Matilda

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Bruce Bogtrotter y la tarta

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Bruce Bogtrotter y la tarta

¿CÓMO no le hacen nada? —le dijo Lavender a Matilda—. Sin duda los niños se lo cuentan a sus padres en casa. Yo estoy segura de que mi padre armaría un escándalo si le dijera que la directora me ha agarrado por el pelo y me ha lanzado por encima de la cerca del patio.

—No, no lo haría —dijo Matilda—, y te voy a decir por qué. Sencillamente, porque no te creería.

—Claro que me creería.

—No —dijo Matilda—. Y la razón está clara. Tu historia resultaría demasiado ridícula para creerla. Ése es el gran secreto de la Trunchbull.

—¿Cuál? —preguntó Lavender.

—No hacer nunca nada a medias si quieres salirte con la tuya. Ser extravagante. Poner toda la carne en el asador. Estoy segura de que todo lo que hace es tan completamente disparatado que resulta increíble. Ningún padre se creería la historia de las coletas aunque pasara un millón de años. Los míos, desde luego, no. Me llamarían embustera.

—En ese caso —dijo Lavender—, la madre de Amanda no le va a cortar las coletas.

—No, claro que no —dijo Matilda—. Será Amanda la que se las corte. Ya lo verás.

—¿Crees que está loca? —preguntó Lavender.

—¿Quién?

—La Trunchbull.

—No, yo no creo que esté loca —dijo Matilda—, pero es muy peligrosa. Estar en esta escuela es como estar con una cobra dentro de una jaula. Hay que tener mucho cuidado.

Al día siguiente, sin ir más lejos, tuvieron otro ejemplo de lo peligrosa que podía resultar la directora. Durante el almuerzo se anunció que, al terminar, se reunirían todos en el salón de actos.

Cuando los doscientos cincuenta chicos y chicas estuvieron sentados en el salón, la Trunchbull se dirigió al estrado. No iba con ningún otro profesor. Llevaba una fusta en la mano derecha. Se plantó en el centro del estrado, con sus pantalones verdes y las piernas separadas, mirando airadamente al mar de rostros levantados hacia ella.

—¿Qué va a pasar? —susurró Lavender.

—No lo sé —contestó Matilda, también susurrando.

Los alumnos aguardaban a ver qué iba a suceder.

—¡Bruce Bogtrotter! —vociferó de repente la Trunchbull—. ¿Dónde está Bruce Bogtrotter?

De entre los niños sentados se alzó una mano.

—¡Ven aquí! —gritó la Trunchbull—. ¡Y espabílate!

Se levantó un chico de once años, alto y regordete, y se acercó, contoneándose a buen paso.

—¡Ponte allí! —ordenó la Trunchbull, señalando el sitio con un dedo.

El chico se quedó a un lado. Parecía nervioso. Sabía de sobra que no estaba allí para recibir un premio. Miraba a la directora con ojos cautelosos y se fue alejando de ella poco a poco, con ligeros movimientos de los pies, como lo haría una rata de un perro que estuviera observándola desde el otro extremo de la habitación. El temor y la aprensión habían vuelto su cara, regordeta y blandengue, gris. Llevaba las medias caídas sobre los tobillos.

—¡Este cretino —bramó la directora, dirigiendo la fusta hacia él como si fuera un estoque—, esta espinilla, este ántrax asqueroso, esta pústula venenosa que veis ante vosotros, no es más que un repugnante criminal, un habitante del hampa, un miembro de la Mafia!

—¿Quién, yo? —dijo Bruce Bogtrotter, totalmente desconcertado.

—¡Un ladrón! —gritó la Trunchbull—. ¡Un timador! ¡Un pirata! ¡Un bribón! ¡Un cuatrero!

—Nada de eso —dijo el chico—. Quiero decir que eso no es cierto, señora directora.

—¿Lo niegas, miserable sabandija? ¿No te declaras culpable?

—No sé qué quiere usted decir —dijo el chico, más desconcertado que nunca.

