Mashenka

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El martes por la mañana se despertó tarde, con cierto dolorcillo en las piernas. Clavó el codo en la almohada, incorporándose, y lanzó uno o dos suspiros, sorprendido y maravillado al recordar con deleite lo ocurrido anoche.

La mañana era suave, neblinosamente blanca. Los cristales de la ventana temblaban al impulso de un activo ajetreo.

De un salto abandonó decidido la cama, y comenzó a afeitarse. Hoy, esta tarea le proporcionaba un especial placer. La gente que se afeita se rejuvenece un día todas las mañanas. Hoy, Ganin tenía la impresión de haberse rejuvenecido, exactamente, nueve años. Suavizado por el jabón, el pelo que surgía de su tensa piel crepitaba cuando caía bajo el acero de la hoja de afeitar. Mientras se afeitaba, Ganin movía las cejas, y después, mientras estaba en pie en la bañera y se rociaba el cuerpo con el agua fría de la jarra, sonreía de alegría. Se peinó el húmedo cabello negro, se vistió a toda prisa y salió a la calle.

Salvo los bailarines que por lo general no se levantaban hasta la hora del almuerzo, los restantes pupilos pasaban la mañana fuera de la pensión. Alfyorov había ido a visitar a un amigo con el que estaba empezando un negocio. Podtyagin había acudido a la comisaría de policía para conseguir el visado de salida. Klara, que llegaría tarde al trabajo, esperaba el tranvía en una esquina, sosteniendo contra el pecho una bolsa de papel con naranjas.

Muy tranquilo, Ganin subió al segundo piso de una casa que le era muy conocida y tocó el timbre. Sin quitar la cadena, una criada abrió la puerta, miró hacia fuera y dijo que Fräulein Rubanski todavía dormía.

—Da igual, he de verla —dijo Ganin.

Metió la mano por entre la puerta y el quicio, y quitó la cadena. La criada, muchacha gruesa y pálida, musitó algo con indignado acento, pero Ganin la echó a un lado de un codazo y, con la misma decisión, avanzó por la penumbra del corredor y golpeó una puerta.

—¿Quién es? —preguntó Liudmila con la voz algo ronca del despertar.

—Soy yo. Abre.

Oyó el sonido de sus pasos, descalza, camino de la puerta. Liudmila dio vuelta a la llave, y, antes de mirar a Ganin, volvió corriendo a la cama y se cubrió. Era evidente que, oculta, sonreía, esperando que Ganin se acercara.

Pero Ganin se quedó en medio del cuarto, y allí estuvo bastante rato, en silencio, haciendo sonar la calderilla que llevaba en los bolsillos de su impermeable.

Bruscamente, Liudmila dio un cuarto de vuelta, quedando boca arriba, y abrió los brazos delgados y desnudos, riendo. Las horas de la mañana no la favorecían. Tenía el rostro pálido e hinchado, y el amarillo cabello de punta. Con los ojos cerrados, le invitó:

—¡Ven! ¡Ven aquí!

Ganin hizo sonar la calderilla. En voz tranquila dijo:

—Escucha, Liudmila.

Liudmila se sentó en la cama, con los ojos muy abiertos:

—¿Ha ocurrido algo?

Ganin le dirigió una dura mirada y contestó:

—Sí. Creo que me he enamorado de otra. He venido para decirte adiós.

Liudmila parpadeó, se abrieron y cerraron sus pestañas apelmazadas por el sueño, y se mordió el labio.

—Y esto es todo —dijo Ganin—. Lo siento, pero nada puedo hacer. Digámonos adiós. Creo que es lo mejor.

Liudmila se cubrió el rostro con las manos, y se dejó caer de cara contra la almohada. La colcha azul cielo comenzó a caer sobre la peluda alfombrilla blanca. Ganin la cogió y la colocó en la debida posición. Luego paseó por la habitación, cruzándola un par de veces.

—La criada no quería dejarme entrar —dijo.

Liudmila yacía de espaldas, con la cara enterrada en la almohada, quieta, como muerta.

—La verdad es que esta criada nunca ha sido demasiado amable conmigo —dijo Ganin.

Luego, al cabo de unos instantes, añadió:

—Deberíais apagar la calefacción. Ya es primavera.

Fue desde la puerta al armario blanco con espejo de cuerpo entero, y se puso el sombrero.

Liudmila seguía inmóvil. Ganin se quedó un rato más, la miró en silencio, y después, produciendo un leve sonido, como si se aclarara la garganta, salió del dormitorio.

