Misery

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II - Misery » 2

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Annie dejó las tres páginas del manuscrito en la mesita de noche y él esperó su opinión. Sentía curiosidad, pero no estaba verdaderamente nervioso. Le había sorprendido la facilidad con que había vuelto a introducirse en el mundo de Misery. Era un mundo trasnochado y melodramático, pero eso no alteraba el hecho de que el retorno no había sido ni remotamente tan desagradable como había temido, sino que, por el contrario, había sido algo reconfortante, como calzarse un par de zapatillas viejas. Por eso se quedó honestamente perplejo cuando ella le dijo:

—No está bien.

—¿No… no le gusta?

Casi no podía creerlo. ¿Cómo era posible que le hubiesen gustado las otras novelas de Misery y ésta no? Era tan grotesca que casi resultaba una caricatura, como la maternal señora Ramage apestando a tabaco o Ian y Misery haciéndose arrumacos como un par de colegiales recién salidos del baile de los viernes…

Ahora era ella la que parecía sorprendida.

—¿Gustarme? Claro que me gusta. Es hermoso. Cuando Ian la tomó en sus brazos, lloré; no pude evitarlo. —Sus ojos todavía estaban un poco enrojecidos—. Y eso de poner mi nombre a la enfermera de Thomas…, ha sido un detalle muy bonito.

«También astuto —pensó—, o al menos eso espero. Además, estúpida, el nombre del niño iba a ser Sean, por si te interesa. Lo cambié para no tener que escribir a mano tantas puñeteras enes».

—Entonces, me temo que no comprendo…

—No, no lo entiende. No he dicho que no me gustara, dije que no estaba bien. Hay algo que no encaja. Tendrá que cambiarlo.

¿Se le había ocurrido pensar alguna vez que ella era la perfecta espectadora? «Muy bien, muchacho —se recriminó—. Mereces un reconocimiento, Paul, cuando cometes un error, metes la pata hasta el cuello». La Lectora Constante se había convertido en el editor inmisericorde.

Sin darse cuenta, fingió la expresión de sincera concentración que usaba para escuchar a los editores. Pensó que era como preguntar: «¿Puedo ayudarle en algo, señora?». Y así era, porque la mayoría de los editores se parecían a las mujeres que entran en un taller de reparación y le dicen al mecánico que arregle un ruido muy extraño en el motor, que hace rum, rum, y que, por favor, lo tenga listo dentro de una hora. Una expresión de sincera concentración era adecuada porque los halagaba y cuando los editores se sentían halagados a veces renunciaban a algunas de sus ideas más disparatadas.

—¿Por qué dice que hay algo que no encaja?

—Bueno, Geoffrey salió a buscar al médico —le respondió—. Eso es correcto. Ocurrió en el capítulo treinta y ocho de El hijo de Misery. Pero el médico no llegó, como usted bien sabe, porque el caballo de Geoffrey tropezó con la barrera del peaje del asqueroso señor Cranthorpe al tratar de saltarla. Espero que ese pajarraco reciba su merecido en El retorno de Misery, Paul, de verdad. Geoffrey se fracturó el hombro y algunas costillas y estuvo ahí tirado casi toda la noche bajo la lluvia, hasta que el hijo del pastor pasó por allí y lo encontró. El médico no llegó a casa, ¿comprende?

—Sí. —De repente se vio incapaz de apartar los ojos del rostro de la mujer.

Había pensado que ella pretendía asumir el papel de editor o tal vez el de colaborador, tratando de insinuarle lo que tenía que escribir y cómo. Pero no era eso. Ella esperaba, por ejemplo, que el señor Cranthorpe recibiese su merecido, aunque no lo exigía. Ella veía que el curso creativo de la novela estaba fuera de sus manos, a pesar del control evidente que ejercía sobre él. Pero algunas cosas no se podían hacer de ninguna manera. La creatividad o la falta de creatividad nada podía hacer para modificarlas. Intentarlo era tan absurdo como emitir un decreto revocando la ley de la gravedad o tratar de jugar al tenis de mesa con un ladrillo. Ella era verdaderamente la Lectora Constante, pero eso no significaba Idiota Constante.

