Misery

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II - Misery » 11

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Su ternura no llegó al punto de dejar abierta la puerta de la habitación; pero eso no suponía problema alguno. Ahora ya no estaba poseído por el dolor y por los síntomas de la abstinencia. Había recogido cuatro horquillas con la persistencia con que una ardilla recoge las nueces para el invierno y las había ocultado bajo el colchón con las cápsulas.

Cuando estuvo seguro de que ella se había marchado, de que no estaba dando vueltas por ahí para ver si lo atrapaba haciendo «cochicosas» (otro barbarismo para engrosar su creciente léxico), dirigió la silla de ruedas hacia la cama y cogió las horquillas, la caja de pañuelos Kleenex y la jarra de agua de la mesita de noche.

No resultó demasiado difícil mover la silla de ruedas con la tabla encima; había fortalecido bastante los brazos. A ella le sorprendería comprobar lo fuertes que estaban y esperaba sinceramente poder sorprenderla muy pronto. Sí, deseaba sorprenderla de verdad…

La razón principal era la Royal. Como máquina de escribir, era un desastre, pero como aparato de ejercicio resultaba estupenda. Había empezado a levantarla como una pesa cada vez que se encontraba solo en la habitación, aprisionado tras ella. Al principio, no pudo pasar de cinco o seis levantamientos de unos quince centímetros. Ahora podía hacer dieciocho o veinte sin descansar. No estaba mal, teniendo en cuenta que la maldita máquina pesaba unos veinte kilos.

Manipuló la cerradura con una de las horquillas, conservando dos recambios entre los dientes como una costurera marcando un dobladillo con alfileres.

Pensó que el trozo de horquilla que estaba dentro de la cerradura podría echar a perder la cosa; pero no fue así. Acertó con el rodete y lo levantó arrastrando la lengüeta con él. Se detuvo un momento preguntándose si ella habría puesto un cerrojo al otro lado. Aunque había tratado de parecer más débil y enfermo de lo que estaba, las sospechas del paranoico penetran muy hondo y se extienden muy lejos. De pronto, la puerta se abrió.

Sintió la misma sensación nerviosa de culpabilidad, el apremio de actuar con suma rapidez. Se preparó para escuchar el motor de la vieja Bessie cuando volviera, aunque sólo hacia cuarenta y cinco minutos que se había marchado. Sacó un montón de pañuelos, los empapó en la jarra y se inclinó torpemente con la masa mojada en la mano. Apretando los dientes e ignorando el dolor, empezó a frotar la marca en el lado derecho de la puerta.

Para su consuelo, comenzó a desaparecer casi de inmediato. Las ruedas no habían llegado a rayar la pintura, como él había temido; sólo la habían rozado.

Retrocedió, giró la silla y volvió hacia adelante para poder limpiar la otra marca. Cuando hizo todo lo que podía, volvió a retroceder y miró la puerta tratando de verla a través de los ojos exquisitamente suspicaces de Annie. Las marcas seguían allí, pero muy débiles, casi imperceptibles. Pensó que no ocurriría nada.

—Rayos y centellas —dijo, se humedeció los labios y rió secamente—. ¡Es sensacional, señoras y señores!

Volvió a acercarse a la puerta y echó una mirada al pasillo; pero ahora que las marcas habían desaparecido, no sintió la necesidad de aventurarse más lejos ni de correr más riesgos, por el momento. Lo intentaría otro día. Cuando se presentara la ocasión oportuna, sabría distinguirla.

Cerró la puerta y el sonido le pareció muy fuerte.

«No debes llorar por ese pájaro exótico, Paulie, porque pasado un tiempo olvidó el olor de la selva a mediodía, los sonidos de los ñus en los charcos y el intenso olor ácido de los árboles ieka-ieka en el gran claro al norte de la Carretera Grande —advirtió una voz interior—. Al cabo de un tiempo, olvidó el color rojizo del sol muriendo tras el Kilimanjaro. Al cabo de un tiempo, sólo reconocía los ocasos fangosos y contaminados de Boston, eso era todo lo que recordaba y todo cuanto quería recordar. Tras mucho tiempo, ya no quería volver y si alguien lo devolviese a su continente y lo dejase en libertad, sólo sería capaz de encogerse en un rincón aterrorizado, dolorido, y desorientado hasta que algo llegase y acabase con él».

—África, menuda mierda —dijo con voz temblorosa.

Llorando, impulsó la silla hasta la papelera y enterró la pelota de pañuelos Kleenex bajo los papeles. Volvió a poner la silla en su lugar bajo la ventana y metió un papel en la Royal.

«Y por cierto, Paulie —prosiguió la voz—, ¿habrá asomado ya el parachoques de tu coche por la nieve? ¿Estará ya brillando al sol, esperando que alguien pase y lo vea mientras tú permaneces aquí sentado, desperdiciando lo que puede ser tu última oportunidad?».

Miró la hoja de papel en blanco y pensó:

«No seré capaz de escribir ahora. Eso lo estropeó».

Pero en el fondo, nunca nada había logrado estropearlo. Podía estropearse, por supuesto; pero a pesar de la supuesta fragilidad del acto creativo, siempre había sido lo más fuerte, lo más perdurable. En su vida, nada había conseguido contaminar el pozo loco de sus sueños: ni la bebida, ni las drogas, ni el dolor. Escapó hacia ese pozo como un animal sediento que encuentra un charco al atardecer y bebió de él, lo que significa que encontró un agujero en el papel y se lanzó a su interior, agradecido. Cuando Annie regresó, a las cinco menos cuarto, había escrito casi cinco páginas.

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