Esforzándose en caminar sin hacer ruido, recorrió rápidamente el largo pasillo, se equivocó de puerta, y, al abrirla, se encontró en un cuarto de baño. Vio un peludo brazo y oyó un rugido de león. Dio rápidamente media vuelta y, después de volver a ver a la atontada criada, ocupada ahora en quitarle el polvo a un busto de bronce, en el vestíbulo, comenzó a descender, por última vez, los peldaños de piedra de la poco empinada escalera. Abajo, el portalón al fondo de la entrada estaba abierto de par en par, ofreciendo la visión del patio interior, en el que un tenor vagabundo cantaba a todo volumen una canción rusa, del Volga, en alemán.

Al escuchar aquella voz, vibrante como la mismísima primavera, y al ver el coloreado dibujo de los cristales de la ventana abierta —un ramo de rosas cúbicas, y un abanico de plumas de faisán—, Ganin se sintió libre.

Anduvo despacio, y fumando, por la calle. Hacía tiempo fresco, fresco como la leche. Ante su vista se alzaban blancas nubes deshilachadas, en el espacio azul entre las casas. Siempre que veía nubes avanzando aprisa, se acordaba de Rusia, pero ahora no necesitaba nubes para recordarla. Desde anoche, no había pensado más que en Rusia.

El delicioso hecho íntimo ocurrido anoche había sido la causa de que todo el calidoscopio de su vida variara, y había evocado el pasado de un modo avasallador.

Se sentó en un banco de un jardín público, e inmediatamente el amable compañero que le había seguido, su gris sombra ancestral, se tumbó a sus pies y comenzó a hablar.

Ahora que Liudmila ya había desaparecido, Ganin podía escuchar a su propia sombra.

Hacía nueve años. Verano de 1915, una casa de campo, tifus. La convalecencia del tifus era pasmosamente agradable. Parecía que uno estuviera tumbado sobre un colchón de aire que se ondulaba constantemente. Cierto era que de vez en cuando le dolía el bazo, y que todas las mañanas venía una enfermera, especialmente traída de San Petersburgo, y le frotaba la insensible lengua, aún adormilada, con un algodón empapado de oporto. La enfermera era una mujer muy baja, de suaves senos y manos pequeñas y competentes. De ella emanaba un olor húmedo y frío, de solterona. Le gustaba emplear en su habla giros campesinos y alguna que otra palabra japonesa aprendida en la guerra de 1904. Tenía cara de campesina, del tamaño de un puño, con marcas de viruela y nariz pequeña. De su cofia no escapaba ni un solo cabello.

Uno yacía como si debajo tuviera aire. A la izquierda, la cama quedaba aislada de la puerta por un biombo de color tostado, en forma ondulada, hecho con cañas. Muy cerca de él, en el rincón de la derecha, estaba la caja de los iconos: tras el vidrio, veía las morenas caras de las imágenes, velas de cera y un crucifijo de coral. Una de las dos ventanas, la más alejada, recibía directamente los rayos del sol, y la cabecera de la cama parecía apoyarse en la pared, para alejarse de ella empujando, en tanto que los pies apuntaban con sus adornos de latón a la otra ventana, y en cada uno de los adornos había una burbuja de luz que parecía capaz de despegar de un momento a otro, para cruzar el aposento y perderse en el profundo cielo de julio por el que se deslizaban hacia lo alto esplendentes e hinchadas nubes. La primera ventana, en la pared de la derecha, se abría sobre un tejado inclinado, de pálido color verde. El dormitorio se encontraba en el segundo piso, y este tejado era el del ala de una sola planta en la que había la cocina y se alojaba la servidumbre. Por la noche, estas ventanas quedaban cubiertas por los blancos postigos.

La puerta detrás del biombo conducía a la escalera, y a lo largo de la misma pared en que se abría la puerta había una brillante estufa blanca y un anticuado palanganero, con cisterna y grifo en forma de pico de ave: se oprimía con el pie un pedal de latón, y del grifo salía un chorrito de agua. A la izquierda de la ventana que daba al tejado, había una cómoda de caoba, con cajones que costaba mucho abrir, y una pequeña cama turca.