—¡Ya te diré yo lo que quiero decir, ampolla purulenta! —gritó la Trunchbull—. ¡Ayer por la mañana, durante el recreo, te deslizaste como una serpiente en la cocina y robaste un trozo de tarta de chocolate de mi bandeja del té! ¡Esa bandeja había sido preparada personalmente para mí por la cocinera! ¡Era mi desayuno! ¡Y por lo que respecta a la tarta, era mía! ¡No era una tarta para niños! ¿Crees, por casualidad, que me voy a comer yo la porquería que os doy a vosotros? ¡Esa tarta estaba hecha con mantequilla y crema de verdad! ¡Y él, ese bandido, ese atracador de caja de caudales, ese salteador de caminos, entró allí con los calcetines en los tobillos, la robó y se la comió!

—Yo no lo hice —exclamó el chico, palideciendo.

—¡No me mientas, Bogtrotter! —gritó la Trunchbull—. ¡Te vio la cocinera! ¡Es más, te vio comiéndotela!

La Trunchbull hizo una pausa para limpiarse un poco de espuma de la boca.

Cuando volvió a hablar, su voz era repentinamente más suave, más tranquila, más amistosa, y se inclinó hacia el chico, sonriendo.

—Te gusta mi tarta especial de chocolate, ¿no, Bogtrotter? Es buena y deliciosa, ¿no?

—Muy buena —murmuró el chico, sin poderlo evitar.

—Tienes razón —dijo la Trunchbull—. Es muy buena. Por eso creo que deberías felicitar a la cocinera. Cuando un caballero come especialmente bien, felicita al chef. Tú no sabías eso, ¿no, Bogtrotter? Los que se mueven en el bajo mundo no se distinguen por sus buenas maneras.

El chico permanecía callado.

—¡Cocinera! —llamó la Trunchbull, volviendo la cabeza hacia la puerta—. ¡Venga aquí, cocinera! ¡Bogtrotter quiere decirle lo buena que es su tarta de chocolate!

La cocinera, una mujer alta y arrugada, con aspecto de que la hubieran secado hacía tiempo en un horno, se acercó al estrado llevando puesto un sucio delantal blanco. Su entrada había sido claramente preparada con antelación por la directora.

—Vamos, Bogtrotter —bramó la Trunchbull—, dígale a la cocinera lo que piensa de su tarta de chocolate.

—Muy buena —murmuró el chico.

Se notaba que empezaba a preguntarse adónde conduciría todo aquello. Lo único que sabía seguro era que la ley prohibía que la Trunchbull le azotara con la fusta, con la que no cesaba de darse golpecitos en el muslo. Eso era un pequeño consuelo, pero no mucho, porque las reacciones de la Trunchbull eran totalmente imprevisibles. Nunca se sabía lo que iba a hacer a continuación.

—Ya lo ve, cocinera —afirmó sarcásticamente la Trunchbull—. A Bogtrotter le gusta su tarta. Adora su tarta. ¿Tiene usted más tarta para él?

—Claro que sí —dijo la cocinera.

Parecía haberse aprendido su papel de memoria.

—Entonces vaya y tráigala. Y traiga un cuchillo para partirla.

La cocinera desapareció. Regresó casi al instante, tambaleándose bajo el peso de una enorme tarta redonda de chocolate en una fuente de porcelana. La tarta tenía fácilmente cuarenta y cinco centímetros de diámetro y estaba recubierta de chocolate glaseado.

—Póngala en la mesa —ordenó la Trunchbull.

En el centro del estrado había una pequeña mesa con una silla a su lado. La cocinera dejó cuidadosamente la tarta en la mesa.

—Siéntate, Bogtrotter —dijo la Trunchbull—. Siéntate ahí.

El chico se acercó con precaución a la mesa y se sentó. Contempló la gigantesca tarta.

—Ahí la tienes, Bogtrotter —continuó la Trunchbull, con voz de nuevo suave, persuasiva, incluso amable—. Es toda tuya, toda entera. Como te gustó tanto ese trozo que te comiste ayer, le ordené a la cocinera que hiciera una extraordinariamente grande sólo para ti.

—Bien, muchas gracias —dijo el chico, completamente perplejo.

—Dale las gracias a la cocinera, no a mí —indicó la Trunchbull.

—Gracias, cocinera —repitio el chico.

La cocinera permanecía allí como un cordón seco, callada, implacable, desaprobadora. Parecía que tuviera la boca llena de zumo de limón.

