Misery

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II - Misery » 6

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De repente supo la razón de aquella terrible sensación tormentosa que la sacudía desde la noche del sábado. Ese pensamiento horrendo, ya debía de haber cruzado su mente siendo rechazado, puesto que ahora no necesitaba explicación alguna. El nombre de la infortunada Charlotte Evelyn-Hyde de Storping-on-Firkill, el pueblo al oeste de Little Dunthorpe, bastó para arrancar un grito de sus entrañas.

—¡Por todos los santos! ¡Por Dios sagrado! ¿La han enterrado viva? ¿Han enterrado viva a mi adorada Misery?

Y antes de que Geoffrey pudiese contestar, la señora Ramage hizo algo que hasta aquella noche no había hecho y que jamás volvería a hacer después: se desmayó.

CAPÍTULO 5

Geoffrey no tenía tiempo de buscar las sales. Además dudaba que un duro soldado como la señora Ramage tuviese sales en la casa. Pero debajo del fregadero encontró un trozo de tela que olía ligeramente a amoníaco. No sólo lo pasó por delante de la nariz, sino que lo apretó brevemente contra la parte inferior de la cara de la mujer. La posibilidad que Colter había suscitado, por remota que fuese, era demasiado horrible para detenerse por nada.

Ella se estremeció, gritó y abrió los ojos. Por un momento, quedó perpleja y aturdida, incapaz de comprender. Luego se sentó.

No —le dijo—; no, señor Geoffrey, no es eso lo que usted quería decir, dígame que no es cierto…

No sé si es cierto o no —le respondió—; pero tenemos que cerciorarnos ahora mismo. Inmediatamente, señora Ramage, y no puedo cavar yo solo, si es que hay que cavar…

Ella le miraba con ojos horrorizados, las manos tan apretadas sobre la boca que tenía las uñas blancas.

—¿Puede ayudarme si necesito ayuda? No puedo contar con nadie más.

—Milord —dijo atontada—, mil… pero Ian

No debe saber nada de esto hasta que nosotros sepamos más —dijo—. Si Dios es bueno, no tendrá necesidad de enterarse de nada.

No quería expresar en voz alta la esperanza que anidaba en su mente, una esperanza que parecía casi tan monstruosa como sus temores. Si Dios era muy bueno, Ian se enteraría de lo ocurrido esa noche cuando su mujer y único amor le fuese devuelta tras regresar de entre los muertos de una forma casi tan milagrosa como la de Lázaro.

—Esto es horrible, horrible… —se lamentó la mujer con voz desmayada y temblorosa. Agarrándose a la mesa, consiguió ponerse de pie. Se tambaleaba y sobre su cara caían mechones de cabello entre los lazos de su gorro.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó con delicadeza—. Si no es así, lo haré yo solo.

Ella aspiró, se estremeció y luego lanzó una exhalación. Dejó de balancearse y se dirigió a la despensa.

—Hay un par de palas en el cobertizo, allá fuera —informó— y también un pico. Échelos en su coche. Aquí en la despensa tengo media botella de ginebra. Ha estado intacta desde la muerte de Bill, hace cinco años, en Lammasnight. Tomaré un poco y le acompañaré, señor Geoffrey.

—Es una mujer valiente, señora Ramage. Dese prisa.

—Sí; no se preocupe por mí —le animó. Agarró la botella de ginebra con una mano que ya apenas temblaba. No tenía ni una mota de polvo. Ni siquiera la despensa se libraba de su incansable trapo limpiador. Pero la etiqueta que decía CLOUGH POOR BOOZIERS estaba amarilla—. Dese prisa usted también —le aconsejó.

Siempre había aborrecido el alcohol y su estómago quería devolver la ginebra con su desagradable olor a enebro y su gusto aceitoso. Pero la obligó a quedarse dentro. Esa noche la necesitaría.

CAPÍTULO 6

Bajo las nubes que aún corrían de este a oeste, sombras oscuras bajo un cielo negro, y una Luna que ahora se dirigía hacia el horizonte, el carruaje iba a toda prisa hacia el patio de la iglesia. Conducía la señora Ramage golpeando el látigo sobre el lomo de Mary, que, si hubiera podido hablar, les habría dicho que no era correcto lo que hacían, pues a esas horas ella debía estar durmiendo en su cálido establo.

Las palas y el pico rebotaban en la parte de atrás y la mujer pensó que asustarían a cualquiera que los viera.

Debían de parecer un par de personajes de Dickens…, o tal vez un hombre resucitado en un coche conducido por un fantasma. Porque ella iba vestida de blanco… ni siquiera se había detenido a ponerse la bata. El camisón se agitaba alrededor de sus tobillos rollizos surcados de varices y las ataduras de su gorro flotaban desordenadamente tras ella.

