Maverick

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1. Janet

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Janet

Los propulsores de dirección se encendieron emitiendo fuertes pero controladas explosiones. Con una delicada grada, inesperada para sus treinta toneladas de peso, la pequeña y aerodinámica nave ejecutó una elegante pirueta en medio del espacio moteado de estrellas, desplazándose suavemente noventa grados a estribor. Una vez completada la maniobra, los propulsores volvieron a funcionar el tiempo necesario para situar la popa de la nave en la trayectoria orbital correcta, dando la espalda a la superficie de un pequeño planeta blanquiazul.

De forma lenta y pesada, los principales impulsores planetarios aceleraron hasta alcanzar la máxima potencia. Un minuto más tarde se apagaron y el resplandor blanco de la deceleración final se disipó entre el rojo vivo de la parrilla de durilio del sistema de refrigeración de iones.

Un toque final a los propulsores de dirección y la nave se deslizó suavemente dentro de la órbita geoestacionaria. Tan habilidoso era el robot tripulante que el único humano que ocupaba la nave ni siquiera se percató del movimiento de la misma.

El robot llamado Basalom, sin embargo, inmerso en el sistema de comunicación de la nave basado en el transmisor de hiperondas, no paraba de recibir información. Moviendo nerviosamente sus párpados de plástico milar, se giró hacia la humana conocida como Janet Anastasi y empleó un centenar de nanosegundos en resolver un pequeño dilema.

El problema en el que se hallaba envuelto concernía a cómo sus obligaciones entraban en conflicto con las Leyes de la Robótica. La Segunda Ley era muy clara al respecto:

Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, salvo cuando tales órdenes entren en conflicto con la Primera Ley. La doctora Anastasi le había ordenado específicamente avisarla en el momento en el que entraran en la órbita del planeta Tau Puppis IV. Él ya había contrastado los datos del navegador con la biblioteca del ordenador de la nave; el pequeño planeta, tan parecido a la Tierra, situado a 35 000 kilómetros sobre la nave, era, sin ninguna duda, Tau Puppis IV. La Segunda Ley le obligaba, de forma inequívoca, a informar a la doctora Anastasi de que habían llegado a su destino.

Tan pronto como Basalom comenzó a cargar esta afirmación en su programa de voz, le asaltó una molesta cuestión relacionada con la Primera Ley. La Primera Ley de la Robótica decía:

Un robot no puede causar daño a un ser humano ni, por omisión, permitir que un ser humano sufra daños. Desde que habían abandonado el planeta de los ceremiones, cualquier pequeña mención del proyecto de las máquinas de aprendizaje le había provocado a la doctora Anastasi una tremenda angustia emocional. Bastaba una referencia implícita a su hijo, a su ex marido o a la forma en que los dos habían destrozado completamente su experimento secuestrando a la máquina de aprendizaje nº 2, para que su presión arterial se disparara y el tono de su voz se tomara ronco y discordante, indicando un fuerte nerviosismo.

Ahora habían regresado al planeta Tau Puppis IV, el mundo en el que la doctora Anastasi había arrojado a la primera de sus máquinas. Basalom introdujo esa información en la base de datos que había iniciado dos años antes, cuando comenzó a trabajar con la doctora, y concluyó, con un noventa y cinco por ciento de seguridad, que el hecho de comunicarle las novedades provocaría en ella una reacción nerviosa negativa. No podía predecir exactamente cuál sería su reacción (ningún robot era tan sofisticado), pero podía asegurar, con una duda razonable, que dicha información le provocaría un significativo desasosiego.

Y ése era precisamente el dilema de Basalom. ¿Se correspondía ese dolor emocional con la definición de

daño consignada en la Primera Ley de la Robótica? Su programación no era muy precisa al respecto. Si el dolor emocional no era propiamente un daño, la diferencia entre ellos ora tan pequeña que su sistema no podía reconocerla con facilidad. Pero si evocar una emoción fuerte podía causar algún daño a la doctora, entonces la obediencia a la Segunda Ley podía provocar una situación terrible. ¿Cómo podía cumplir la orden de avisar a la doctora Anastasi si estaba seguro de que aquella información iba a disgustarla?

Basalom sopesaba sus potenciales positrónicos. La orden de la doctora había sido enfática y directa. El daño que implicaba, o mejor, que

podría implicar, era sólo una posibilidad y seguramente (Basalom lo sabía por su experiencia) pasaría rápidamente. Además, Basalom también sabía por su trabajo continuado con la doctora, que su reacción casi sería peor si

no le daba la información que si

se la proporcionaba.

Sopesó de nuevo la posibilidad de herir a un ser humano, pero llegó a la conclusión de que tanto la acción como la falta de ella causarían el mismo efecto en la doctora. Así que comenzó a cargar de nuevo la información en su programa de voz para proporcionársela en cuanto ralentizara sus niveles de percepción para sincronizarlos con los de los seres humanos.

De todas formas, si cuando la doctora escuchara la información comenzaba a echar sangre por los oídos, entonces sabría seguro que le había causado daño…

—¿Doctora Anastasi?

