Mortal

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Capítulo treinta y siete

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Capítulo treinta y siete

ROLAND CONTEMPLÓ EL AMONTONADO mar de sangrenegras, muy consciente de varias cosas a la vez: La agobiante fetidez a muerte más penetrante que flotaba a través de la meseta; la firme posición de Saric al frente de sus hordas; la exacta ubicación de sus arqueros en trincheras a lo largo del costado oeste donde esperaban la señal; el plan de batalla que estaban a punto de ejecutar en cuatro etapas críticas; la trampa final diseñada para dar el golpe definitivo al ejército que lo miraba ahora mismo.

Pero un pensamiento prevalecía sobre todos los demás: El destino de todos los nómadas, esas personas que se habían aferrado tenazmente a la libertad durante tantos siglos, se decidiría hoy en una batalla que, independientemente del tiempo esperado, no se podía ganar. Para todos los efectos prácticos, este territorio ya le pertenecía a Saric.

El sangrenegra ya había resumido su objetivo clavando en el suelo frente a las ruinas del templo el poste en que se hallaba Triphon. Un mensajero les había traído la noticia: Triphon estaba vivo.

Rom había entrado en pánico, pidiendo a gritos su caballo. Roland lo había hecho retroceder a la fuerza.

—¡Tengo que llegar hasta él!

—¿No lo ves? ¡Eso es exactamente lo que Saric quiere!

—¡Es de Triphon de quien estamos hablando! —gritó Rom, pero luego dio media vuelta, con los puños apretados en bolas de nudillos blancos.

Él no era tonto; estaba consciente de que no había forma de rescatar a Triphon.

Las palabras que le aseguraban que no se le podía culpar no calmaban a Rom, ni aliviaban la tensión en el estómago de Roland. Pero una cosa era verdad: haber dedicado tiempo a recuperar el cuerpo caído de Triphon en la Autoridad de Transición seguramente habría resultado en más muertes… incluyendo la de Jonathan.

Al final los dos se habían encaramado al borde del risco, para mirar inútilmente desde allí al hombre que Roland había llegado a considerar casi como un hermano.

El estómago de Roland se había endurecido como un nudo cuando el sangrenegra clavó la hoja debajo de la caja torácica de Triphon, quitándole la vida. Rom estaba fuera de sí, tirándose del cabello. La emoción de Roland se debía a la pérdida de un amigo y por aquellos que Triphon dejó atrás, pero mucho más por las asombrosas posibilidades que enfrentaban hoy. Sin duda, esto era lo que intentaba Saric.

Los sangrenegras eran muchísimos. Muy salvajes. Demasiado fuertes. Perfectamente decididos. Cuando se moviera la bestia que era el ejército de Saric, sacrificaría su tamaño y golpearía como una víbora con endiablada velocidad y con veneno.

Por otro lado, si Saric había reclamado el valle con el cadáver de Triphon sobre un poste, los mortales reclamarían este campo de batalla con la cabeza del sangrenegra colgando de esa cuerda.

En lo alto, el cielo se había llenado de nubes oscuras con la promesa de una próxima tormenta. Una fuerte lluvia podría comprometer el plan de batalla, particularmente el fuego que necesitarían en los desfiladeros. Pensar que, tras años de preparación para un día así, la misma naturaleza podría derrotarlos…

Un escalofrío le erizó la piel.

La declaración de Roland de que sus setecientos podrían derrotar a este enjambre de doce mil había suscitado atrevidas ovaciones entre las filas de los nómadas solo horas atrás, además de gritos por la muerte definitiva para todos los que oprimían la vida entre los vivos. Habían besado y abrazado a los niños con promesas de hermosura venidera antes de permitir que los sacaran del lugar. Habían afilado las espadas y hecho muescas en las flechas. Alguien había contado una historia de un muchacho pastor que mató a un gigante con una honda, una historia que sobrevivía de épocas más antiguas incluso que la era del Caos. Y se habían preparado, creyendo y sabiendo, que si la victoria no estaba asegurada, al menos era posible.

Pero ahora, mientras miraba el dragón negro del ejército de Saric, Roland se preguntó si había cometido una terrible equivocación. Si había sobrestimado su propia ventaja táctica. Les había dicho que la percepción mortal superior les daba una ventaja decisiva sobre la fortaleza y la velocidad de los sangrenegras. Y que el tenaz instinto de supervivencia dentro de las venas nómadas se encargaría de que la historia registrara el día en que los setecientos mortales de Roland aplastaran a los doce mil sangrenegras de Saric.

