Misery

Misery


I - Annie » 13

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Al día siguiente, Annie entró tarde en la habitación con la cara sombría.

—Señorita Wilkes…, Annie. ¿Se encuentra…?

—No.

Paul temió que hubiera sufrido un infarto de miocardio y luego deseó que así fuera.

«¡Ojalá reviente su jodido pecho!», pensó. Sería completamente feliz si pudiese arrastrarse al teléfono, a pesar del dolor. Se arrastraría sobre cristales rotos, si era necesario.

Estaba en lo cierto. Se trataba de algo parecido a un infarto…

Se acercó a él, bamboleándose como un marino que baja del barco después de una larga travesía.

—¿Qué…?

Él trató de escurrirse, pero no tenía sitio. Detrás estaba la cabecera de la cama, y luego la pared.

—¡No!

Llegó al lado de la cama, tropezó, vaciló y por un instante pareció que iba a caer encima. Entonces se detuvo, mirándole con la cara pálida y desencajada, las venas del cuello hinchadas y otra vena latiendo en el centro de su frente. Abrió las manos de golpe, volvió a cerrarlas en dos puños sólidos como rocas y se volvieron a abrir.

—¡Usted…, usted…, usted…, hijo de puta!

—¿Qué? No sé lo…

Pero de repente lo adivinó y sintió un gran vacío en el estómago, como si hubiese desaparecido por completo. Recordó que la noche anterior ella había leído tres cuartas partes del libro. Sin duda lo había terminado. Se había enterado de todo lo que quedaba por enterarse. Había descubierto que Misery no era estéril, sino que lo era Ian. Sentada en aquella sala que él aún no había visto, ¿tendría la boca abierta y los ojos desorbitados cuando Misery comprendió por fin la verdad y tomó la decisión de escapar con Geoffrey? ¿Se le habían llenado los ojos de lágrimas al comprender que Misery y Geoffrey, lejos de mantener relaciones íntimas a espaldas del hombre que ambos amaban, estaban tratando en realidad de ofrecerle el regalo de un hijo que él creería suyo? ¿Se le había acelerado el corazón cuando Misery le había dicho a Ian que estaba embarazada y éste la había abrazado con los ojos llenos de lágrimas, susurrando «Mi amor, oh, mi amor» una y otra vez? Estaba seguro de que todo eso había ocurrido en unos segundos. Pero en vez de llorar con profundo dolor, como debió de hacerlo cuando Misery expiró al dar a luz al niño que Ian y Geoffrey se encargarían de criar juntos, se había visto invadida por una cólera demoníaca.

—¡Ella no puede estar muerta! —chilló, mientras sus puños se abrían y se cerraban a un ritmo cada vez más rápido—. ¡Misery Chastain no puede estar muerta!

—Annie…, Annie…, por favor…

Había un jarro de agua en la mesa. Lo cogió y empezó a blandirlo ante él. Derramó el agua fría en su cara. Un cubito de hielo aterrizó al lado de su oreja derecha y se deslizó almohada abajo hasta instalársele en el hombro.

Imaginó que el jarrón estallaba en su cara, se vio muriendo de una fractura de cráneo con hemorragia cerebral masiva en medio de una inundación de agua helada mientras el vello de los brazos se le erizaba.

No había duda de que era eso lo que ella se proponía hacer.

En el último momento, se volvió y lanzó el jarrón contra la puerta, donde se hizo pedazos igual que el plato de sopa de aquel otro día.

Se giró para mirarle, mientras con la palma de las manos se apartaba de la cara los mechones de cabello gris. Dos manchitas rosas florecieron sobre su palidez.

—¡Maldito cabrón! —jadeó—. ¡Asqueroso pajarraco, cómo ha podido hacerlo!

En aquellos momentos estaba seguro de que su vida dependía de lo que dijese en los próximos veinte segundos. Habló rápido, con urgencia, mirándola fijamente a la cara.

—Annie, en 1871 las mujeres morían frecuentemente al dar a luz. Misery entregó la vida por su marido, por su mejor amigo y por su hijo. El espíritu de Misery siempre…

—¡Yo no quiero su espíritu! —gritó, torciendo los dedos como garras y sacudiéndoselas en la cara como si quisiera arrancarle los ojos—. ¡Yo la quiero a ella! ¡Usted la mató! ¡Usted la asesinó!

Volvió a cerrar las manos y golpeó la almohada como si fuese una muñeca de trapo. Sus piernas relampaguearon y lanzó un grito.

—¡Yo no la maté!