—Adelante, pues —dijo la Trunchbull—. ¿Por qué no cortas un buen trozo y te lo comes?

—¿Qué? ¿Ahora? —preguntó el chico, cautelosamente. Sabía que había alguna trampa en algún sitio, pero no sabía dónde—. ¿No podría llevármela a casa?

—Eso sería una descortesía —dijo la Trunchbull sonriendo retorcidamente—. Tienes que demostrarle a la cocinera lo que le agradeces las molestias que se ha tomado.

El chico no se movió.

—Venga, hazlo —ordenó la Trunchbull—. Corta un trozo y pruébalo. No disponemos de todo el día.

El chico agarró el cuchillo y estaba a punto de hundirlo en la tarta cuando se detuvo. Contempló la tarta. Luego miró a la Trunchbull y, a continuación, a la experta cocinera de rostro avinagrado. Los niños del salón contemplaban la escena nerviosamente, esperando que sucediera algo. Estaban seguros de que tenía que suceder. La Trunchbull no era una persona que le diera a alguien una tarta de chocolate para que se la comiera, sólo por amabilidad. Muchos pensaban que debía estar rellena de pimiento picante, o aceite de ricino, o cualquier otra sustancia de sabor desagradable que hubiera hecho vomitar violentamente al chico. Podría ser, incluso, arsénico, y hubiera muerto en el plazo de diez segundos. O quizá se tratara de una tarta-bomba y explotara en el momento de partirla, haciendo volar a Bruce Bogtrotter. En la escuela, nadie dudaba de que la Trunchbull era capaz de hacer cualquiera de esas cosas.

—No me apetece comerla —dijo el chico.

—Pruébala, mocoso —exigió la Trunchbull—. Estás ofendiendo a la cocinera.

El chico comenzó a partir un trozo pequeño de la enorme tarta. Separó el trozo. Dejó el cuchillo y cogió con los dedos el trozo pegajoso y comenzó a comérselo muy lentamente.

—Está buena, ¿no? —preguntó la Trunchbull.

—Muy buena —dijo el chico, saboreando y tragando.

Se terminó el trozo.

—Toma otro —dijo la Trunchbull.

—Es bastante, gracias —murmuró el chico.

—He dicho que tomes otro —ordenó la Trunchbull, con tono totalmente brusco ahora—. ¡Cómete otro trozo! ¡Haz lo que te digo!

—No me apetece otro trozo —se quejó el chico.

De pronto, explotó la Trunchbull:

—¡Come! —gritó, golpeándose el muslo con la fusta—. ¡Si te digo que comas, come! ¡Querías tarta! ¡Robaste tarta! ¡Ahora ya tienes tarta! ¡Y lo que es más, te la vas a comer! ¡No vas a abandonar este estrado y nadie se va a marchar de este salón hasta que te hayas comido toda la tarta que tienes delante de ti! ¿He hablado claro, Bogtrotter? ¿Entiendes lo que quiero decir?

El chico miró a la Trunchbull. Luego bajó la vista a la enorme tarta.

—¡Come! ¡Come! ¡Come! —gritó la Trunchbull.

El chico cortó muy lentamente otro trozo de tarta y comenzó a comérselo.

Matilda estaba fascinada.

—¿Crees que lo hará? —preguntó en voz baja a Lavender.

—No —le respondió Lavender—. Es imposible. Estará enfermo antes de llegar a la mitad.

El chico seguía en lo suyo. Cuando hubo terminado el segundo trozo, miró dubitativo a la Trunchbull.

—¡Come! —gritó ella—. ¡Los ladronzuelos glotones a los que les gusta comer tarta deben tener tarta! ¡Come más rápido, muchacho! ¡Come más rápido! ¡No queremos estar aquí todo el día! ¡Y no pares como estás haciendo ahora! ¡La primera vez que te pares antes de terminarla, irás derecho a La ratonera, cerraré la puerta y tiraré la llave a la alcantarilla!

El chico cortó un tercer trozo y comenzó a comérselo. Terminó éste antes que los otros dos y, al acabar, cogió inmediatamente el cuchillo y cortó otro trozo. De forma extraña, parecía ir cogiendo el ritmo.

