Misery

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I - Annie » 33

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Saltó esperando el disparo; pero ella no estaba allí, por supuesto. Su mente había reconocido la evidencia del sueño.

«No es un sueño —pensó—, es un aviso. Esa loca puede volver en cualquier momento».

La luz que salía por la puerta abierta del cuarto de baño había cambiado, se había vuelto más brillante. Deseó que el reloj sonara y le indicara cuánto tiempo quedaba, pero permanecía obstinadamente silencioso.

«La otra vez estuvo fuera cincuenta horas —recordó—. Y qué. Ahora puede estar ochenta. O puede que oigas llegar el Cherokee dentro de cinco segundos. Por si no lo sabes, amigo, el Departamento de Meteorología puede transmitir avisos de tormentas, pero cuando se trata de predecir con exactitud dónde y cuándo van a atacar, no tiene ni puñetera idea».

—Es cierto —dijo, e hizo rodar la silla hacia el cuarto de baño.

Al asomarse, vio una habitación austera con suelo de baldosas hexagonales. Una bañera, oxidada alrededor del sumidero, se alzaba sobre unas patas curvas. A su lado había un armario para guardar toallas y ropa de cama. Al frente, un lavabo. Sobre éste, un botiquín.

El cubo estaba dentro de la bañera; pudo ver el borde de plástico.

El pasillo tenía la suficiente anchura para poder girar poniéndose de frente a la puerta; pero sus brazos temblaban de agotamiento. Había sido un niño enfermizo y, por ello, de adulto intentaba cuidarse lo mejor posible; pero sus músculos eran ahora los de un inválido y el niño enfermizo había vuelto como si todo el tiempo empleado en hacer gimnasia, en correr y en mover la máquina Nautilus hubiese sido sólo un sueño.

Al menos, esa puerta era más ancha; no demasiado, pero lo suficiente para que el paso no resultase tan escalofriante como el anterior. Saltó sobre el umbral y las duras ruedas de la silla rodaron suavemente por las baldosas. Olió algo agrio que asoció instintivamente con hospitales. Tal vez era «Lysol». Como había sospechado, no había inodoro. El único inodoro de la casa debía de estar en el piso de arriba, porque cada vez que utilizaba el orinal ella subía las escaleras. Allí sólo había una bañera, el lavabo y el armario con las puertas abiertas.

Echó un breve vistazo a las toallas azules y toallitas para la cara, que ya conocía de los baños de esponja que ella le había dado. Luego volvió su atención hacia el botiquín.

Estaba fuera de su alcance.

Por más esfuerzo que hiciese, se hallaba a más de veinte centímetros de sus dedos. Era evidente. No obstante, lo intentó, incapaz de creer que el Destino, Dios o lo que fuese pudiera ser tan cruel. Parecía un out-fielder[5] intentando alcanzar desesperadamente una pelota de homerun[6] sin posibilidad alguna de lograrlo.

Gimió herido y contrariado; bajó la mano y se dejó caer hacia atrás, jadeando. La bruma gris bajó. Se resistió a sumergirse en ella y empezó a mirar alrededor en busca de algo que le permitiese abrir el botiquín. Vio un mocho O-Cedar rígidamente apoyado en un rincón con un palo azul muy largo.

«¿Vas a utilizar eso? —se preguntó—. ¿De verdad? Bueno, supongo que podrás abrir la puerta del botiquín y tirar un montón de cosas. Pero las botellas se romperán y aunque no haya botellas, lo que sería una gran casualidad, porque todo el mundo tiene al menos una botella de Listerine, de Scope o de algo así en su botiquín, no hallarás la forma de volver a poner en su sitio lo que tires. Cuando ella regrese y vea el desorden, ¿qué sucederá?».

—Le diré que fue Misery —bromeó—. Le contaré que pasó por aquí en busca de un tónico que le permitiese regresar del mundo de los muertos.

Entonces rompió a llorar, pero incluso a través de las lágrimas, sus ojos inspeccionaban la habitación buscando algo, cualquier cosa, inspiración, oportunidad, una puñetera oport…

Estaba mirando de nuevo el armario de la ropa cuando su respiración acelerada se detuvo de repente. Se le dilataron los ojos.

Su primer vistazo se había centrado en los estantes llenos de sábanas, fundas, toallas y toallitas. Miró al suelo y descubrió un montón de cajas de cartón. Unas tenían la marca UPJOHN. Otras, la marca LILLY O CAM PHARMACEUTICALS.