Habían gritado a los cielos ante eso.

Pero ahora, la realidad de una fuerza enormemente superior se hallaba ante él preparada para demostrar que era un tonto, y que ni la bravuconería ni la elocuencia añadirían un solo hombre al número con que él contaba.

Aún podía hacer girar a su caballo y dar la señal de retirada. Cabalgarían hacia el norte seis kilómetros, descenderían los barrancos a lo largo de un sendero estrecho abierto meses antes, y desaparecerían rápidamente en cuatro desfiladeros para emerger cinco kilómetros más al norte y reagruparse en el valle de Los Huesos.

Podía hacerlo. Y, sin embargo, el destino no le permitiría retirarse como habían hecho sus antepasados.

Rom le había informado que Jonathan se había ido al antiguo puesto de avanzada a ocho kilómetros al noroeste para reunirse allí con la soberana. En lo que a Roland concernía, esos dos podrían conversar todo lo que quisieran; el poder de gobernar se decidiría aquí en este campo, entre Saric, creador de los sangrenegras, y él mismo, líder de los inmortales, como algunos de los radicales lo llamaban últimamente. El poder político sucumbiría ante el poder puro y duro de la vida, algo que Jonathan ya no poseía.

Durante todo un minuto, la formación de sangrenegras permaneció perfectamente quieta. Mil a caballo, el resto infantería pesada. Parte de la caballería de Saric estaría más al oeste, esperando la señal para una maniobra por el flanco. Si el sangrenegra había considerado cada opción, también habría enviado otra división al norte para cortar cualquier retirada; ellos tenían cantidades de sobra, y sabían que huir siempre había sido la más refinada de las habilidades de cualquier nómada.

No hoy.

El estandarte serpentino de los sangrenegras se agitaba perezosamente en medio de la brisa al lado de otro: la brújula de Sirin, el estándar del Orden; pero esta vez estaba fijado, igual que el dragón, contra un fondo rojo. Si Saric pretendía que el fondo rojo de sus estandartes simbolizara sangre, Roland juraría que mucha se derramaría al atardecer de hoy.

Los sangrenegras no se habían movido. Saric, en conferencia con sus generales, no se molestó en volver la cabeza para dirigirse a él. El tiempo se estiró, llenando la distancia entre ellos mientras las nubes cambiaban en lo alto.

Roland esperó.

Finalmente, el general llamado Brack salió de su guardia y avanzó solitario al trote de su caballo. Saric había decidido sabiamente no ponerse en contacto directo con un enemigo que lo podría eliminar donde se hallaba. Prudente. Una muestra de confianza podría salir mal. Por un instante, Roland se preguntó si la suya propia ya había ido demasiado lejos.

Solo cuando Brack estuvo a cincuenta pasos Roland pudo distinguir el hedor de la insoportable fetidez de las hordas detrás de él. Un matiz de lo que Roland tomó como aprensión, pero no temor.

El general se detuvo a diez pasos de distancia, pero Roland no mostró intención de hablar. Estaban tomando posiciones, y ambos lo sabían, cada uno esperando que el otro hiciera un movimiento.

Se enfrentaron durante todo un minuto. Dos veces el caballo del general resopló y se movió impaciente. Ni una sola vez el hombre dejó su mirada acerada.

—Si tienes algo que decir, habla —manifestó finalmente Brack con voz ronca; él estaba en desventaja en este enfrentamiento, y lo sabía, porque su amo esperaría un informe.

Roland solamente miraba. El sudor le serpenteaba por la espalda, que normalmente le secaba el viento antes de que le empapara la ropa. Hoy no. Sus hombres agazapados en lo oculto estarían totalmente empapados. Pocos de ellos aún podían ver el alcance total del enemigo que había venido a exterminarlos, pero como hombres y mujeres sabían que sobrevivir hoy llegaría solo a través de hazañas inhumanas de habilidad, fortaleza y deseo.

Además, los mortales eran inhumanos. Más que humanos, creados para vivir cientos de años y atraer al mundo con un refinado sentido perceptivo que sustituyera al de toda criatura viva en la tierra.

Trescientos nómadas esperaban ocultos a tres kilómetros hacia el sur detrás del ejército de sangrenegras. Otros trescientos hacia el oeste en trincheras empapadas en petróleo, armados con ballestas modificadas para enviar tres flechas con cada disparo. Solo cien estaban extendidos a través de la meseta en la parte posterior de Roland, montados justo encima de la ligera ladera, ocultos de la vista.

