Marina
Capítulo 10
Página 13 de 33
10
De camino a la calle Princesa descubrí que estaba hambriento y me detuve a comprar un pastel en una panadería frente a la basílica de Santa María del Mar. Un aroma a pan dulce flotaba al eco de las campanadas. La calle Princesa ascendía a través del casco antiguo en un angosto valle de sombras. Desfilé frente a viejos palacios y edificios que parecían más antiguos que la propia ciudad. El número 33 apenas podía leerse desdibujado en la fachada de uno de ellos. Me adentré en un vestíbulo que recordaba el claustro de una vieja capilla. Un bloque de buzones oxidados palidecía sobre una pared de esmaltes quebrados. Estaba buscando en vano el nombre de Mijail Kolvenik en ellos cuando escuché una respiración pesada a mi espalda.
Me volví alerta y descubrí el rostro apergaminado de una anciana sentada en la garita de portería. Me pareció una figura de cera, ataviada de viuda. Un haz de claridad rozó su rostro. Sus ojos eran blancos como el mármol. Sin pupilas. Estaba ciega.
—¿A quién busca usted? —preguntó con voz quebrada la portera.
—A Mijail Kolvenik, señora.
Los ojos blancos, vacíos, pestañearon un par de veces. La anciana negó con la cabeza.
—Me han dado esta dirección —apunté—. Mijail Kolvenik. Cuarto segunda…
La anciana negó de nuevo y regresó a su estado de inmovilidad. En aquel momento observé algo moviéndose sobre la mesa de la garita. Una araña negra trepaba sobre las manos arrugadas de la portera. Sus ojos blancos miraban al vacío. Sigilosamente me deslicé hacia las escaleras.
Nadie había cambiado una bombilla en aquella escalera por lo menos en treinta años. Los peldaños resultaban resbaladizos y gastados. Los rellanos, pozos de oscuridad y silencio. Una claridad temblorosa exhalaba de una claraboya en el ático. Allí revoloteaba una paloma atrapada. La puerta del cuarto segunda era una losa de madera labrada con un picaporte de aspecto ferroviario. Llamé un par de veces y escuché el eco del timbre perdiéndose en el interior del piso. Transcurrieron unos minutos. Llamé de nuevo. Dos minutos más. Empecé a pensar que había penetrado en una tumba. Uno de los cientos de edificios fantasmas que embrujaban el casco antiguo de Barcelona.
De pronto la rejilla de la mirilla se descorrió. Hilos de luz cortaron la oscuridad. La voz que escuché era de arena. Una voz que no había hablado en semanas, tal vez meses.
—¿Quién va?
—¿Señor Kolvenik? ¿Mijail Kolvenik? —pregunté—. ¿Podría hablar con usted un momento, por favor?
La mirilla se cerró de golpe. Silencio. Iba a llamar de nuevo cuando la puerta del piso se abrió.
Una silueta se recortó en el umbral. El sonido de un grifo en una pila llegaba desde el interior del piso.
—¿Qué quieres, hijo?
—¿Señor Kolvenik?
—No soy Kolvenik —atajó la voz—. Mi nombre es Sentís. Benjamín Sentís.
—Perdone, señor Sentís, pero me han dado esta dirección y…
Le tendí la tarjeta que me había entregado el mozo de estación. Una mano rígida la agarró y aquel hombre, cuyo rostro no podía ver, la examinó en silencio durante un buen rato antes de devolvérmela.
—Mijail Kolvenik no vive aquí desde hace ya muchos años.
—¿Le conoce? —pregunté—. ¿Tal vez pueda usted ayudarme?
Otro largo silencio.
—Pasa —dijo finalmente Sentís.