La esbelta y rubia doctora levantó la vista de su ordenador portátil y clavó sus ojos en Basalom.

—Señora, hemos alcanzado la órbita geoestacionaria del cuarto de los planetas del sistema solar de Tau Puppis.

—¡Demonios, ya era hora! —reaccionó como si se sorprendiera del tono de su propia voz, frotándose las bolsas de debajo de los ojos y sonriendo en forma de disculpa—. Lo siento Basalom, he vuelto a matar al mensajero, ¿no?

Basalom parpadeó nerviosamente y realizó un rápido examen de la habitación sin encontrar ningún signo de un mensajero herido o de un tiroteo reciente.

—¿Señora?

Ella despachó la cuestión con un movimiento de su mano.

—Es sólo una vieja expresión, no importa. ¿Está preparado el equipo de exploración?

A través de su comunicador interno, Basalom consultó al resto de la tripulación. Recibió la respuesta del equipo de exploración en forma de cuadro de diálogo, además de un

feedback visual en la cámara del ala posterior de la nave. Desde donde Basalom estaba situado, podía ver el rostro de la señora Janet en la esquina superior derecha y en la esquina superior izquierda los datos que intercambiaba con el equipo de exploración. Ambas ventanas se superponían a una vista del casco superior de la nave, que emitía destellos brillantes debido al reflejo de la luz del planeta, y cuando el robot miró pudo ver cómo una larga abertura dejaba ver la espina dorsal de la nave y cómo un fino tallo, que se asemejaba a un diente de león, se extendía lentamente hacia el planeta. En la punta del tallo, delicadas antenas de desplegaban como los pistilos de los pétalos de una flor o como una tela de araña reluciente por las gotas de rocío de la mañana.

—El equipo ha abierto ya las puertas de desembarque del módulo espacial —dijo Basalom— y ahora se encuentran levantando la antena del sensor —envió una rápida pregunta a la tripulación a través del transmisor; en respuesta, aparecieron los precisos datos de la trayectoria en el cuadro de diálogo correspondiente al equipo de exploración—. El despliegue de la antena se habrá completado en aproximadamente cinco minutos y veintitrés segundos.

La doctora Anastasi no respondió de forma inmediata. Para matar el tiempo mientras esperaba a tener algún dato más sobre el que informar, Basalom comenzó a dedicar cada quinto nanosegundo a construir una simulación de cómo la doctora Anastasi veía el mundo. Este aspecto le había confundido con frecuencia, la forma en que los humanos se las habían arreglado para avanzar tanto disponiendo sólo de visión binocular y con una casi completa carencia de habilidad para recibir comunicación telesensorial. «¡Qué solos deben sentirse sin poder comunicarse con nadie excepto con ellos mismos!», exclamó el robot para sí.

Por fin, la doctora Anastasi habló:

—Cinco minutos, ¿no?

Basalom actualizó la estimación y respondió:

—Y catorce segundos.

—Bien —estaba recostada en su silla, con los ojos cerrados e intentaba disolver una contractura de su cuello—; estaré mejor cuando esto haya terminado.

Basalom sintió una perturbación en su conciencia de la Segunda Ley y formuló una sugerencia.

—Señora, si prefiere estar en otro lugar, podemos ir hacia allí de inmediato.

La doctora Anastasi abrió los ojos y sonrió melancólicamente al robot; la expresión provocó movimientos interesantes en la topografía de su rostro. Basalom se apresuró a hacerle un examen y exploró las arrugas que rodeaban sus ojos, almacenando la imagen para estudiarla después, y volvió después a la vista normal de la doctora.

—No, Basalom —dijo Janet en ese tono que los humanos usaban con tanta frecuencia, con el que hacían saber al interlocutor que no esperaban respuesta a sus palabras—. Es exactamente el sitio en el que deseo estar —y su voz se apagó con un suave suspiro.

La última frase de Janet no tenía mucho sentido y Basalom intentó descifrarla. «Es exactamente». Era una forma abreviada de decir: «Éste es exactamente». Sustituyendo el pronombre, podía suponer que la frase completa sería «La órbita de Tau Puppis IV es exactamente…». Probando y descartando todos los significados posibles de «exactamente» en sus diferentes contextos, desplegó una ventana llena de definiciones de su forma adjetival:

exacto, correcto, estricto, cabal, justo. Justo, esto último parecía tener sentido. «Estar en la órbita de Tau Puppis es justo». Basalom sintió un cálido rubor de satisfacción en su módulo de gramática. Si ahora pudiera comprender lo que la señora Janet había querido decir…

Janet suspiró de nuevo y acabó la frase:

—Es sólo que he estado pensando en el viejo Cara de piedra otra vez, eso es todo. A veces me obsesiono pensando que ese hombre es el albatros que llevaré alrededor de mi garganta el resto de mi vida.

Basalom pensó en preguntar a Janet por qué quería llevar un ave marina, que medía tres metros al desplegar sus alas, alrededor del cuello, pero cambió de idea y dijo:

—¿Cara de piedra, señora?

