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Hacia una matemática comprensible

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Hacia una matemática comprensible

 

 

 

Azul espléndido, el sol brillaba, las gaviotas hacían cabriolas, y un señor cayó desde las rocas al océano. En la caída golpeó un tobillo contra un saliente de granito, cemento y calcárea, con tan mala suerte que, al zambullirse, tenía el señor la mitad del cuerpo paralizado y no podía nadar. Como una enorme bolsa de sandías, fue descendiendo suavemente hacia el fondo. “Vaya”, pensó. “Esto no va bien.” Una señora rubia que había estado paseando por el caminito sobre las rocas, recogiendo pinaza, vio la caída del hombre.

Al ver que éste no emergía, empezó a gritar.

Llegó el helicóptero. Sacaron al hombre, que estaba azul y gris, y ejercitando ciertas maniobras sobre el pecho y la traquea, lograron reanimarlo. El hombre escupió agua salada y tosió y miró alrededor.

-¿Dónde estoy? –dijo.

Había perdido la memoria.

Físicamente estaba bien, pero no lograba recordar nada. Era como si hubiera nacido en ese momento, en la arena de la playa, junto a un helicóptero y un montón de chicos del servicio de urgencia.

-Ha caído desde las rocas –dijo la señora rubia. El hombre reparó en la bolsa de plástico, llena de pinaza, que ésta aferraba.

-¿Lleva pinaza usted en esa bolsa, señora?

La señora, sorprendida, respondió:

-Así es.

-Oh... ¿y puedo preguntarle por qué?

La señora miró alrededor, con un gesto dubitativo. ¿No era acaso más importante reconstruir la escena, ayudar a recordar cosas al señor? Con un suave movimiento de las manos uno de los chicos del servicio de urgencia, alto y pelirrojo, la alentó a continuar. Es de difícil predecir qué camino va a llevar un hombre que ha perdido la memoria. Lo mejor es siempre seguir su corriente.

-Colecto pinaza, señor mío. Es una de mis aficiones estivales.

-Qué maravilloso... –masculló el hombre-. Colecta pinaza. –añadió, y estirando de la toalla en la que estaba envuelto, apretándose, preguntó - ¿Y qué otras aficiones estivales tiene, mi querida señora?

La señora se sonrojó levemente.

-Bueno, recojo minúsculas piedras de colores en las playas. Las clasifico y lleno recipientes de cristal con ellas. Tengo cinco recipientes llenos. Ahora lleno el sexto.

El señor reflexionó.

-Lleva unos veinte estíos con esa práctica recolectora, ¿sí?

La señora se mostró nuevamente sorprendida. Y nuevamente respondió:

-Así es.

-Oh, qué maravillosa práctica, mi querida seño..

De pronto, el hombre contrajo los labios y arqueó las cejas: era el rostro del que acaba de ver un espectro desayunando en la cocina de casa y transluciendo los fluidos.

-¿Dónde estoy? –dijo.

Y abriendo mucho los ojos, confundido, pálido, añadió:

-¿Quién soy?

Y así, se desmayó.

 

Era una casa de dos pisos, húmeda, encalada, con un gran jardín salvaje y un balancín. Se accedía desde el caminito sobre las rocas. Ese camino serpentea de playa en playa, siguiendo la línea de la costa. Probablemente algún tipo en el ministerio correspondiente lo tiene clasificado y cartografiado, pero para los que por allí pasaban, aquel paseo era lo más cercano a un  desprendimiento total de la civilización conocida: pinos a un lado, rocas al otro, océano por todas partes y cielo absoluto alrededor.

Sobre la gran mesa de madera, la señora había vertido la bolsa de pinaza y ahora la pinaza estaba esparcida por ahí. Era una simple cuestión de probabilidad. Antes o después encontraría la inscripción. Desde luego era un proceso farragoso y bien podría volver loco al más cuerdo de los hombres. Sin embargo, la señora estaba altamente estimulada por la compensación que, suponía, recibiría cuando hallase la inscripción. Nadie en su sano juicio comprobaría una a una todas las pequeñas agujas de cada juego de pinaza sino tuviera un motivo superior para ello. La lupa magnificaba de tal modo que podía ver las pequeñas grietas que resquebrajaban, en nivel microscópico, cada aguja seca.