Benjamín Sentís era un hombre corpulento que vivía en el interior de una bata de franela granate. Sostenía en los labios una pipa apagada y su rostro estaba tocado por uno de aquellos bigotes que empalmaban con las patillas, estilo Julio Verne. El piso quedaba por encima de la jungla de tejados del barrio viejo y flotaba en una claridad etérea. Las torres de la catedral se distinguían en la distancia y la montaña de Montjuïc emergía a lo lejos. Las paredes estaban desnudas. Un piano coleccionaba capas de polvo, y cajas con diarios desaparecidos poblaban el suelo. No había nada en aquella casa que hablase del presente. Benjamín Sentís vivía en pretérito pluscuamperfecto.
Nos sentamos en la sala que daba al balcón y Sentís examinó de nuevo la tarjeta.
—¿Por qué buscas a Kolvenik? —preguntó.
Decidí explicarle todo desde el principio, desde nuestra visita al cementerio hasta la extraña aparición de la dama de negro aquella mañana en la estación de Francia. Sentís me escuchaba con la mirada perdida, sin mostrar emoción alguna. Al término de mi relato, un incómodo silencio medió entre nosotros. Sentís me miró detenidamente. Tenía mirada de lobo, fría y penetrante.
—Mijail Kolvenik ocupó este piso durante cuatro años, al poco tiempo de llegar a Barcelona —dijo—. Aún hay por ahí detrás algunos de sus libros. Es cuanto queda de él.
—¿Tendría usted su dirección actual? ¿Sabe dónde puedo encontrarle?
Sentís se rió.
—Prueba en el infierno.
Le miré sin comprender.
—Mijail Kolvenik murió en 1948.
Según me explicó Benjamín Sentís aquella mañana, Mijail Kolvenik había llegado a Barcelona a finales de 1919. Tenía por entonces poco más de veinte años y era natural de la ciudad de Praga. Kolvenik huía de una Europa devastada por la Gran Guerra. No hablaba una palabra de catalán ni de castellano, aunque se expresaba en francés y alemán con fluidez. No tenía dinero, amigos ni conocidos en aquella ciudad difícil y hostil. Su primera noche en Barcelona se la pasó en el calabozo, al ser sorprendido durmiendo en un portal para protegerse del frío. En la cárcel, dos compañeros de celda acusados de robo, asalto e incendio premeditado decidieron darle una paliza, alegando que el país se estaba yendo al garete por culpa de piojosos extranjeros. Las tres costillas rotas, las contusiones y las lesiones internas sanarían con el tiempo, pero el oído izquierdo lo perdió para siempre. «Lesión del nervio», dictaminaron los médicos. Un mal principio. Pero Kolvenik siempre decía que lo que empieza mal sólo puede acabar mejor. Diez años más tarde, Mijail Kolvenik llegaría a ser uno de los hombres más ricos y poderosos de Barcelona.
En la enfermería de la cárcel conoció al que habría de convertirse con los años en su mejor amigo, un joven doctor de ascendencia inglesa llamado Joan Shelley. El doctor Shelley hablaba algo de alemán y sabía por propia experiencia lo que era sentirse extranjero en tierra extraña. Gracias a él, Kolvenik obtuvo un empleo al ser dado de alta en una pequeña empresa llamada Velo-Granell. La Velo-Granell fabricaba artículos de ortopedia y prótesis médicas. El conflicto de Marruecos y la Gran Guerra en Europa habían creado un enorme mercado para estos productos. Legiones de hombres destrozados a mayor gloria de banqueros, cancilleres, generales, agentes de bolsa y otros padres de la patria habían quedado mutilados y destrozados de por vida en nombre de la libertad, la democracia, el imperio, la raza o la bandera.
