Misery

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III - Paul » 3

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—¡Suéltame! —gritó, y se volvió hacia Geoffrey cerrando la mano en un puño. Los ojos saltaban enloquecidos en su cara lívida y parecía no darse cuenta en absoluto de quién le impedía llegar a su amada. Geoffrey comprendió con fría certeza que lo que había visto cuando Hezequiah corrió la cortina protectora de arbustos, había estado a punto de hacer que Ian perdiese el juicio. Aún se tambaleaba al borde de la locura y el más ligero empujón haría que se precipitase. Si eso ocurría se llevaría a Misery con él.

—Ian

—¡Déjame en paz!

Ian tiró hacia atrás con furia y Hezequiah gimió asustado.

No, amo, poner abejas locas. Ellas pican señora.

Ian parecía no escuchar. Se libró de Geoffrey con los ojos enloquecidos lanzando a su viejo amigo un puñetazo en la mejilla. Por la cabeza de Geoffrey volaron estrellas negras, pero aun así vio que Hezequiah empezaba a blandir el mortífero gosha, un saco lleno de arena que utilizaban los bourkas en la lucha cuerpo a cuerpo.

No —murmuró—. Déjame a mí.

De mala gana, Hezequiah hizo que el gosha se desenredase hasta el final de su cuerda de cuero como unndulo que va detenndose.

De pronto, un nuevo golpe sacudió la cabeza de Geoffrey, aplastando sus labios contra los dientes y haciéndole sentir en la boca el sabor agridulce y cálido de la sangre. Se produjo un sonido seco y largo mientras la camisa de Ian, descolorida y desgarrada por todas partes, empezaba a romperse bajo el puño de Geoffrey. De un momento a otro, lograría liberarse. Geoffrey se dio cuenta con estupor de que era la misma camisa que Ian llevaba puesta en el banquete del barón tres noches atrás… Por supuesto. No había tenido tiempo de cambiarse desde entonces, ni Ian, ni ninguno de ellos. Sólo hacía tres noches, pero daba la impresión que hubiese estado llevando esa camisa durante los últimos tres años, como a él le parecía que habían pasado trescientos desde la fiesta. «Sólo hace tres noches», pensó otra vez con estúpida perplejidad, e Ian empezó a lanzar puñetazos.

—¡Suéltame, maldito! —Ian lanzó una y otra vez su puño ensangrentado contra la cara de Geoffrey, el amigo por el cual, en su sano juicio, hubiese dado la vida.

—¿Quieres demostrar tu amor por ella matándola? —preguntó Geoffrey suavemente—. Si eso es lo que quieres hacer, viejo amigo, entonces déjame inconsciente.

El puño de Ian vaciló. Algo parecido a la cordura volvió a su rostro enloquecido y aterrorizado.

Tengo que salvarla —murmuró como en un sueño—. Siento haberte pegado, Geoffrey, de veras lo siento, querido amigo; pero tengo que… Tú la ves… —Dirigió una rápida mirada como si pretendiera confirmar lo horrible de aquella visión y otra vez trató de correr hacia el claro del bosque donde Misery había sido atada a un poste con los brazos sobre la cabeza. Brillando en sus muñecas y sujetándola a la rama más baja del eucalipto, el único árbol en el claro, había un objeto que parecía haber captado la atención de los bourkas antes de arrojar al barón Heidzig en la boca del ídolo condenándolo a una muerte horrible. Misery había sido atada con las esposas de acero azul del barón.

Ahora fue Hezequiah quien agarró a Ian, pero los arbustos crujieron y Geoffrey miró al claro. De pronto, el oxígeno dejó de llegar a sus pulmones. Era como si tuviese que subir una colina rocosa con un cargamento de explosivos en mal estado y peligrosamente volátiles. «Una picadura —pensó—, una sola y todo habrá terminado para ella».

No, amo —decía Hezequiah en un tono de paciencia aterrorizada—. Es como dice otro amo… Si usted salir ahí, abejas despertar de su sueño. Y si abejas despertar, no importar ella muere de una picadura o de mucha picadura. Si abejas despertar de su sueño, todos morir, pero ella muere primero y peor.

Poco a poco, Ian se relajó entre su amigo y el hombre negro. Su cabeza se volvió con horrible desagrado, como si no quisiera mirar y sin embargo no pudiese evitarlo.

—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer por mi pobre amada?

No lo sé. —La frase llegó a los labios de Geoffrey que, en su estado de horrible inquietud, apenas pudo mordérselos para que no escapara. Se le ocurrió, y no por primera vez, que el hecho de que Ian tuviese a la mujer que él amaba con igual intensidad, aunque en secreto, le permitía abandonarse a una extraña especie de egoísmo y a una femenina histeria que él no podía permitirse. Después de todo, para el resto del mundo él no era más que el amigo de Misery.

«Sí, sólo su amigo», pensó con una ironía crispada y dolorosa, y entonces sus ojos se volvieron al claro. A su «amiga».

Misery no llevaba ni un trozo de tela; pero Geoffrey pensó que ni la más pudorosa aldeana podría haberla acusado de indecencia. La hipotética puritana tal vez habría gritado huyendo espantada de la visión de Misery, pero sus gritos los habrían causado el terror y la repugnancia, más que una profanación de la decencia. Misery no llevaba ni un pedazo de tela pero distaba mucho de hallarse desnuda.

Estaba vestida de abejas. Desde la punta de sus pies hasta su cabello rubio oscuro, estaba vestida de abejas. Parecía llevar una especie de hábito extraño, porque se movía y ondulaba por las curvas de sus pechos y de sus caderas aunque no soplaba ni la más leve brisa. De igual forma, su cara parecía encerrada en un toque de modestia casi mahometana. Sólo sus ojos, de un gris azulado, miraban a través de la máscara de abejas que se arrastraba lentamente por su cara.

Miles de abejas gigantes de África, las abejas más venenosas y peligrosas del mundo, se arrastraban de arriba abajo por los brazaletes del barón antes de juntarse en las manos de Misery.

Mientras Geoffrey miraba, iban llegando más abejas de todos los puntos cardinales. Sin embargo, le parecía claro, a pesar de su actual distracción, que la mayoría venía del Oeste desde donde amenazaba la gran cara de piedra de la diosa.

Los tambores sonaban con un ritmo constante, tan soporífero como el zumbido de las abejas. Pero Geoffrey sabía lo engañoso que era ese sopor. Había visto lo que le había ocurrido a la baronesa y daba gracias a Dios de que Ian se hubiese librado de presenciarlo… El sonido de ese murmullo adormecedor, aumentó de pronto hasta convertirse en un zumbido estridente, que al principio apagó y luego ahogó por completo los gritos de agonía de la mujer. Había sido una criatura frívola y estúpida, también peligrosa. Casi les había costado la vida cuando había liberado al guarda de Stringfellow; pero estúpida o no, ninn ser humano merecía morir así.

En su mente, Geoffrey repitió la pregunta de Ian: «¿Qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer por mi pobre amada?».

Nada puede hacer ahora, amo; pero ella no en peligro. Mientras suenen tambores, abejas dormir. Y señora dormir también —dijo Hezequiah.

Ahora las abejas la cubrían como una manta gruesa y móvil. Sus ojos, abiertos pero sin ver, parecían retroceder en la cueva viviente de abejas que se arrastraban por su cuerpo.

—¿Y si los tambores se detienen? —preguntó Geoffrey en voz muy baja y casi sin fuerzas. Y en ese instante se detuvieron.

Por un mom o l d s

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