Antes o después la encontraría. Había sucedido una vez. Tenía que volver a suceder.

A buen recaudo guardaba la aguja con la primera inscripción. La encontró su abuela, en ese mismo camino, muchos, muchos años antes. Nada encontró su madre. La señora tenía paciencia, y ciertamente, mucho tesón. La aguja no iba a llegar flotando en una corriente de aire hasta su terraza. O quizás sí. En cualquier caso, tenía seguro que debía comprobar absolutamente todas las agujas: era una mera cuestión de probabilidad. Nada más. Se levantó, se sirvió una taza de té helado y volvió a la mesa de trabajo. En la radio sonaban sinfonías de Sibelius.

Pasó la tarde desechando pinaza.

Al caer la noche, tranquilamente sentada en la terraza y escuchando el suave murmullo del mar y las estrellas que tintineaban, la señora decidió que por la mañana pasaría a visitar al hombre sin memoria, y de vuelta cogería más pinaza. Tal vez le llevase alguna piedra de la playa. Parecía un buen hombre aquel hombre. La casa desprendía, naturalmente, un envolvente olor a pino y humedad.    

-¿Era yo una persona locuaz o solía estar silente?

Estaba el señor sin memoria de pie junto a la ventana, donde la luz era fuerte y blanca limón. Hablaba solo, al aire. La habitación estaba llena de flores que, sin embargo, no desprendían fragancia embriagadora alguna puesto que eran de plástico, tela y trapo. Si a algo olían, era a plástico, tela, y trapo.

-No tengo alianza en los dedos, de modo que no debo tener familia. O al menos, no tengo una familia que haya yo generado por mi cuenta. ¿Cuál era mi entourage? ¿Qué debían pensar de mí? ¿Me amaban?

Las flores de plástico son un extraño interlocutor. Escuchan, se mecen y nunca dicen nada, no dan consejos, no opinan, tan solo escuchan y nunca dicen nada.

-Pero, si bien recuerdo el significado de una alianza, o del concepto del matrimonio, ¿es posible que haya olvidado otras cosas? ¿Qué cosas son esas? Y sobre todo ¿cómo puedo saber qué cosas he olvidado? Oh, qué terrible incertidumbre.

-Hola –dijo alguien.

Se volvió sobre si mismo. Bajo el quicio, donde en letras negras en un cartel blanco se leía “Paz y Reposo”, estaba la señora rubia del día anterior. La de las bolsas de pinaza y las piedras de la playa.

-He venido a ver qué tal se encontraba, señor –dijo.

-Oh –dijo el hombre -. La señora recolectora, ¡cuánta amabilidad!

-Le he traído algo, señor.

El hombre sin recuerdos sonrió.

-¿De veras? ¿Y qué cosa ha traído?

-Bueno. Una piedra de la playa –dijo la señora, y del bolso sacó y le extendió al hombre una pequeña caja de color marrón.

El hombre la abrió y allá estaba, una piedra aguada en varios colores. Maravillosa y perfecta en su simetría.

-Qué hermoso presente, señora. Muchas gracias.

-De nada.

El hombre se quedo ahí parado, con la cajita marrón en la mano y sin decir más. Sin recuerdos y sin nada más que palabras por dentro...

La señora rubia dijo:

-¿Qué tal está su memoria, señor? ¿Mejora?

El hombre sonrió y con un gesto invitó a la señora a sentarse en la butaca de cuero que había junto a la alta cama de hospital. Había pocas cosas allí aparte de flores de plástico, la butaca, la cama y unas cortinas descorridas.

-Lo cierto es que no. Por el momento, ni siquiera sé cómo me llamo.

-Vaya.

-¿Curioso, verdad?

-Desde luego, señor mío.

-Y bastante molesto, ciertamente.

La señora se recogió la falda suavemente, y extrajo del bolso un abanico con el que empezó a ventearse aire. Su melena rubia ondeaba.

-¿Hay algo que yo pueda hacer por usted, señor?

-Oh. Lo cierto es que me gustaría creer que sí, pero lo ignoro.

-¿Qué le han dicho los médicos?

