Miss

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Perímetro

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Perímetro  

 

 

 

1

Zinea llega tarde y andando porque ha roto el radiador en la cuesta, ha dejado el coche al sol y ha subido el resto del tramo a pie. Ahora, envuelta en la bruma de mediodía, aparece despuntando como un rayo sobre el desnivel de la carretera, según se ve desde el porche donde Mi está sentada y espera, batiendo un abanico. Alto en el cielo, tras Zinea, planea un grupo de pájaros negros en formación. Huele a arena. Lentamente, su hermana se acerca.

A media distancia, levanta la mano y saluda:

-Mi, hola –y se detiene. Se sacude el polvo de las perneras y la chaqueta a palmetazos, y casca contra el suelo las botas que asoman bajo los tejanos. Dos pequeñas nubes de polvo se elevan desde sus talones.

-Zinea, ¿y el coche?

-Abajo. A media cuesta.

-¿Al sol?

-¿Tú que crees, Miranda? –sonríe-. ... El radiador.

La formación de pájaros ha desaparecido en el lapso, y la vista de Miranda ahora va sobrevolando sobre la caída de la carretera, colina abajo, entre el cielo y el mundo, planeando. A cada lado, las dos sierras se levantan, parduscas, rojizas, amarillas, y hay pequeños núcleos de pinos por las lomas. Arena y rocas. Y abajo, por la grieta, serpentea la línea brillante del río, río Espejo. Sobre todo ello, el cielo absolutamente inmenso y azul.

Mi es delgada y sus líneas de expresión están marcadas con la finura del melocotón. El pelo que cae suelto recorta su rostro y sus ojos, como plazas de toros vistas desde el cielo. Deseo contenido. Objetos bañados en la luz.

Se levanta de pronto y se encamina hacia el cobertizo.

Sopla el viento caliente. Zinea está aproximándose al porche por el camino. Mi sale en dirección al cobertizo, que se encuentra trastabillado en el margen de esta zona delantera de la casa. Mi se acerca y abre la puerta de una patada,  y es engullida,  estomacal, hacia el interior del cobertizo. Coge una lata vacía y con la manguera la llena de agua. Un chapoteo metálico. Concluye la tarea y vuelve al exterior.  Pleno sol.

Zinea alcanza ahora los escalones del porche, entrando en la franja de sombra del porche.

Mi avanza hacia la carretera y levanta con las sandalias polvo a su paso. Llega al asfalto que, irregular en esa zona, es el tanto el final como el inicio de la carretera, y parece una rara lengua. 

Zinea accede al interior de la casa. Agradece la sombría atmósfera del recibidor. Pasado el pasillo, se abre a derecha el salón inundado en luz solar. Las cortinas están corridas y oscilan en la brisa ardiente. La tele está encendida y sin volumen. Avanza por el pasillo directa a la escalera y, crujiendo algún escalón, acompañada por el repicar del reloj en el hueco de la escalera, sube a la planta de arriba. La luz cristalina y amarilla incidiendo por los ventanales del techo dos-aguas. El sonido de sus pasos absorbido por la moqueta. Al final del pasillo, su habitación. Entra... Asombradas e ilimitadas por la penumbra de esta estancia, se esparcen sobre la enorme cama varias dunas formadas por su propia ropa. De pie ante la cama, Zinea se inclina y se libera de sus botas, dejándolas caer al suelo y casi simultáneamente suelta los botones de los vaqueros, quitándose por la cabeza la camiseta empapada. Deja resbalar muslos abajo los vaqueros al suelo y sale de ellos, hacia la ducha, desprendiéndose por el camino de la ropa interior y canturrea y así será, ella camina estas colinas, en un largo velo negro, y visita mi tumba, cuando los vientos nocturnos soplan, nadie sabe, nadie ve, nadie sabe, excepto yo..., y el agua empieza manar y continua con ello entrando bajo el chorro y cambia de canción al frotar la piel y sigue tarareando y la mente se enfría aliviada y con ella las venas, que se hinchan, y el pulso que progresivamente se vuelve más pausado y rítmico.

Esa mujer azul. 

 

2

El líquido en la lata chapotea al ritmo de las sandalias y el paso de Mi. Cuando iba al colegio le enseñaron canciones, sobre cosas, sobre números y sobre arañas, sobre coches y trenes, aprendió canciones en los patios, himnos también, y ahora afina, afina una canción sobre cosas, una espiritualidad Alicia en el País de las Maravillas, una que le trae recuerdos de luminosos atardeceres del sábado, caracoles, hierba quemada y piedras, y así, deslizando, su tarareo como el cimbreo de un piano, avanza carretera abajo y en cierta forma como la mujer que baja desde casa al baile de verano al atardecer, o más atrás, antes, cuando bajaban a pescar. La joven Mi baja sola a pescar al río. Shhh. Zinea no ha querido finalmente acompañarla. Shhh. Clase, clase, por favor, shhh.. Muy bien, escuchadme todos, os voy a contar un historia, ¿de acuerdo? Shhh. ¡Ludo, santo cielo! ¿Quieres dejar eso? Vamos, cielo... Venid todos...Sentaos por aquí, Olga, amor, ya te ocuparás de eso luego, Ludo tú aquí conmigo, muy bien, y Clara, cielo, ven aquí también, cariño... Bien. Todos juntos. Muy bien. Esta que os voy a contar es la historia de la joven Mi que fue a pescar al río... Mi tenía un cesto y una caña y una hermana malvada que siempre la intentaba fastidiar. Mi gustaba de tocar el banjo en el porche y bajo las estrellas, canciones sobre satélites y luces y praderas, versos sobre granjas y noches en los claros, pero su hermana detestaba eso y no hacía otra cosa que beber y encender repetidamente el motor de su motocicleta. Mi canturreaba, pero al final, oyendo a su hermana destrozar botellines en el interior del garaje, el motor rugiendo, acababa por callar y subía a su habitación. Una mañana, su hermana volvió de muy mal humor de un viaje al pueblo y tal y cómo ella llegó, Mi decidió ir a pescar, para aprovechar aquella mañana de jueves, no oír las tonterías de su hermana y pasar a gusto la mañana. Podría hacer a mediodía los pescados a la brasa. Bajó al río canturreando. Eligió un lugar abierto bajo el cielo y lanzó el anzuelo. Las aguas corrían oscuras bajo el sol. En el momento en el que sintió el primer tirón, el río se volvió claro de pronto, y unas nubes blancas y atómicas cruzaron el cielo y bloquearon la incidencia del sol... Aterrorizada, en la limpia sub-corriente, Mi vio pasando de pronto horribles pedazos de huesos y manos, caras, trozos, pechos, cuellos, piernas de hombres, ojos, dedos, pelo, flotando los trozos revueltos río abajo, y entre los despojos, largos peces coleaban... Y atravesado por su anzuelo se retorcía un corazón... ¡Ah, por Dios, Ludo! ¿Dejarás eso de una vez...?Así, gracias... Bien. Niños, ¿qué os parece, qué ha pasado?¿Olga? Una guerra... Podría ser, sí. ¡Ah, los peces han comido a esos hombres! Hem... ¡Buena idea! Muy bien, Cristina, eres un sol... ¿Pablo? ¿Louis? Vamos, hijos... ¿Helden?¿Bárbara? Decid algo... El anzuelo por supuesto. ¿Y ese corazón? ¡Claro, claro! Así es... O eso parece. Allí está. Ese destello es del coche. Medio kilómetro más y lo tendrá. El cielo brilla en plenitud y su azul no tiene matiz.

