Misery

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I - Annie » 24

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El retorno de Misery. No sintió nada en absoluto. Supuso que un hombre que acabase de perder una mano con una sierra eléctrica debía de sentir exactamente lo mismo mientras miraba con estúpida sorpresa la muñeca ensangrentada.

—Sí. —La cara de la mujer resplandeció como un faro y sus poderosas manos se parapetaron a la altura de sus pechos—. ¡Será un libro sólo para mí! ¡Mi premio por devolverle a la vida! ¡La única copia del último libro de Misery! ¡Tendré algo que ninguna persona en el mundo podrá poseer, por más que lo desee! ¡Imagínese!

—Annie, Misery está muerta.

Aunque pareciera increíble, ya estaba pensando: «Puedo hacerla volver». El pensamiento le llenó de cansancio y repugnancia, pero no de sorpresa. Después de todo, un hombre que puede beber el agua de un cubo de fregar debe ser capaz de escribir lo que le manden.

—No, no lo está —replicó Annie, embelesada—. Cuando yo estaba… cuando yo estaba enfadada con usted, sabía que ella no se hallaba verdaderamente muerta. Sabía que usted no podía matarla realmente. Porque usted es bueno.

—¿Lo soy? —preguntó.

Miró a la máquina, que pareció sonreír susurrándole:

«Vamos a ver cómo eres de bueno, amiguito».

—¡Sí!

—Annie, no sé si podré sentarme en esa silla de ruedas. La última vez…

—La última vez le dolió, ya lo sé. Y la próxima también le dolerá. Puede que hasta un poco más. Pero llegará un momento, y no tardará mucho aunque usted no lo crea, en que le dolerá un poco menos. Y luego cada vez menos…

—Annie, ¿puede decirme una cosa?

—Por supuesto, querido.

—Si le escribo esta historia…

—¡Novela! Una novela bonita y larga como las otras, tal vez más larga.

Cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos.

—Está bien, si escribo esa novela, ¿me dejará marchar cuando la termine?

Por un momento, un atisbo de inquietud apareció en sus ojos y luego lo observó con atención.

—Habla como si estuviera prisionero, Paul.

Él siguió mirándola sin contestar.

—Creo que, para cuando haya terminado, estará harto de ver gente por aquí —le dijo—. ¿Es eso lo que quiere escuchar, Paul?

—Así es. Era eso lo que quería escuchar.

—Francamente, sabía que los escritores tienen su propio ego muy desarrollado, pero ignoraba que eso significaba también ingratitud.

Él no respondió y al cabo de un rato, ella desvió la mirada, impaciente y un poco turbada.

Al final, Paul rompió el silencio:

—Necesitaré todos los libros de Misery, si los tiene, porque no tengo ninguna concordancia.

—Claro que los tengo. —Y luego—: ¿Qué es una concordancia?

—Es una carpeta de hojas sueltas donde guardo todos los datos de Misery, personajes, lugares…, todo eso, pero con índices interrelacionados de distintos modos. El tiempo, datos históricos…

Vio que ella apenas le escuchaba. Era la segunda vez que no demostraba el mínimo interés por un truco profesional que hubiese hechizado a una clase de futuros escritores. La razón, pensó, era la simplicidad en sí misma. Annie Wilkes era la perfecta espectadora, una mujer que adoraba las historias sin que le importara el mecanismo de su construcción. Era la encarnación de aquel arquetipo Victoriano: el Lector Constante. No quería saber nada de sus concordancias y de sus índices porque Misery y los personajes que la rodeaban eran, para ella, perfectamente reales. Los índices no le decían nada. Si él hubiese hablado de un censo en el villorrio de Little Dunthorpe, habría mostrado la misma indiferencia.

—Me aseguraré de que tenga sus libros. Están un poco usados, pero es señal de que un libro ha sido leído y amado, ¿no es así?

—Sí —contestó sin necesidad de mentir otra vez—. Así es.

—Aprenderé a encuadernar —dijo arrobada—. Voy a encuadernar El retorno de Misery yo misma. Exceptuando la Biblia de mi madre, será el único libro auténtico que posea.

—Eso está bien —apuntó con indiferencia al tiempo que empezaba a sentir el estómago un poco revuelto.

—Ahora me marcho para que pueda ponerse el gorro de pensar. Esto es emocionante, ¿no le parece?

—Sí, Annie, seguro que sí.

—Volveré dentro de media hora con una pechuga de pollo y puré de patatas con guisantes. También traeré un poco de gelatina, ya que se ha portado como un niño bueno. Me aseguraré de que tenga puntualmente sus calmantes. Incluso puede tomar una cápsula más por la noche, si la necesita. Quiero estar segura de que duerme bien, porque tiene que trabajar por la mañana. Se recuperará más deprisa cuando esté trabajando; apuesto lo que quiera.

Se acercó a la puerta, se detuvo un momento y luego, grotescamente, le lanzó un beso. La puerta se cerró tras ella. Él no quería mirar la máquina de escribir y durante un rato logró resistirse; pero al final, sus ojos rodaron impotentes hacia el artefacto. Estaba en la cómoda, sonriendo. Mirarla era como contemplar un instrumento de tortura momentáneamente inactivo.

«Creo que, para cuando haya terminado, estará harto de ver gente por aquí», había dicho.

«¡Ay, Annie! Nos has mentido a los dos —pensó—. Ambos lo sabemos. Lo vi en tus ojos».

El panorama que ahora se abría ante los suyos era extremadamente desagradable: seis semanas de vida que pasaría sufriendo con sus huesos rotos y renovando sus relaciones con Misery Chastain y Carmichael, seguidas de una rápida reclusión en el patio trasero.

Tal vez ella echaría sus restos a la marrana Misery. Aunque repugnante y truculento aquello no dejaría de ser, en cierto modo, justo.

«¡Maldita sea, no lo hagas! —pensó—. Enfurécela. Es como una botella ambulante de nitroglicerina. Agítala un poquito. Hazla explotar. Será mejor que quedarse aquí sufriendo».

Trató de contemplar las letras del texto, pero muy pronto se encontró mirando otra vez la máquina. Estaba encima de la cómoda, mellada, insinuante y densa; llena de palabras que él no quería escribir:

«No puedes hacerlo, ¿verdad, viejo amigo? Quieres seguir viviendo aunque te duela. Si eso significa sacar a Misery otra vez a escena para que siga sus estúpidas aventuras, lo harás, o al menos lo intentarás. Pero antes tendrás que vértelas conmigo, y creo que no me gusta tu cara».

—Estamos en paz —repuso Paul.

Trató de desviar la mirada hacia la nieve que se veía caer a través de la ventana, pero muy pronto sus ojos volvieron, sin darse cuenta, a la máquina con una fascinación ávida y preocupada.

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