Allí estaba la iglesia… Hizo girar a Mary por el camino que corría junto a ella, estremeciéndose ante el espectral sonido del viento, que jugaba en los aleros. Tuvo un momento para preguntarse por qué un lugar sagrado como una iglesia sería tan aterrador por la noche, y entonces comprendió que no era la iglesia… Sino la misión que les llevaba allí.

Su primer pensamiento al recobrar la consciencia, había sido que Milord debía ayudarles… ¿No había estado él en todas las circunstancias sin flaquear en ninn momento? De inmediato comprendió lo insensato de aquella idea. Este asunto no ponía en juego la valentía de Milord, sino su cordura.

No había necesidad que se lo dijese Geoffrey, le había bastado con recordar a Evelyn-Hyde.

Recordó que ni el señor Geoffrey ni Milord estaban en Little Dunthorpe en primavera, cuando aquello había ocurrido, casi seis meses atrás.

Misery se encontraba en el verano rosa de su embarazo. Atrás quedaban los malestares matutinos, aunque el crecimiento final de su vientre, con su carga de molestias, aún estaba por venir.

Por eso había enviado alegremente a los hombres a que pasaran una semana cazando gallos lira, jugando a las cartas, al fútbol y sólo Dios sabía a qué otras tonterías masculinas, en Caks Halla, Doncaster. Milord no estaba muy decidido, pero Misery le aseguró que se sentía estupendamente y le obligó a salir casi a empujones. La señora Ramage no tenía la menor duda de que a Misery no le pasaría nada malo. Cuando Milord o el señor Geoffrey iban a Doncaster, sí que temía que algunos de ellos volviese en la parte trasera de un carro con los pies por delante.

Oaks Hall era el patrimonio de Albert Fossington, un compañero de colegio de Geoffrey y de Ian. El ama de llaves creía que Bertie Fossington estaba loco y no se equivocaba. Unos tres años atrás se había comido su caballo favorito de polo que, al romperse dos piernas, había tenido que ser sacrificado. «Fue un gesto de afecto —dijo—. Lo aprendí de los negritos de Ciudad Cabo Griquas. Unos tipos estupendos. Se ponen palos y cosas en las narices. Algunos podrían llevar en el labio inferior los diez volúmenes de las Cartas Reales de navegación, ja, ja. Me enseñaron que el hombre debe comer aquello que ama. Algo poético aunque, en cierto modo horrible, ¿no?».

A pesar de un comportamiento tan extraño, el señor Geoffrey y Milord había conservado un gran afecto por Bertie. «Me pregunto si eso significa que tendrá que comérselo cuando se muera», se planteó una vez la señora Ramage después de una visita de Bertie durante la cual había intentado jugar al croquet con uno de los gatos de la casa, dejándole la cabeza bastante quebrantada. Ellos pasaron diez días en Oaks Hall, aquella primavera.

Un par de días después de su partida, había encontrado muerta a Charlotte Evelyn-Hyde, de Storping-on-Firkill, en el jardín trasero de su casa, Cove O’Birches. Cerca de una de sus manos había un ramo de flores recién cortadas. El médico del pueblo era un hombre llamado Billford, muy competente, según todos decían. Sin embargo, había llamado al viejo doctor Shinebone a consulta. Billford diagnosticó un infarto de miocardio a pesar de que la chica era muy joven, sólo tenía dieciocho años y parecía disfrutar de perfecta salud. Estaba confundido. Había algo en aquel asunto que no iba bien. El viejo Shinny también se hallaba confundido; pero al final, había aprobado el diagnóstico. Casi todo el pueblo estuvo de acuerdo.

El corazón de la chica estaba cansado, eso era todo. Aquello parecía un poco insólito, pero todos podían recordar casos similares ocurridos en alguna ocasión. Quizá fue esa concurrencia universal la que salvó la práctica profesional, si no su cabeza, después del horrible desenlace. Aunque todos estaban de acuerdo en que la muerte de la chica era sorprendente, a nadie se le había ocurrido que podría estar viva.

Unos días después de la inhumación, una anciana llamada Soames, a quien la señora Ramage conocía superficialmente, había observado un objeto de color blanco en la tierra del cementerio de la iglesia congregacional al entrar a poner flores en la tumba de su marido.

Era demasiado grande para ser un pétalo de flor y pensó que tal vez sería un pájaro muerto.

Al acercarse, notó que aquello no estaba simplemente tirado en la tierra, sino que salía de ella. Se acercó vacilante y vio una mano que surgía entre los terrones de una tumba reciente, con los dedos paralizados en un horrible gesto de súplica. Huesos manchados de sangre asomaban por todos los dedos, menos en el pulgar.

La señora Soames salió gritando del cementerio, corrió hasta la calle principal de Storming, una carretera de unos dos kilómetros, y contó la noticia al barbero, que era también el jefe de la policía local. Luego se desmayó. Esa misma tarde cayó en la cama y no volvió a levantarse hasta que pasó un mes. Nadie del pueblo la culpó por ello.