 

3

El andar de esa mujer había tenido a Zinea en vilo. Ojalá te hubiera conocido antes, ojalá te conociera en modo absoluto: eso pensó. Como un golpe de fusta o fuego. Un temblor de triángulo, un brillo en el pensamiento. Quizás una recién llegada al parador, muy elevada, alto servicio... No. No encajaba. Tan enigmática era.

Lejana.

Como una estrella del cielo.

La había visto por vez primera bajando de aquella furgoneta azul, azul rayo, Mercedes Benz, frente a la oficina del Banco Halifax en la avenida mayor.

Aguas Calientes se asentaba en un desértico plano, a pleno sol eterno del sur, irrigado adecuadamente por el Espejo, de forma que cierta agricultura de secano podía reproducirse, pero en forma general el pueblo, vivía de la administración de sus recursos minerales, un sector, y los alquileres y suministro de la ciudad universitaria de la Estatal de Cercana.

Bien podía ser la mujer de un profesor. Curiosa, tal vez excéntrica, intelectual de ciudad de pronto movida a los páramos desérticos. Sin nada que hacer, arraigándose tal vez para proseguir el proyecto que traía, amaba cosas intrincadas, residiendo en el interior de su enorme casa de alquiler.

El agua cae.

Resbalando claramente por el pelo de Zinea, y su barbilla y sus rodillas y sus pies. Desestimando todo el cansancio, logrando descanso. 

¿Qué proyecto, esa mujer? Física, sexo, libros, traer los muertos al mundo de los vivos... Se engancha como cometa a la mezcla de ideas, llevándola. En su mente la secuencia de la mujer cubriendo la sección de la acera, desde la furgoneta a la puerta del Banco. Andares de esa mujer, y su negra pamela, apenas mecida en su paso y la falda corta negra y el chaleco negro abotonado. Los brazos al descubierto, musculados, los pechos tan prietos, dos colinas redondeadas y morenas, sobre el pico del chaleco, y el último botón, y qué las largas piernas fibrosas y bronceadas, los zapatos negros de tacón... A mediodía, saliendo de una furgoneta Merecedes Benz azul y yendo a la oficina del Banco Halifax. Sus tacones repicando sobre el asfalto ardiente. La luz como sirope y miel. El agua cae, los músculos ceden.

Extraña-estelar.

Con dedo índice y corazón, Zinea se abre los labios del coño... Con el anular, suavemente, empieza a estimular su clítoris.

El agua cae.

 

4

Le decían que tenía grillos en la cabeza y que por ello, por ese chirriar, no podía prestar atención en clase, pero Mi nunca pensó que tuviese grillos porque lo que ella oía era más bien algo semejante al rumor de un jardín hidropónico y cantos lejanos de loros. En cualquier caso, a menudo acababa retenida en el aula al otro lado del patio junto con el resto de muchachos que durante el día no habían, siempre según la valoración de sus respectivos tutores, aprovechado la jornada lectiva adecuadamente. Solía sentarse siempre en el mismo pupitre en ese gran aula de permanencia. En la tercera fila por la cola, y en la mesa junto a la ventana. En el transcurso de las semanas descubrió que en aquel aula se constituía y definía nítidamente una asociación. No era exactamente una casta, ni una agrupación; era un país, o la generación de un país: era una sociedad. En ella existían jerarquías y operaban ciertas leyes tácitas. Los más venerables y respetados eran, como en toda sociedad, los ancianos. Siendo niños, la ancianidad y sabiduría se medía en función de la frecuencia de asistencia a aquella sala que era, a fin de cuentas, el perímetro, el límite geográfico del territorio en el cual la sociedad convivía. Era pura lógica estatal que aquellos que por más tiempo recalaban en la sala de permanencia fuesen los administradores principales del territorio. Eran los que mejor lo conocían y los que mejor lo podían calibrar. Existía así la jerarquía establecida en función de la frecuencia. Mi tenía muchos grillos en la cabeza, profundos rumores hidropónicos, y eso solía financiarle viajes regulares a su patria al otro lado del patio. Ella ejercía su silenciosa y cómoda posición de administradora parcial del territorio sin alianzas, eligiendo siempre el mismo pupitre apartado. Sabía, sin que ello hubiera sido dicho ni escrito, que el resto de chicos en su jerarquía, aquellos que en este pequeño país de pupitres solían agruparse en los pupitres del centro del aula, la alianza central de poder, así como el resto de provincias aisladas, pero nacionales, los chicos y chicas como ella en solitario, en su mismo nivel de adscripción (por frecuencia) al país del aula de retención, respetarían siempre esa mesa y ese espacio y quizás algunos de ellos, los más activos en su ejercicio de administración, la defenderían si llegara el caso. Esto último lo ignoraba y jamás lo sabría, pero siempre tuvo seguro, mientras aquel período de su escolarización duró, que si debía acudir al aula de permanencia al final del día, iba a encontrar su pupitre libre y prácticamente igual que lo dejó. Por ello, empezó un dibujo, rascando con el plumín, sobre el pupitre. Tuvo que partir de una muesca sobre la madera barnizada, en la esquina inferior izquierda. Miranda dio forma a la muesca, le otorgó cuerpo. Una cabecita, un cuerpo, inclinado hacia delante, corriendo, una falda, una chica, hacia una puerta. Una valla. Es un laberinto. El resto de la mesa, un laberinto.

