Misery

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I - Annie » 22

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El sueño tardó mucho en llegar. Flotaba en la droga y trató de pensar en la situación en la que se encontraba. Ahora parecía un poco más fácil pensar en el libro que había creado y luego destruido.

Era como recomponer trocitos de tela que pudiesen unirse para hacer un edredón.

Estaba a kilómetros de distancia de los vecinos que, según Annie, no la soportaban. ¿Cómo había dicho que se llamaban? Boynton. No, Roydman. Eso era, Roydman. ¿Y a qué distancia estaban de la ciudad? Seguramente no demasiado lejos. Se encontraba en un círculo cuyo diámetro podía ser, como mínimo, de unos veinticuatro kilómetros y como máximo de setenta y dos. Por patéticamente reducida que fuese esa área, la casa de Annie Wilkes, los Roydman y el centro de Sidewinder estaban en su interior.

«Y el coche… Mi Camaro también está en alguna parte de este círculo. ¿Lo habrá encontrado la policía?», se preguntó.

No lo creía. Era una persona famosa. Si se encontraba un coche con la matrícula registrada a su nombre, una investigación superficial revelaría que había estado en Boulder y que luego se había perdido su pista. El descubrimiento del coche siniestrado iniciaría una búsqueda, reseñas en los noticiarios…

«Ella nunca ve la televisión, jamás escucha la radio, a menos que tenga auriculares», pensó.

La situación le recordaba a la historia del perro de Sherlock Holmes que no ladraba. No habían encontrado el coche, porque no había venido la policía. De lo contrario, habrían investigado a todo el mundo dentro de esa área hipotética. ¿Y cuánta gente podía haber cerca de la cima del Western Slope?[1] ¿Los Roydman, Annie Wilkes, tal vez otros diez o doce habitantes?

Que no lo hubiesen encontrado hasta el momento, no significaba que no pudiesen hacerlo.

Su vívida imaginación, la que no había heredado de su familia materna, tomó el mando. El policía era alto, fríamente bien parecido, con las patillas quizá un poco más largas de lo que permitía el reglamento. Llevaba gafas de sol en las que el sujeto interrogado podía ver su imagen reflejada. Su voz tenía el acento del Medio Oeste:

«Hemos encontrado un coche volcado cerca del monte Humbuggy. Pertenece a un escritor famoso llamado Paul Sheldon. Hay sangre en los asientos y en el salpicadero, pero ni rastro del hombre. Puede haber salido arrastrándose y haberse perdido».

Aquello era ridículo, teniendo en cuenta el estado de sus piernas; pero claro, ellos ignoraban el alcance de sus lesiones. En cualquier caso, deducirían que, si no estaba allí, debía de tener fuerzas suficientes para alejarse. El curso de sus investigaciones no tenía por qué conducirles a la improbable posibilidad de un secuestro. Tal vez ni siquiera se les ocurriría.

«¿Recuerda haber visto a alguien en la carretera el día de la tormenta? Un hombre alto, de unos cuarenta años, cabello rubio. Suponemos que llevaba pantalón vaquero, una camisa de franela a cuadros y un anorak. Podía parecer desorientado. ¡Demonios, quizá no sabía ni dónde estaba!».

Annie habría recibido al policía en la cocina, donde le ofrecería una taza de café. Cuidaría de que todas las puertas y la habitación estuviesen cerradas por si él gruñía.

«Pues no, agente, no vi ni un alma. Volví a casa lo más rápido que pude cuando Tony Roberts me dijo que esa tormenta no iba a desviarse hacia el Sur».

El agente, dejando su taza de café y levantándose de la silla añadiría: «Bueno, si ve a un hombre que se ajuste a esa descripción, espero que se ponga en contacto con nosotros tan pronto como pueda. Es un tipo bastante famoso, ¿sabe? Salió en People y en otras revistas».

—Seguro que lo haré, oficial.

Y el agente se marcharía.

Quizá ya había ocurrido algo así sin que él lo supiera. Tal vez un policía como ése había visitado a Annie mientras él estaba drogado. Sin embargo, después de meditarlo, se convenció de que era improbable. Él no era Jow Blown de Kokomo, un transeúnte cualquiera. Había salido en People (gracias a su best-seller) y en Us (gracias a su primer divorcio).