Hizo girar la silla bruscamente ignorando el dolor.

«Por favor, Dios mío —imploró—, no permitas que sea su provisión de champú, sus tampones o las fotografías de su querida y santa madre».

Manoseó las cajas, sacó una y la abrió. No era champú, no eran muestras de Avon, sino un revoltijo de drogas, la mayoría en cajitas rotuladas como muestras. En el fondo, algunas pildoras y cápsulas de diferentes colores estaban sueltas. Reconoció algunas, como Motrim y Lopressor, el medicamento para la hipertensión que su padre había tomado durante los últimos tres años de su vida. Otras no las había visto nunca.

—Novril —murmuró, revolviendo desesperadamente los medicamentos mientras el sudor empapaba su cara y las piernas le latían—. Novril, ¿dónde está el jodido Novril?

No había Novril. Cerró la caja y volvió a ponerla en el armario tratando de dejarla en el mismo sitio en que la había encontrado. Eso bastaría, el lugar parecía un maldito basurero.

Se inclinó hacia el lado izquierdo y cogió otra caja. La abrió y apenas pudo creer en lo que veía. Darvon, Darvocet, Darvon Compound, Morphose y Morphose Complex, Librium, Valium y Novril. Docenas y docenas de cajas de muestra. Preciosas y queridas, valiosas, necesarias cajitas. Abrió una y vio las cápsulas que ella le daba cada seis horas encerradas en sus ampollitas de plástico.

«CON RECETA MÉDICA» advertía la caja.

—¡Dios bendito, el médico ha llegado! —sollozó.

Arrancó el celofán con los dientes y masticó tres de las cápsulas sin notar apenas el lacerante sabor amargo. Se detuvo, miró con fijeza las otras cinco que quedaban dentro de la hoja mutilada de celofán y tragó otra.

Miró alrededor rápidamente con la barbilla enterrada en el pecho, los ojos recelosos y asustados. Aunque sabía que era demasiado pronto para notar alivio, empezó a sentirlo. Por lo visto, era más importante conseguir las cápsulas que ingerirlas. Era como si se le hubiese otorgado el control sobre las lunas y las mareas o como si él mismo se lo hubiese tomado por su cuenta. Era un pensamiento enorme, imponente…, pero también aterrador, con un trasfondo de culpa y de blasfemia.

Si ella regresaba en aquel momento…

—Bueno, está bien: ya sé lo que quieres decir.

Miró dentro de la caja para calcular cuántas cajitas de muestra podría coger sin que ella notase que un ratón llamado Paul Sheldon había estado royendo sus provisiones.

Aquello le hizo reír con un sonido estridente de alivio y se dio cuenta de que el medicamento no sólo estaba haciendo efecto en las piernas.

«Muévete, idiota —pensó mareado—. No hay tiempo para disfrutar de esto…».

Cogió cinco cajitas, un total de treinta cápsulas. Tuvo que reprimirse para no apropiarse de más. Removió el resto de las cajas y botellas deseando que el conjunto no pareciese ni más ni menos caótico que cuando había echado el primer vistazo. Cerró las tapas y volvió a poner el depósito en el armario.

Estaba llegando un coche…

Se irguió con los ojos desorbitados. Sus manos cayeron sobre los brazos de la silla y los apretaron con la fuerza del pánico. Si era Annie, estaba acabado, aquello sería el final. Jamás podría maniobrar esa cosa enorme y reticente para llegar a tiempo a la habitación. Tal vez podría golpearle en la cabeza con el mocho antes de que ella le retorciese el pescuezo como a un pollo.

Se quedó quieto con las cajitas de muestra de Novril sobre el regazo y sus piernas rotas sobresaliendo rígidas frente a él. Esperó a que el coche pasase de largo o girase para entrar en la casa.

El ruido fue aumentando durante un rato interminable y luego empezó a decrecer.

«Bueno, ¿necesitas otra clase de advertencia, muchacho?».

Por supuesto que no. Echó un vistazo a las cajas. Le pareció que estaban más o menos como antes, aunque las había mirado a través de la bruma del dolor y no podía estar muy seguro; pero sabía que las cajas amontonadas podían no estar dispuestas al azar como parecía. Annie tenía la percepción elevada del neurótico profundo y podía haber memorizado cuidadosamente la posición de cada una de las cajas. Tal vez le bastaba con echar un vistazo para darse cuenta enseguida de lo que había ocurrido. Esa idea no le inspiró temor, sino resignación. Él necesitaba el medicamento, y de alguna manera se las había apañado para escapar de su habitación y conseguirlo. Si aquello traía consecuencias «desagradables», al menos podría enfrentarse a ello con la convicción de que no había hecho más que lo que tenía que hacer. Sin embargo, esa resignación era, con toda seguridad, un síntoma de lo peor. Lo había convertido en un animal atormentado por el dolor sin ninguna opción moral.

