Max

Max


Capítulo 4

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Capítulo 4

 

Hacía mucho calor. Las sábanas se pegaban a su piel y el ambiente, tan denso y cerrado, no facilitaban el poder respirar. No había abierto la ventana y el sofocante bochorno del mediodía se filtraba a través del gran ventanal que, al menos, ya tenía cortinas. Max se giró sobre sí mismo sintiendo como la humedad dejaba pegajosa su espalda. Alzó una mano para retirar de su frente el sudor, que se colaba entre sus pestañas y hacía que le escocieran los ojos. Le dolía la cabeza de una forma inhumana, como si alguien estuviese martilleando su cerebro desde dentro y también desde fuera. Soltó un soplido y abrió los ojos de manera pesada. Todo su cuerpo se encontraba en una especie de stand by, sin energía y habiendo consumido hasta las reservas.

No podía seguir así, se dijo a sí mismo. No podía continuar a ese ritmo o no llegaría a los treinta. Los dos trabajos, el gimnasio y su desfasada relación con Georgina, que no entendía un no por respuesta y siempre tenía ganas de más, ya fuese drogas, sexo, fiesta o rock and roll. Max se incorporó sobre el colchón dejando la espalda apoyada en el cabezal. Tocó su labio, lo sintió hinchado y con sangre reseca pegada. ¿Le habían partido el labio? Intentó hacer memoria, sin embargo un agujero negro se había tragado las últimas horas.

Poco a poco había ido amueblando «el zulo» como él lo llamaba. Un poco de Ikea, y una visita al garaje de sus padres le habían proporcionado el mínimo exigible para vivir de manera confortable, sin lujos, pero no necesitaba más. Se miró en el ridículamente pequeño espejo del baño y comprobó que su rostro presentaba algunos moratones, pero lo más visible era la brecha en el labio. Resopló. Por eso le dolía tanto todo el cuerpo.

Preparó café y se sentó en el suelo frente al pequeño ventilador, que tenía tan poca potencia que era incapaz de remover eficazmente ni el aire de esos 20 metros cuadrados. Sorbió despacio y se tragó un par de analgésicos. Cogió el móvil para repasar las noticias locales, o simplemente para dejar su mente divagar entre las absurdeces de Twitter e Instagram. Y sí, a veces lo hacía, buscaba su nombre con la esperanza de verla aparecer en alguna red social. Muchas veces había estado tentado de llamarla, pero cuando estaba a punto de hacerlo, algo en su interior le detenía y le hacía retroceder y desistir de tal idea. ¿Qué temía? Lo más seguro es que ella hubiese cambiado de número, era una posibilidad, o que al ver aparecer su nombre en la pantalla decidiera no contestar. También se preguntaba a veces, si John o Heit estaban igual que él, jodidamente destrozados. ¿La habrían llamado ellos? En sus pesadillas recurrentes ella volvía al piso y los tres vivían felices y contentos sin él. Y no, no era que no quisiera su felicidad, lo que más ansiaba era que ella fuese feliz, pero no con ellos. Eso jamás. Ellos no serían capaces de hacerla feliz… Max se sobresaltó cuando el teléfono entre sus manos, empezó a vibrar. Tardó todavía unos segundos en que su aletargado cerebro reaccionara y atinara en responder a la llamada.

 

—Hola Gi —dijo sin mucha alegría.

—¡Te estoy esperando! —refunfuñó la chica molesta al otro lado de la línea.

—¿A mí? ¿Por qué? —inquirió extrañado.

—¿No lo recuerdas? —se desesperó aún más Georgina.

—Está claro que no recuerdo nada. Oye, ¿ayer me peleé?

—¿No recuerdas nada? ¡Ja! ¡Dijimos de ir a la playa!

—¿Yo, en una playa? Creo que te confundes de chico —aseguró él.

—¡Venga Max!

—No puedo… tengo que trabajar.

—Pues llama y di que estás enfermo.

 

No mentiría pues se sentía francamente mal. Todo le daba vueltas y el dolor de cabeza no remitía.

 

—No puedo Gi —respondió con pesadez y cansancio.

—¡Joder! Pues todos se han ido ya y yo me he quedado aquí colgada esperándote, ¡eres un capullo! —le espetó rabiosa.

—Lo siento pe…

—¡Vete a la mierda! —bramó enfadada justo antes de colgar.

 

Ya estaba acostumbrado. En los casi tres meses que la conocía había dado sobradas muestras de ese carácter indómito, desdeñoso, infantil y egoísta.

