Mashenka

Mashenka


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—Lev Glevo. ¿Lev Glebovich? Querido amigo, estos nombres son trabalenguas, más que nombres.

—Es cierto —repuso Ganin con cierta sequedad, mientras intentaba distinguir el rostro de su interlocutor, en la imprevista oscuridad.

Ganin se sentía molesto por la absurda situación en que los dos se encontraban, así como por la conversación que se veía obligado a sostener con aquel desconocido. La voz prosiguió impertérrita:

—No crea que le haya preguntado su nombre y apellido por simple curiosidad. No, porque siempre he creído que todo nombre…

—Voy a pulsar el botón otra vez —le interrumpió Ganin.

—Sí, sí… De todos modos, mucho me temo que no servirá de nada. Pues, tal como le decía, todo nombre lleva anejas sus responsabilidades. Lev y Gleb es una combinación muy extraña, y, en cierta manera, una combinación muy exigente. Significa que quien así se llama ha de tener una personalidad tensa, firme y un poco excéntrica. Mi nombre es mucho más modesto, y el de mi mujer es pura y simplemente Mashenka. Permítame que me presente: Aleksey Ivanovich Alfyorov. Perdón, me parece que le he pisado…

Buscando en la oscuridad la mano que le rozaba el puño de la camisa, Ganin dijo:

—Es un placer. ¿Cree que estaremos así mucho rato? Diablos, ya es hora de que alguien haga algo. La alegre y fatigosa voz sonó un poco más arriba de su oreja, muy cerca:

—Lo mejor será que nos sentemos y esperemos. Ayer, cuando llegué, me tropecé con usted en el pasillo. Luego, por la tarde, a través del tabique, le oí carraspear y, por el sonido de la tos, me di cuenta inmediatamente de que éramos compatriotas. ¿Lleva usted mucho tiempo alojado en esta pensión?

—Siglos. ¿Tiene una cerilla?

—No. No fumo. Desde luego, es sórdida esta pensión, pese a ser rusa. Soy un hombre de suerte, ¿sabe usted? Mi esposa ha salido de Rusia. Cuatro años, casi nada… Sí, señor. Ahora ya falta poco. Hoy es domingo.

Ganin se estrujó los dedos, y musitó:

—Maldita oscuridad… No sé qué hora será.

Alfyorov lanzó un ruidoso suspiro, difundiendo el cálido y pasado hedor propio de un hombre entrado en años y que no goza de mucha salud. Este hedor produce tristeza.

—Sólo faltan seis días. Creo que mi mujer llegará el sábado. Ayer recibí carta. Escribió las señas de un modo muy curioso. Lástima que estemos tan a oscuras, si no le enseñaría el sobre. ¿Qué hace usted, mi querido amigo? Estas ventanitas no se abren.

Por menos de un pitillo las reventaría.

Vamos, vamos, Lev Glebovich, no se ponga usted así. ¿No sería mejor que nos distrajéramos con algún juego de sociedad? Sé algunos magníficos, yo mismo me los invento. Por ejemplo, piense un número de dos guarismos. ¿Ya está?

—Gracias, no juego —repuso Ganin y, acto seguido, pegó dos puñetazos a la pared.

La voz de Alfyorov ronroneó:

—El conserje lleva horas durmiendo. De nada sirve golpear la pared.

—Pero reconocerá usted que no podemos pasar la noche aquí, ¿verdad?

—Pues parece que no nos va a quedar otro remedio. ¿No le parece que hay cierto simbolismo en nuestro encuentro, Lev Glebovich? Cuando estábamos pisando tierra firme no nos conocíamos. Luego, resulta que los dos nos dirigimos a casita al mismo tiempo, y entramos juntos en este ingenio. A propósito, el suelo es terriblemente delgado, y debajo no hay más que un pozo oscuro. Pues bien, como iba diciendo, los dos entramos sin decirnos ni media palabra, sin conocernos, ascendemos en silencio, y, de repente, se para. Y la oscuridad.

Con lúgubre acento, Ganin preguntó:

—¿Y qué hay de simbólico en esto?

—Bueno, pues el hecho de que nos hayamos quedado parados, inmóviles, en esta oscuridad. Y el hecho de que estemos esperando. Hoy, durante el almuerzo, ese individuo, ¿cómo se llama?, el viejo escritor, ah, sí, Podtyagin, me ha estado hablando del sentido de esa vida de emigrantes que llevamos, de esta constante espera. Usted ha pasado el día fuera, ¿verdad, Lev Glebovich?

—Sí, he salido de la ciudad.

—¡La primavera…! ¡Qué bonito debe estar el campo!

La voz de Alfyorov dejó de oírse durante unos instantes, y, cuando volvió a sonar, había en ella un desagradable tonillo, debido seguramente a que el hombre sonreía:

—Cuando mi mujer esté aquí, la llevaré a ver el campo. Le entusiasma pasear. Me parece que la patrona me ha dicho que su habitación quedaría libre el próximo sábado, ¿es así?

—Efectivamente —repuso Ganin con sequedad.

—¿Se va de Berlín?

Olvidando que en la oscuridad era invisible, Ganin afirmó con un movimiento de cabeza. Alfyorov rebulló en el asiento, lanzó uno o dos suspiros, comenzó a silbar una dulzona tonada, dejó de silbarla, volvió a silbarla… Así pasaron diez minutos, hasta que oyeron un «clic», arriba.

—Menos mal —dijo Ganin con una sonrisa.

En el mismo instante se encendió la bombilla en el techo, y la móvil y zumbante cabina quedó inundada de luz amarillenta. Alfyorov parpadeó, igual que si hubiera despertado. Llevaba un viejo abrigo de color de arena, uno de esos abrigos llamados de entretiempo, y sostenía en la mano un sombrero hongo. Iba con el cabello, escaso y rubio, algo despeinado, y en sus facciones había ciertos matices que recordaban las estampas religiosas: la dorada barbita y el modelado de su flaco cuello que quedó al descubierto al quitarse el pañuelo con puntitos de vivos colores. De un tirón, el ascensor subió hasta el descansillo del cuarto piso y se detuvo. Mientras abría la puerta, Alfyorov dijo sonriente:

¡Un milagro! Pensaba que alguien habría oprimido el botón, pero veo que no hay nadie. Usted primero, Lev Glebovich.

Pero Ganin, con una mueca de impaciencia, empujó suavemente a Alfyorov, y salió tras él, desfogándose por el medio de cerrar ruidosamente la puerta de hierro. Nunca se había sentido tan irritado.

—Un milagro —repitió Alfyorov—. Hemos subido, sin que aquí haya nadie. También es simbólico, eso.

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