Las paredes estaban cubiertas de papel blanco con rosas azulencas. A veces, en estado de semidelirio, uno componía perfiles humanos con las imágenes de estas rosas, o paseaba la vista por el papel procurando que no tropezara con una sola flor, con una sola hoja, buscando caminos en el dibujo, retorciendo el itinerario, deshaciendo camino, yendo a parar a un callejón sin salida, y volviendo a empezar el recorrido sobre el luminoso laberinto. A la derecha de la cama, entre la caja de los iconos y la ventana lateral, colgaban dos cuadros, uno de ellos representando a un gato que tomaba leche de un platillo, y el otro representando un estornino, con auténticas plumas de estornino pegadas al cuerpo, sobre un nido. Junto a la ventana había un mapa de hule que tenía la virtud de soltar, de vez en cuando, un alud de polvillo negruzco. Había más cuadros, desde luego. Sobre la cómoda colgaba una litografía en la que se representaba a un muchacho napolitano con el pecho desnudo. Y sobre el palanganero, un dibujo al lápiz de una cabeza de caballo, con dilatados ollares, sobresaliendo del agua en que el animal nadaba.

Durante todo el día la cama no dejaba de resbalar hacia el ventoso y cálido cielo, y cuando uno se sentaba en ella veía la parte alta de las copas de los tilos dorada por el sol, hilos de teléfono en los que se posaban las golondrinas y parte de la techumbre de madera que cubría el sendero de arena rojiza que llevaba hasta el porche. Del exterior llegaban sonidos maravillosos: cantos de pájaros, distantes ladridos de perros, el gemido de una bomba manual de agua…

Uno permanecía tumbado, flotando, y pensaba en que pronto llegaría el momento de abandonar la cama. Las moscas jugueteaban en un charco de sol. Y del regazo de mi madre saltó una pelota de seda coloreada, como si estuviera viva, y rodó suavemente sobre el suelo de madera de color de ámbar.

En esta habitación, en la que Ganin convalecía a los dieciséis años, concibió aquella felicidad, la imagen de la muchacha a la que realmente conocería un mes después. Todo contribuyó a la creación de esta imagen, los suaves tonos del papel de las paredes, los cantos de los pájaros fuera, el moreno rostro de Cristo en la caja de los iconos, e incluso el chorrito de agua en el palanganero. La imagen esbozada recogía y absorbía todo el soleado encanto del dormitorio, y sin este encanto la imagen jamás se hubiera desarrollado. A fin de cuentas no era más que una simple intuición de muchacho, pero ahora Ganin pensaba que jamás una intuición había sido tan perfectamente convertida en realidad. Durante todo el martes anduvo Ganin vagando de una plaza a otra, de uno a otro café, y sus recuerdos no dejaban de deslizarse hacia delante como se deslizaban las nubes de abril sobre el tierno cielo de Berlín. La gente sentada en los cafés imaginaba que aquel hombre que tan fija mantenía la mirada al frente, seguramente padecía un grave dolor. En la calle tropezaba con los viandantes, y en una ocasión un automóvil que avanzaba veloz tuvo que frenar bruscamente, y el conductor le maldijo, ya que poco le faltó para atropellarlo.

Era un dios en el acto de recrear un mundo muerto. Poco a poco Ganin resucitó aquel mundo, para complacer a la muchacha a la que no se atrevía a evocar hasta el instante en que dicho mundo estuviera completamente formado. La imagen de la muchacha, su presencia, la sombra de su recuerdo exigía que, por fin, él la resucitara también. Pero Ganin alejaba voluntariamente de su mente esta imagen porque quería acercarse gradualmente a ella, paso a paso, tal como había hecho nueve años atrás. Temeroso de cometer un error, de perderse en el deslumbrante laberinto de los recuerdos, recreaba muy cuidadosamente su anterior vida, la recreaba con amor y, de vez en cuando, desandaba camino para recoger algo aparentemente trivial, y nunca corría con demasiada prisa hacia delante. Vagando por Berlín, aquel martes de primavera, convaleció totalmente, supo que iba a abandonar la cama y sintió las piernas débiles. Se miró en todos los espejos. Sus ropas le parecieron insólitamente limpias, singularmente anchas y levemente familiares. Anduvo despacio por la ancha senda que conducía desde el jardín delantero a las profundidades del parque. Aquí y allá, la tierra, a la que las sombras de las hojas daban tono purpúreo, quebraba su lisura con pequeños montículos que parecían montones de negros gusanos. Se había puesto pantalones blancos y calcetines de color lila, con la esperanza ensoñada de encontrar a alguien, aun cuando no sabía exactamente a quien.