-Esos hombres no miran por mi memoria. Dicen que estoy bien, que mi cuerpo está bien –el hombre se miró el cuerpo, cubierto por la bata de hospital, acariciando el bordado en el pecho donde se leía “Paz y Reposo” bajo el cual palpitaba sano y robusto su corazón -. Dicen que, poco a poco, mi memoria irá emergiendo, como bultos de un naufragio saliendo a la superficie, y lentamente todo volverá a re-ubicarse por dentro.

-Vaya.

-Pero no logro adivinar dónde ha podido ir mi identidad.

-Tal vez esté bloqueada en algún recoveco del cerebro, señor.

-Tal vez. Varada en un pliegue. Es posible.

-Tengo una idea.

-Anegada en alguna falla.

-¿Por qué no volvemos al lugar donde todo se produjo? Tal vez provoque alguna reacción en su psicología. Terapia de choque, o como se llame.

El hombre reflexionó. No le era sencillo reflexionar de forma natural: ¿y si estaba pasando algo por alto? ¿No debía estar también afectado su sistema de pensamiento, sus conclusiones, sus motivaciones, debido a la pérdida de memoria? ¿De qué manera se conforman los recuerdos y la memoria entera? Oh, vaya. Había tanto por saber, tanto qué ignoraba. Por ejemplo, no había olvidado que los pomos de las puertas son mecanismos sencillos que traban o liberan las hojas de las puertas del marco al que están unidas mediante un simple gesto de torsión. Eso lo sabía. Y sabía qué era y cómo, en mayor o menos medida, funcionaba la televisión o la radio. Aunque ese conocimiento podía ser debido a... Un momento. Tenía que pensar, pero después. Dio unos pasos por la habitación y concluyó de vuelta en la ventana, donde la luz aún era fuerte y limón, contemplando la vista desde allí. Un mosaico de tejados descendía hacia el océano que brillaba alterado en una gran constelación de reflejos plateados.

-De acuerdo –dijo al fin.

-Le traeré ropa mañana y saldremos de aquí.

Así, la señora abandonó la habitación y el hospital, y de vuelta recogió un montón de pinaza que después desechó, una a una, a lo largo de la tarde.

 

A la mañana siguiente, recién despuntando el sol sobre el océano, la señora rubia apareció de nuevo en el hospital. Le entregó al hombre una bolsa llena de ropa de caballero cuidadosamente plegada. El hombre entró en el baño y se vistió.

Luego, salió, abotonándose la camisa.

-Creo que no me gustaban los pantalones de bolsillo francés, demasiado estrechos. ¿O es algo que no me gusta ahora? ¡Oh, vaya! ¡Qué contrariedad!

La señora, de pie en el centro de la habitación, con falda blanca y sombrero de paja, miraba a su nuevo amigo sin memoria y sonreía. Era un buen hombre aquel hombre, tan atribulado sin sus recuerdos.

-¿Cómo determinar la personalidad de una persona, mi querida señora? Si bien no nacemos exactamente como una tabla rasa, nacemos como un folio en blanco, con los renglones regulados por nuestra genética, y creo que son en gran medida las vivencias y experiencias los elementos principales que influyen en la formación de nuestro carácter particular y único. ¿Qué clase de persona era yo? ¡Qué incertidumbre irritante! 

-Yo no puedo saberlo todavía, señor mío, qué clase de persona era, aunque tengo alguna idea que voy a compartir con usted –extrajo el abanico del bolso y empezó a ventarse -. Creo que es usted un hombre honesto y tenaz. Creo que quizás tiene los modos de los científicos, o de los filósofos, “cada problema tiene una solución, bla-bla-bla...” dirían éstos y creo que de ese mismo modo opera usted su cerebro y creo que es usted un hombre sincero y esta confusión, si me permite, resulta atractiva y, le gustasen o no le gustasen, los pantalones de bolsillo francés, debo decir que en cualquier caso, señor mío, éstos le sientan de maravilla...