Cada uno de ellos conocía la crítica misión que enfrentaban desde el comienzo de la batalla: la caballería caía primero. Solo entonces sus propias monturas les darían alguna ventaja importante.

—Confundes tu estupidez con valentía —opinó Brack—. Le diré a mi creador que deseas que coloquemos tu cabeza al lado de la que hay encima de ti.

El hombre le lanzó a Roland una mirada de despedida y tiró de las riendas para hacer girar su cabalgadura.

—Pregúntale a tu creador cuánto tiempo han vivido los nómadas —dijo el príncipe.

El general se detuvo, y Roland continuó.

—Pregúntale cómo es que tantas generaciones de humanos con un considerable apetito por la reproducción podrían producir solo mil hijos. Entonces sabrás por qué estoy aquí hoy, tranquilo. Tus fuerzas están igualadas en número. Has sido atraído a una trampa concebida por los soberanos. Si te retiras ahora y entregas a Saric para que muera bajo mi espada, permitiremos que tu ejército pase a salvo. Si te niegas, ninguno de tus muertos saldrá de aquí.

Un nuevo olor captó la intensificada percepción de Roland. Curiosidad. Tal vez confusión.

—Solo hay un verdadero soberano y se llama Saric —declaró el general—. Él prefiere el acero afilado a las palabras blandengues.

—Te equivocas, Brack —objetó el nómada espoleando el caballo hacia la izquierda, haciendo que el hombre mirara hacia el este y le diera la espalda al borde occidental de la meseta—. Mi soberana se llama Feyn. Ella está reunida con el séptimo llamado Jonathan. Juntos determinan la desaparición de todo sangrenegra que escape a la matanza en este campo. Dile a Saric que cuando oiga gritar al cielo sabrá que Feyn lo ha traicionado.

El general permaneció inmóvil sobre su corcel, poco impresionado, según todas las apariencias, aunque su hedor se volvió decididamente ácido.

—Una señal de mi parte, y morirás donde te encuentras —advirtió Roland—. O puedo hacer que uno de mis hombres te dé una suave advertencia y te perdonemos la vida. Dime qué prefieres.

Por primera vez los ojos de Brack se entrecerraron. Roland hizo girar su caballo otra vez hacia el poste y emitió un corto silbido.

La flecha solitaria vino del este donde Morinda, segunda, solo después de Michael, entre todos los arqueros, había estado esperando en el borde del risco, cabeza y arco ocultos bajo un matorral. El misil voló silencioso por el aire, más raudo de lo que cualquier ojo inexperto pudiera seguir. Antes de que el general pudiera moverse, el proyectil silbó apenas a un par de centímetros de su oreja derecha, y se incrustó en el suelo como si hubiera estado allí desde el principio.

Brack no se acobardó. Sin embargo, no podía ocultar la creciente preocupación que delataba su hedor. Ambos sabían que, a diferencia de los sangrenegras, a los maestros arqueros se les entrenaba desde la infancia. No podían ser procreados en un laboratorio ni eran formados con solo algunos años de práctica… o Saric tendría los suyos. Ahora ellos habían presenciado la verdadera amenaza de los arqueros mortales.

—Considera eso tu advertencia —indicó Roland—. Quédate y muere. Aléjate y vive.

Brack hizo girar el caballo y galopó hacia su línea sin mirar hacia atrás.

Saric escuchó el suave silbido de la saeta antes de verla atravesando la meseta, pasando muy cerca de su hombre. Una mirada en dirección a los riscos no reveló el origen de la flecha. Ya sabían que los arqueros serían un reto, pero no habían esperado tal precisión.

En realidad fue la audacia del desafío directo lo que le molestó más que nada.

—¡Alto! —exclamó.

Su línea se detuvo sin el más mínimo titubeo. A Brack lo pudo haber sorprendido el primer disparo, pero ahora que sabía la dirección del arquero no tendría problema en evitar un segundo.

Pero un segundo disparo no llegó. Y entonces Roland emprendió la retirada a toda velocidad y Brack comenzó a regresar al trote. ¿Así que entonces la saeta había sido una advertencia? ¿Qué esperaban conseguir? Sin duda, era de esperar que ningún acto de valentía individual sacudiera ese enorme ejército.