Entre los ciudadanos humanos se identificaban tres grupos: 1) aquellos que  jamás hacían los deberes y sus variables motivos para ello, 2) aquellos que se distraían o decidían resueltamente no colaborar nunca jamás en la asignatura impartida, y 3) aquellos que interferían activamente en el desarrollo normal de la clase con sus actividades subversivas anti-docencia. Existían otros tipos de visitantes, ocasionales, que acababan dando con sus huesos en uno de los pupitres del aula de permanencia por alguno de los múltiples e incontables motivos por los que uno podía verse en problemas en el transcurso de una clase cualquiera durante la escuela secundaria. Fuesen los que fuesen, durante la jornada escolar habitual, los visitantes del aula de permanencia hubieran sido imposibles de agrupar, debido a sus diversas procedencias; diversas aulas, diversos cursos, chicos, chicas, muy dispares. Pero entre ellos, en ese devenir diario de la jornada, estos chicos a veces se miraban, fugazmente, pocas veces implícitamente, cada uno pertenecía a un mundo allí arriba, pero esos ojos eran como encontrar matrículas del país conduciendo por las autopistas lejos de las propias fronteras. De la hora de Gimnasia venía un variopinto remés. No haber sido capaz de completar un ejercicio por limitaciones de resistencia o interés; haberse encarado protestando con efusividad una decisión del juego, arbitrado por el profesor, y tras un exceso de verbalización inapropiada en boca del alumno, o haber sido cazado en el acto de repetir con evidente espíritu de mofa la figura que el profesor realizaba exponiendo el ejercicio que debía seguirse a continuación solían llevar al aula. Y ciertas niñas guapas, en la hora de Gimnasia, quizás aplicadas en otras materias, quizás no, y generalmente vistosas, rehusaban frontalmente realizar ciertos ejercicios. Era imposible, no iban a hacerlo y eso era todo. La profesora las enviaba al aula de permanencia a completar un ejercicio escrito sobre el deporte o práctica deportiva en cuestión que había sido rechazada por la joven.

Así, como recién descendida de un camión repleto de civiles eurasiáticos y británicos, pequeñas Alicias en guerra, entró un día Zinea al aula de permanencia.

Inocente, su melena morena recién duchada, su gesto de mal humor adolescente, casi indignada y sosteniendo la bolsa con la ropa sucia. Qué injusto. ¿Por qué la profesora insistía en hacerle saltar el plinton? ¡Le daba miedo! La cuerda, el volley, la course navette, los balones medicinales, badminton, natación, sí, todo sí, también fútbol, le gustaba de lateral, pero ¿plinton? ¡Plinton no! Y se negaba y se negó.

Rotundamente.

La profesora entendió su última salida, levantó el brazo apuntando casi cortando el aire con el dedo y dijo:

-Eingrenzung, al aula de permanencia.

-¡Pero señorita! –protestó Zinea.

-Ahora, Zinea. Una redacción resumen sobre lo que expliqué el último día que llovió.

-Pero, no...

-Gracias, Zinea. Ya está. Ve por favor.

Y fue, salió del campo y fue por la escalinatas de los patios hacia el edificio, refunfuñando, a la ducha y ya vestida luego cruzando el patio. Caía el sol de la tarde, sus pisadas a través del patio vacío y las ventanas de las aulas como miradas de diversos pozos.

Se acercó a la mesa donde el profesor de guardia leía una novelita bajo el torrente de la luz del atardecer. Era el profesor de Biología. Levantó la vista y fijó a la chica cuando esta alcanzaba la mesa, acercándose.

-Eingrenzung. ¿Qué tienes?

-Señorita Cecilia, no hacer el plinton.

El profesor registró en su cuaderno.

-Muy bien. Ya puedes sentarte. Allí está tu hermana.

Miró.

Encontró la mirada de Mi. Miranda encontró la de Zinea. Le habían encargado a ella la escala climática de la primavera en la región, tema 7, completo, realizar la gráfica correspondiente, un soporífero horror. Zinea se encaminó por el pasillo despoblado, fugazmente vio las viñetas del comic que asomaba bajo el libro de Matemáticas de un chico que leía con la cabeza gacha, sosegadamente disimulando, y llegó a la altura del pupitre de su hermana.

-Hola.

-El plinton.

-Ya veo.

-Me siento aquí.

Se sentó en la mesa contigua en la fila, separadas por el pasillo.

Miranda sonrió. Zinea dejó la bolsa junto a la silla y la mochila al otro lado. Sacó un folio y un bolígrafo y sonriendo a su hermana se inclinó sobre el pupitre, jugando con el boli. Llevaba un pantalón de chándal y camiseta blanca, el pelo mojado de la ducha cayendo por la espalda. Sobre la cintura del chándal sobresalía, perfectamente ajustada, la cinta blanca color nieve de sus braguitas.

Un inmenso cielo azul. El sol bajaba fuera. Llegando el final de la hora, las luces del techo encendidas, el exterior morado. Zinea descansaba ahora la cabeza sobre el brazo, tendida sobre la mesa. Con la otra mano, estaba rascando el principio de un dibujo en su mesa. Sol, estrellas y luna.

Sonó el timbre.

Todo movimientos. Mochilas, pasillos. Se fueron juntas caminando a casa, sus sombras diluyéndose bajo los haces de las farolas en la luz ocre y verde del momento final del día. 

 

5

Queda envuelta en la toalla y sale a su dormitorio, desde el baño privado del cuarto, y cruza a través hacia el area del vestidor, el armario y el banquito, que, a diferencia del resto de la estancia, se encuentra inundado en luz blanca, justo bajo el ventanal exterior. De pie frente al armario, mira por esta alta ventana, estrecha, fuera. No hay rastro de su hermana. Sólo el sol. No hay forma humana alrededor. Siente en el abdomen todavía el desorden de tensiones.

