada. El torbellino de tantos pensamientos a la vez amenazaba con ahogarlo.

A excepción de Feyn, él era ahora el único que quedaba de aquellos que saborearon la primera vida de manos del frasco del custodio. Avra. Triphon. Neah. Feyn.

Todo se reducía a Feyn, y ahora incluso ella podría estar fuera de su alcance. No. Roland tenía que conseguir convencer a Saric de que tenía toda la intención de entregarle a Jonathan, por traicionera que fuera la idea.

Habían ocultado la verdad acerca de Jonathan al resto de los nómadas, pero no podían hacerlo por tiempo indefinido. Una vez que supieran que tenían sangre más potente que la del muchacho, ¿cuántos, dada la alternativa de proteger a los mortales contra Jonathan, preferirían la vida en sus propias venas a la menguante sangre dentro del soberano?

¿Y Rom mismo?

El solo hecho de poder hacerse la pregunta lo aterró.

Jordin lo estaba analizando con intensidad.

Creador. Él no podía tener estos pensamientos frente a ella. Aunque las mentes no se podían leer, a menudo la percepción mortal era muy aguda. Y él era demasiado tosco como para comportarse correctamente.

Dejó de mirarla y asintió con la cabeza hacia la niña.

—Llévate a la niña… —balbuceó sin recordar el nombre de la pequeña.

—Kaya —dijo Jordin.

—Llévate a Kaya. Necesito hablar con Jonathan.

La joven titubeó por un momento, luego retrocedió y agarró el caballo.

—¿Kaya? ¿Quieres venir conmigo? Les daremos agua a los caballos.

La niña levantó la mirada con una sonrisa cuestionadora, como si ya hubiera olvidado que estuvo llorando solo un instante atrás. Luego se puso de pie sin molestarse en sacudirse las manos ni las rodillas de los pantalones. Jonathan la observó irse con Jordin, quien pasó a la niña las riendas de la montura mientras juntas caminaban hacia el lecho del riachuelo.

Rom esperó a que Jonathan se pusiera de pie, sorprendido por el ataque de emoción que se apoderó de él ahora que estaban solos. Para cuando Jonathan se volvió hacia él, a Rom le temblaban las manos.

—Necesito saber cuál es tu posición.

Los ojos de Jonathan estaban demasiado apacibles. A la vez, demasiado tristes y vividos, y viéndolo todo. No estaba loco, Rom podía ver esto más que nadie. Pero si así fuera, le aterraba más la situación, porque esto quería decir que el muchacho tenía propósitos que Rom no lograba comprender.

Criticar al muchacho no haría ningún bien, así que deseó que se le calmara el temblor en las manos.

—¿Qué necesitas saber? —inquirió Jonathan.

Todos los esfuerzos por controlar se derrumbaron al instante ante esa sencilla pregunta.

—Necesito saber por qué, Jonathan —expresó Rom levantando los puños apretados, dejándolos luego caer sin poder hacer nada al no encontrar más que aire para agarrar—. Por favor. ¡Ayúdame a entender!

El muchacho estaba tranquilo, lo cual solo añadía leña a la desesperada confusión en el interior del líder.

—En todos los años que te conozco, nunca has corrido un riesgo así —continuó Rom—. Nunca te arriesgaste a tanto peligro. ¿Por qué ahora? ¡Sin duda sabes lo que está en juego!

—Conozco los riesgos —objetó Jonathan mirándolo a los ojos—. ¿Y me conoces tú?

—¿Qué quieres decir con que si te conozco? ¡Por supuesto que te conozco! ¿No fui yo quien te encontró cuando eras niño en casa de tu madre, quien te habló de la profecía, quien te ha guiado y vigilado todos estos años? ¿Cómo puedes preguntar si te conozco?

Jonathan permaneció en silencio.

Aquellos fueron tiempos desesperados de descubrimientos para ellos. Él había perdido a Avra en su intento de proteger al niño. Había comprometido su vida a la causa del reino de Jonathan. ¿Era tan extraño entonces que debiera tener un sentimiento de traición?

Pero hasta en reconocer aquello sintió culpa. ¿Quién era él para reprender al soberano del mundo?

—¿Qué quieres, Jonathan? Dime qué necesitas.

—¿Me amas, Rom?

—¿Amarte? ¡Te he dado mi vida! Todos lo hemos hecho. Y ahora Triphon… —masculló mientras lo ahogaba un nudo en la garganta, deseando no dejar que se desbordase la emoción—. ¿Cómo puedes tú más que nadie preguntarme eso?

Jonathan bajó la mirada, sus pestañas negras como de niña en marcado contraste con su masculinidad. Seguía siendo muy joven.

—Me sentí fatal por Triphon —dijo él mirando hacia la lejana tormenta—. Pero murió conociendo la verdad. Murió vivo. ¿Cuántos de aquellos que dejamos atrás morirán sin esperanza?

—¿Y cuántos morirán ahora sin esperanza si no tomas el poder? Triphon murió por esa causa, ¡no por una sola amomiada entre millones! Como lo haríamos todos. Jordin. Roland. Yo.

—¿Morirás por mí… o yo por ti?

La pregunta zarandeó a Rom como un ariete. Era cierto, Jonathan se había entregado todos estos años, sin quejarse ni una vez de que su propia sangre se estuviera derramando para el bien de ellos.

—No puedes creer que alguno de nosotros desee que tu vida se seque. Tú debes vivir. Por mí, por Jordin, ¡por el bien del mundo! —exclamó Rom, y extendió la mano, desesperado—. El hecho de pensar en fallarte… ¿Cómo puedes decir algo así?

—Entonces sígueme, Rom. Cuando llegue el momento, cerciórate de que el mundo halle vida a través de mi sangre. Vida más verdadera incluso de lo que puedas saber.

¿Tenía Jonathan algún indicio de que su sangre se estuviera invirtiendo? El custodio había dicho que no.

—Te seguiré. Lo haré… ¡ese no es el asunto! Tú debes vivir y cumplir tu propósito para ese fin. ¡Y para ese fin tienes que dejar que yo te proteja ahora! No se trata de hacer mortales, Jonathan, sino de tu pueblo.

—¿Y quiénes son mi pueblo?

—¡Los mortales! ¡Aquellos en cuyas venas fluye tu sangre! Los que estamos vivos.

Cascos de caballo, viniendo del arroyo… Kaya y Jordin, sus voces se oían como trinos sobre el riachuelo.

Jonathan giró la cabeza hacia el sonido.

—Incluso quienes viven pueden todavía estar muertos —dijo el joven alejándose.

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