 

—Pero folla como una verdadera zorra del infierno —comentó a la nada mientras hacía un esfuerzo para alzarse del suelo.

 

Tiró con desgana el teléfono sobre el colchón, estaba cansado de todo y de nada, además al final Georgina no le había aclarado qué era lo que había ocurrido la noche anterior, como había llegado a casa, si se había peleado y si el otro había acabado peor. Esperaba que sí.

 

Era viernes. No recordaba la ultima noche que había dormido. Era viernes y posiblemente llevara toda la semana sin dormir. Max tragó el segundo analgésico de la tarde y se enfundó en unos vaqueros desgastados, complementó el atuendo con una camisa azul oscura, en la que dejó los últimos botones sin abrochar. Peinó el pelo con exceso de gomina y se cepilló los dientes justo en el momento que sonaba la alarma de su móvil. Georgina odiaba que llegara tarde. Había estado tentado en un par de ocasiones en llamarla para decirle que no podría ir. No le apetecía en absoluto la fiesta de cumpleaños del que fuera, ni tenía ganas de salir, mucho menos de beber o drogarse. Lo que realmente le apetecía era dormir, y a poder ser durante veinticuatro horas seguidas. ¿Por qué no la había llamado? Fue el pensamiento que le acompañó al coger las llaves del piso y guardar la cartera en el bolsillo trasero de los vaqueros. Resopló cuando la primera bofetada de aire caliente impactó en su cara, y tenía que ir andando, lo que significaba que, lo más probable fuese que, al llegar a la fiesta, ya estuviera sudando a mares.

Sacó un cigarrillo y lo encendió dando una profunda calada. Tenía que llamar a su madre, estaba muy pesada con que fuese a comer algún día, con especial énfasis el domingo, ¿qué tenía ese dichoso día para que todo el mundo quisiera comer en familia?

Al girar la esquina pudo ver el perfil de Georgina que, apoyada en un árbol, esperaba su llegada.

 

—Llegas tarde.

—No me toques lo cojones —gruñó.

—Vaya, ¿estás gruñón? —sonrió ella con picardía— Me encanta cuando te pones refunfuñón… es más divertido —susurró acercándose como una pantera acechando a su presa, Max no pudo más que admirar el contoneo de sus caderas y el hipnótico balanceo de sus pechos. Iba sin ropa interior—. Cuando estás cabreado es más difícil… me gustan los retos —rezongó en su oído al tiempo que palpaba su polla por encima del pantalón.

—Déjalo ya Gi —intentó cuadrarse él, pero era evidente que su tono carecía de convicción—. Vamos, o llegaremos tarde.

—¿Ahora sí te importa llegar tarde?

—¡Joder nena! ¿En serio? —dijo alzando un poco la voz.

—¡Qué bien me lo voy a pasar hoy! —canturreó dando un saltito para ponerse a su altura—. Cuanto más difícil me lo pongas tú, más me esforzaré yo. Vas a caer y lo sabes, pero cuando más te resistas mejor, será mucho más divertido.

 

Max soltó un bufido de resignación. Empezaba a conocerla, y la obstinación era una característica suya que podía llegar a ser desbordante, por no decir aborrecible.

Llegaron a la casa dónde se celebraba la fiesta, era una parte de la pequeña ciudad que Max no solía visitar demasiado. Grandes casas con preciosos y cuidados jardines, en esos sitios no solían vivir la clase de gente con la que él solía juntarse, salvo John, aunque a decir verdad tampoco es que hubiese frecuentado mucho su casa, era más normal que John fuese a la suya o se vieran en algún otro lugar.

A los pocos minutos de entrar ya la perdió de vista. Tanta obstinación y a la primera oportunidad lo dejaba tirado. Cogió una bebida de la improvisada barra de bar y dio cuenta de ella casi sin respirar. Se sentía totalmente fuera de lugar entre tanto niñato. Entre idas y venidas, gente que bailaba o lo intentaba, parejas magreándose en el sofá y tipos que iban de duros discutiendo por estupideces la vio, sentada al lado de otra chica mientras sorbía el contenido de un vaso de tubo. Caminó hacia ella no sin dificultades, observó como alguien acercaba a ella una bandejita de cristal y como Georgina se agachaba para esnifar el contenido.

 

—¿Coca? —la reprendió él al legar a su altura.

—¡Maaaaaaaaax! —exclamó con desmesurado énfasis y alargando innecesariamente cada letra.