Sin duda alguien se preguntaría por él en el «Personality Parade» de Walter Scott de los domingos. Reanudarían las investigaciones. Quizá volverían los mismos policías. Cuando una celebridad (o una casi celebridad como es un escritor) desaparecía, se armaba revuelo.

«Sólo estás imaginando, muchacho», se recordó Paul.

Tal vez fueran imaginaciones o quizá hipótesis. De cualquier modo, era mejor que estar tumbado sin hacer nada.

¿Había vallas en la carretera?

Trató de recordar, pero no pudo. Sólo se acordaba de que iba a coger los cigarrillos y de pronto la tierra y el cielo cambiaron de lugar. Luego la oscuridad. Pero otra vez la deducción, o el hábito de fantasear, le indujo a creer que había algo más. Los postes aplastados y los cables arrancados hubiesen alertado a los equipos de mantenimiento de carreteras.

Por tanto, ¿qué había ocurrido exactamente?

Perdió el control en un lugar donde no había una pendiente muy pronunciada, sólo lo suficiente para que el coche volcara.

Pero ¿dónde estaba su coche? Enterrado en la nieve, por supuesto.

Paul se tapó los ojos con el brazo e imaginó una excavadora subiendo por la carretera en la que había volcado dos horas antes. Al caer la tarde, la excavadora era una nebulosa de un naranja pálido sobre la nieve. El conductor iba muy abrigado. Llevaba en la cabeza una vieja gorra de ferroviario de tela blanca y azul. A su derecha, en el fondo de una hondonada superficial, que un poco más allá se convertía en una garganta típica de los campos del Norte, yacía el Camaro de Paul Sheldon con un adhesivo desvaído en el parachoques anunciando: HART PRESIDENTE, y que era lo único que brillaba allá abajo. El tipo de la excavadora no vio el coche. La pegatina estaba demasiado descolorida para llamarle la atención. Además era casi de noche y él estaba molido. Sólo quería terminar su última salida y devolver la excavadora para tomar una taza bien caliente de café. Deja atrás el coche y avanza barriendo nubes espumosas de nieve hacia el declive. Del Camaro, enterrado ya casi hasta las ventanillas, apenas se ve la línea del capó. Después, en lo más profundo de las tinieblas tormentosas, cuando hasta lo que se tiene delante de las narices parece irreal, el hombre del segundo turno pasaría por allí en dirección opuesta y lo sepultaría.

Paul abrió los ojos y miró el enyesado del techo. Había una serie de finas grietas con forma de w. En el transcurso interminable de los días que llevaba allí desde su salida de la bruma, se había familiarizado mucho con ellas y ahora volvió a seguirlas pensando, indolente, en palabras que empezasen con aquella letra, como wicked, wretched, witch y wriggling.[2]

Quizá había ocurrido así. ¿Por qué no?

¿Había pensado ella en lo que sucedería si encontraban el coche?

Era muy probable. Estaba loca, pero eso no significaba que fuese estúpida.

Sin embargo, no se le había ocurrido que él pudiese tener una copia del manuscrito de Automóviles veloces.

¿Qué demonios importaba? Esa perra estaba en lo cierto. No la tenía.

Imágenes de páginas calcinadas flotando, las llamas, los sonidos, el olor de la destrucción, todo eso pasó por su mente. Apretó los dientes y trató de no pensar en ello. Lo vívido no era siempre lo mejor.

«No, no hiciste ninguna copia, aunque nueve de cada diez escritores la hubiesen hecho. Sobre todo ganando lo que tú ganas, incluso con los libros que no son de Misery. Ella no pensó en eso», caviló en silencio.

«Pero ella no es escritora. Y tampoco es estúpida —prosiguió—, en eso estamos de acuerdo. Creo que está orgullosa de sí misma; su ego es enorme, descomunal. Le pareció que lo correcto era quemarlo, y la idea de que su concepto de lo correcto pudiese verse interferido por algo tan prosaico como una fotocopiadora Xerox y unas cuantas monedas…, la posibilidad de ese contratiempo, ni siquiera pasó por su cabeza, amigo mío».