—¿Y bien? —espetó, mientras Brack se detenía.

—Él dice que le pregunte a usted cómo es que tantas generaciones de nómadas podrían producir solo mil hijos —contestó el general, después de titubear por un momento.

La pregunta ya había sido hecha y contestada. Los nómadas perdían la mayor cantidad de su gente por desgaste, quedando solamente los más capacitados para llevar su difícil vida. Ahora Roland quería que ellos creyeran que tenían más hombres. Una táctica patética.

—¿Y?

—Dijo que usted debe saber que ha llegado su final cuando el cielo comience a gritar. Afirma que Feyn lo ha conducido a una trampa. El resto es tontería total.

La imagen de Feyn le penetró en la mente a la mención del nombre, y en ese instante Saric consideró la lógica de tal razonamiento. De un solo golpe, ella podía librarse de todas las amenazas para su propio gobierno, enfrentando a mortales y sangrenegras.

¿Y si fuera verdad?

Los ojos del hombre centellearon al otro lado de la meseta, en busca de cualquier señal de que hubiera más de los setecientos que habían esperado.

Nada. El príncipe nómada había desaparecido de la vista sobre una ligera elevación. ¿Cuántos estaban escondidos más allá de la línea de visión?

Sus exploradores solo habían reportado setecientos.

—Dime el resto —ordenó Saric.

—Mi señor…

—¡Habla!

—Él ofrece perdonar al ejército si usted personalmente se rinde —contestó el hombre inclinando rápidamente la cabeza.

Se hizo silencio entre ellos. La mirada de Saric cayó sobre su general como alquitrán.

—¿Y por un instante deseaste que yo lo hiciera, para así salvarte?

—¡Nunca, mi señor! Yo le sirvo con mi vida.

Saric apartó la mirada, hacia la elevación.

—¿Hay algún crédito posible para esta idea de que ellos podrían tener más hombres de los que tenemos información… o de que Feyn nos haya traicionado?

—Improbable, mi señor —anunció su jefe de estrategia, montado a la derecha, y haciendo una pausa antes de continuar—. Solo me pregunto qué clase de enemigo sería tan osado como para ofrecer condiciones que sabe que serán descartadas. Están suplicando acción.

—Así parece. Solamente Feyn y nuestros exploradores han verificado sus cantidades. ¿Hay alguna posibilidad de que hayan engañado a los nuestros?

Un largo silencio.

—Es posible —contestó Varus lentamente—. La cantidad nos llegó primero de parte del explorador de ellos mientras lo teníamos bajo custodia. Es posible que nos haya suministrado información falsa. Los nómadas pudieron haber ocultado un ejército en las tierras baldías. Si Feyn…

Sus palabras fueran interrumpidas por un sonido que Saric tomó primero por aves chillonas en vuelo hacia el oeste. Volvió la cabeza y vio la negra bandada, gritando.

Esos no eran pájaros.

El chillido se convirtió en un grito silbante: una nube de flechas ennegreciendo el cielo. Saric había oído que los nómadas hacían muescas en sus saetas para que sonaran al volar, pero nunca había imaginado un sonido tan desconcertante.

—¡Protéjanse! —gritó Brack.

El aterrador sonido confundía por igual a hombres y caballos, trabándolos en indecisión sin una senda clara de acción. Demasiado tarde reconocieron la desconocida amenaza de flechas que se venían encima, levantando sus escudos mientras intentaban tranquilizar a sus corceles.

La primera descarga aún no había alcanzado a la caballería cuando otra nube de chillantes saetas voló desde el oeste.

—¡Protéjanse!

El grito del hombre se perdió en medio de la tormenta de proyectiles, que habían sido apuntados con mucho cuidado para golpear la caballería de vanguardia, y que se precipitaban a vertiginosa velocidad, clavándose profundamente en cuero, carne y piel.

A Saric se le ocurrió en medio de un destello momentáneo que si sus hijos hubieran sido más propensos al pánico se podrían haber desbocado y evitado más de las pesadas cuchillas que cortaban sus filas.

Solo una de tres saetas dio en el blanco, pero la segunda descarga ya estaba cayendo, dirigida una vez más hacia la caballería únicamente.

Brack dirigió el dedo en dirección a los arqueros. Estos debían estar ocultos en terreno bajo.

—¡Defiendan a su creador!