No le permitía que matase a Misery, pero tampoco admitiría que la devolviese a la vida mediante una argucia.

«Pero si la maté de verdad —pensó fatigado—, ¿qué voy a hacer?».

—Cuando era niña —dijo ella—, ponían seriales en los cines. Un episodio cada semana. El Vengador Enmascarado y Flash Gordon, y hasta uno de Frank Buck, el hombre que fue a África a cazar animales salvajes y que podía dominar a tigres y leones con sólo mirarlos. ¿Se acuerda de esos seriales?

—Los recuerdo, pero usted no puede ser tan mayor, Annie. Debe de haberlos visto en la televisión o se los habrá contado un hermano o una hermana mayor.

Por un instante, la solidez de su carne se vio alterada por unos hoyuelos que aparecieron en la comisura de los labios.

—Vamos, no sea adulador. Es verdad que tenía un hermano mayor y solíamos ir al cine los sábados por la tarde. Eso era en Bakersfield, California, donde me crié. Y aunque me gustaba el noticiario, los dibujos animados y la película, lo que esperaba con ansiedad era el episodio del serial. Durante la semana, si la clase estaba aburrida o si tenía que cuidar de los cuatro chicos de la señora Krenmitz, pensaba en él. Odiaba a aquellos niños, ¿sabe?

Annie se sumergió en un silencio melancólico con los ojos fijos en la pared. Se había desconectado de la realidad. Era la primera vez en varios días que le ocurría y él se preguntó inquieto si eso significaba que se estaba deslizando hacia la parte depresiva de su ciclo. Si era así, tendría que asegurar sus escotillas de emergencia.

Por fin, regresó con su expresión de sorpresa habitual, como si esperara que el mundo hubiera desaparecido.

—Mi favorito era Rocket Man. Al final del capítulo seis, Muerte en el cielo, aparecía inconsciente mientras su avión se precipitaba en picado. Y al final del capítulo nueve, Destino ardiente, permanecía atado a una silla en un almacén que estaba ardiendo. A veces salía en un coche, sin frenos, otras se enfrentaba con gas venenoso, electricidad…

Annie hablaba de esas cosas con una ternura extraña por su autenticidad.

—Les llamaba cliff-hangers[8] —se atrevió a decir.

Ella frunció el ceño.

—Ya lo sé, Señor Sabihondo. Joder, a veces pienso que me considera terriblemente estúpida.

—No, Annie, de veras.

Agitó una mano con impaciencia y él comprendió que era mejor no interrumpirla.

—Resultaba divertido tratar de imaginar cómo se las arreglaría Rocket Man para salir de aquellos aprietos. Unas veces lo conseguía y otras no. En realidad no me importaba, siempre que los guionistas jugaran limpio.

Lo miró fijamente para asegurarse de que captaba el mensaje. Paul pensó que era imposible no hacerlo.

—Como cuando apareció inconsciente en el avión. Despertó y había un paracaídas debajo de su asiento. Se lo puso y saltó. Aquello fue limpio.

«Miles de profesores de literatura inglesa no estarían de acuerdo con usted, querida —pensó Paul—. Usted está hablando de una cosa que se llama deus ex machina, el dios desde la máquina que se utilizó por primera vez en los anfiteatros griegos. Cuando el dramaturgo metía a su héroe en un aprieto imposible, bajaba una silla cubierta de flores. El héroe se sentaba en ella y lo subían, sacándolo del peligro. Hasta el más estúpido jovenzuelo podía captar el simbolismo, el héroe había sido salvado por Dios. Pero el deus ex machina, también conocido en la jerga técnica como “el truco del paracaídas debajo del asiento”, pasó de moda alrededor del año 1700. Exceptuando, por supuesto, mediocridades como el serial de Rocket Man o los libros de Nancy Drew. Creo que usted no se ha enterado de la noticia, Annie».