Sus demás deducciones podían ser como casas construidas sobre arena movediza, pero la visión que tenía de Annie Wilkes le parecía tan sólida como el peñón de Gibraltar. Gracias al trabajo de investigación que había realizado para escribir Misery, tenía un conocimiento de la neurosis y de la psicosis superior al del lego y sabía que, aunque el psicótico podía sufrir períodos alternativos de depresión y de euforia casi agresiva, el ego inflado e infectado estaba en el fondo de todo, seguro de que cuantos ojos había en el mundo convergían en él, seguro de ser el protagonista de un gran drama cuyo desenlace era esperado, con la respiración contenida, por incontables millones de personas.

Un ego semejante prohibía ciertas líneas de pensamiento. Estas líneas eran predecibles porque todas se extendían en la misma dirección: desde la persona desequilibrada a los objetos, a las situaciones, a otras personas ajenas a su control o a fantasías que el neurótico puede distinguir como tales, pero que el psicótico identifica con la realidad sin establecer diferencia alguna.

Annie Wilkes quería que Automóviles veloces fuese destruido. Así pues, para ella ésa era la única copia existente.

Tal vez hubiese podido salvar el maldito manuscrito diciéndole que había otras copias. En tal caso, ella habría pensado que sería inútil destruirlo…

( )

Su respiración, sumida en el cadencioso ritmo del sueño, se atragantó de repente en la garganta y abrió los ojos de par en par.

Sí, ella habría comprendido que era inútil. Se habría visto forzada a reconocer una de esas líneas que conducían a un lugar fuera de su control. Su ego se sentiría herido, chillaría.

«¡Tengo tan mal genio!», había dicho.

De haberse enfrentado al hecho de que no podía destruir aquel «libro sucio», ¿habría decidido tal vez destruir en su lugar al creador de ese «libro sucio»? Después de todo, no podía haber una copia de Paul Sheldon.

Su corazón latía con celeridad. En la otra habitación, el reloj empezó a sonar y escuchó sus pesados pasos, el lejano ruido de sus orines, el agua del inodoro, los pesados golpes de sus pies volviendo a la cama, el crujido de los muelles.

«No volverá a enfurecerme, ¿verdad?».

Su mente trató de arrancar de pronto al galope como un caballo trotón intentando sacudirse las bridas. ¿Qué tenía que ver aquel psicoanálisis barato con su coche y con el momento en que fuese descubierto? ¿Qué significaba todo eso para él?

—Espera un momento —murmuró en la oscuridad—. Espera un momento, muchacho. Poco a poco…

Volvió a taparse los ojos con el brazo y otra vez imaginó al guardia del Estado con las gafas oscuras y las patillas demasiado largas: «Hemos encontrado un coche volcado en medio del monte Humbuggy», decía el agente.

Sólo que esta vez Annie, en lugar de invitarlo a tomar café, no se sentiría segura hasta que se alejara carretera abajo. Incluso en la cocina, con dos puertas cerradas entre ellos y la habitación de los invitados, con el huésped drogado hasta las narices, el guardia podía escuchar un gruñido.

Si encontraban el coche, Annie Wilkes sabría que estaba metida en un buen lío, ¿no?

—Sí —murmuró Paul. Las piernas empezaban a dolerle otra vez, pero en el horrible amanecer de su descubrimiento, casi no lo sintió.

Sin duda estaría metida en un buen lío, pero no por haberlo llevado a su casa, sobre todo estando más cerca que Sidewinder (según creía Paul). Por aquello quizá le concederían un carné vitalicio de socia del Club de Amigos de Misery Chastain. —Asociación realmente existente, para su perpetua mortificación—. El problema era que además de llevarlo a su casa e instalarlo en una habitación, no se lo había dicho a nadie. Ni siquiera hizo una llamada al ambulatorio local: «Soy Annie Wilkes, de la carretera del monte Humbuggy, y aquí tengo a un sujeto al que parece que King Kong ha utilizado de trampolín». El problema era que lo había llenado de droga a la que seguramente no tenía acceso legal, aunque no hubiese estado tan enganchado como suponía. Y además de drogarlo, lo había sometido a un extraño tratamiento entablillándole las piernas con trozos serrados de muletas de aluminio. El problema, en fin, era que Annie Wilkes había estado en el banquillo de Denver y… «no como testigo —pensó Paul—, apostaría lo que fuese».