Tía Ana las dejó. Zinea había cumplido los 18 aquel abril. Mi tenía 16. Tía Ana dijo: Zinea, cuidarás de Mi y la protegerás y te protegerás a ti. Sí, Tía Ana. Bien, hija mía. Y la besó y se fue. Dejó aquellos enormes ahorros para las niñas en el Banco. Sed fuertes, hijas mías. Sí, Tía. Zinea pensó que para proteger a Mi debía postergar sus planes inmediatos de futuro y asegurar los de Mi, y empezó a trabajar, era lo correcto. En la Biblioteca. Era junio. Asumió que no tendría un verano como los de antes y que en septiembre podría desplazarse al campus y acudir por las mañanas a clase y por las tardes a la biblioteca, y así mientras Mi llegaba a cumplir los 18 y entrase en la universidad también. El silencio se le antojaba un suspiro. Gris y plomizo y reverencial. Oía el regurgitar de las tuberías y toses en la distancia. Le inquietaban las intensas franjas de sol que por los ventanales entraban, como incorpóreos gigantes vigilantes. El espacio de la biblioteca municipal estaba constituido por la sala principal, amplia y con largos renglones de mesas y estantes y la planta superior que, habiendo sido concebida como una galería, corría abalconada y parecía volcarse sobre la sala principal y su propia cabeza. Zinea desarrollaba su trabajo en el interior de un pequeño perímetro de muebles mostrador y estantes, si necesitaba salir al exterior, lo hacía cruzando una puerta batiente. Sentada, se veía apenas su cabeza tras el mostrador principal. A su espalda tenía un mueble estantería donde se apilaban diversos tipos de libros, generalmente peticiones y devoluciones atrasadas. Nunca hacía Zinea nada que se saliera de la norma. Leía y observaba las franjas de luz. Se habituó al silencio.   

A casa, un día llegó una carta.

Teresa, la propietaria de la cafetería y restaurante TERESA DESAYUNOS Y COMIDAS, el bonito puesto de toldo rosa en la intersección de las dos calles principales de Aguas Calientes, había escrito desde la capital. Por azares de la vida, viéndose desplazada a la capital en asuntos personales (ella no lo contaba en su carta, pero había ido a resolver un asunto de herencias y eso lo sabía prácticamente toda la fracción del pueblo que tenía interés en esos menesteres) había dado con Tía Ana. Vivía en el pasillo de un hotel, a tres manzanas de la estación. Un viejo hotel de viajeros. Tía Ana vivía al final del pasillo en la quinta planta. La quinta planta había tenido que ser desalojada por problemas en la estructura y en los conductos de gas, pero Tía Ana, hospedada allí, en la última habitación al final del pasillo, había decidido que no quería irse de allí, que no pensaba moverse. Le dijeron que si permanecía, su vida corría peligro y ella argumentó que su vida era cosa suya, y que había pagado dos años por adelantado a la dirección del hotel por aquella habitación y no pensaba moverse. Una diva enloquecida, pensó el director. De acuerdo, se dijo, cerraremos la planta entera y la señora permanecerá a su cuenta y riesgo. Se lo expuso por escrito. Ella lo aceptó encantada. Le hicieron firmar un contrato de cesión de la planta. Alquilaban la planta entera a la mujer, siendo ella sabedora de las condiciones en las que la estructura se encontraba en que aquel arrendamiento se realizaba. Tía Ana firmó y una vez rubricado el acuerdo, sonrió ampliamente y dijo: Ahora espero que suba usted a cenar conmigo alguna noche, director. Y así fue, pero esa parte de la historia quedaba irresuelta en la carta. Explicaba Teresa que, resultando la resolución de los asuntos que la mantenían en la capital iba a alargarse más de lo previsto (favorablemente, informaba) había creído que era mejor enviar esa carta en lugar de esperar a regresar. Creía que aquella era información importante para las chicas y esperaba que les fuese de ayuda o, al menos, si no era así, deseaba que no al menos no les importunase, pues su única intención era ayudar a unas buenas vecinas del pueblo.

Zinea concluía entonces su segundo semestre en biológicas y estaba obteniendo buenos resultados. Seguía con su trabajo en la biblioteca, en turno de tarde, y ahora alternaba los ratos muertos allí entre repasar sus apuntes. La imagen serena de Tía Ana, forjando ahora un palacio en la planta de un hotel inundada en la luz, la acunaba serenamente y ella acunaba a su hermana. Los exámenes llegaron y Zinea aprobó y Mi se graduó felizmente en la secundaria. El verano se expandió bañado en la luz y por primera vez desde niñas, bajaron de nuevo a pescar al río. Se aman.

Se viste de forma ligera, tejanos y una blusa, y baja a la cocina. Abre la nevera, se sirve agua helada. Tras las ventanas, el sol está en su apogeo. Sale al porche. Todavía, ni rastro de Mi. 

Los campos brillan en el sol de mediodía y así el desmonte y la carretera. Fuerza la vista: supone que aquel destello es el coche y que el pequeño punto negro es Mi bajando hacia él y aún más allá, menos claro ahora que al amanecer, en las brumas de mediodía las sombras, techos y porches de Aguas Calientes. En una bruma cálida. La ciudad. Y algún movimiento entre, algún movimiento difuso, tal vez, por qué no, la mujer azul.

6

Ahí está el coche. Acercándose al automóvil, una imagen se forma en el escenario mental de Miranda. Su hermana, deshaciendo el camino que viene ella de hacer. Al reverso: sale del coche, por el lado del conductor, al ardiente calor de junio, se ajusta los tejanos, mira al coche con desdén y del escote donde permanecían pinzadas, coge y abre y se pone las gafas de sol, no estudia el entorno, mira al suelo y aprieta a caminar; cada cierto centenar de pasos, se detiene, se vuelve a ajustar los tejanos a la cintura, bien recogiendo sus nalgas y sigue camino arriba.