—Joder Gi, acabamos de llegar.

—¿Yyyy…? —respondió zalamera— ¿Quieres?

—No.

—Vengaaaa, no seas aburrido…

 

Georgina se dejó caer entre sus brazos, Max la arrastró un poco para apartarla del sofá, donde dos chicas estaban terminando todo el polvo blanco que aún quedaba en la bandeja. La mano de Georgina se coló bajo su camisa, resiguiendo con la yema de los dedos, sus recobrados abdominales y fue subiendo su caricia hasta llegar a los pectorales. Las tardes de gimnasio daban ya sus frutos, y Diana estaba consiguiendo sacar, como ella bien decía, la mejor versión de sí mismo. Ella tomó una de sus manos y capturó entre sus labios el dedo índice de Max, que succionó, relamió, besó y ensalivó de tal modo que Max sintió como su polla endurecía. Era única para de la nada hacer un todo.

Tres copas después, dio paso a algo más fuerte, no sabía exactamente el qué, pero uno de los chicos le había asegurado que eso le haría volar. Y así era. Se sentía capaz de cualquier cosa, hasta de alcanzar las estrellas si se lo proponía. Era una sensación fantástica, el dolor de cabeza, el cansancio, todo, absolutamente todo, había desaparecido, hasta su sentido del decoro. Estaba desinhibido, fuera de control, besaba esos carnosos labios como si no hubiese un mañana, devorándolos, atrapando la lengua de ella entre sus dientes para soltarla instantes después, dos lenguas bailando una danza ancestral. Se dejó arrastrar escaleras arriba, ¿o era él el que tiraba de ella? Todo le daba vueltas, como si la tierra girara imprimiendo un rimo mucho más acelerado de rotación.

Sin saber muy bien cómo, su espalda rebotó contra el colchón. ¿De dónde había salido eso? Intentó incorporarse, pero unas manos le empujaron y entonces pensó ¿por qué no? Y simplemente se dejó hacer. Era el mero espectador de una película porno escrita para él, como un sueño hecho realidad. De pronto algo se detuvo, no sabía muy bien qué, y sin ser plenamente consciente de todo, pues tenía los sentidos aletargados, Georgina ató un pañuelo alrededor de sus ojos privándole del sentido de la visión. Sintió entonces humedad en su sexo mientras le hacían una mamada y de pronto, sin que ese delicado vaivén tuviese fin, algo se acercó a sus labios, el olor a sexo le inundó y empezó a lamer casi con desesperación los jugos que tan sabrosamente se le ofrecían. Le gustaba ser consciente de que ya no tenía el control.

Intentó razonar, pero no pudo.

 

—Disfruta —le susurró una voz que no reconoció.

 

Y claro que lo hizo. Sin poder ver quién hacía qué se abandonó al deleite de esas dos bocas que le devoraban como si fuese un sabroso manjar. Cuando la venda cayó y pudo observar lo que allí ocurría, ya era tarde para poder frenar.

Se aferró con ansias a las caderas de una de ellas, empujando con fuerza, penetrándola sin control, rodaron sobre el colchón para ser entonces ella la que, como una auténtica amazona, cabalgara indómita y alocada, aferrada en su cintura de manera bestial y totalmente desinhibida. Y mientras sentía como su polla seguía siendo engullida, se afanó en lamer ese otro clítoris que se le ofrecía. Disfrutó como espectador privilegiado cuando esas dos bellezas empezaron a besarse mientras sus manos recorrían cada centímetro de su cuerpo, dejando la impronta del deseo impreso en su piel. Max se unió al descontrol de caricias, por momentos disfrutaba haciendo que ellas se tocaran, para después ser él el único al que colmaran de placer.

 

—No pares… —susurraron en el lóbulo de su oído— No pares Max, así. Más fuerte, dame más duro… Oooohh sí…

 

Folló con cada una de ellas, lo hizo sin pensar en nada y pensando en todo, dejando que el descontrol y sus instintos guiaran sus actos y su polla, cuando entraba y salía de dos cuerpos diferentes, eligiendo en cada momento qué agujero quería llenar. Ellas gemían se besaban, le lamían, un reguero de sudor y saliva impregnaba sus cuerpos. Gozó con cada una de ellas por separado, y a la vez, se corrió sobre sus efímeros cuerpos, para después volver a empezar, como si su erección nunca fuese a tener fin, como si algo le empujara a seguir y seguir sin freno ni control. Terminó exhausto, y se durmió con los dedos aún dentro de una de ellas.