Dio marcha atrás lentamente con la silla de ruedas a través del cuarto de baño, mirando de vez en cuando para cerciorarse de que no erraba el camino. Un momento antes, ese movimiento le habría hecho gritar de dolor; pero ahora estaba desapareciendo bajo una hermosa insensibilidad.

Avanzó por el pasillo y se detuvo golpeado por un horrible pensamiento… Si el suelo del baño estaba mojado, incluso un poco sucio…

Observó el suelo y por un momento la idea de que debía de haber dejado huellas en aquellas baldosas blancas hexagonales se hizo tan obsesiva que llegó a verlas. Meneó la cabeza y volvió a mirar. No había huellas. Pero la puerta estaba más abierta. Echó la silla ligeramente a la derecha para poder acercarse y asir el pomo, y la dejó medio cerrada. Echó un último vistazo y luego la entornó un poco más.

Cuando se disponía a volver a su habitación se dio cuenta de que estaba frente a la sala, el lugar donde la mayoría de las personas tenían el teléfono y…

La luz estalló en su mente como un destello en un campo de niebla.

«—Policía de Sidewinder, habla el oficial Humbuggy, dígame.

»—Escuche, oficial Humbuggy. Escuche con mucha atención y no me interrumpa porque no sé cuánto tiempo me queda. Mi nombre es Paul Sheldon. Le llamo desde la casa de Annie Wilkes. Estoy prisionero aquí desde hace unas dos semanas, tal vez un mes. Yo…

»—¡Annie Wilkes!

»—¡Dese prisa! Traiga una ambulancia. Y, por Dios, venga antes de que ella regrese».

—Antes de que ella regrese —gimió—. Todo está arreglado.

«¿Qué te hace pensar que tiene teléfono? —se cuestionó—. ¿La has oído llamar? ¿A quién llamaría? ¿A sus buenos amigos los Roydman…?

»Que no tenga con quien conversar, no significa que sea incapaz de comprender que existe la posibilidad de un accidente. Podría caer por las escaleras, romperse un brazo o una pierna…, o bien incendiarse el establo.

»¿Cuántas veces has oído sonar ese supuesto teléfono? ¿Crees que tiene que sonar al menos una vez al día? Además, has estado inconsciente la mayor parte del tiempo».

Sí, ya lo sabía, pero la posibilidad de que hubiera un teléfono, la imaginada sensación del auricular entre sus dedos, el sonido del dial al marcar, era una seducción demasiado fuerte para resistirla.

Puso la silla de frente a la sala y rodó hacia el interior.

Olía a humedad, a encierro, a oscuro cansancio. A pesar de que las cortinas que cubrían las ventanas no estaban echadas permitiendo una hermosa vista de las montañas, la habitación se hallaba demasiado oscura. Porque sus colores eran muy oscuros, pensó. El granate predominaba como si alguien hubiese derramado una gran cantidad de sangre.

Encima del mantel había la fotografía de una mujer de apariencia severa, ojos minúsculos enterrados en una cara gruesa y labios pintados de rosa, apretados. La fotografía, encerrada en un marco rococó bañado en oro, tenía el tamaño de la del presidente en el vestíbulo de una oficina de Correos de una gran ciudad. Paul no necesitaba que un telegrama le comunicase que aquélla era la santa madre de Annie.

Se adentró en la habitación. El lado izquierdo de la silla chocó con una mesita llena de figurillas de cerámica que se movieron y un pingüino sentado en un bloque de hielo cayó hacia un lado.

Estiró el brazo y lo agarró sin pensar. El gesto fue casi instintivo y luego vino la reacción. Apretó el pingüino tratando de controlar el temblor. «Lo cogiste sin esfuerzo —pensó—, además, hay una alfombra en el suelo, probablemente no se hubiera roto. Pero ¿y si te equivocas? —gritó su mente—. ¿Y si se hubiera roto? Tienes que volver a la habitación antes de que dejes indicios o huellas…».

No. Todavía no, por mucho miedo que tuviese. Porque aquello le había costado demasiado. Si había una posible recompensa, tenía que conseguirla.