Se acerca al coche, deja la lata llena de agua en el suelo y lleva la mano al tirador de la puerta. Para Miranda: son subacuáticas, muy limpias, las pulsaciones del sol y la luz alrededor, intensa la sensación de reverdecer cuando abre la puerta del coche y se desliza al interior, las piernas fuera, sin sentarse, la luz recogida, profundo el impacto del olor del cuero tapizado, dejado al sol y extendiéndose como las dunas; es lento el mundo al accionar la palanca que destraba el capó, y empieza su movimiento de retracción, serpenteante, en la penumbra de pronto, de vuelta al exterior, fugaz la estrella que por un instante brilla en el centro de su cerebro, espacial, al impactar de vuelta a la luz exterior, la arena, saliendo de nuevo, una rara reina, delgada, la brisa ardiente de junio agita su falda negra, pequeños estampados florales color hueso, las pantorrillas, sandalias, se inclina, recoge la lata y rodea el automóvil, se agita, el capó abierto como un toldo-boca, escrutando el laberinto de cables, una maqueta de guerra, corazón de motor y bosque de bujías, un retén alcázar de batería.

No ha roto el radiador. Qué loca es. El coche se ha parado de pronto por ese cable cobre y ese otro que han saltado de su cierre, cortando el encendido de la mezcla. Los cables. No hay más que enroscarlos de nuevo y el coche toserá otra vez. Todo debe marchar. Marchar como por avenidas en un día de fiesta. Paso arriba, sube un escalón en el aire y llena los pulmones de atmósfera, fruta, tierra, aire, más lejos las calles y nos coge la noche en las calles, volvemos, para llevar, pizza en el salón y manchas el teléfono de aceite pepperoni y mozarella del borde cuando más tarde marcas el número y destapas una cerveza y el resumen final del partido marcha, sin volumen, contienda, celebración, rodea el coche, entra, y mientras abres la segunda, la tercera, y sigues al teléfono, una película, algo en la conversación te da, te da, te da una erección, o una primera garganta de orgasmo clitoriano, te da, porque da igual lo que seas, fuimos el mismo zigoto, da igual todo porque, de pronto, simplemente eres y tus fronteras son solo por ti conocidas.

Se sienta al volante.

Al accionar la llave y mugir el motor, Miranda tiene por un instante conciencia de lo que significa descubrir una noche al llegar que tu camarera se ha ido para siempre y ha dejado una nota para ti: desde una barra lejana, yo beberé ahora por ti. Y el corazón dibujado y la inicial son de belleza única y un final sin adscripción.

El coche ronronea encendido y sin entrar la marcha.

Turba bajo los asientos.

Sexo matinal, aquella dulzura con aquel chaval. Rebrota de pronto la belleza de unos besos en la piel, una franja de sol, no quiero que me faltes jamás. Como un ligero arranque de trombón y saxo, entra el embrague, y arranca dando el giro completo, enfila carretera abajo, hacia el pueblo y verá, verá que hace, tal vez la tienda de trastos, un par de novelas de céntimos, una copa, una ensalada de cangrejo, un diario y, pensando así, su corazón se inunda de color y calor y piensa, quizás Zinea también quiera bajar al pueblo. No estaba aquí al amanecer, como dijo, no han podido ir al río como se suponía, pero, por qué no, quizás quiera bajar al pueblo. Quizás puedan hacer cada una sus cosas, y quedar después en Teresa para comer. Tal vez pasear escaparates juntas después. Da nuevo un giro completo en la solitaria carretera polvorienta, los neumáticos pesadamente girando, los ejes, y toma la curva del giro completo, progresivamente suavizando la maniobra conduce ahora colina arriba, llevada con suavidad. Y el aire es cálido en la ventana y ve el reflejo de sus ojos en el retrovisor y luego sus ojos se separan del reflejo y mira a la carretera y abajo a sus pies y baja la mano para ajustar el asiento a su altura, tantea, buscando la palanca, el cuerpo inclinado, el retrovisor ahora devuelve asientos traseros vacíos, parabrisas trasero y la carretera que atrás queda lacerada por la línea discontinua de circulación, subirlo desde la posición de Zinea, una mano al volante, y buscando la palanca sus dedos rozan algo tibio, parece frío, y con los dedos tantea y lo asegura, es fino, un folleto, azulado y con letras amarillas:

 

H O L E  b3b3w 

Sábado Junio 29 / 11:30 pm

Colina de Pinar / Carretera a Pozo / Km 7

 

Sigue marchando. Hole. Agujero. La vista al frente y un ligero traqueteo en el camino, pliegues y fisuras del asfalto, sostiene el folleto ante sí. Un folleto azul noche y letras amarillas. Una fiesta, un carnaval, una reunión de lunáticos buscadores de platillos. Be tres, be tres, uve doble, ¿qué era? Esta noche. No hay más signo ni indicación. El pensamiento es lo que forma auténticamente las naciones reales, las naciones invisibles.

Hubieron de poner esa cuartilla en el parabrisas, algún día, aparcado, Zinea fuera. De nuevo ve a su hermana ejecutando una acción: llega al coche aparcado y tal y cómo llega arrambla con el folleto y abre la puerta del coche, lanzando el folleto al interior como suele, sin darse cuenta, a lo loco, como las multas u otra cosa, a veces pequeñas ampollitas vacías, o envoltorios, revistas, papel del interior de una caja de zapatos.

Ese extraño azul lunar.

Miranda guarda el folleto en el bolsillo de su camisa, todavía una mano en el volante, el coche tuftufando y deja que el aire ardiente recorra el coche y que el sol de mediodía toque otra vez su extendida serenata exterior.

Está contenta de ir a recoger a su hermana.