El sol le despertó en esa cama extraña, en una habitación que no era la suya, y por un momento, no supo dónde estaba, ni con quién, hasta que reconoció la oscura melena de Georgina. Sonrió. Se giró sobre sí mismo para encontrar una enmarañada melena rojiza acurrucada al otro lado.

 

—Joder —murmuró entre dientes intentando hacer memoria de lo que había pasado, aunque vista la perspectiva, se lo había pasado muy bien—. Oooolé macho, eres un semental —se auto-felicitó.

 

Intentó levantarse despacio, para no despertar a las chicas, Georgina estaba totalmente desnuda, su oscura y rizada melena caía enredada por su espalda. Sin embargo, la otra chica, estaba boca arriba, solo llevaba el tanga puesto y a pesar de la posición, sus pechos se mantenían erguidos y sus peones apuntaban hacia arriba. Max estuvo tentado de atrapar uno entre sus dientes para volver a empezar lo que seguramente había sido una maratoniana sesión de sexo. Que pena que no la lograra recordar, estaba demasiado mareado, de hecho, aún se encontraba bajo los efectos de todo lo que había consumido durante la noche. Se deslizó hacia los pies de la cama y se dejó caer sobre la moqueta, entonces reparó en la habitación. Paredes pintadas de un tono rosa bastante estridente, cortinas de unicornios, diversos peluches en las estanterías y diseminados por el suelo… Con esas decenas de ojos sin vida que le observaban, se le erizó la piel con un escalofrío. Eso empezaba a darle mala espina. Se dirigió hacia la mesa y rebuscó en los papeles y entre los libros, y de pronto su sangre se heló y un sudor frío perló su frente.

 

—¡Mierda! ¡Joder! —miró alrededor, ellas aún seguían tendidas en la cama, dormidas. ¿Dormidas? Su pulso se aceleró— Oooohhh mierda, joder, mierda, mierda, mierda…

 

Se acercó a trompicones hasta la cama para tomarles el pulso. Contuvo el aliento y lo soltó en un soplido al comprobar que ambas seguían respirando, y sonrió nervioso ante la estúpida idea que había cruzado su mente, ¿por qué tenían que estar muertas? Se sintió un memo. Se tambaleó por la habitación y recogió su ropa interior, los pantalones no los encontraba por ningún lado, y sin pantalones no había ni cartera ni llaves del piso. Gruñó. Tropezó con unos zapatos de tacón rojos que estaba tirados a los pies de la cama, intentaba ser sigiloso, pero no lo lograba, y al final, cuando arrodillado al lado de la cama estiraba el brazo bajo la misma para alcanzar una de sus deportivas, unos profundos ojos azules le sorprendieron.

 

—¿Buscas esto? —dijo la pelirroja alzando las llaves frente a sus ojos.

—Esto… sí —atinó a responder, pero antes de que Max pudiese alcanzarlas la chica las apartó.

—Pues ven a buscarlas —rezongó metiéndolas bajo su ropa interior.

—Vamos, no me jodas —se lamentó—. Por favor, dime que lo de ayer era tu fiesta y cumplías la mayoría de edad.

—Lo de ayer era mi fiesta y cumplía la mayoría de edad —repitió sonriente mientras con el dedo índice señalaba su entrepierna dónde podían intuirse bajo la tela el contorno de las llaves.

—Lo dices por decir o…

 

Ella soltó una carcajada. Georgina abrió en ese momento los ojos, le dolía todo el cuerpo y tenia una tremenda resaca. Se incorporó como pudo sobre el colchón y dirigió la mirada a los profundos y oscurísimos ojos de Max, que se veían enrojecidos, la verdad era, que el chico tenía muy mala cara.

 

—Buenos días semental…

—¡Ni buenos días, ni hostias! —exclamó levantándose torpemente del suelo cabreado— ¿Eres menor? —volvió a preguntar a la pelirroja. Estaba borracho aún, no atinaba a dar un paso tras otro, pero encontró la suficiente lucidez para saber que ese detalle era de vital importancia.

—Solo un poco —confirmó ella haciendo un mohín.

 

Georgina rio con ganas, pero la carcajada murió en sus labios cuando Max le clavó la mirada.

 

—¡No pasa nada! —se defendió la pelirroja— No me has desvirgado ni nada de eso, ya había follado antes.