El hombre la había estado escuchando, y miró a la señora directamente a los ojos y sonrió. No se sonrojó. Después torció el gesto hacia serio y no dijo nada. Pensó la señora en el primer momento que su amigo no iba a decir nada, y pensó luego que quizás hubiera activado algún resorte en su memoria, rememorando a su esposa o sus hijos, en caso de tener tal cosa. No fue así, o al menos eso parecía, puesto que el hombre sin memoria, que había estado esperando que su cuerpo y su cerebro convergieran para dar una respuesta a la sentencia de la señora, finalmente dijo:

-Gracias, o lo que sea pertinente.

-De nada, señor mío.

Sonrieron.

-¿Vamos entonces?

 

El sol brillaba a media altura sobre el suelo y el océano. Enfilaban por la avenida junto a la playa y siguieron más allá. El hombre parecía desenvolverse sin problema, todo y nada le llamaba la atención. Parecía feliz, lleno de curiosidad, como un niño grande.

-Esto es intrigante –dijo de pronto.

-¿El qué, señor mío?

-Nada de todo esto que vemos me sorprende, nada me asusta, y sin embargo hay cosas alrededor cuya naturaleza ignoro por completo. Al tiempo, aunque las desconozca, entiendo que están cumpliendo una función que nos resulta a todos necesaria y no hostil. Es decir: no soy como el hombre que hubiera viajado de pronto a través del tiempo desde el pasado. Ese hombre no podría asumir los resultados del progreso entre el momento histórico al que perteneciera y el actual. Moriría de un terrible impacto cultural. Yo no. Yo sé abrir puertas con pomo, sé qué es la radio y la televisión, sé qué es el matrimonio y sus implicaciones en la actualidad, la ropa, las toallas, las antenas, casi todo lo que veo lo conozco, pero a la vez hay cosas que no recuerdo, ¡cosas que no sé! No logro desenmarañar este terrible enigma, mi querida señora: ¿por qué me sucede esto? ¿Por qué sé que eso de ahí es un coche y sin embargo no sé qué es eso otro que hay allá?

Señaló en dirección a la rotonda. En ese momento un trolebús se incorporaba al giro. Los cristales despuntaron al sol. Tenía dos carteles rectangulares publicitando una marca de cerveza, adosados al costado, bajo las ventanillas.

-Eso es un trolebús.

-¿Trolebús? ¿Tro-le-bús? ¡Qué hórrido nombre!

-Funciona como un autobús... –hizo una pausa, y con un gesto interrogó al hombre con una sonrisa, y al asentir el hombre, ella siguió: -, y un tranvía a la vez. ¿Un tranvía?

-No, no tengo conocimiento. Pero deduzco que debe ser otro útil de transporte masivo, operado por corriente eléctrica en este caso, puesto que veo las características comunes entre este llamado trolebús y las que conozco del autobús, de modo que aíslo el elemento discordante, los filamentos que unen a este llamado trolebús con el tendido de aspecto eléctrico que discurre sobre él como elemento esencial para su avance, y deduzco así que ese artefacto llamado tranvía es un útil de transporte accionado por impulsos de corriente eléctrica. ¿Está bien o me equivoco?

-Muy bien, señor mío.

-Excelente.   

Entraron en la arena que ardía y siguieron hacia las rocas. Los bañistas comenzaban sus tediosas actividades matinales, como una jaculatoria al descanso. Sombrillas insertadas en la arena por aquí, fiambreras por allá, toallas, radios.

Subieron entre las rocas hacia el caminito. Había mucha pinaza por allí.

-Señora... –dijo el hombre entonces-. Creo que he sido terriblemente descortés con usted, todo el tiempo hablando de mí y mi actual estado de carencias. ¿Sería usted tan amable de disculparme? Si supiera mi nombre, se lo diría. Hablemos de usted, mi querida señora. Estaría encantado de saber más de usted.

Fue el calor o la señora se ruborizó.    

Caminaban mirando alternativamente al suelo, cielo y océano. Instintivamente la señora se agachó y recogió un puñado de pinaza.

-No le diré mi nombre –dijo, esbozando un sonrisa. Se sacó el sombrero y depositó el puñado de pinaza en el interior -. Me siento encantada; de algún modo atrapada por el misterio de esta situación. Yo no sé quién es usted y usted no sabe quién soy yo y aquí estamos, en busca de su identidad. Y quizás también en busca de la mía, que se está viendo por seguro modificada.