Los talleres de la Velo-Granell se encontraban junto al mercado del Borne. En su interior, las vitrinas de brazos, ojos, piernas y articulaciones artificiales recordaban al visitante la fragilidad del cuerpo humano. Con un modesto sueldo y la recomendación de la empresa, Mijail Kolvenik consiguió alojamiento en un piso de la calle Princesa. Lector voraz, en año y medio había aprendido a defenderse en catalán y castellano. Su talento e ingenio le valieron que pronto se le considerase uno de los empleados claves de la Velo-Granell. Kolvenik tenía amplios conocimientos de medicina, cirugía y anatomía. Diseñó un revolucionario mecanismo neumático que permitía articular el movimiento en prótesis de piernas y brazos. El ingenio reaccionaba a los impulsos musculares y dotaba al paciente de una movilidad sin precedentes. Dicha invención puso a la Velo-Granell a la vanguardia del ramo. Aquél fue sólo el principio. La mesa de dibujo de Kolvenik no cesaba de alumbrar nuevos avances y por fin fue nombrado ingeniero jefe del taller de diseño y desarrollo.
Meses más tarde un desafortunado incidente puso a prueba el talento del joven Kolvenik. El hijo del fundador de la Velo-Granell sufrió un terrible accidente en la factoría. Una prensa hidráulica le cortó ambas manos como las fauces de un dragón. Kolvenik trabajó incansablemente durante semanas para crear unas nuevas manos de madera, metal y porcelana, cuyos dedos respondían al comando de los músculos y tendones del antebrazo. La solución ideada por Kolvenik empleaba las corrientes eléctricas de los estímulos nerviosos del brazo para articular el movimiento. Cuatro meses después del suceso, la víctima estrenaba unas manos mecánicas que le permitían agarrar objetos, encender un cigarro o abotonarse la camisa sin ayuda. Todos convinieron que esta vez Kolvenik había superado todo lo imaginable. Él, poco amigo de elogios y euforias, afirmó que aquello no era más que el despuntar de una nueva ciencia. En pago a su labor, el fundador de la Velo-Granell le nombró director general de la empresa y le ofreció un paquete de acciones que le convertía virtualmente en uno de los dueños junto con el hombre a quien su ingenio había dotado de nuevas manos.
Bajo la dirección de Kolvenik, la Velo-Granell tomó un nuevo rumbo. Amplió su mercado y diversificó su línea de productos. La empresa adoptó el símbolo de una mariposa negra con las alas desplegadas, cuyo significado Kolvenik nunca llegó a explicar. La factoría fue ampliada para el lanzamiento de nuevos mecanismos: miembros articulados, válvulas circulatorias, fibras óseas y un sinfín de ingenios. El parque de atracciones del Tibidabo se pobló de autómatas creados por Kolvenik como pasatiempo y campo de experimentación. La Velo-Granell exportaba a toda Europa, América y Asia. El valor de las acciones y la fortuna personal de Kolvenik se dispararon, pero él se negaba a abandonar aquel modesto piso de la calle Princesa. Según decía, no había motivo para cambiar. Era un hombre solo, de vida sencilla, y aquel alojamiento bastaba para él y sus libros.
Aquello habría de cambiar con la aparición de una nueva pieza en el tablero. Eva Irinova era la estrella de un nuevo espectáculo de éxito en el Teatro Real. La joven, de origen ruso, apenas contaba con diecinueve años. Se decía que por su belleza se habían suicidado caballeros en París, Viena y otras tantas capitales. Eva Irinova viajaba rodeada de dos extraños personajes, Sergei y Tatiana Glazunow, hermanos gemelos. Los hermanos Glazunow actuaban como representantes y tutores de Eva Irinova. Se decía que Sergei y la joven diva eran amantes, que la siniestra Tatiana dormía en el interior de un ataúd en las fosas del escenario del Teatro Real, que Sergei había sido uno de los asesinos de la dinastía Romanov, que Eva tenía la capacidad de hablar con los espíritus de los difuntos… Toda suerte de rocambolescos chismes de farándula alimentaban la fama de la bella Irinova, que tenía a Barcelona en su puño.