Miró alrededor, y vio una habitación abarrotada de muebles pesados y austeros. A pesar de las ventanas en arco y la preciosa vista de las Rocosas, el principal motivo de atención era la fotografía de esa mujer carnosa aprisionada en aquel marco horrible y llamativo, con sus curvas, sus volutas y sus inmóviles colgajos dorados.

En el extremo del sofá en el que ella se sentaría a mirar la televisión, había un teléfono.

Suavemente, sin atreverse casi a respirar, puso el pingüino de cerámica en la mesita (¡AHORA MI HISTORIA YA HA SIDO CONTADA!, decía la leyenda escrita en el bloque de hielo) y atravesó la habitación hacia el teléfono.

Frente al sofá había una mesa de centro. La rodeó. Encima había un ramo de flores secas en un horrendo vaso verde. Todo aquello parecía inestable, fácil de volcarse si él lo rozaba. Prestó oídos a lo que sucedía fuera de la casa. No se aproximaba ningún coche. Sólo se oía el silbido del viento. Cogió el teléfono y lo descolgó.

Una extraña sensación de fracaso ocupó su mente antes de llevar el auricular al oído y no escuchar nada. Volvió a colgar lentamente recordando una vieja canción de Roger Miller que de pronto parecía tener un sentido absurdo: «Ni teléfono, ni piscina, ni animales…, no tengo cigarrillos».

Siguió con la mirada el cable telefónico y vio el pequeño módulo cuadrado en el zócalo. La clavija estaba conectada; todo parecía en orden.

«Es muy importante guardar las apariencias», había dicho ella.

Cerró los ojos e imaginó cómo Annie quitaba la clavija, metía pegamento en el agujero del módulo y volvía a enchufarla en la palidez mortal del pegamento, donde se endurecería y se congelaría para siempre. La compañía de teléfono no sabría que algo andaba mal a menos que alguien intentase llamarla y comunicase que la extensión no funcionaba. Pero nadie llamaba a Annie, ¿verdad? Ella recibiría con regularidad sus facturas y las pagaría enseguida; el teléfono era sólo un elemento decorativo, parte de su interminable batalla «por guardar las apariencias», como el acicalado establo con su reciente pintura roja, sus ribetes color crema y las cintas aislantes para derretir el hielo. ¿Habría «castrado» el teléfono por si acaso a él se le ocurría llevar a cabo una expedición como aquélla? ¿Habría previsto la posibilidad de que pudiera salir de su habitación? Lo dudaba. El teléfono seguramente la había puesto nerviosa mucho antes de que él llegase. Despierta en la cama, mirando al techo de su habitación y escuchando el aullido del viento, imaginaría cuántas personas estarían pensando en ella con disgusto o con franca malevolencia, los Roydman de todo el mundo, gente a la que en cualquier momento se le podría ocurrir llamarla y gritar: «¡Tú lo hiciste, Annie! ¡Te llevaron a Denver y todos sabemos que lo hiciste! ¡Nadie que sea inocente comparece en Denver!». Ella habría pedido y obtenido un número privado, por supuesto. Cualquier persona procesada y absuelta de un crimen de importancia lo hubiese hecho. Y si el caso se había juzgado en Denver, tenía que ser importante. Pero un neurótico profundo como Annie Wilkes no tendría bastante con saber que su número no aparecía en la guía. Cualquiera podría conseguirlo si quisiera y todos se habían confabulado contra ella. Tal vez los jueces que tuvieron la osadía de juzgarla estarían felizmente dispuestos a facilitar el número a quienquiera que les preguntase. Y la gente preguntaría, seguro, porque ella veía el mundo como un lugar oscuro lleno de masas humanas que se agitaban en un oleaje malevolente rodeando un pequeño escenario iluminado por un solo foco brillante: ella. Así que mejor sería erradicar el teléfono, silenciarlo, como lo silenciaría a él si averiguaba que había conseguido llegar tan lejos.

El pánico estalló como un grito en su mente, advirtiéndole que tenía que salir de allí y regresar a la habitación, esconder las cápsulas en alguna parte para que ella no notase absolutamente nada cuando llegase; y esta vez estuvo de acuerdo con la voz. Retrocedió con sumo cuidado y en cuanto llegó a un lugar de la habitación razonablemente despejado, empezó la laboriosa tarea de girar la silla tratando de no tirar la mesita de centro.

Casi había terminado la maniobra cuando oyó un coche que se acercaba y supo, sencillamente supo, que era ella.

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