-Este extraño velo alrededor, mi querida señora, debo reconocer que también resulta sugerente para mí. Un espacio íntimo. Sin embargo usted sabe de su pasado mientras yo ignoro tanto el suyo como el mío propio...

-Cierto. 

-...pero no me importa: me encuentro bien, y me gustaría decir que me encuentro mejor que antes, pero es imposible de saber –hizo una pausa y sonrió. Prosiguió: -Y, mi querida señora, me siento honrado por esa modificación de su identidad que acaba de sugerir, de algún modo relacionada con nuestra pequeña aventura. Me siento halagado, y ciertamente conmovi... ¡Oh, vaya! ¡Ya estoy hablando de mi otra vez!

La señora rió y entonces cogió al hombre de la mano. De algún modo, el mundo alrededor pareció detenerse. Y con él, ellos. Se pararon en mitad del camino: dos figuras maduras al sol, mirándose. La brisa cálida mecía las copas de los pinos. Surgió ahí. ¿Es el amor un impulso químico? Debe serlo en tanto en cuanto no atiende a saltos temporales, posesiones o conocimientos. Siguieron por el caminito y después bajaron hacia el saliente de rocas. Desde ahí había caído el hombre. El sol brillaba y el océano también.

No era más que una anotación al margen en una página de un viejo tratado botánico del siglo XVIII: el siglo por excelencia de los tratados en un tiempo en que las ciencias comenzaban a desenmarañarse las unas de las otras, adquiriendo metodologías propias y contenidos específicos en sí mismas. Bajo un título simple para la época, Descrptio Naturae Signum Explanis: plantae, florisque arboris, se encontraba el conjunto de unas de las mejores y más depuradas páginas de botánica de todos los tiempos. La precisión descriptiva de las láminas y las brillantes observaciones y deducciones expuestas hacían del Descriptio Naturae una obra de referencia en cualquier caso, algo así como la Déscription de l’Egypte ordenada por Napoleón, para los egiptólogos del mundo. Si bien el tratado era anónimo, algunos teóricos y expertos sostenían que se trataba de un texto elaborado a cuatro manos por dos eminencias naturalistas del Instituto Estuardo de Ciencias Naturales que habían preferido mantenerse en el anonimato en un tiempo en el que aún se creía que el mundo había aparecido, había sido creado, el 23 de octubre del 4400 aC a las diez y media de la mañana, según los cálculos de un tal Lightfoot, basados en quién sabe qué historia de la Humanidad. Esa presión moral de esos ciertos sectores les indujo a mantenerse a la sombra sin renunciar a difundir sus conocimientos. Fue pasando lentamente el siglo XIX, con los incendios de las guerras y las constituciones, las repúblicas, las unificaciones, la carrera militar, las colonias, la nueva literatura y la nueva ciencia creciente. Numerosas copias del tratado corrían por todas las grandes universidades europeas en las últimas primaveras del siglo. Así, a principios del siglo XX un copia del Descriptio Naturae cayó, por azares de la vida, en manos de una joven estudiante, de grandes ojos marrones y melena rubia, siempre recogida en un moño excepto en privado y en verano, que por aquel entonces no era abuela ni era madre, sino la única estudiante femenina de la Facultad de Ciencias Exactas en su ciudad.

La joven, con la fuerza y hambre de conocimiento conferida, como una mano impulsora misteriosa y divina en los pasillos, bancos y aulas de la facultad, cuanto más sabemos más queremos saber, se había volcado en el estudio de ese tratado, en los días libres de aquellas vacaciones de abril de 1906. Y siguió estudiando en adelante, en los ratos libres, al acabar las clases, en la gran biblioteca y bajo luz de gas.

Existen en la Naturaleza unos números armónicos y una partícula llamada por algunos cursis, partícula de la belleza por el patrón sorprendentemente equilibrado que presenta. Aparece, por ejemplo, en relación constante entre las dos mayores pirámides de Gizeh, Keops y Kefrén, de un modo peculiar puesto que la diferencia matemática entre ambas es exactamente la misma diferencia que vincula a nuestra estrella Sol con Sirio A, la estrella más próxima a nuestro sistema y a la vez más parecida al Sol. La joven estudiante no miraba a las estrellas, pero estaba buscando esas relaciones entre la Naturaleza terrestre y la Matemática, y comenzaba a asumir conclusiones ciertamente llamativas. Ese patrón, esa partícula 1’6 se repetía una y otra vez y le parecía casi la auténtica naturaleza de Dios, consideración que le hacía sonreír y ajustarse las gafitas. Entonces, una mañana de junio de 1906, por azares de la vida nuevamente, reparó en una anotación al margen.