Durante uno de esos momentos terribles que nunca olvidaría, Paul creyó que iba a sufrir un ataque de risa. Considerando el ánimo con que ella se había levantado esa mañana, su reacción le acarrearía, con toda seguridad, un desagradable y doloroso castigo. Rápidamente, se tapó la boca con una mano para evitar sonreír e improvisó un acceso de tos.

Ella le palmeó la espalda con fuerza suficiente para hacerle daño.

—¿Se siente mejor?

—Sí, gracias.

—¿Puedo continuar, Paul, o está planeando estornudar? ¿Le traigo el orinal? ¿Tiene ganas de vomitar?

—No, Annie, por favor, continúe. Lo que está contando es fascinante.

Le miró un poco más calmada, pero no mucho.

—Cuando él encontraba el paracaídas bajo el asiento, era algo limpio. Tal vez no demasiado realista, pero limpio, sincero.

Pensó en aquello sorprendido. Nunca dejaba de asombrarle la capacidad interpretativa que ella mostraba en algunas ocasiones. Y decidió que tenía razón. Limpio y realista podrían ser sinónimos en el mejor de los mundos, pero éste no lo era.

—Pero escoja otro episodio —le dijo—, y descubrirá lo que está mal en lo que escribió ayer, Paul, así que escúcheme con atención.

—Soy todo oídos.

Le lanzó una mirada penetrante para saber si le estaba tomando el pelo; pero su cara estaba seria y pálida como la de un estudiante aplicado. Había controlado la risa al darse cuenta de que Annie tal vez sabía del deus ex machina todo menos el nombre.

—Está bien —le dijo—. Era uno de los capítulos del coche sin frenos. Los malos pusieron a Rocket Man, aunque ellos no sabían quién era porque usaba su identidad secreta, en un coche que no tenía frenos y luego soldaron las puertas y echaron a rodar el automóvil por una carretera de montaña llena de curvas. Aquel día yo estaba en el borde de la butaca, se lo aseguro.

Estaba sentada en el borde de la cama, y Paul en el otro extremo de la habitación, en su silla de ruedas. Habían pasado cinco días desde su expedición al cuarto de baño y a la sala y se había recuperado de aquella experiencia más aprisa de lo que se hubiese atrevido a vaticinar. El simple hecho de no haber sido atrapado era un estimulante maravilloso.

Ella dirigió una mirada al calendario en el que el niño sonriente bajaba una montaña con su trineo a través de un mes de febrero interminable.

—Así que allí estaba el pobre de Rocket Man, atrapado en aquel coche sin su equipo de lanzamiento, sin tener siquiera su casco especial con cristales reflectantes, tratando de maniobrar, de parar el coche y de abrir la puerta… Puedo asegurarle que estaba más ocupado que un empapelador manco.

Sí, Paul comprendió de pronto de forma instintiva, cómo se podía exprimir una escena tan absurdamente melodramática para crear el suspense. El decorado, pasando a toda velocidad en un ángulo de inclinación alarmante; plano del pedal del freno que se hunde sin resistencia cuando el pie del hombre (lo imaginó calzado con un zapato de punta redonda, la moda de los cuarenta) lo pisa con fuerza; plano fugaz del hombro que golpea la puerta; el trazo irregular de la soldadura donde la puerta ha sido sellada. En conjunto, una secuencia estúpida, por supuesto, nada literaria, pero podía hacerse algo con aquello. Podía acelerarse el pulso del espectador. No era un Chivas Regal, era el equivalente fraccionario de un aguardiente infernal.

—Luego se veía que la carretera terminaba en un precipicio —le dijo— y todo el mundo sabía que si Rocket Man no conseguía salir del coche, era hombre muerto. ¡Joder! Y allá iba el coche con Rocket Man tratando de frenar o de abrir la puerta y entonces… fue a parar al precipicio. Voló por el espacio y luego cayó. Chocó contra el acantilado, estalló en llamas y se precipitó al mar. Entonces apareció en la pantalla un mensaje final que decía: «LA PRÓXIMA SEMANA, EL CAPÍTULO 11. EL DRAGÓN QUE VUELA».