Ella se quedó quieta, mirándole fijamente con aquella expresión estrecha y negra salida de las profundidades de la tierra.

—Claro que no —dijo con un sarcasmo amargo—. Y si usted no fue, Paul Sheldon, ¿quién, entonces?

—Nadie —contestó con suavidad—. Simplemente, murió.

En última instancia, sabía que eso era cierto. Si Misery Chastain hubiese sido una persona real, tal vez la policía le hubiese pedido cuentas a él. Después de todo, él tenía un motivo: la odiaba. La había odiado desde el tercer libro. El día de los Inocentes, cuatro años atrás, había hecho imprimir un pequeño folleto y se lo había enviado a una docena de amigos. Se titulaba El hobby de Misery. En él, Misery pasaba un alegre fin de semana en el campo tirándose a Growler, el setter irlandés favorito de Ian.

Habría podido asesinarla, pero no lo hizo. Al final, a pesar de su desprecio por ella, su muerte le había supuesto una cierta sorpresa. Habría permanecido fiel a sí mismo haciendo que el arte imitase la vida, aunque fuese un poco, y que llegase hasta el final de las trasnochadas aventuras de Misery. Ella había fallecido de una muerte casi inesperada. Sus alegres cabriolas no alteraban ese hecho cierto.

—Miente —murmuró Annie—. Yo creí que usted era bueno; pero no lo es. Usted no es más que un asqueroso pajarraco embustero.

—Ella se fue, eso es todo. Esas cosas ocurren a veces. Es como en la vida real cuando alguien…

Annie tiró la mesita de noche. El cajón salió disparado. El reloj y unas monedas cayeron con él. Ni siquiera sabía que estaban allí. Se encogió todo lo que pudo.

—¿Cree que soy imbécil? —inquirió la mujer con los labios apretados enseñando los dientes—. En mi trabajo, he visto morir a docenas, a cientos de personas. Algunas se van gritando; otras, lo hacen dormidas; simplemente se van, como usted dice, pero los personajes de los libros son otra cosa. Dios nos reclama cuando le parece que ya es hora y un escritor es como Dios con los personajes de un relato, los crea como Dios a nosotros y nadie puede pedirle cuentas. De acuerdo, está bien; pero en lo que a Misery respecta, voy a decirle una cosa, asqueroso pajarraco, da la casualidad de que Dios tiene las piernas rotas y está en mi casa comiéndose mi comida y…

Volvió a guardar silencio. Se puso rígida, con los brazos caídos a los lados del cuerpo mirando la pared, en la que colgaba una vieja fotografía del Arco de Triunfo. Allí permaneció mientras Paul la miraba desde la cama, con manchas circulares en la almohada junto a sus orejas. Oía el agua del jarrón goteando en el suelo y se le ocurrió que podría cometer un asesinato. Había pensado en ello de forma estrictamente académica, por supuesto, aunque esta vez no era así y sabía por qué. Si ella no hubiese tirado el jarrón, él mismo lo habría estrellado contra el suelo para tratar de clavarle un trozo de vidrio en la garganta mientras estaba así, quieta e inerte como un paragüero.

Miró los objetos que habían caído del cajón, pero sólo había monedas, una pluma, un peine y su reloj. Faltaba la cartera. Y, lo que aún era más importante, no había ninguna navaja suiza del Ejército.

Ella fue volviendo en sí poco a poco; al menos, la furia parecía haber remitido.

—Creo que lo mejor será que me marche. Vale más que no le vea por un tiempo. Creo que es lo… más prudente.

—¿Marcharse? ¿Adónde?

—No importa. A un sitio que yo sé. Si me quedo aquí, haré algo que no debo. Necesito pensar. Adiós, Paul.

Atravesó la habitación.

—¿Volverá a darme mi medicina? —preguntó, alarmado.

Salió y cerró sin contestar.

Escuchó sus pasos por el vestíbulo. Parpadeó mientras le llegaban sus gritos rabiosos, palabras incomprensibles y el ruido de algo que caía destrozándose. Una puerta se cerró de golpe. Un motor arrancó. Oyó un chirrido de ruedas girando en la nieve compacta. El ruido del motor empezó a alejarse. Emitió un ronquido, luego un zumbido y finalmente desapareció.

Estaba solo. Solo en casa de Annie Wilkes, encerrado en aquella habitación. La distancia entre ese lugar y Denver era como la que existía entre el zoológico de Boston y África.

Estaba en la cama, mirando al techo, con la garganta seca y el corazón latiendo a toda velocidad.

Al cabo de un rato, el reloj de la sala dio las doce y la marea empezó a bajar.

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