La segunda descarga cayó sobre los caballos de retaguardia. De una mirada, Saric vio que una tercera parte de su caballería había sido comprometida. Una tercera descarga ennegreció el cielo. ¡Esto no lo podían estar haciendo solo unos cientos de arqueros! La amenaza no venía del norte, la cual era la dirección que Roland había seguido, sino del oeste.

—¡Envíalos a todos! —gritó Saric con ira inundándole las venas—. ¡Envíalos a todos hacia el occidente!

Brack esquivó una flecha que llegaba cortando el aire, luego gruñó cuando una segunda se le clavó en el hombro. La rompió empuñándola, la miró un breve instante y luego la lanzó a tierra.

—¡Caballería, adelante!

El sangrenegra espoleó el caballo y arremetió hacia el oeste, directo a la garganta de la amenaza, haciendo caso omiso de la lluvia de saetas que se hundían en el suelo hasta que parecía que de la misma tierra brotaban plumas. La legión de Saric se movió al unísono, lanzándose hacia delante.

Solo entonces Saric vio la línea de un centenar de caballos tronando desde el norte, donde Roland había desaparecido. Inclinados en sillas de montar a velocidad vertiginosa, de repente los jinetes se irguieron en sus estribos, tensaron arcos y lanzaron una descarga mucho más cerca directamente sobre la estropeada caballería sangrenegra.

Las flechas llegaron como avispas, enfocándose en los objetivos más grandes de los cuerpos de los corceles. Entonces aparecieron más jinetes desde el oriente donde una línea se había levantado de los riscos, ahora en la retaguardia sangrenegra. La mitad de la caballería de Saric había caído; el resto iba a toda marcha hacia el occidente, dejando a la infantería para que se lanzara sobre los riscos.

Saric volvió el escudo justo a tiempo hacia la última descarga; saetas golpeaban el acero y luego caían, rotas.

Se llenó de determinación personal y dispuso calmarse. Una avispa no podía derrotar a un martillo.

—¡Varus! ¡Las divisiones restantes hacia delante en ofensiva total! ¡Avanzar sin retroceder!

La orden fue gritada y la infantería se movió hacia el frente, fluyendo alrededor de Saric como una gruesa ola negra. Los sangrenegras avanzaban rugiendo, inclinados hacia adelante, escudos alzados, pies estremeciendo el suelo, ocho mil hombres.

Los arqueros que había a lo largo del barranco aparecieron a la vista, soltaron una descarga sobre la vanguardia del ejército que avanzaba, y salieron corriendo en retirada. Una línea de doscientos hombres viró a la derecha persiguiéndolos, una estruendosa horda. Demasiado rápidos para los mortales que huían, a pesar de ser menos pesados.

Los últimos de aquellos que se batían en retirada fueron obligados a contraatacar. Esquivaban y arremetían, moviéndose con la misma agilidad que Saric viera en Roland una semana antes. Mortíferos y certeros, como si vieran venir cada ataque. Los sangrenegras comenzaban a caer, solo para ser reemplazados por más, una interminable ola negra.

Diez mortales cayeron, luego treinta. La línea del norte estaba en plena retirada.

Subió humo hacia el cielo a lo largo del flanco occidental. La tierra se puso en llamas, incendiada por los arqueros a fin de cubrir su retirada hacia el oeste. El fuego lamía el aire, deteniendo a la caballería. Un total de dos tercios de los mil caballos había caído debido a los enjambres mortales de flechas, y los que quedaban no podían pasar a causa de las llamas que rugían desde lo que solamente podían ser trincheras llenas de combustible.

El enemigo había aguijoneado antes de salir en plena retirada.

El príncipe nómada había demostrado ser un estratega respetable en su primer golpe, pero Saric conocía ahora cuántos eran en realidad. Habían aparecido menos de doscientos. Aun con los arqueros en el oeste, sus cantidades no podían ser más de dos mil. Si tuvieran más los habrían usado en este primer ataque.

Ahora Saric haría valer su martillo. No huiría ninguno. La división que había enviado al oeste en una maniobra de flanqueo descendería muy pronto a la meseta, y sus cantidades resultarían abrumadoras a corta distancia. Hoy, como en generaciones anteriores, el desgaste sería la perdición de los nómadas.

Feyn bien pudo haberse liberado y haber conducido a Saric a una trampa, pero para el final del día, él se alzaría en pie sobre el cuerpo de ella… como soberano.

Y entonces cazaría al muchacho y le drenaría su preciosa sangre.

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