—¿Qué no pasa nada? ¡Y una mierda no pasa nada! Joder… —gruñó pasando ambas manos por la cara y arrastrando el pelo hacia atrás, un poco más consciente de la situación—. Dame las llaves —ordenó alargando la mano.

—Cógelas tú… —reiteró de nuevo señalando dónde podía encontrarlas.

—¡Me cago en la puta! Dadme las llaves ¡ya!

—Venga Max, no seas gruñón…

—¡Ni me hables! —espetó mirando a Georgina.

—¡Eh! A mí no me hables así.

—Que no te… —Max no salía de su asombro— ¡¿Sabes en el lío en el que me has metido?!

—Bueno en el lío te has metido tú solito, que nadie te obligó a subir a la habitación.

—Venga Max —ahora era la pelirroja la que hablaba— fue muy divertido, y usaste condón.

 

Era un detalle qué, a pesar de lo surrealista, le tranquilizaba un poco. Sacudió la cabeza y volvió a alargar la mano en dirección a la pelirroja, que seguía señalando el lugar al que podía él ir a recoger sus llaves.

 

—Dáselas —le indicó Georgina soltando un soplido, y la pelirroja las sacó de donde estaban y se las tendió—. ¿Contento?

—No. Claro que no estoy contento… Estoy lo contrario de contento, estoy jodidamente cabreado.

—Pues ayer por la noche parecías muy feliz —soltó la chica con lascivia—, contento, excitado… Hiciste muy buen papel ¡vaya polla tienes!

—¡Calla! —exclamó llevando ambas manos a sus oídos.

—Max... pero…

 

Terminó de vestirse como buenamente pudo y comprobó que lo tenia todo. Estaba aturdido y por qué no reconocerlo, acojonado, ¡era una menor! Lo que le faltaba. Un punto más para su ya larga lista de cagadas. Salió de la habitación apresurado, dejando a las dos chicas en el interior, aún en la cama medio desnudas.

 

—¡Llámame más tarde! —le gritó Georgina antes de que se perdiera escaleras abajo.

 

«Esto no me puede estar pasando a mí» se repetía una y otra vez en su cabeza mientras se tambaleaba sin rumbo fijo por la calle. Se sentía un estúpido. Era como si cada vez que entraba en juego su polla se le nublara la razón, y terminara cometiendo una tontería tras otra. Era un esclavo de sus instintos, o peor aún, paró en seco en medio de la plaza, con ese asfixiante sol abrasándole la piel y esa idea rondando por la cabeza, ¿y si era adicto al sexo? Estaba claro que las mayores estupideces las cometía por y para follar.

Caminó por las calles del pueblo, mientras flashes de lo acontecido llegaban a su mente, traicionándolo y haciéndolo sentir aún peor de lo que ya estaba. Se dejó caer en un banco de madera apretando ambas manos sobre sus sienes. Encima la cabeza le iba a estallar.

 

—¿Max? ¡Eres Max! ¡Cuánto tiempo!

 

Max entreabrió los ojos, el sol de la mañana le cegó, aunque peor fue el dolor que sentía en las cervicales y el mal sabor de boca, por no hablar de las náuseas. Aun así, se medio incorporó en el banco para ver quién le hablaba. Frente a él se dibujó una silueta menuda, de no más de metro y medio que lo observaba con los brazos en jarra. Max la recorrió de abajo a arriba, parando en los puntos clave para él, como los muslos, la breve cintura o el escote. Pero no fue hasta que llegó a los ojos que no la reconoció. Y es que esa verde mirada era inconfundible. Andy, una antigua amiga de infancia y compañera del conservatorio estaba de pie, frente a él y le observaba con una sonrisa socarrona pintada en el rostro.

 

—¡Andy! —carraspeó sin demasiada buena voz, miró el reloj, no era consciente del tiempo que había pasado desde que se había sentado en ese banco, que ahora se daba cuenta que era uno de los del parque. ¿Cómo estaba tan lejos de su piso?

—¿Qué haces aquí?

—He madrugado para salir a correr —la chica le observó de arriba abajo entornando los ojos y con cara de incredulidad— o puede que haya pillado una turca descomunal y no haya podido volver a casa, no lo sé… lo tengo todo un poco confuso.

 

Andy soltó una risotada que hizo que los pobres pájaros escondidos por los árboles de su alrededor alzaran el vuelo de pronto. Desde que se había marchado no la había visto, esos cinco años no la habían cambiado nada, seguía siendo muy guapa, y si no recordaba mal, que no lo hacía, siempre había estado un poco loca. Era esa clase de personas que nada conseguía ponerla de mal humor.

