Mandala

Mandala


II

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I

I

«De pronto tengo amigos, muchos amigos…».

Oyó a su propia voz pronunciar estas palabras e instintivamente se replegó. No estaba preparada todavía para tener amigos. En realidad, no había venido a la India en busca de amigos. Había venido siguiendo un impulso, dejándose llevar como se había dejado llevar toda su vida, pero no sin objeto ni desesperanzadamente. Se dejaba arrastrar en busca de la belleza, agarrada a sus sueños como a cascarones vacíos arrastrados por la corriente, flotando sobre las olas del mar. Era consciente de su vaciedad y era consciente también de la necesidad de llenarlos. Seguramente necesidad significaba aquí capacidad. Su capacidad se inclinaba hacia la realidad, pero la realidad era todavía vaga y no podía definirla con palabras. Sin embargo, había aprendido que la realidad no es siempre bella. A veces era tosca y dura, a veces era pobreza y oscuridad, a veces poder y miedo. A veces era sólo música, clara y sin complicaciones. Ella juzgaba siempre según sus propios criterios. Fuera cual fuese la realidad, era cierta, no cabían en ella los disimulos ni las pretensiones. Era vida, vida profunda y que crecía lentamente. Al final había llegado al convencimiento de que únicamente en un viejo país podría encontrar la realidad, en el más viejo de los países y por eso se había aproximado a la India, el país madre de la antigua Asia. Aquí viviría al menos por cierto tiempo, se dijo a sí misma; quizá encontrara aquí su propio ser, el que había estado perdido toda su vida, pues nunca había tenido hogar. Sin más guía que ella misma, había descubierto esas palabras.

«Las antipatías y simpatías de Hoy, las bruscas afinidades, como enamorarse a primera vista, y las bruscas hostilidades que aparentemente no tienen sentido, todas son debidas a relaciones de algún enterrado Ayer, mientras que las del mañana pueden anticiparse y regularse así mediante las acciones de Hoy. Incluso en las cosas más pequeñas…».

Había leído esas palabras cierto día del verano anterior en la casa de su abuela, en Edgartown, sobre la isla de Martha’s Vineyard, y de pronto su mente y su alma habían descubierto una guía inesperada. Hasta entonces no habían tenido guía alguna. Sentía que se había limitado a caminar a través de los días de su vida, aceptando los acontecimientos que formaban el modelo de la vida de su abuela, acontecimientos ordenados, puestos en movimiento muchos años antes. Había ido a colegios privados, se había graduado, había sido presentada en sociedad, había sido una debutante notoria por su belleza, pero acusada de frialdad, y en suma no había vivido realmente hasta aquel día del verano anterior, cuando había paseado hasta la orilla del mar, como hacía frecuentemente, preguntándose si su vida, toda su vida, iba a ser siempre así, aquella calma somnolienta, ni joven ni vieja, ese no esperar a nada ni a nadie. El sol se ponía al otro lado de la caleta, y ella había emprendido el camino de regreso a la casa de su abuela. Se cenaba siempre a las seis, una hora temprana porque su abuela se iba siempre a la cama a las nueve. Nunca se le había pasado por la cabeza llegar tarde a cenar a casa de su abuela.

Regresó a la casa por la lengua de arena y a través de los jardines en terraza. El aire de la tarde era suave y las puertas de cristales del salón estaban abiertas. Allí estaba su abuela, sentada en su sillón, al lado de la chimenea donde ardía el fuego, vestida, como siempre, con su larga bata de casa, negra, de mangas largas, con un festón de encaje blanco en el cuello y los puños. Sarah, la doncella, le servía su copita de jerez.

—Buenas tardes, Brooke, querida —dijo su abuela.

El libro que estaba leyendo cayó al suelo. Brooke se inclinó a recogerlo.

—Algernon Blackwood —leyó—. No le conozco.

—Ah, pues deberías —dijo su abuela.

Sus ojos recorrieron las líneas que estaba leyendo su abuela cuando se le cayó el libro y entonces llegaron a ella esas palabras que fueron para ella una guía inesperada, aquellas palabras que se repetía ahora mentalmente, mientras permanecía de pie en el patio de mármol contiguo a la habitación que ocupaba en aquel extraño y bello palacio de mármol, plantado en el centro de un lago indio color esmeralda.