 

¿Existe un lenguaje Natural? 

¿Pretende el Mundo Vegetal comunicarse con los hombres?

 

No era más que eso. Una apariencia. Una simple reflexión en el margen de un folio del capítulo Pineus, dedicado a los pinos. Un lenguaje Natural, ¡qué cosa! Si los hombres percibimos el Mundo Vegetal y lo conocemos, somos seres vivos como ellos, ¿podrían ellos tener conciencia de nosotros? ¿Podrían estar intentando comunicarse con nosotros? Habitamos la misma tierra y el mismo mundo. Parece existir cierto modelo de comunicación entre nosotros y los animales, ¿por qué no podría darse lo mismo entre nosotros y las plantas? ¿Por qué no? Santo Tomás venía a decir que no hay cosas que contradigan a la Naturaleza, sino cosas que nuestras leyes no pueden encajar en la Naturaleza que nosotros hemos descrito. Estamos siempre en el camino adelante y debemos mantener la mente abierta. Eso es. Oh, claro. ¡Eso es! Todos somos matemática, se decía la joven estudiante. Todos pertenecemos al mismo lenguaje esencial, ¡todos hablamos lo mismo! Le parecía plausible. Ciertamente, le parecía incluso posible, y al poco le parecía evidente. Llegado el verano de 1906 que iba desplegándose cálido y aromático por las costas mediterráneas, la joven estudiante comenzó meticulosamente a recoger agujas de pino para examinarlas bajo lupa de magnificación posteriormente. ¿Por qué agujas de pino? El tratado daba una pequeña clave que permanecía inexplorada. En el anexo de aquel capítulo Pineus se referenciaba una extraña anomalía que los científicos habían hallado en una aguja de pino mediterráneo y a la cual no le conferían mayor relevancia. Decían que las grietas habituales que siegan la cobertura vegetal de la aguja, la corteza, habían aparecido en ese único caso revelando una curiosa formación. Incluían la transcripción de aquella curiosa formación y, ¡válgame Dios! recordaba enormemente (aunque eso lo había observado sólo la joven estudiante, puesto que les hubiera sido simplemente imposible a los autores del tratado hacerlo al no haber sido todavía descubierta) a la Escritura Lineal A. Esta escritura permanecía aún indescifrada (y de hecho aún hoy en día lo está) y se suponía propia de los pueblos micénicos, del año 1500 a.C.

Esa coincidencia sorprendió, naturalmente, a la joven estudiante. ¿Podrían aquellos pueblos conocer ese lenguaje Natural? O ¿no era aquello una prueba de que tal lenguaje existía? Parecía la inscripción realmente expresar una secuencia lógica, de algún modo generada de forma inteligente. Era difícil creer que fuera un mera cuestión de azar. Aún así, se reservó ciertas dudas mientras perpetró su recolección de pinaza.

Era la joven perfectamente consciente de la impensable relación de probabilidades a la que se enfrentaba, pero aún así, decidió confiar en la suerte porque, en verdad, ignoraba cuántas agujas podían tener tal inscripción. El cálculo era, sin más, imposible de realizar. Recolectó y recolectó, se casó y tuvo una niña y siguió recolectando, hubo guerras y nuevas repúblicas, dictaduras, y recolectaba y recolectaba. Con tesón recolectando verano a verano llegó finalmente la recompensa. En el verano de 1932, halló la aguja. Allá estaba: una inscripción, perfecta, formada en las grietas de la corteza. El sol de atardecer de agosto entraba por los ventanales. De pronto sintió que desde el exterior, los árboles le sonreían, le animaban a seguir investigando. Copió la inscripción y guardó la aguja a buen recaudo. Eran frases diferentes, pero con caracteres comunes. Habían aparecido en un lapso de 150 años. ¿Qué podía hacer? Sólo seguir recolectando. Y cuando su hija fue adulta, la introdujo en esa búsqueda de fundamentos hacia la teoría quizás más maravillosa y relevante de todos los tiempos. Y cuando ésta fue adulta, y sin haber hallado nada, introdujo a su hija, la hoy en día señora rubia, en esos mismos principios. Así hasta el día de hoy. Y esa era, a grandes trazos, la historia.   