Al llegar al término de la senda, allí donde el banco blanco resplandecía entre la verde oscuridad de las agujas de pino, inició el regreso, y, a lo lejos, en un claro entre los tilos, vio la arena rojiza, anaranjada, del jardín delantero y el destello de los cristales de la galería.

La enfermera regresó a Petersburgo. Con el busto asomado a la ventanilla del coche, agitó largo rato el bracito, mientras el viento agitaba su velo. En el interior de la casa se estaba fresco, con manchas de luz solar en el suelo, aquí y allá. Dos semanas después ya se quedaba sin resuello montando en bicicleta, y, a última hora de la tarde, jugaba a los bolos con el hijo del vaquero. Pasó otra semana, y entonces ocurrió el hecho que había estado esperando.

—¿Y qué queda de todo ello? —musitó Ganin—. ¿Dónde está la felicidad, la luz del sol, dónde están aquellas pesadas bolas de madera que con tanta gracia rodaban y rebotaban, dónde está mi bicicleta de bajo manillar y gran rueda dentada? Parece que hay un principio según el cual nada hay que se desvanezca, que quede aniquilado, ya que la materia es indestructible, en consecuencia, la madera de mis bolas y los radios de mi bicicleta todavía existen, ahora. La lástima es que nunca los encontraré, nunca, nunca. En cierta ocasión, leí algo acerca del «eterno retorno». Pero ¿qué pasará si este complicado juego no se produce más que una vez? Veamos, aquí hay algo que no comprendo. Sí, es esto: ¿Morirá todo, cuando yo muera? Ahora, estoy solo en una ciudad extranjera. Solo y embriagado. La cerveza y el coñac hacen zumbar mi cabeza. He bebido más de la cuenta. Pero, si ahora mi corazón estalla, ¿estallará con él todo el mundo? No alcanzo a comprenderlo.

»Volvió a encontrarse en el minúsculo jardín público de la misma plaza, pero ahora el aire era fresco, el pálido cielo se había oscurecido en un vespertino desmayo.

—Faltan cuatro días: miércoles, jueves, viernes y sábado. Y puedo morir en cualquier instante.

Juntó las negras cejas y murmuró bruscamente:

—¡Serénate! ¡Basta ya! Ha llegado el momento de volver a casa.

Mientras subía las escaleras camino de la pensión, vio a Alfyorov que, encorvado, envuelto en su voluminoso abrigo, prietos los labios, muy atento, metía la llave en la cerradura del ascensor. Alfyorov le dijo:

—Voy a comprar el periódico, Lev Glebovich. ¿Viene conmigo?

—No, gracias —repuso Ganin, y se dirigió a su dormitorio.

Pero cuando cogió la manecilla de la puerta, se quedó inmóvil. Sintió una repentina tentación. Había oído que Alfyorov entraba en el ascensor, el sonido del ingenio descendiendo laboriosamente, lento y ruidoso, y el metálico choque de la parada, al llegar abajo.

Mordiéndose los labios, pensó: «Se ha ido, ¡qué diablos, me arriesgaré!».

El destino quiso que cinco minutos después, Klara llamara a la puerta de Alfyorov para pedirle un sello de correos. La amarillenta luz que se veía a través de los vidrios opacos encima de la puerta parecía indicar que Alfyorov se hallaba en su cuarto. Mientras golpeaba la puerta con los nudillos y la abría un poco, Klara comenzó a decir:

—Aleksey Ivanovich, tiene usted…

Pero detuvo pasmada sus acciones. Ganin se encontraba en pie ante la mesa escritorio, cerrando apresuradamente el cajón. Miró alrededor, mostrando los dientes, empujó con la cadera el cajón, y se irguió.

—Dios mío… —murmuró Klara.

Y, retrocediendo, salió de la estancia.

Ganin salió rápidamente tras ella, apagando la luz, y cerrando la puerta con violencia. Apoyada la espalda en la pared del pasillo en penumbra, Klara miró con horror a Ganin, mientras se oprimía las sienes con sus manos gordezuelas. En voz baja, igual que antes, dijo:

—Dios mío, ¿cómo ha podido atreverse…?

Produciendo un lento murmullo jadeante, el ascensor volvía a subir. Con aire de conspirador, Ganin musitó:

—Ya vuelve.

La mirada fija en Ganin, Klara dijo amargamente:

—No, no le delataré. Sin embargo, no comprendo cómo ha podido atreverse a… A fin de cuentas, Aleksey Ivanovich no se encuentra en mejor situación económica que usted. No, no lo comprendo, es como una pesadilla.