«Las antipatías y las simpatías de Hoy, las bruscas afinidades…».

Había tomado esas palabras, escritas por un inglés ya muerto, y las había hecho suyas. Desde ese día, desde aquella tarde en Edgartown, había evitado las antipatías, había seguido las simpatías, y éstas la habían traído a la India, y una vez en ella, no sabía con qué objetivo.

Jagat sonrió cuando la oyó hablar de muchos amigos.

—Permítame que sea el mejor de todos ellos —dijo cortésmente, pero entonces les interrumpieron.

El americano, Bert Osgood, le llamó desde la escalera que había al final del pasillo.

—¡Eh, Alteza! Tengo un problema de logística.

—¿Alteza? —repitió ella, mirando inquisitivamente a Jagat.

—Hoy día soy sólo Jagat —replicó él—. Alteza está pasado de moda. Pertenece al ayer. ¿Me permite un momento,

Miss Westley?

—Brooke —dijo ella con un impulso.

Jagat no pronunció su nombre. La dejó allí, de pie, y ahora, media hora después, no había vuelto todavía. Pero seguía siendo una de sus simpatías. Le había reconocido como tal en cuanto le vio en el Ashoka de Nueva Delhi. Había descendido del jet en el aeropuerto de Nueva Delhi dos días antes de ese encuentro y se había limitado a permanecer en el hotel esperando un guía. Naturalmente, nunca le había explicado a su abuela aquella cuestión de las simpatías y las antipatías. No existía una comunicación tan íntima entre ellas. Aquella tarde, en Edgartown, habían pasado, como todas las tardes, al comedor. Se sentaron las dos solas a la mesa. Dos veces al mes, su abuela invitaba a unas cuantas personas, viejos amigos, hombres y mujeres que venían a Edgartown año tras año. Todos los veranos, cuando Brooke volvía del colegio, su abuela preguntaba cortésmente varias veces: «Querida, ¿no tienes algunos amigos a los que quieras invitar a cenar o a pasar el fin de semana?».

—Gracias, abuela, pero no —contestaba siempre ella.

Tenía amigos, pero ninguno lo bastante íntimo para invitarle a pasar el fin de semana. ¿De qué hablarían aquí, en el ambiente de la gran casa silenciosa, tan cerca de la inmensidad del mar?

Sin embargo, aquella tarde especial, aquella tarde que ella recordaba ahora, su abuela había hecho un esfuerzo mayor de lo normal.

—Brooke, tengo la impresión de que eres una solitaria —había dicho.

Podía recordar el momento exacto. Su abuela había dicho eso mientras Sarah servía el asado de cordero.

—Oh, no, abuela —replicó, sorprendida—. Nunca me siento sola.

Pero su abuela insistió, cosa también poco usual.

—A pesar de todo, me preocupas. Cuando yo me vaya, pues debo irme según el curso natural de la vida, ¿quién estará cerca de ti? Temo que he sido muy egoísta. He permitido que te consagres a mi vida, en lugar de insistir en que construyeras la tuya.

—Soy completamente feliz, abuela.

—Entonces es que no conoces la felicidad —había dicho su abuela con decisión—. Ahí está la diferencia. Sabrás lo que es la felicidad cuando la tengas.

—Quizá la felicidad sea simplemente no ser desgraciada.

Su abuela había alzado las cejas, sorprendida.

—Eres demasiado joven o demasiado sabia.

Brooke se había limitado a sonreír. Después, aquella misma tarde, cuando acabaron de cenar y pasaron de nuevo al salón, con el fuego recién encendido, pues la tarde estaba fría, su abuela inició la revelación. La casa estaba muy silenciosa. Sólo se oía el batir de las olas en la playa.

—Tengo el presentimiento de que voy a morir, Brooke, querida —empezó a decir, casi alegremente, como si estuviera anunciando un proyectado viaje.