El cuerpo de la infortunada Evelyn-Hyde fue exhumado, por supuesto, y mientras Geoffrey Alliburton se detenía delante del patio de la iglesia anglicana de Little Dunthorpe, el ama de llaves se descubrió deseando fervientemente no haber oído las historias sobre la exhumación. Habían sido horribles.

El doctor Billford, afectado hasta el borde de la locura, diagnosticó catalepsia. La pobre mujer había caído en una especie de trance semejante a la muerte, muy parecido a los que se inducen voluntariamente los faquires antes de que los entierren vivos o de que los traspasen con agujas.

Había permanecido en ese trance unas cuarenta horas, tal vez sesenta. Suficiente tiempo, de todos modos, para despertar, encontrándose no en el jardín de su casa donde había estado cogiendo flores sino enterrada viva, dentro de un ataúd.

Aquella chica había luchado encarnizadamente por su vida y a la vieja sirvienta le parecía, mientras seguía a Geoffrey entre la fina niebla que convertía las lápidas en islas, que aquello que por su nobleza debía redimir el suceso, lo hacía parecer aún más horrible.

La chica estaba comprometida, en su mano izquierda, la que había quedado helada sobre la tierra, llevaba su anillo de compromiso, con el que había desgarrado el forro de raso del ataúd y lo había utilizado durante muchas horas para romper la tapa de madera. Al final, con el aire a punto de agotarse, había usado el anillo con la mano izquierda para cortar y la mano derecha para cavar. No fue suficiente. Estaba completamente morada y desde allí sus ojos bordeados de sangre miraban muy abiertos con una expresión de horror infinito.

El reloj empezó a dar las doce desde la torre de la iglesia, la hora en que se abría la puerta entre la vida y la muerte permitiendo que pasaran los espíritus en ambas direcciones, según le había contado su madre. Se quedó quieta. Era lo único que podía hacer para no gritar y echar a correr presa de un terror que iría aumentando con cada paso que diese. Sabía muy bien que si empezaba a correr, seguiría corriendo hasta caer inconsciente.

«¡Mujer estúpida y medrosa! —se riñó a sí misma y luego corrigió—: ¡Estúpida, medrosa y egoísta! ¡Es en Milord en quien deberías pensar ahora y no en tus propios temores! Milord, y si existe una remota posibilidad de que milady…».

No, era una locura imaginar algo así. Había pasado demasiado tiempo, demasiado tiempo…

Geoffrey la condujo hasta la tumba de Misery y los dos se quedaron mirándola como hipnotizados. LADY CALTHORNPE, decía la lápida, además de las fechas del nacimiento y de la muerte. La única inscripción rezaba: MUCHOS LA AMARON.

Miró a Geoffrey como saliendo de un profundo aturdimiento.

No ha traído las herramientas —le dijo.

No, aún no —respondió él. Y luego se tumbó en el suelo y pegó la oreja a la tierra, en la que ya empezaban a aparecer los primeros brotes tiernos de hierba nueva entre el césped que había sido colocado en su lugar de una manera algo descuidada.

Por un momento, la única expresión que pudo apreciar en él a la luz de la lámpara que llevaba, era la misma que tenía desde que le había abierto la puerta de su casa… una expresión de miedo angustioso. Pero luego empezó a surgir otra, una nueva expresión de terror absoluto mezclada con una esperanza casi demente.

Geoffrey miró a la mujer con los ojos muy abiertos.

—Creo que está viva —susurró sin fuerzas—. ¡Oh, señora Ramage!

De pronto se volvió hacia abajo y gritó a la tierra. En otras circunstancias hubiese parecido cómico.

—¡Misery! ¡Misery! ¡Misery! ¡Estamos aquí! ¡Ya lo sabemos! ¡Resiste! ¡Resiste, amor mío!

Un instante después, ya estaba en pie y corriendo hacia el carruaje donde tenía las herramientas para cavar. Sus zapatillas excitaban la plácida niebla del suelo.

Las rodillas de la anciana cedieron, y la mujer se dobló hacia adelante a punto de desmayarse otra vez. Apoyó la cabeza en el suelo con la oreja derecha contra la tierra…, había visto niños en una postura semejante sobre las vías escuchando el sonido de los trenes.

Y entonces oyó sonidos tenues de una lucha dolorosa bajo la tierra. No se trataba de un animal cavando su madriguera, sino dedos arañando inútilmente la madera.

Aspiró una gran bocanada de aire para que su corazón volviese a latir.

—¡Allá vamos, Milady! ¡Dé gracias a Dios y pida al buen Jesús que lleguemos a tiempo! ¡Allá vamos! —chilló.

Empezó a arrancar hierba con los dedos temblorosos y aunque Geoffrey no tardó nada en regresar, ella ya había abierto un agujero de unos veinte centímetros.

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