Misery

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II - Misery » 1

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EL RETOR

NO DE MISERY

por Paul Sheldo

n

Para A

nnie Wilkes

CAPÍTULO 1

Au

nque Ia

n Carmichel

no se habría mudado de Little Du

nthorpe por todas las joyas de la Corona, te

nía que admitir que cua

ndo e

n Cor

nwall llovía, lo hacía más fuerte que e

n cualquier otra parte de I

nglaterra.

E

n el vestíbulo había u

n trozo de toalla vieja colgada de u

n ga

ncho, y después de despre

nderse de su abrigo empapado y de quitarse las botas, lo utilizó para secarse el cabello rubio oscuro.

A lo lejos, desde la sala, le llegaba

n los compases o

ndula

ntes de Chopi

n y se detuvo a escuchar, soste

nie

ndo aú

n e

n la ma

no izquierda el pedazo de toalla.

La humedad que corría por sus mejillas ya

no era agua de lluvia, si

no lágrimas.

Recordó a Geoffrey dicie

ndo: «

No debes llorar dela

nte de ella, viejo, eso es algo que

no has de hacer jamás».

Geoffrey te

nía razó

n, por supuesto. El querido Geoffrey casi

nu

nca se equivocaba, pero a veces, cua

ndo estaba solo, volvía a su me

nte la recie

nte fuga de Misery de Grim Reaper y le resultaba casi imposible co

nte

ner las lágrimas. La amaba ta

nto… Si

n ella, moriría. Si

n Misery,

no habría vida de

ntro de él. La comadro

na declaró que el parto había sido largo y difícil, au

nque

no más que el de ta

ntas otras jóve

nes que ella había asistido.

Sólo se había alarmado pasada la media

noche, u

na hora después de que Geoffrey, a pesar de la ame

naza de torme

nta, corriera e

n busca del médico. E

nto

nces había empezado la hemorragia.

—Querido Geoffrey —dijo, esta vez e

n voz alta, al e

ntrar e

n la coci

na e

norme y pasmosame

nte caldeada de estilo West Cou

ntry.[7]

—¿Decía algo, señorito? —pregu

ntó, salie

ndo de la despe

nsa la irritable pero adorable Ramage, la vieja ama de llaves de los Carmichaels. Como siempre, llevaba la cofia torcida y olía a tabaco, u

n vicio que al cabo de muchísimos años ella seguía creye

ndo secreto.

—Hablaba co

nmigo mismo —explicó Ia

n.

—Su abrigo está ta

n empapado que cualquiera diría que casi se ahoga e

ntre los cobertizos y la casa.

—Pues sí, casi me ahogo —admitió Ia

n y pe

nsó: «Si Geoffrey hubiese llegado co

n el médico diez mi

nutos más tarde, creo que ella habría muerto». Trataba co

nscie

nteme

nte de

no ale

ntar ese pe

nsamie

nto, pues era i

nútil y espa

ntoso; pero la vida si

n Misery le parecía ta

n horrible que a veces se deslizaba por él y le sorpre

ndía.

El grito saludable de u

nniño i

nterrumpió sus tristes meditacio

nes. Era su hijo, despierto y más que a pu

nto para recibir su merie

nda. Oyó débilme

nte los so

nidos de A

nnie Wilkes, la capacitada e

nfermera de Tomás, que tra

nquilizaba al

niño y le cambiaba el pañal.

—Tie

ne bue

n aspecto el pequeñajo —observó la señora Ramage.

Ia

n tuvo u

n mome

nto para pe

nsar otra vez, co

n i

ncomparable asombro, que era padre. E

nto

nces su mujer le habló desde la puerta.

—Hola, cariño.

Leva

ntó los ojos hacia su Misery, su amada. Estaba ligerame

nte apoyada e

n la jamba, co

n su cabello castaño de misteriosos reflejos rojizos caye

ndo sobre sus hombros e

n mag

nífica profusió

n. Aú

n estaba muy pálida; pero Ia

n pudo ver e

n sus mejillas los primeros i

ndicios de que recobraba el color.

Sus ojos era

n oscuros y profu

ndos y el brillo de las lámparas de la coci

na relucía e

n ellos como preciosos diama

ntes dimi

nutos sobre el oscuro terciopelo de u

n joyero.

—Mi amor —exclamó, y corrió hacia ella como aquel día e

n Liverpool e

n que parecía que los piratas la había

n raptado, como había jurado el loco Jack Wickersham.

La señora Ramage recordó de pro

nto que

no había termi

nado su trabajo e

n la sala y los dejó solos. Se alejó co

n u

na so

nrisa e

n los labios. Tambié

n ella te

nía mome

ntos e

n los que se pregu

ntaba qué hubiera sido la vida si Geoffrey y el doctor hubiese

n llegado u

na hora más tarde e

n aquella

noche oscura y torme

ntosa, dos meses atrás, o si

no hubiese salido bie

n la tra

nsfusió

n experime

ntal e

n que su jove

n amo había cedido su sa

ngre co

n ta

nta vale

ntía a las agotadas ve

nas de Misery.

«¡Horror! —se dijo apresuradame

nte por el pasillo—. Hay pe

nsamie

ntos que so

n i

nsoportables», le había dicho Ia

n; pero ambos había

n descubierto que es más fácil dar bue

nos co

nsejos que recibirlos.

E

n la coci

na, Ia

n abrazó a Misery y si

ntió cómo su alma vivía, moría y volvía a re

nacer e

n el dulce perfume de su cálida piel.

Tocó el bulto de su pecho y si

ntió el latido firme y regular de su corazó

n.

—Si hubieses muerto, yo habría muerto co

ntigo —le susurró.

Ella le rodeó co

n sus brazos apreta

ndo el pecho co

ntra su ma

no.

—Calla, vida mía —susurró Misery—, y

no seas to

nto. Estoy aquí co

ntigo. Y ahora bésame. Creo que voy a morir de deseo.

Apretó los labios co

ntra los de ella y hu

ndió sus ma

nos e

n la gloria de sus cabellos castaños… Por u

nos mome

ntos,

no hubo

nadie más e

n el mu

ndo.

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