Misery

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III - Paul » 29

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El lápiz se detuvo en medio de una palabra al escuchar un motor que se acercaba. Le sorprendió comprobar lo tranquilo que estaba. La emoción más fuerte que sentía en esos momentos era una ligera molestia por haber sido interrumpido justo cuando empezaba a flotar como una mariposa y a volar como una abeja. Los tacones de Annie salieron marcando un stacato por el pasillo.

—¡Apártese de ahí! —Tenía la cara seria y tensa. La bolsa caqui colgaba de su hombro, abierta—. Apártese de la ven…

Se interrumpió al comprobar que ya lo había hecho. Miró para asegurarse de que no había nada en el alféizar.

—Es la guardia del estado —dijo; parecía nerviosa, pero controlada, la bolsa estaba al alcance de su mano—. ¿Se va a portar bien, Paul?

—Sí —respondió.

Sus ojos le escrutaron la cara.

—Voy a fiarme de usted —dijo finalmente, y se fue cerrando la puerta, pero sin molestarse en echar la llave.

El coche giró por el camino con el ruido suave y dormido característico de la fábrica que monta el gran motor Plymouth 442. Oyó cómo se cerraba la puerta metálica de la cocina y acercó la silla a la ventana de modo que, permaneciendo en la penumbra, pudiese ver lo que ocurría. El coche se detuvo delante de Annie. El conductor salió y se paró justo donde el joven guardia había pronunciado sus tres últimas palabras… Pero eso era lo único que ambos tenían en común. El guardia había sido un enclenque jovencito veinteañero, un novato cubriendo un detalle de mierda: la desaparición de un escritor chiflado que había destrozado su coche y que luego se había adentrado en el bosque o se había largado haciendo autostop.

El agente que acababa de salir del coche tenía unos cuarenta años y los hombros tan anchos como la viga de un establo. Su cara era un bloque de granito con algunas arrugas superficiales junto a los ojos y en las comisuras de los labios.

Annie era una mujer corpulenta, pero ese tipo hacía que pareciese ridícula.

También había otra diferencia. El guardia que Annie había matado estaba solo. Del otro asiento del coche bajó un hombre de paisano, bajito, con los hombros caídos y el cabello rubio y lacio. «David y Goliat —pensó Paul—. Mutt y Jeffe».

El hombre de paisano caminó rodeando el coche a paso lento. Su cara parecía vieja y cansada, como la de un hombre soñoliento, a excepción de los ojos, de un azul desvaído. Sus ojos estaban bien despiertos y miraban a todas partes al mismo tiempo. Paul pensó que debía ser rápido.

Los dos flanquearon a Annie y ella les hablaba levantando primero la vista para dirigirse a Goliat y luego bajando los ojos para contestar a David. Se preguntó qué pasaría si rompía la ventana otra vez y gritaba pidiendo socorro. Pensó que las posibilidades de que la cogieran eran de ocho contra diez. Ella era rápida, pero el policía grandullón parecía más rápido a pesar de su tamaño y lo bastante fuerte para arrancar árboles con las manos. El tímido caminar del hombre de paisano podía ser tan deliberadamente engañoso como su mirada soñolienta. Pensaba que la cogerían, sólo que a ellos les sorprendería, a ella no; y eso le concedía una ventaja importante.

La chaqueta del hombre bajo estaba abotonada, a pesar del ardiente calor. Si ella disparaba primero contra Goliat, tal vez podría meterle una bala entre ceja y ceja a David antes de que él pudiese desabotonar la maldita chaqueta y sacar el arma. Aquella chaqueta abrochada sugería que Annie tenía razón, sólo se trataba de una investigación rutinaria… por el momento.

«Yo no le maté, ¿sabe? Usted lo mató. Si se hubiese callado, yo le habría convencido de que siguiese su camino. Ahora estaría vivo…», había dicho.

¿Se lo creía? Por supuesto que no. Pero aún quedaba ese momento fuerte y doloroso de culpa como una puñalada rápida y profunda. ¿Iba a cerrar la boca porque había dos oportunidades contra diez de que ella se cargase a esos dos?

El sentimiento de culpa le hirió otra vez y desapareció. Pero tampoco era ésa la causa. Sería agradable concederse motivos tan altruistas, pero no era la verdad. Había una sencilla respuesta: quería encargarse de Annie él mismo. «Ellos sólo te meterían en la cárcel, perra —pensó—. Yo sé cómo hacerte daño».

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