Así que Annie vería alejarse al policía por la carretera en su limpísimo todo-terreno, excepto por los trozos de nieve y sal pegados en las ruedas y bajo los guardabarros. Entonces se sentiría segura otra vez, aunque no demasiado, porque ahora sería como un animal acorralado con el cerco cada vez más estrecho.

Los policías seguirían buscando porque él no es simplemente el bueno de Joe Blow de Kokomo. Él es Paul Sheldon, el Zeus literario de cuya frente surgió Misery Chastian, novia de idiotas y de supermercados. Tal vez dejarían de buscar durante un tiempo o buscarían en otra parte; pero era posible que uno de los Roydman la viera llegar aquella noche y notara algo raro en la parte trasera de la vieja Bessie, algo vagamente antropomorfo envuelto en un edredón. Aun cuando no hubiesen visto nada, no podía estar segura de que los Roydman no inventasen una historia para causarle problemas. No la soportaban…

Los policías tal vez volverían y la próxima vez su huésped podría no estar tan callado.

Recordó sus ojos vagando sin rumbo cuando el fuego de la barbacoa había estado a punto de descontrolarse. La recordaba lamiéndose los labios, caminando arriba y abajo; veía las manos cerrándose y abriéndose, echando de vez en cuando un vistazo a la habitación en la que él yacía perdido en su bruma. Y también de vez en cuando emitiría un «Dios mío» en las habitaciones vacías.

Había capturado un exótico pájaro con plumas hermosas, un pájaro exótico de África.

¿Y qué harían si lo descubrían?

Sentarla de nuevo en el banquillo de los acusados, por supuesto. Sentarla en el banquillo de Denver, y esta vez quizá no saliese libre del asunto.

Retiró el brazo de los ojos. Volvió a mirar las extrañas formas que bailaban en el techo. No necesitaba cubrir su rostro para ver el resto. Puede que ella se aferrase a él durante un día o una semana más. Una llamada telefónica de seguimiento o una visita podían decidirla a librarse de su rara avis. Pero al final, lo haría… como los perros salvajes entierran a sus víctimas al verse perseguidos.

Le daría cinco cápsulas en vez de dos, lo ahogaría con la almohada o simplemente le dispararía. Seguro que guardaba un rifle en alguna parte. Casi todos los que viven en la alta montaña poseen uno. Y así solucionaría el problema.

No, con el arma no. Resultaría problemático, podía dejar evidencia.

Aquello no había ocurrido todavía porque no habían encontrado su coche. Aunque lo estuvieran buscando en Nueva York o en Los Ángeles, nadie lo haría en Sidewinder, Colorado.

Pero en la primavera…

El latido de sus piernas era más insistente. La próxima vez que sonase el reloj, ella vendría, y casi tenía miedo de que pudiese leer sus pensamientos como la premisa desnuda de una historia demasiado truculenta para ser escrita. Los ojos se desviaron a la izquierda. Había un calendario en la pared, mostrando el mes de febrero, con un niño bajando por una colina en un trineo; pero si sus cálculos eran correctos, ya estaban en marzo. Annie Wilkes había olvidado volver la página.

¿Cuánto faltaba para que la nieve derretida revelase el Camaro con la matrícula de Nueva York y su registro en la guantera proclamando que el dueño era Paul Sheldon? ¿Cuánto tiempo habría de pasar para que el guardia la visitase o para que ella leyese el hallazgo en los periódicos? ¿Cuánto tardaría en llegar la primavera?

¿Seis semanas? ¿Cinco?

«Eso es lo que puede quedarme de vida», pensó Paul, y empezó a temblar. Sus piernas habían despertado del todo y no pudo dormirse hasta que ella le administró otra dosis de medicina.

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