 

7

Cinco más y lo deja. Qué te pasa, Zinea. Es este calor. Es la caída del último polvo y polen, la bruma caliente de la región. Es el verano. Son imágenes en exceso atractivas, adictivas, generan un conflicto en su interior. Quiere masturbarse de nuevo. La pantalla parpadea. Está en el despacho. Ha entrado al despacho después de la ducha a mirar su correo y a la vez ha abierto NASA TV en TVU-player así que mientras leía mails corría en un pequeño recuadro en su pantalla la imagen de un científico con gafas y bigote explicando el mecanismo de una cámara que funciona en la Mars Surveyor, intercalándose en su narración imágenes de la superficie de Marte, con los enormes picos separados ascendiendo sobre la plataforma desértica tan gris. Después de los mails ha silenciado el reproductor y la mente ha ampliado su ondular. De nuevo por dentro rozando las orillas del sexo. El reproductor dispara un video. Hay pantallazos y cambios de luz sobre el rostro y retinas de Zinea. Después el video acaba. Zinea lo pasa de nuevo. Esa pulsión de la sexualidad la atrae, le place y la confunde. Su creciente viaje por los vericuetos de la pornografía en internet. Se trata de una pulsión individual, como una ola en un inmenso mar, pero ese movimiento y el rompiente común, esa pulsión compartida por otros en su propia ruta, cada web, cada thumb, cada foto y cada vídeo, un punto de encuentro, un micro-nódulo en la inmensa red humana. Tal vez ese sea aurícula del corazón profundo del atractivo en todo ello: todas las personas que interactúan en el acto, un acto de sexo individual colectivo, unidas las unidades de humanidad a un lado y la parte de la humanidad que en las fotografías se encuentra al otro. Los millones de imágenes accesibles en la red. Todos nosotros. Cinco thumbs más y lo deja. Se palpa. Un funeral en la cocina... y ¿qué es lo que trae en la mano la mujer de la máscara?

<<Vamos, perra.>>

De nuevo los dedos depurando los límites del valle. Empieza a cabalgar lentamente colina arriba, más ritmo, y más, más rápido, y un cambio de ritmo, cede, más rápido, más vueltas, círculos con el dedo, arriba y arriba hasta llegar y al llegar gime y mueve la mandíbula y resopla y se muerde el labio inferior – pellizca con sus uñas el pezón izquierdo, tan duro, afirma con dureza el pecho derecho, pellizca, gime, se corre, la vibrante garganta del orgasmo, rozando las paredes, caverna orgánica, y entonces cae, como una veladura, se pregunta qué demonios ha hecho y suspira de placer y cierra todo el sistema y se pone en pie.

No piensa que la escena en su buffer era en una cocina cuando entra a su propia cocina y se sirve de una jarra de zumo de limón un vaso generoso y enciende los fogones y pone una sartén a sofreír cebolla, y descorre las cortinas, ahora el sol sobrepasa el tejado de la casa y empieza a incidir sobre el otro lado, al frente del salón y sobre el porche, no visible, y por la ventana de la cocina Zinea ve más, ve primero el patio en la sombra clara del atardecer, dos sillas caídas, la mesa, algún bulto, un cubo, una caja de madera, y la vieja valla y más allá las líneas consecutivas de colinas, maizales y tierras amarillas, bajo el cielo azul e inundadas de luz limpia de verano. Una catarata de limón va garganta abajo, fresca como luna en la ventana.

Sonner. Han sido cuatro noches de viernes y quedan cuatro noches de viernes más. Cada viernes por la tarde, desde hace cuatro, Zinea abandona la casa y a Mi y sale hacia Cercana. Una cita con Sonner.

Cercana está dividida por una gran avenida principal a plena luz y por los túneles, con un pequeño centro financiero, un gran parque, barrios, y plaza principal, el campus y la sede de la Universidad se encuentran a las afueras, por el oeste. Allí acudieron Mi y ella durante cuatro años con más o menos regularidad, avanzando cursos, los largos veranos, el trabajo, y ahora Zinea se encuentra de nuevo volviendo con regularidad a Cercana. La carretera y el trayecto son el mismo, salvo novedades habituales: un depósito de agua, un salpicado de nuevas casas, por las lomas, una Texaco, un restaurante. La carretera y el trayecto son el mismo, pero no lo es el viaje. Este viaje es realizado siempre al atardecer para la ida y suele llegar anocheciendo en Cercana y la vuelta es, si es posible, en el momento anterior al amanecer, en el último tramo de la noche, el más negro y frío de la noche, amaneciendo sobre ella en carretera. Ese viaje no tiene nada que ver con aquel de la Universidad.

Tampoco el viaje lo realiza para ir al mismo lugar. Siempre rebasa la salida que solían coger, Universidad de Cercana, en blanco sobre el cartel de láminas azules y la flecha. Las nubes de la mañana diluyéndose sobre los árboles al otro lado de la carretera. Así era entonces. Pero ahora va al otro extremo de la ciudad, al este. En el este se agolpan los antiguos almacenes y edificios de tres o cuatro plantas que en su día se levantaron para los recién llegados y los trabajadores de la mina y el pantano, en un tiempo en que Aguas Calientes no era más que un puñado de cabañas y casa de madera. Hoy esos barrios se han vaciado y en ellos se instalan personas solitarias que conviven con algunos que todavía quedan de aquel tiempo, hay profundos bares abiertos a todas horas y oficinas de administración, un aparcamiento de camiones, algún taller, hay pisos vacíos y algunos almacenes permanecen cerrados.

Zinea aceptó el trato.

El hombre le había prometido que no la tocaría y así era, que no se trataba de nada sexual y de eso no estaba Zinea del todo segura, pero le daba igual. Iba a permitírselo a si misma. Al principio le pareció intrigante, un velo.  Le gustó. Acudiría cada viernes por la noche al loft del hombre y sencillamente debía aparentar ante el resto de invitados a la cena que ella era su pareja, es decir, había dicho, estamos empezando, algo así como si fuesen las primeras noches que te quedas en mi casa... De acuerdo, dijo Zinea. Le parecía extraño, raro, caro y divertido: le gustaba. Zinea conocía al hombre, Sonner, pues habían acudido ambos al instituto de Aguas Calientes. Él era del pueblo y en el pueblo aún vivían su tía y su hermana. Sin ser él alguien con quien hubiera tratado particularmente, en Aguas Calientes se conoce la vista y la pista de todos tus compañeros de promoción, cursos arribas y abajo, y a él, recordó, le había perdido la pista en el año que Mi fue a la Universidad y ahora lo tenía delante, proponiéndole semejante cosa, de improvisto, una tarde luminosa el mayo atrás, en una heladería de Cercana donde había ido Zinea a recalar casualmente, en un descanso de compras por la capital.

El chico sonreía educadamente, vestido con un polo negro y bermudas. El llavero brillante de Mercedes brillaba al sol de la tarde, íntimos imperceptibles destellos azules se desprendían del metal de la llave. La miraba con ojos profundos como pozos.

Como un rayo, la captó.