La leyenda de Irinova llegó a oídos de Kolvenik. Intrigado, acudió una noche al teatro para comprobar por sí mismo la causa de tanto revuelo. En una noche Kolvenik quedó fascinado por la joven. Desde aquel día, el camerino de Irinova se convirtió literalmente en un lecho de rosas. A los dos meses de la revelación, Kolvenik decidió alquilar un palco en el teatro. Acudía allí todas las noches a contemplar embelesado el objeto de su adoración. Ni que decir tiene que el asunto era la comidilla de toda la ciudad. Un buen día, Kolvenik convocó a sus abogados y los instruyó para que hiciesen una oferta al empresario Daniel Mestres. Quería adquirir aquel viejo teatro y hacerse cargo de las deudas que arrastraba. Su intención era reconstruirlo desde los cimientos y transformarlo en el mayor escenario de Europa. Un deslumbrante teatro dotado de todos los adelantos técnicos y consagrado a su adorada Eva Irinova. La dirección del teatro se rindió a su generosa oferta. El nuevo proyecto fue bautizado como el Gran Teatro Real. Un día más tarde, Kolvenik propuso matrimonio a Eva Irinova en perfecto ruso. Ella aceptó.
Tras la boda, la pareja planeaba trasladarse a una mansión de ensueño que Kolvenik estaba haciéndose construir junto al parque Güell. El mismo Kolvenik había entregado un diseño preliminar de la fastuosa construcción al taller de arquitectura de Sunyer, Balcells i Baró. Se decía que nunca jamás se había gastado semejante suma en una residencia privada en toda la historia de Barcelona, lo cual era mucho decir. Sin embargo, no todos estaban complacidos con este cuento de hadas. El socio de Kolvenik en la Velo-Granell no veía con buenos ojos la obsesión de éste. Temía que destinase fondos de la empresa para financiar su delirante proyecto de convertir el Teatro Real en la octava maravilla del mundo moderno. No andaba muy desencaminado. Por si eso fuese poco, empezaban a circular por la ciudad rumores en torno a prácticas poco ortodoxas por parte de Kolvenik. Surgieron dudas respecto a su pasado y a la fachada de hombre hecho a sí mismo que se complacía en proyectar. La mayoría de esos rumores moría antes de llegar a las imprentas de la prensa, gracias a la implacable maquinaria legal de la Velo-Granell. El dinero no compra la felicidad, solía decir Kolvenik; pero compra todo lo demás.
Por su parte, Sergei y Tatiana Glazunow, los dos siniestros guardianes de Eva Irinova, veían peligrar su futuro. No había habitación para ellos en la nueva mansión en construcción. Kolvenik, previendo el problema con los gemelos, les ofreció una generosa suma de dinero para anular su supuesto contrato con Irinova. A cambio debían abandonar el país y comprometerse a no volver jamás ni a intentar ponerse en contacto con Eva Irinova. Sergei, inflamado de furia, se negó en redondo y juró a Kolvenik que nunca se libraría de ellos dos.
Aquella misma madrugada, mientras Sergei y Tatiana salían de un portal en la calle Sant Pau, una ráfaga de disparos efectuados desde un carruaje estuvo a punto de acabar con sus vidas. El ataque se atribuyó a los anarquistas. Una semana más tarde, los gemelos firmaron el documento en el que se comprometían a liberar a Eva Irinova y a desaparecer para siempre. La fecha de la boda entre Mijail Kolvenik y Eva Irinova quedó fijada para el veinticuatro de junio de 1935. El escenario: la catedral de Barcelona.
La ceremonia, que algunos compararon con la coronación del rey Alfonso XIII, tuvo lugar una mañana resplandeciente. Las multitudes acaparaban cada rincón de la avenida de la catedral, ansiosas por embeberse del fasto y la grandeza del espectáculo. Eva Irinova jamás había estado más deslumbrante. Al son de la marcha nupcial de Wagner, interpretada por la orquesta del Liceo desde las escalinatas de la catedral, los novios descendieron hacia el carruaje que los esperaba. Cuando apenas faltaban tres metros para llegar al coche de caballos blancos, una figura rompió el cordón de seguridad y se abalanzó hacia los novios. Se escucharon gritos de alarma. Al volverse, Kolvenik se enfrentó a los ojos inyectados en sangre de Sergei Glazunow. Ninguno de los presentes conseguiría olvidar jamás lo que sucedió a continuación. Glazunow extrajo un frasco de vidrio y lanzó el contenido sobre el rostro de Eva Irinova. El ácido quemó el velo como una cortina de vapor. Un aullido quebró el cielo. La multitud estalló en una horda de confusión y, en un instante, el asaltante se perdió entre el gentío.