—Wendy. El doctor Wendell Avery, mi ex marido —Basalom percibió de nuevo el cambio de matiz en el tono y con una alarma ya familiar los signos de hostilidad emergiendo como granitos en el sonido de su voz—. El padre de Derec. Mi mayor competidor. El diosecillo de hojalata que se dedica a infectar la galaxia con sus pequeños hormigueros de hojalata también.

—¿Se refiere a las ciudades de los robots, señora?

Janet apoyó un codo sobre la mesa y descansó su mejilla en la palma de su mano:

—Eso es exactamente a lo que me refiero, Basalom.

Janet suspiró, frunció el ceño y se quedó de nuevo en silencio. Basalom permaneció quieto durante un instante y enseguida conectó su visión termográfica. Tal y como había supuesto, la temperatura corporal de la doctora Anastasi estaba subiendo y las arterias mayores de su cuello estaban dilatándose. Reconoció los signos, estaba muy cerca de sufrir de nuevo un estallido de furia.

Todavía estaba analizando cómo podía afectar la Primera Ley al hecho de bajarle la temperatura, cuando ella explotó.

—¡Demonios, Basalom, en realidad él es un arquitecto, no un robotista! —Janet dio un fuerte golpe con el puño en la mesa y el libro que leía salió volando—. ¡Es mi nanotecnología la que está utilizando! Mis robots celulares, mi programa heurístico. ¿Pero, crees que alguna vez se ha planteado si quiera compartir conmigo el mérito?

Dio una patada a la mesa y ahogó un pequeño sollozo:

—El experimento de las máquinas de aprendizaje era precioso. Tres mentes inocentes, carentes de toda formación, que descubrían el universo por primera vez. Especialmente la unidad 2, creciendo con esos avanzados y brillantes alienígenas, los ceremiones. ¡Piensa en lo que hubiera podido aprender de ellos! Pero no, el viejo Cara dura tenía que construir una de sus pesadillas arquitectónicas a sólo diez kilómetros y arrumar todo el maldito proyecto. En este momento, la unidad 2 viaja con Derec, que sólo Dios sabe qué tipo de estupidez tiene ahora en la cabeza, y los ceremiones no nos darán una segunda oportunidad —Janet cerró los ojos, clavó los codos en la mesa y colocó la cabeza entre las manos—. No sé qué hice en otra vida para merecerme a este hombre, pero creo que ya lo he pagado con creces —su voz se acalló y un casi imperceptible sonido que podía ser un sollozo se deslizó a través de sus dedos.

Basalom miraba y escuchaba al tiempo que una serie de contradicciones caóticas que simbolizaban la incertidumbre surgía de su cerebro positrónico. La señora Janet sentía algún tipo de dolor, de eso estaba seguro. Y el dolor era equivalente al daño, eso estaba claro. Pero, aunque la Primera Ley ordenaba a los robots actuar para evitar el daño a los humanos, siete siglos de desarrollo positrónico no habían sido suficientes para resolver la cuestión de cómo consolar a una mujer que llora.

Un mensaje del equipo de exploración acompañado de una imagen de la antena completamente extendida liberó a Basalom de sus pensamientos.

—Señora, la antena del sensor ya se encuentra totalmente desplegada y operativa.

Ella no contestó.

Un minuto después llegó la actualización de los datos:

—El equipo de exploración informa de que ha contactado con el transmisor de la cápsula, señora. La grabadora de vuelo parece estar intacta.

Una pausa. Más datos aparecían en la mente de Basalom y un mapa táctico del planeta señalando las curvas de entrada proyectadas se representó en su cabeza.

—El módulo espacial realizó un aterrizaje suave con un recorrido de 200 metros en el lugar del planeta planeado. La unidad 1 fue descargada de acuerdo con el programa. La toma de contacto preliminar había comenzado. Todos los indicadores eran nominales.

Después de unos pocos segundos, la doctora Anastasi preguntó:

—¿Entonces?

—El cordón umbilical se cortó según lo programado. Desde entonces no se ha producido ningún contacto más con la unidad 1.

Janet se sentó, se alisó el pelo con las manos, perdiendo en ese movimiento unos cuantos de sus cabellos de color rubio grisáceo, y se presionó la sien con el puño de su bata de laboratorio.

—Muy bien —dijo al fin al tiempo que separaba la silla de la mesa y se levantaba—. Realmente bien. Basalom, ordena al equipo de exploración que comience la búsqueda de la unidad 1. Comunícamelo de inmediato si encuentran algún rastro de ella —comenzó a moverse hacia la puerta—. Voy a refrescarme un poco.

—Sus órdenes han sido enviadas, señora.

Ya en la puerta, Janet se detuvo un momento y dijo suavemente:

—Y gracias por escucharme, Basalom. Eres un encanto —después se giró y desapareció en la oscuridad de la cabina.

Basalom sintió que le recorría una corriente de chispazos de desencanto que podían interpretarse como el equivalente robótico de la desilusión humana. La doctora Anastasi le había llamado

ciervo[1], pero había abandonado la cabina sin explicarle cuál era la relación que le unía con los animales herbívoros pertenecientes a la familia de los

cérvidos.

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