-Sé -sonríe- que podría pedírtelo como favor tal vez, pero sería tan excesivo que huirías, nos recordamos, pero ¿habíamos hablado? Es que es complejo. Yo, créeme, no es una cuestión de ti, no es que te desee a ti, sino, una persona que haga esto, yo, casi prefiero mantenerlo como transacción... Necesito que simules que somos pareja, que estamos empezando, ante ellos, no nos besaremos: nos estamos conociendo. Ese estadio incipiente. Me gusta que seas tú porque te conozco de vista y te puedo situar, no me eres ajena y para mi sería de verdad un gran favor, que aceptases dinero por pedirte este favor...

Zinea lo observó. El rostro expectativo del chico y su sonrisa contenida destellaban como el sol. La invitaba a sonreír.

-Estás confundido –dijo Zinea -. Acepto. No quiero dinero –rió. Le gustaba- Gracias por proponerme esta extrañeza.

-No. Gracias a ti.

Y sonrieron y así quedaron.

La pasada noche ha cumplido con su cuarta cita. Dijo: ocho viernes, nada más. Gracias. De acuerdo. Lo hermoso en todo es que ahora cree no representar papel alguno.

Tan sorprendente y llamativa fue la propuesta de Sonner que se descubrió a si misma disfrutando de un extraño hormigueo muy emocionante que marchaba desde el estómago al corazón, como bandas en un día de fiesta, el primer atardecer mientras cubría el trayecto hasta Cercana. Confianza. Podía aparentar estarlo conociendo porque precisamente eso estaba haciendo, conocerlo, y si bien es cierto que el proceso del enamoramiento es a veces fugaz como una flecha, explosivo y desestabilizador, también lo es que en otras ocasiones es un movimiento progresivo y creciente como una majestuosa apertura, y en esa rara apertura se encuentra Zinea.

Hoy ha dormido allí.

Cuando los amigos se fueron, dejaron el Monopoly abierto sobre la mesa, las fichas guardadas y las botellas vacías apiladas junto a la puerta, Zinea dijo: he bebido más de lo que quería y no quiero conducir... Puedes dormir en el sofá, ofreció él y habiendo ella aceptado de buen grado la invitación, él se esmeró en prepararle una situación cómoda en el sofá del salón, con sábanas y una manta y cojines y el mando del televisor.

Zinea ha dormido, su pensamiento la masturbaba y se le ha hecho tarde al despertar. El chico no estaba y había dejado una nota, bajo un plato de bollos. Se había ido a sus asuntos, que desayunase a gusto, ducha, café, lo que quisiera, estaba en su casa, hasta el próximo viernes muchas gracias.

Se ha lavado la cara, ha cogido un bollo y se ha ido al coche. A media mañana conducir todo el camino desde Cercana, la radio encendida y sus pensamientos circulando como nubes bajas por sus ojos ocultos tras las gafas de sol. Todo estaba volviéndose muy extraño. Llegando a casa, en la cuesta, ha roto el motor.

La vida es larga y pasa rápido y quizás un día se encuentre en el escritorio de su habitación en un hotel en la ciudad, redactando una carta de despedida para él, piensa ahora, sentada en el sofá, las imágenes pasando en pantalla. Está entrando en el perímetro establecido por él, pero quizás él no está aquí. Ella cree que sí. Pero no lo ve. Quizás ella, quizás es ella que ha salido, quizás un día... Quedan cuatro noches más. ¿Las desea? Existe un proceso oscilar del equilibrio en su interior. Esta sensación azul lunar, la mujer, el andar de esa mujer está copando su espacio. Las humanas son relaciones mistéricas. Pasos, fases. Sobre la tabla, vegetales. En los fogones, una sartén sobre la que se funde un dado de mantequilla. Es plenamente consciente ahora: comienza una marcha. Lentos movimientos celestes en el interior. Oye el ruido de un motor, el motor del  coche. Miranda vuelve a casa.

 

8'

Mi entró en casa por la puerta principal, buscando a su hermana, saludó al aire, encontró la pantalla del televisor encendida, las noticias locales, pero no a Zinea, y el bullicio venía de la cocina, como si las partículas de luz tuviesen sonido, un crepitar ardiente, y al entrar vio a su hermana manejando una sartén al fuego bajo la campana central de la cocina, restos de vegetales esparcidos sobre una tabla de madera, como raras junglas, y un oleoducto de trapo. Ella la miró y le sonrió y Mi dijo:

-Iba a bajar al pueblo, pero he pensado que quizás tú también quisieras bajar, ¿es así? Podríamos ir a comer juntas después o tomar un helado.

Zinea sonrió.

-Estoy haciendo comida, Miranda.

-Es verdad.

-Sí.

-También dijiste que llegarías a tiempo para ir al río, realmente yo deseba esa clase sobre plantas de rivera, Zinea.

-Lo sé, Miranda. Lo lamento.

Mi esperó un instante, pero Zinea se extendía. La miraba. Zinea imploró con la mirada y una sonrisa preciosa, apartando la sartén. Tenía pequeñas arrugas en la comisura de los ojos. Estaba muy bronceada. No dijo nada.

Miranda sonrió.

-¿Vamos al pueblo?

Zinea sonríe y corta el gas y tapa la sartén.

-De acuerdo. Esto lo cenamos. Me resulta genial, Mi. Yo... tengo que hacer algo en el banco... Y un paseo por el aire acondicionado... –sonríe-. Bajemos -y se sacude las manos en el delantal y gesticula para quitárselo.

Salen al exterior.

Plácidamente sobre su corazón verde se mueven las sombras en tránsito de unas nubes veraniegas. Iluminadas desde lo alto por un sol exterior-interior.

Aire caliente.

-Yo quería acercarme a donde las novelas. Podemos quedar en Teresa después.

-Genial, Miranda.

-Vamos.

-Yo conduzco.

-Tú eres la mayor.

Se aman.

 

8''

En el transcurso del corto viaje a Aguas Calientes las dos hermanas hablan. El viento caliente batiendo la conversación, agitándose por las ventanillas bajadas. Zinea conduce siempre muy rápido. Se pierden fonemas a esta velocidad.

-M - gust -stación e radio qescuchas .  . . Pe-r o e-  n poco so-s- no? N te p-g-a.. .