Sonriente, Ganin dijo:

—Vayamos a su habitación, Klara, y, si quiere, se lo explicaré todo.

Klara separó la espalda de la pared y, con la cabeza inclinada, se dirigió, seguida de Ganin, al dormitorio 5 de abril. Estaba caliente y olía a buen perfume. En una estantería en la pared había un ejemplar de La isla de los muertos de Böcklins, y sobre la mesa una fotografía en un marco, el rostro de Liudmila, muy retocado. Con un movimiento de la cabeza, Ganin indicó la foto:

—Nos hemos peleado. Si viene a visitarla, no me llame. Todo ha terminado entre nosotros.

Klara se sentó en el diván, doblando las rodillas y colocando las piernas en él. Se cubrió las piernas con un chal. Ganin se sentó a su lado, apoyó un brazo en el respaldo del diván y prosiguió:

—¿Supongo, Klara, que no habrá hecho la tontería de imaginar que le estaba robando dinero a Alfyorov? Sin embargo, le confieso que no siento el menor deseo de que él se entere de que he estado revolviendo el cajón de su escritorio.

—Entonces, ¿qué hacía? ¿De qué otra cosa podía tratarse? Jamás hubiera imaginado que fuera usted capaz de hacer esto, Lev Glebovich.

—Es usted una chica graciosa…

Ganin había advertido que los ojos de Klara, grandes, dulces y algo saltones, estaban un poco más brillantes de lo normal, y que sus hombros se alzaban y descendían indicando una excesiva excitación, bajo el negro chal. Ganin sonrió:

—Bueno, pues de acuerdo, supongamos que soy un ladrón. En este caso, ¿por qué se altera usted tanto?

Volviendo la cabeza, Klara dijo en voz baja:

—Por favor, váyase.

Ganin se echó a reír y encogió los hombros.

Cuando Ganin hubo cerrado la puerta, después de salir, Klara se echó a llorar, y lloró durante largo rato. Grandes y brillantes lágrimas aparecían rítmicamente en sus pestañas, y resbalaban formando largos regueros por sus mejillas coloreadas por el llanto. Entre sollozos, murmuró:

—¡Pobre muchacho! ¡Cuán bajo le ha hecho descender la vida! Pero ¿qué puedo yo hacer?

En el tabique correspondiente al dormitorio de los bailarines sonó un suave golpe. Klara se sonó y escuchó. Volvió a oír el golpe, suave como el terciopelo, femenino. No cabía duda de que lo había propinado Kolin. Entonces se oyeron carcajadas, y alguien exclamó:

—¡Alec, oh Alec, basta, basta ya!

Y dos voces iniciaron una conversación íntima, en voz baja.

Klara pensó que mañana, como de costumbre, tendría que acudir al trabajo y aporrear las teclas hasta las seis de la tarde, con la vista fija en la línea de letras color malva que iba apareciendo en la página, con el seco sonido en staccato, o, en el caso de que no hubiera trabajo, apoyaría en la Remington un libro prestado y vergonzosamente sucio, y leería. Se preparó una taza de té, cenó distraída, y se desnudó lánguida y lentamente. Desde la cama, oía voces en el dormitorio de Podtyagin. Oyó el sonido que alguien produjo al entrar y salir, luego la voz de Ganin diciendo algo casi a gritos, y la baja voz de Podtyagin, con tristes acentos. Recordó que el viejo poeta había ido esta tarde a efectuar una gestión más para poner en regla su pasaporte, que estaba enfermo del corazón y que la vida transcurría muy aprisa. El próximo viernes, Klara cumpliría veintiséis años. Las voces siguieron sonando y sonando, y Klara tenía la impresión de encontrarse en una móvil casa de cristal que flotaba y se balanceaba. El ruido de los trenes, especialmente fuerte en las habitaciones del otro lado del corredor, también se oía en su dormitorio, y la cama causaba la impresión de ascender y balancearse. Durante unos instantes, vio en su imaginación la espalda de Ganin, inclinado sobre el escritorio, y recordó el momento en que volvió la cabeza, para mirar por encima del hombro, y mostró los dientes. Luego se durmió y tuvo un sueño muy tonto. Al parecer, estaba sentada en un tranvía, al lado de una vieja extraordinariamente parecida a su tía de Lodz, vieja que hablaba, muy aprisa, en alemán; entonces, poco a poco, se dio cuenta de que la vieja no era su tía sino la alegre mujer a quien Klara compraba las naranjas, en el mercado.

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