Brooke estaba sentada sobre un cojín, en el suelo, cerca del fuego, y alzó la vista, sobresaltada.

—Qué extraño presentimiento, abuela —dijo casi sin aliento.

—No a mi edad —había contestado su abuela con la serenidad acostumbrada.

—¡Háblame de eso, abuela!

Su abuela dejó la tacita de café. Las tazas las había traído de China un antepasado marino, una generación atrás, quizá dos. La casa estaba llena de ricos regalos de Asia. Al otro lado de la habitación había una vitrina con una colección de figuritas de jade, jade de todas las formas y colores que brillaba suavemente a la luz de las lámparas. Cuando era niña su abuela, en las tardes lluviosas, abría a veces la vitrina y la dejaba acariciar el jade, suave y frío.

—No ha sido una cosa repentina —estaba diciendo su abuela—. Es un sentimiento que ha ido creciendo lentamente en mí. Creo que moriré muy pronto. No volveré a salir de esta casa. Aquí nací, como ya sabes, un día de verano, y aquí me gustaría morir. Tú eres mi única preocupación, hija mía. Quiero que me prometas que cuando te quedes sola emprenderás inmediatamente un viaje. Adónde, lo dejo a tu elección. Pero me gustaría que fueras a un país desconocido para ti. Déjate guiar únicamente por tus inclinaciones. Si he aprendido una cosa en mi vida es agradecer todas y cada una de las ocasiones en que seguí mis simpatías y evité mis antipatías.

De nuevo titubeó un momento y luego siguió pausadamente:

—Puesto que ya estoy cerca del final de esta vida y preparada para iniciar la siguiente, me gustaría poder hablarte de los hombres a los que he amado… y amaré siempre.

Aquí, en la India, tan lejos de aquella tarde, Brooke recordó vívidamente la sensación de asombro, quizá de incomodidad, que experimentó entonces. ¿Su abuela enamorada?

—Oh, abuela, realmente… —había murmurado.

Su abuela rió suavemente.

—¿Lo crees imposible? Lo que tú no sabes, niña, es que el corazón no envejece. He contemplado divertida cómo mi cuerpo se marchitaba, sabiendo que la eterna llama de mi corazón seguía ardiendo como siempre. Sí, después de la muerte de tu abuelo, hace veinte años, me he enamorado varias veces… tres veces, para ser exactos, tres veces enamorada de verdad, y otras, demasiadas para recordarlas, a punto de enamorarme. No necesitas escandalizarte, hija mía… fue intencional, constantemente intencional, y nunca fui infiel a tu abuelo, mi marido, que sigue siendo el amor de mi vida. De hecho, fue él quien me dijo que me mantuviera viva para el amor. Tuvimos una conversación muy larga… al principio yo sólo fui capaz de llorar hasta que él se impacientó conmigo. Me regañó…

Su abuela hizo aquí una pausa para reír calladamente.

—¡Oh, querido mío! ¡Me conocía tan bien! Yo era demasiado joven, claro, cuando nos casamos y él era bastante mayor, casi podía haber sido mi padre.

»—Deja de llorar, —me ordenó—. No me quedan muchas fuerzas, y sé que sin mí te sentirás perdida. Y tú eres demasiado joven para no enamorarte. ¡Escúchame! Quiero que te enamores… con tanta frecuencia como sea posible. Y quiero que sepas que, esté donde esté, lo aprobaré. No quiero que me seas fiel, como suele decirse. Me serás fiel realmente si haces lo que desee tu corazón. No tengo miedo de que hagas algo estúpido o sin gusto, porque eres una mujer inteligente y de buen gusto. Y, por encima de todo, no quiero que sientas eso que llaman sentimiento de culpabilidad. El amor nunca puede ser un pecado. Sólo puede ser una bendición. Aunque no seas correspondida, cosa que me resulta muy difícil imaginar, ese amor es prueba de vida, en realidad, la única prueba de vida, pues en cuanto eres incapaz de amar a otro ser humano es como si estuvieras ya muerto.

»Eso es lo que me dijo, Brooke… ¡sabias, sabias palabras! Me devolvió la libertad. Naturalmente, yo le dije que no volvería a amar a ningún hombre, y él se limitó a sonreír.