-C-mo? N-sé... Gra-d-s éxit-s, Mi. Lo norm-l. C-mbio? Quier-s

-Nop E gust- Shak-ra  ! . .  .  E  s   p e- e c to, Z i . . .

Mi se encoge en su asiento y siente una curva de afecto por su hermana. Qué mona. El viento ardiente agita y expande por el coche la canción de Shakira, señal del Mundial de Fútbol que se está jugando en Alemania. Un gran éxito en todo el planeta. Zinea, preciosa, siempre viendo las series de moda, leyendo los libros de moda, bajándose melodías para su móvil de moda, la ropa, la forma. Quiere mucho a su hermana y le gusta que sea del mundo. La mira conduciendo tan deprisa y con los labios apretados. Sonríe y la quiere. Después mira por la ventana a los pinos polvorientos en la cornisa de la carretera.

El mundo es un zumbido de luz y viento.

El jardín hidropónico se despliega en una lenta danza acuática. Lejanos tintineos, agua fluyente, canturreos de cacatúas y el crujir del mecerse de altas pasarelas entre las copas de palmeras, acacias y abetos. 

 

9

Zorra de alquiler. Putas en el Valley. Prisión y castigo. La dama del castillo. Este rabo no me lo acabo. Fiesta anal. Eduardo Manos-penes. Investigación profunda. La puta, la negra y la monja. Especial Trannies Brazil. Hermanas de leche. Analcore. Juicio de guarras. High-heels & hard-spank. Polla criminal. Intenciones sexuales 3. Potrancas... Este, aquí, para aquí y coge este dvd: Potrancas. La portada es fucsia y amarilla y la palabra Potrancas figura en color negro en la parte alta de la carátula. Una imagen en primer plano y un fotomontaje de colores velados en segundo. El primer plano, el rostro de una mujer; lleva una máscara, los ojos ampliamente descubiertos, una correa sobre su nariz y la boca al descubierto, un penacho de plumas sobre la frente. Es bellísima, sus ojos verdes, los labios rojos, y sonríe. Las imágenes veladas del segundo plano muestran diversas escenas donde hombres y mujeres llevan a cabo diferentes prácticas de caballeriza sexual, no hay animales – todo entre humanos. Se ve un hombre montado sobre la espalda de una mujer perfectamente ataviada en su rol de pony, el hombre lleva camisa y pantalón y una fusta con la que parece azotar piernas y nalgas de la muchacha. En otra imagen junto a ésta, una mujer sostiene una larga rienda, que va atada en el otro extremo a, parece, un arnés colocado en el pecho de un señor barrigón. El señor barrigón es caballo y a juzgar por lo mostrado, está aprendiendo a cabalgar y a comprender las señales tensionales de las riendas.

Mi siente su estómago revolverse de pronto y cree que el café de máquina le sentará mal si no deja esa zona de la tienda inmediatamente. Ha llegado buscando libros, revisando objetos viejos, al sector de pornografía, tras una cortinilla en el fondo de la tienda. Mayores de 18 años. La joven entiende de pronto la sensación de estómago revuelto y la traduce, como si de una impregnación flotante se tratase, en la intensa sensación que tuvo el último chiquillo que se escurrió a este lado de la cortina. Un alud de imágenes, no sólo tetas y tías buenas, sino tetas y tías buenas y mayores y hombres con hombres y mujeres con mujeres, animales, toda clase de cosas increíbles, el chiquilló se mareó. Y como si los estados de ánimo pudieran forjar espacios, Mi siente marearse ahora.

Resopla.

Tose. Se acabó. Descorre la cortina y sale a la zona no sexual de la tienda. Tienen allí lámparas, viejas lámparas que asoman como copas de un bosque encantado desde las cajas de cartón que las contienen. Ciudad de libros,  junglas de copas, costas y dunas de revistas, cortinas, telas y banderas, hay fotografías enmarcadas, cestos llenos de objetos impares, cascos, locomotoras, una formación de soldaditos, divisiones romanas y napoleónicas, arqueros, Osiris, Anubis, Una ennegrecida pecera esférica, victoriana. Toda clase de habitantes imposibles, juntos bajo el mismo estandarte que bien se muestra en el cartelón exterior y en el escaparate: Libros Viejos y Objetos Usados – de 0’50 a 250. Una nación permanente.

Miranda deja caer el vaso vacío de café en la papelera junto al mostrador. Zumba el aire acondicionado. La señora al otro lado del mostrador, pendiente hasta ahora del pequeño televisor y un documental sobre los cartógrafos y geógrafos ilustres -Mi lo sabe porque esa tonadilla de expertos y voz de narrador la ha seguido, con diversas intensidades según su posición, durante todo su periplo por la tienda-, le sonríe ahora que está cerca y pregunta:

-¿Algo interesante, hijita?

-Todo, señora mía... Todo lo que tiene me encanta.

-Ay, querida... Qué muchachita amable. ¿Qué te gusta más de todo?

-¿Se puede fumar aquí?

-Yo sí –sonríe y de algún estando bajo el mostrador trae a su altura un cenicero de cristal que deja sobre el tablero.

Mi saca su cajetilla de Camel Orange y enciende uno con media sonrisa en los labios. El humo se dispersa cálido y aromático.

-Quizás... –dice-, lo que más me gusta son esas estampitas en las cajas de puros...

-Ah sí. Cierto. Preciosas... Anunciación, Crucifixión, Resurrección, Ascensión, oh, a mi... a mi, en fin, me conmueven esas imágenes... ¿Eres creyente, preciosa?

-Bueno. Soy creyente, sí. Es decir: creo. No sé si exactamente en esa...

-Está muy bien –la interrumpe la señora -. ¿Qué me dices de las miniaturas de las bicicletas? ¿Las has visto? Allí, junto a las porcelanas...

-Un amor, señora. Maravillosas.

Mi da una profunda calada. La señora enciende un largo y fino pitillo de filtro blanco.

-Lo son –susurra y expulsa el humo como un fino tubo vaporoso.             

-En realidad quería un libro, pero... con sinceridad, dudo.

-¿Cuál es tu nombre? ¿Eres una de las niñas Eingrenzung, no es cierto?

-Sí. Soy Miranda... Mi, la pequeña.

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