-Qué aventura fascinante, mi querida señora. Qué aventura fascinante...

-Me alegro de habérsela explicado, señor mío –comentó la señora.

-Y yo que lo haya hecho, sin lugar a dudas.

El océano levantaba olas embravecidas contra las rocas que rompían en espuma blanca e intensos aromas de sal y salitre. Se sentaron en las rocas. El viento soplaba.

El hombre miraba el oleaje y reflexionaba. Quizás todo lo que sabía sobre el mundo procedía de un Inconsciente Colectivo, algo, como una bolsa de conocimiento, que todos los nacidos en el mismo Tiempo compartirían sin saberlo, sin ser conscientes de ello. Un niño al crecer no se horroriza frente a los relojes digitales o los coches: sabe qué eso son cosas que pertenecen, normalmente, al mundo. A su mundo. A su tiempo. Si eso era así, la verdad para é se abría aún más cruda: ignoraba efectivamente todo lo relativo a su propio pasado, aunque podía vivir integrado normalmente en su entorno gracias a esa esclusa del Inconsciente. ¿Qué podía hacer? Se miró el cuerpo. Sabía que el sol quemaba la piel y que el frío podía matar a la gente. El cuerpo. El cuerpo podía tener respuestas escritas de algún modo, pero había que encontrar el lenguaje. Lenguaje. ¿Quedará memoria del hombre que yo era en mi cuerpo o mi cuerpo no es más que cuerpo? ¿Dónde existe la identidad? ¿En el cerebro? Si somos en gran medida las vivencias que a la espalda cargamos, ¿qué probabilidad existe de regenerar esas vivencias, con la cadencia e intensidad en que fueron vividas? Una entre infinitas; el cálculo es fútil. Es semejante, inimaginablemente precisa, cadena de acontecimientos del todo y por completo irreproducible, imposible de reconstruir. Sería más fácil obtener por mero azar y combinatoria el cuerpo viviente de una actriz famosa a partir de un cubo de vísceras sanguinolentas que reconstruir todos los elementos, vinculados entre ellos tal y como estuvieron, que forman la identidad. ¿Podría el cuerpo memorizar nuestras vivencias de algún modo, actuando como una especie de biblioteca biológica? Oh, por favor. ¡Qué horror! ¡Qué horror, válgame!

La señora rubia lo miraba.

Estaban ambos sometidos al mismo severo rigor de la probabilidad matemática, ambos vivían inclinados sobre el mismo eje. El hombre suspiró, exasperado. ¿Qué debía estar el hombre haciendo en las rocas cuando cayó al agua? ¿Qué hombre pasado los cincuenta años saltaría desde esa altura? Por allí no había nada, salvo agua muerta y verde, estancada en las porosidades. No había nada allí, salvo aguas muertas y... Agujas de pinaza.

No. No era posible. ¿Qué relación de probabilidad había? Dos personas buscando agujas de pinaza por el mismo motivo en la misma parte del mundo. Imposible. O casi. Casi. Pero esa probabilidad quizás era mayor que la de hallar agujas con la inscripción, pero, ¡válgame! ¡No podía ser!

-Le ayudaré con la recolección, mi querida señora –dijo el hombre de pronto -. De algún modo creo que su causa y la mía son la misma... Ambos somos Historia viva.

El océano oscilaba embravecido. El hombre sin memoria se incorporó, quedándose de pie en el filo de las rocas. La señora no respondía. Tenemos los hombres una memoria histórica, en los restos y en el cuerpo, en la mente.

Tenemos el arma más poderosa. La imaginación. Estaba de pie, recortándose al sol y el océano rugía embravecido y ella lo observaba. Amaba a ese hombre, y no sabía quién era. Vivimos en la leyes de la probabilidad. Las gaviotas hacían cabriolas, el viento soplaba.

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