Matilda

Matilda


Los nombres

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Los nombres

¡LA señorita Trunchbull! —exclamó Matilda, dando un brinco de casi un palmo—. ¿Quiere decir que su tía es ella? ¿Que fue ella la que la crió?

—Sí —dijo la señorita Honey.

—¡No me extraña que estuviera aterrorizada! —exclamó Matilda—. El otro día la vimos coger a una niña por las coletas y lanzarla por encima de la valla del campo de deportes.

—No habéis visto nada —dijo la señorita Honey—. Al morir mi padre, cuando yo tenía cinco años y medio, me obligaba a bañarme sola. Y si entraba y le parecía que no me había bañado bien, me metía la cabeza en el agua y la tenía así un rato. Pero no quiero hablar de lo que me hacía. Eso no va a servir de nada.

—No —dijo Matilda—. De nada.

—Vinimos aquí —dijo la señorita Honey— para hablar de ti y no hemos hecho otra cosa que hablar de mí todo el tiempo. Me siento avergonzada. Me interesa mucho más lo que puedes hacer con esos asombrosos ojos tuyos.

—Puedo mover cosas —dijo Matilda—. Sé que puedo. Y volcar objetos.

—¿Te gustaría —preguntó la señorita Honey— que hiciéramos unos experimentos, con toda prudencia, para comprobar qué es lo que puedes mover y volcar?

Matilda respondió, bastante sorprendentemente:

—Si no le importa, señorita Honey, creo que sería mejor que no. Ahora desearía irme a casa y pensar en todo lo que he escuchado esta tarde.

La señorita Honey se puso al instante de pie.

—Claro —dijo—. Te he retenido aquí demasiado tiempo. Tu madre estará preocupada por ti.

—¡Oh, no, no se preocupa nunca! —exclamó Matilda, sonriendo—. Pero me gustaría irme a casa ahora, por favor, si no tiene inconveniente.

—Vete, entonces —dijo la señorita Honey—. Siento haberte ofrecido una merienda tan pobre.

—Nada de eso —dijo Matilda—. Me ha encantado.

Las dos recorrieron el trayecto hasta la casa de Matilda en completo silencio. La señorita Honey percibió que Matilda lo prefería así. La niña parecía tan sumida en sus propios pensamientos que apenas veía por dónde pisaba. Cuando llegaron ante la puerta de la casa de Matilda, dijo la señorita Honey:

—Harías bien en olvidar todo lo que te he dicho esta tarde.

—No le voy a prometer eso —dijo Matilda—, pero sí que no hablaré de ello con nadie, ni siquiera con usted.

—Creo que eso sería lo más sensato —aprobó la señorita Honey.

—Sin embargo, no le prometo que vaya a dejar de pensar en ello, señorita Honey —dijo Matilda—. He estado pensando en ello durante todo el camino desde su casa y se me ha ocurrido una idea.

—No deberías hacer nada —dijo la señorita Honey—. Olvídalo, por favor.

—Me gustaría hacerle tres últimas preguntas antes de dejar de hablar de ello —dijo Matilda—. ¿Las va a contestar, señorita Honey?

La profesora sonrió. Era extraordinario, pensó, cómo se hacía cargo de sus problemas aquella mocosa y, además, con qué autoridad.

—Bien —dijo—, eso depende de las preguntas.

—La primera es ésta —dijo Matilda—: ¿Cómo llamaba la señorita Trunchbull a su padre?

—Estoy segura de que le llamaba Magnus —dijo la señorita Honey—. Ése era su nombre de pila.

—¿Y cómo llamaba su padre a la señorita Trunchbull?

—Se llama Agatha. Supongo que la llamaría así.

—Y por último —dijo Matilda—, ¿cómo la llamaban a usted su padre y la señorita Trunchbull?

—Jenny —dijo la señorita Honey.

Matilda sopesó cuidadosamente las respuestas.

—Deje que me asegure de que los he cogido bien —dijo—. En su casa, su padre era Magnus, la señorita Trunchbull era Agatha y usted, Jenny. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, así es —afirmó la señorita Honey.

—Gracias —dijo Matilda—. Y ahora, ya no hablaré más del tema.

La señorita Honey se preguntó qué demonios estaría pasando por la mente de la niña.

—No hagas ninguna tontería —dijo.

Matilda se rió, se volvió y se alejó corriendo por el camino que llevaba a la puerta principal, desde donde gritó:

—¡Adiós, señorita Honey! ¡Muchas gracias por la merienda!

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