 

—Por tus lamentables pintas y el olor que desprendes, me decanto más por la segunda opción, y me atrevería a añadir que lo que te has tomado no te ha sentado demasiado bien —comentó socarrona Andy.

—Nunca tuve buen beber.

—Cierto, lo recuerdo, después de diez copas empezabas a no ser persona —soltó con ironía—. No sabía que habías vuelto.

—Lo hice a principios de verano, estuve en casa de mis padres un tiempo —le explicó Max, con gesto de dolor en la cara.

—¿Con tus padres? —se extrañó— Pues aún me sorprende más no haberme enterado de tu regreso, ¡ni una sola noticia por escándalo en el periódico local!

—He madurado —replicó él.

—Oh vaya, ¿ya no te castigan?

—Ah no, eso sigue igual.

—¿Cómo están Heit y John? Hace muchísimo que no los veo… —inquirió Andy, que rápidamente se mordió el labio al ver la reacción de Max y supo de inmediato que no había sido una pregunta acertada— Lo siento, esto es cómo preguntarle a alguien por su marido y que te diga que se ha divorciado.

—Más o menos —zanjó Max.

—Vaya, lo siento, estabais muy unidos.

—Algunas cosas sí cambian —dijo arrastrando un poco la voz.

—Bueno, me alegra que hayas vuelto. ¡Oye! Si te animas, esta tarde hemos quedado en «El garaje».

—¿Qué? ¿En serio? ¿Todavía tocáis?

—¡Claro! Una vez a la semana, para recordar viejos tiempos. Oye, los chicos estarán encantados de verte, ¿por qué no te pasas?

—Joder Andy, tengo una resaca de la hostia… no creo que sea el mejor día.

—No, no lo parece —rio ella, se sentó a su lado y rebuscó en el interior de su bolso— de todas formas —añadió bajando el tono de voz y cogiendo la mano de Max entre las suyas—, si te animas sabes dónde estaremos, y si no —garabateó en el dorso de su mano con un rotulador— este es mi número, llámame y hablaremos con un café.

—Eso está hecho —afirmó Max observando el número que acababa de escribir ella en su piel— te prometo que peinado y duchado gano mucho.

—No me cabe la menor duda —sonrió ella antes de levantarse—. Llámame, ¿vale?

—Lo haré —susurró.

 

Observó cómo se alejaba con el paso relajado en dirección a la salida del parque. Max miró de nuevo su mano y sonrió. Andy le traía muy buenos recuerdos, algunos de ellos, eran los mejores que atesoraba de su infancia y adolescencia.

Cuando entró en el piso, cerró de un portazo, tiró las llaves sobre la encimera y se dejó caer sobre la cama. Quería dormir. Necesitaba imperiosamente poder dormir. Miró el reloj de reojo para comprobar que en menos de cuatro horas tenía que dar una clase de solfeo.

 

—Me quiero morir —susurró a la nada antes de dejarse vencer por el agotamiento.

 

Los siguientes días los pasó esperando que, en cualquier momento, llegara la policía y se lo llevara detenido por abuso de una menor. Estaba histérico, cada ruido, cada sirena, cada mirada de un desconocido lo ponía en alerta máxima. Después del sexto día de paranoia extrema empezó a relajarse, pero solo un poco. Tomó una determinación, difícil tarea se le presentaba, pero tenía que dejar de pensar con la polla. Era de vital importancia empezar a centrase y redirigir su vida, si no quería que todo terminara mal.

Y después estaba Andy. No se había atrevido a llamarla, tampoco a pasar por «El garaje», era un viejo almacén en la zona industrial a las afueras del pueblo, pasó un par de décadas abandonado, hasta que hacía unos años lo habían habilitado para poder ir a tocar, su madre les ayudó con todo el papeleo. Pasaron allí muchas horas. A veces John y Heit le acompañaban y mientras él tocaba, ellos no dejaban de intentar ligar con cualquiera de las chicas. Pero Andy siempre se mostró indiferente a sus encantos, y Marian era un hueso difícil de roer, sin interés alguno en ellos. Sonrió con amargura ante ese pensamiento.

 

—¿Se puede saber qué es lo que te pasa? —inquirió Jayden ayudándolo a dejar la barra en el suelo y mirándolo extrañado, pues tampoco llevaba tanto peso como para no poder llegar a las repeticiones marcadas— No estás centrado tío y sin concentración es mejor dejarlo.