Estaba sentada en el borde de la cama con las manos apretadas; su pecho se movía agitadamente por la respiración.

—Bueno —dijo sin mirarle con los ojos clavados en la pared—, después de eso, casi no vi la película. La semana siguiente no hice más que pensar en Rocket Man. ¿Cómo podía haberse librado de aquello? No era capaz de imaginarlo. El sábado ya estaba en el cine a las doce, aunque no abrían la taquilla hasta la una y cuarto y la película empezaba a las dos. Pero Paul, lo que ocurrió… usted nunca lo adivinaría.

Paul permaneció en silencio aunque sí que podía adivinarlo. Comprendía por qué a ella podía gustarle lo que había escrito, a pesar de saber que no estaba bien, y además decirlo, no con la poco fiable sofisticación literaria de un editor, sino con la certeza llana e incuestionable del lector constante. Comprendió y se sorprendió al descubrir que sentía vergüenza. Ella tenía razón. Había hecho trampa.

—Cada nuevo episodio empezaba siempre con el final del anterior. Así, apareció Rocket Man bajando por la colina, despeñándose por el precipicio; golpeando la puerta en un loco intento de abrirla. Pero antes de que el coche se estrellase, la portezuela se abrió de golpe y él salió despedido hacia la carretera. El coche cayó por el precipicio y todos los chicos empezaron a dar vítores porque Rocket Man se había salvado, pero yo no daba vítores, Paul, yo estaba furiosa. Empecé a gritar: «¡Eso no es lo que pasó la semana pasada! ¡Eso no es lo que pasó la semana pasada!».

Annie se levantó de un salto y empezó a caminar rápidamente arriba y abajo, con la cabeza gacha, el cabello ensortijado cayendo sobre su cara, golpeándose la palma de la mano con el puño y con los ojos brillantes…

—Mi hermano trató de detenerme y me tapó la boca con su mano para que callase. Se la mordí y seguí gritando: «¡Eso no es lo que pasó la semana pasada! ¿Sois tan estúpidos que no podéis recordarlo? ¿Estáis amnésicos?». Y mi hermano exclamó: «Estás loca, Annie». Pero yo sabía que no lo estaba. Luego vino el encargado del cine y dijo que, si no me callaba, tendría que marcharme, y yo le respondí: «Claro que me marcho, porque todo esto es mentira, eso no es lo que pasó la semana pasada».

Miró a Paul y él intuyó el homicidio en sus ojos.

—La semana anterior no salió despedido. El jodido coche cayó por el precipicio con Rocket Man. ¿Lo entiende?

—Sí —repuso Paul.

—¿Lo entiende?

Se lanzó de repente sobre él con aquella ferocidad brutal. Paul estaba seguro de que tenía la intención de hacerle daño otra vez, ya que no podía castigar al sucio guionista que de modo tan fraudulento había sacado a Rocket Man del Hudson antes de caer por el precipicio. Pero no se movió. En la ventana al pasado que ella acababa de abrir ante sus ojos, podía ver las semillas de su desequilibrio actual, y aquello le asombraba. La injusticia que ella padecía era, a pesar de su infantilismo, incuestionablemente real.

No lo golpeó. Lo agarró por las solapas de la bata y lo echó hacia delante, hasta que sus caras casi se tocaron.

—¿Lo entiende?

—Sí, Annie, sí.

Volvió a lanzarle aquella mirada negra y furiosa, y debió de ver la verdad en sus ojos, porque un momento después lo dejaba caer en la silla casi con desprecio.

Hizo una mueca, a causa del dolor espeso y demoledor. Pero al cabo de un instante, empezó a calmarse.

—Entonces, ya sabe lo que está mal —le dijo.

—Supongo que sí.

«Pero que Dios me fulmine si encuentro el modo de arreglarlo», pensó.

Y aquella otra voz de sí mismo regresó en el acto. «No sé si Dios te va a fulminar o si piensa salvarte, Paulie, lo único que sé es que si no consigues resucitar a Misery de una forma que a ella le resulte creíble, te matará».

—Entonces, hágalo —le dijo secamente, y se marchó.

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