Kolvenik se arrodilló junto a la novia y la tomó en sus brazos. Las facciones de Eva Irinova se deshacían bajo el ácido como una acuarela fresca en el agua. La piel humeante se retiró en un pergamino ardiente y el hedor a carne quemada inundó el aire. El ácido no había alcanzado los ojos de la joven. En ellos podía leerse el horror y la agonía. Kolvenik quiso salvar el rostro de su esposa, aplicando sus manos sobre él. Tan sólo consiguió llevarse pedazos de carne muerta mientras el ácido devoraba sus guantes. Cuando Eva perdió finalmente el conocimiento, su cara no era más que una grotesca máscara de hueso y carne viva.
El renovado Teatro Real nunca llegó a abrir sus puertas. Tras la tragedia, Kolvenik se llevó a su mujer a la mansión inacabada del parque Güell. Eva Irinova jamás volvió a poner los pies fuera de aquella casa. El ácido le había destrozado completamente el rostro y había dañado sus cuerdas vocales. Se decía que se comunicaba a través de notas escritas en un bloc y que pasaba semanas enteras sin salir de sus habitaciones.
Por aquel entonces, los problemas financieros de la Velo-Granell empezaron a insinuarse con más gravedad de lo que se había sospechado. Kolvenik se sentía acorralado y pronto se le dejó de ver en la empresa. Contaban que había contraído una extraña enfermedad que le mantenía más y más tiempo en su mansión. Numerosas irregularidades en la gestión de la Velo-Granell y en extrañas transacciones que el propio Kolvenik había realizado en el pasado salieron a flote. Una fiebre de murmuraciones y de oscuras acusaciones afloró con tremenda virulencia. Kolvenik, recluido en su refugio con su amada Eva, se transformó en un personaje de leyenda negra. Un apestado. El gobierno expropió el consorcio de la sociedad Velo-Granell. Las autoridades judiciales estaban investigando el caso, que, con un expediente de más de mil folios, no había hecho más que empezar a instruirse.
En los años siguientes, Kolvenik perdió su fortuna. Su mansión se transformó en un castillo de ruinas y tinieblas. La servidumbre, tras meses sin paga, los abandonó. Sólo el chófer personal de Kolvenik permaneció fiel. Todo tipo de rumores espeluznantes empezó a propagarse. Se comentaba que Kolvenik y su esposa vivían entre ratas, vagando por los corredores de aquella tumba en la que se habían confinado en vida.
En diciembre de 1948, un pavoroso incendió devoró la mansión de los Kolvenik. Las llamas pudieron verse desde Mataró, afirmó el rotativo El Brusi. Quienes lo recuerdan aseguran que el cielo de Barcelona se transformó en un lienzo escarlata y que nubes de ceniza barrieron la ciudad al amanecer, mientras la multitud contemplaba en silencio el esqueleto humeante de las ruinas. Los cuerpos de Kolvenik y Eva se encontraron carbonizados en el ático, abrazados el uno al otro. Esta imagen apareció en la fotografía de portada de La Vanguardia bajo el título de «El fin de una era».
A principios de 1949, Barcelona empezaba ya a olvidar la historia de Mijail Kolvenik y Eva Irinova. La gran urbe estaba cambiando irremisiblemente y el misterio de la Velo-Granell formaba parte de un pasado legendario, condenado a perderse para siempre.