 

Max cogió la toalla de mano, para frotarse la frente y la nuca. Tomó el botellín de bebida isotónica y le dio un largo trago.

 

—Lo siento.

—¿Ocurre algo? —se interesó sentándose en la banqueta.

—Tengo que romper con Georgina —le explicó Max.

—No sabía que tenías novia.

—Y no la tengo —replicó agobiado Max. Jayden le miró extrañado y se encogió de hombros—. Bueno, creo que no la tengo… no sé… follamos… pero… Ha pasado de loca a re-loca en menos de tres meses.

—Un récord —silbó Jayden.

—Tengo que terminar con esto antes que, lo que sea que tengamos termine conmigo…

—Pues suerte con ello —rio su amigo.

—¿Algún consejo?

—¿Bromeas? Me he casado con mi novia del instituto, está claro que no tengo ni puta idea de romper con una chica.

—Jay… —susurró Max.

—¡Mierda! —dijo Jayden sin girarse clavando la mirada en él— La tengo detrás ¿no? —Max asintió con media sonrisa asomando a sus labios.

—¿De haber tenido idea de cortar con una mujer no te habrías casado conmigo? ¿Es eso lo que estás intentando insinuar? —inquirió una voz femenina tras ellos.

—Esta noche duermo en el sofá ¿verdad? —se lamentó Jayden.

—Ni lo dudes —le espetó Diana divertida antes de seguir hacia donde se dirigía—. Hasta luego Max.

—Me encanta —exclamó él divertido.

—Que duerma en el sofá, joder, que buen amigo eres —soltó Jayden sin poder evitar reír.

—Hacéis una pareja envidiable, yo creo que no tengo suerte en cuestión de mujeres, creo que no tengo ni puta idea del amor.

—La suerte no aparece como por arte de magia, uno tiene que buscársela. Es todo a base de trabajo duro, amigo.

—Y yo solo me busco problemas —se lamentó Max.

—Pues ya es hora de cambiar eso… y esto también —señaló Jayden los discos—. ¡Ponte peso de verdad!

 

Max soltó una carcajada.

Lo mejor de un «duro» entrenamiento era la ducha de después. El agua templada arrastrando el sudor y desentumeciendo todos los músculos. Salió cargado de energía, renovado, con la bolsa de deporte sobre un hombro, se enfundó las gafas de sol antes de emprender el camino hacia casa. Era su tarde libre, había pensado pasar un rato más en el gimnasio, pero al final, tenía tantas cosas en la cabeza, que como bien decía Jayden era mejor centrarse primero. Dudó un instante sobre qué frente atacar primero, romper con Georgina o... Sacó el móvil del bolsillo del pantalón y buscó en la agenda ese número recién guardado. Resopló, pero al primer tono se arrepintió, le entró miedo y colgó. Tiró la bolsa sobre una silla de plástico de un bar de la plaza y se sentó en otra cuando de pronto su móvil sobre la mesa, empezó a emitir los primeros acordes de Fade to Black.

 

—¡Seré gilipollas! —exclamó, consciente de que, obviamente, el número aparecería como llamada perdida en el móvil de Andy. Titubeó, llevaba ya un rato sonando, respiró hondo y respondió— ¿Hola? —soltó con un hilo de voz. «Que manera más estúpida de responder una llama», se reprendió.

—¡Hola! Tenía una llamada perdida de este número…

 

Max carraspeó.

 

—Hola Andy, soy Max.

—¿Max? —dudó ella— ¿Max….? Max… ¿Max? No, lo siento, no me suena…

 

Max abrió mucho los ojos, se sintió ridículo y fue a colgar deseando que la tierra se lo tragara.

 

—¡Era broma! —llegó desde el otro lado justo cuando estaba a punto de cortar la comunicación— Sigues siendo muy inocente.

—Eso parece —replicó Max.

—¿Sigues sin saber mentir?

—Se rumorea que sigo sin saber mentir —reconoció.

—¿Sigues siendo el mejor guitarrista de la ciudad?

—He perdido mi toque, pero sigo siendo el mejor.

—¡Genial! Nos vemos mañana, ¿recuerdas dónde vivo?

—Sssí —dudó.

—¡A las siete! Tráete el instrumento… ¡El de cuerdas! —rio Andy.

 

Y colgó sin darle opción a nada más, miró la pantalla del móvil alzando una ceja y algo desconcertado por la conversación tan surrealista.