Matilda, que observaba atentamente la escena, no apreció aún signos de angustia en el chico. Si acaso, parecía ir adquiriendo confianza mientras proseguía.

—Lo está haciendo bien —murmuró Matilda.

—Pronto estará enfermo —susurró a su vez Lavender—. Va a ser horrible.

Cuando se hubo comido la mitad de la enorme tarta, Bruce Bogtrotter se detuvo un par de segundos e hizo varias inspiraciones profundas. La Trunchbull permanecía en pie, con las manos en las caderas, mirándole airadamente.

—¡Sigue! —gritó—. ¡Acábatela!

De repente, el chico dejó escapar un tremendo eructo que resonó en el salón de actos como un trueno. Muchos de los espectadores se rieron.

—¡Silencio! —gritó la Trunchbull.

El chico cortó otro grueso trozo y comenzó a comérselo rápidamente. Aún no mostraba signos de decaimiento o de querer abandonar. Realmente no parecía que estuviera a punto de detenerse y gritar: «¡No puedo, no puedo comer más! ¡Me voy a poner enfermo!». Aún seguía en combate.

Se estaba produciendo un sutil cambio en los doscientos cincuenta niños que presenciaban la escena. Hasta entonces habían previsto un inevitable desastre. Se habían preparado para una escena desagradable, en la que el desdichado chico, atiborrado de tarta de chocolate, tendría que rendirse y suplicar perdón y, entonces, verían a la triunfante Trunchbull obligando al jadeante muchacho a engullir más trozos de tarta.

Nada de eso. Bruce Bogtrotter se había tomado ya tres cuartas partes y aún seguía bien. Podría pensarse que casi estaba empezando a disfrutar. Tenía que escalar una montaña y estaba decidido a alcanzar la cima o a morir en el empeño. Es más, se había dado cuenta de los espectadores y de que, silenciosamente, todos estaban de su parte. Aquello era nada menos que una batalla entre él y la todopoderosa Trunchbull.

De pronto, alguien gritó:

—¡Vamos, Brucie! ¡Lo puedes conseguir!

La Trunchbull se volvió y rugió:

—¡Silencio!

El auditorio observaba atentamente. Estaba cautivado por la contienda. Deseaban empezar a animar, pero no se atrevían.

—Creo que lo va a conseguir —susurró Matilda.

—Yo también lo creo —respondió en voz baja Lavender—. Nunca hubiera creído que alguien pudiera comerse una tarta de ese tamaño.

—La Trunchbull tampoco se lo cree —susurró Matilda—. Mírala. Se está volviendo cada vez más roja. Si vence él, lo va a matar.

El chico iba más despacio ahora. No había duda de ello. Pero seguía comiendo tarta, con la tenaz perseverancia del corredor de fondo que ha avistado la meta y sabe que tiene que seguir corriendo. Cuando engulló el último bocado, estalló un tremendo clamor en el auditorio y los niños empezaron a dar saltos de alegría y a vitorear, aplaudir y gritar:

—¡Bien hecho, Brucie! ¡Muy bien, Brucie! ¡Has ganado una medalla de oro, Brucie!

La Trunchbull permanecía totalmente inmóvil en el estrado. Su rostro de caballo había adquirido el color de la lava fundida y sus ojos fulguraban de rabia. Miró a Bruce Bogtrotter, que seguía sentado en su silla como un enorme gusano ahíto, repleto, comatoso, incapaz de moverse o de hablar. Una delgada capa de sudor adornaba su frente, pero en su rostro se reflejaba una sonrisa de triunfo.

De repente, la Trunchbull se acercó y cogió la fuente de porcelana vacía que había contenido la tarta. La levantó todo lo que pudo y la dejó caer de golpe en todo lo alto de la cabeza del desdichado.

Bruce Bogtrotter y sus trozos se desparramaron por el suelo del estrado.

El chico estaba tan atiborrado de tarta, que era casi como un saco de cemento húmedo y no le hubiera hecho daño ni un mazo de hierro. Se limitó a mover la cabeza unas cuantas veces y siguió sonriendo.

—¡Vete al diablo! —dijo airadamente la Trunchbull, y se marchó del estrado, seguida de cerca por la cocinera.

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