Misery

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III - Paul » 6

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Esta vez la nube fue más oscura, más densa y, en cierto modo, más suave. Tenía la sensación no de flotar, sino de deslizarse. Unas veces le acudían pensamientos, otras, dolor… y, en ciertos momentos, escuchaba vagamente la voz de Annie el día en que quemó su manuscrito: «Tome esto, Paul… Tiene que hacerlo».

¿Deslizar? No. Ése no era el verbo apropiado. El verbo apropiado era «hundir». Estaba hundiéndose. Recordaba una llamada telefónica a las tres de la madrugada. Eso había sido en la universidad. El cuidador del dormitorio del cuarto piso golpeó en su puerta diciéndole con voz soñolienta que bajase a contestar el puñetero teléfono. Era su madre. «Ven lo antes que puedas, Paulie —dijo—. Tu padre ha sufrido un ataque grave. Se está hundiendo». Y él había ido todo lo rápido que había podido, forzando su vieja furgoneta Ford hasta ciento veinte, a pesar de la vibración que se producía al sobrepasar los ochenta. Pero al final no había servido de nada. Cuando llegó, su padre ya no se estaba hundiendo, sino que se hallaba hundido.

¿Cuán cerca había estado él mismo de morir la noche del hacha? No lo sabía; pero el hecho de que no hubiera sentido casi dolor durante la semana que siguió a la amputación, tal vez era una prueba de lo cerca que había estado. Eso y el pánico en la voz de Annie.

Había entrado en un semicoma, sin apenas respirar, a causa de los efectos secundarios de depresión respiratoria de la medicina, con las gotas de suero glucosado otra vez en sus brazos. Y de aquello lo había sacado el sonido de los tambores y el zumbido de las abejas.

Así era, tambores bourka, abejas bourka… sueños bourka.

La vida florecía lenta e inexorablemente en una tierra y en una tribu que nunca existieron más allá de los márgenes del papel en el que escribía.

Un sueño de la diosa, su cara amenazando en la espesura de la selva, meditabunda y desgastada. La diosa oscura, continente oscuro, una cabeza de piedra llena de abejas. Pero por encima de todo, destacaba una imagen que se hacía cada vez más nítida a medida que pasaba el tiempo, como si una diapositiva gigante se hubiese proyectado en la nube en la que él yacía. Era la imagen de un claro en el que se hallaba un viejo eucalipto. Colgando de la rama más baja de ese árbol, había un par de esposas de acero azul. Las abejas se arrastraban por ellas. Las esposas estaban vacías porque Misery había…

¿Escapado? ¿No era así como la historia debía terminar?

Ya no estaba tan seguro. ¿Era eso lo que significaban esas esposas vacías? ¿O se la habían llevado al ídolo? ¿La habían entregado a la abeja reina, a la Gran Mujer de los bourkas?

«También fuiste Scherezade para ti mismo —recordó—. ¿A quién estás contando esta historia, Paul? ¿A quién se la estás contando? ¿A Annie?».

Claro que no. No miraba al agujero del papel para ver a Annie ni para complacerla, miraba para escapar de ella.

El dolor había vuelto. Y el picor. La nube comenzó a iluminarse otra vez y a desvanecerse. Volvió a mirar la habitación como algo malo y a Annie como algo peor. Aun así, había decidido vivir. Una parte de él, tan adicta a los culebrones como Annie lo había sido de niña, había decidido que no podía morir hasta ver cómo terminaba aquello.

¿Había escapado con la ayuda de Ian Geoffrey?

¿O se la habían llevado a la cabeza de la diosa?

Era ridículo, pero esas preguntas estúpidas exigían una respuesta.

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