Seguía siendo la Andy de siempre, derrochando energía y simpatía casi a partes iguales. Era un torbellino al que costaba llegar por su extrema timidez, pero que cuando se abría llevaba locos a todos los que se acercaban ella. Era tan magnética que, a pesar de eso, todo el que tenía la suerte de llegar a conocerla, ya no podía apartarse jamás de la hechizo que desprendía. Aunque ella no se lo creyera, así era. Era la clase de amiga que deseabas tener al lado en los buenos y malos momentos, pues era única en las celebraciones, pero también en los instantes difíciles.

Max se levantó de la mesa cansado de esperar al camarero, ya tomaría el café en el piso, a pesar de que no recordaba si le quedaba o no. Caminó despacio por la calle principal, abstraído en los recuerdos que le ataban a esa pequeña ciudad, las tardes correteando por la plaza o el parque, las primeras salidas, las primeras chicas… las tardes en «El garaje» con Andy y los demás, o las competiciones con Jayden por ser el mejor en lo que fuese, aunque se tratara de trepar a un árbol. Acarició esa pequeña cicatriz justo en el nacimiento de su pelo, recuerdo de una de las estúpidas competiciones con Jayden, a ver quien levantaba la piedra más pesada. En esa ocasión él se llevó la victoria, también fue al que más puntos que tuvieron que darle. Y sí, esa ciudad también le evocaba recuerdos con Heit y John, en cada calle, en cada rincón… Recuerdos que ahora escocían, como el limón en una herida abierta. El banco donde Heit grabó su nombre a punta de navaja, la tienda de chucherías donde robaban caramelos, el callejón donde probaron por vez primera el alcohol…

Subió el tramo de escalones de dos en dos, le gustaba vivir en un primer piso, había resultado muy útil en las noches de borrachera, en las que más de diez escalones se convertían en una verdadera tortura, en una efeméride el poder escalarlos todos y llegar hasta la puerta.

Metió la llave y la hizo girar empujando después, dejó caer la bolsa en el suelo de la entrada.

Si algo tenía de bueno y de malo ese piso eran los escasos metros cuadrados, y que todo fuera tan diáfano, pues no ofrecía nada de intimidad. Y sino que se lo dijeran a Georgina y a su eventual acompañante que, con ella sentada sobre su cintura, entraba y salía de su interior mientras los gemidos de ambos reverberaban por la minúscula estancia. Ver a Georgina cabalgando sobre la polla de otro hombre no le molestó, y eso era, cuanto menos, algo extraño.

 

—¿En serio? —cuestionó sin poder evitar la carcajada que pugnaba por escapar de entre sus labios— ¿En mi casa, en mi cama y con mis condones? —dijo, pero lejos de parecer molesto habló entre risas.

—Max yo…

—Tranquila Gi, no me debes nada —soltó caminando sosegadamente hacía la cocina. Se había ganado su café.

—Joder —rezongó el otro chico sacándose a Georgina de encima de un empujón al tiempo que recuperaba sus pantalones—. ¡Lo siento tío! ¡De verdad! —susurraba mientras aceleraba el paso a la salida del piso intentando que el dueño del mismo no le viera mucho la cara, no tenía ganas de que le reconociera fuera de ahí.

 

Cerró la puerta de un golpe y se escucharon sus apresurados pasos escaleras abajo. Georgina se quedó sentada sobre el colchón, a medio vestir y con la mirada vidriosa, pero Max era incapaz de determinar si era por arrepentimiento, vergüenza o por el placer del polvo. Con ella podría ser cualquiera de las tres cosas. No dijo nada, se sentó en uno de los taburetes recién montados del Ikea y la observó mientras se vestía con lentitud. Se puso la camiseta, se dejó caer con abatimiento para enfundarse cada sandalia, y finalmente se alzó para terminar de abrochar el botón de su escueto short. Pasó las manos por el pelo, miró alrededor divisando sobre la mesita de noche una goma, inquirió con un gesto y Max alzó la mano para indicarle que era toda suya. Georgina se recogió la melena en un improvisado moño, dejando su largo cuello despejado, recuperó su bolso que, con el fulgor del momento, había terminado lanzado al otro lado del apartamento, volvió a mirar por última vez a Max, dejó las llaves sobre la mesa y se marchó sin decir absolutamente nada.

Max se quedó mirando con la mirada fija en la puerta recién cerrada. Se levantó de donde estaba y se dirigió a la cama donde empezó a desnudarla tirando de las sábanas.

 

 

 

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