»—Cuando lo hagas —dijo—, recuerda que me alegraré.

Entonces su abuela se quedó silenciosa, mirando al fuego, con una tierna sonrisa en los labios.

—¿Murió pronto el abuelo? —había preguntado ella.

—Murió aquella misma noche —había dicho su abuela serenamente— y no puedo explicar por qué, niña, pero aquellas últimas palabras que pronunció, que las recuerdo exactamente como las dijo y nunca había repetido a nadie hasta hoy, me dieron una fuerte sensación de consuelo. No necesitaba amar a nadie más, y ni siquiera quería amar a nadie más, y durante varios años ni pensé en ello. Pero lo que había dicho me daba en cierta manera la libertad —no libertad para buscar a alguien que ocupara su puesto, pues sería imposible encontrarlo—, sino la libertad de mí misma, de disfrutar con la gente, de encontrar compañía. Y casi tres años después, me enamoré de una persona, un hombre mayor que yo, que me trajo consuelo porque era prudente y estaba solo y yo fui capaz de consolarle. Nos amamos pacíficamente, como padre e hija. Y cuando murió, me enamoré de un hombre de mi edad, un músico cuyo nombre te sonaría si te lo dijese. Esos dos fueron amantes auténticos. El tercero… ¡bien!

Su abuela se había echado a reír suavemente.

—¡Ese amor fue como un juego! Yo sabía que no podía confiar en él, que a él le gustaba demasiado disfrutar de la vida para que yo dependiera de él, mas para entonces yo no necesitaba ya esa dependencia. Y fue bueno para mí reír y divertirme, y tener alguien que me acariciara y se cuidara de mí, y me dijera lo bonita que era… oh, sí, fue muy bueno para mí.

Su abuela reía de nuevo.

—Y naturalmente no le exigía fidelidad, ni la esperaba, ni siquiera la quería. Fuimos compañeros de juego hasta que…

De pronto se puso triste. Aunque seguía sonriendo, sus ojos estaban tristes.

—¿Hasta qué, abuela? —preguntó Brooke suavemente.

—Su avión se estrelló en una noche de tormenta, cuando venía hacia aquí.

—Abuela… —había murmurado ella.

—¿Sí, hija?

—¿Por qué me cuentas todo esto, abuela?

—Porque quiero que sepas que debes seguir tus simpatías —había contestado su abuela—. Porque quiero que sepas lo que me dijo el hombre al que he amado más de todos. Lo importante es el amor mismo… la capacidad de amar, no importa a quién. Porque cuando ya no seas capaz de amar a alguien, habrás dejado de ser una persona viva. El corazón muere, si pierde la capacidad de amar.

La voz de su abuela se apagó. Se quedaron calladas cierto tiempo, mirando al fuego. Mientras hablaban había estallado repentinamente una tormenta y Brooke escuchó el blando golpear de las gruesas gotas de lluvia contra los cristales de la ventana.

—¿Sigues amando a algún hombre, abuela? —había preguntado al fin.

Su abuela parecía metamorfosearse ante sus ojos. Cuando hablaba del amor su rostro se dulcificaba, le brillaban los ojos, parecían desprenderse de sus años y volver a su juventud.

Siguió mirando el fuego, sonriendo.

—Eso es siempre posible —dijo—. Siempre he estado como suspendida entre amor y amor. Me alegro de que mi cuerpo muera antes de que se agote mi capacidad de amar.

Luego cayeron en un largo silencio, y ella había recordado los años de su niñez y adolescencia, cuando solían venir hombres a esta casa, invitados a veces por varios días. Algunos volvían. O cuando salió para el colegio y su abuela hacía frecuentes viajes al extranjero, o a algún Estado distante para volver a casa en vacaciones. Ahora entendía lo que su abuela estaba intentando decirle. Ella había seguido sus simpatías, fueran cuales fuesen, y al seguirlas así había encontrado el placer de vivir, en lugar de la pena y la soledad.

—Se está haciendo muy tarde —dijo de pronto su abuela— y ya he dicho todo lo que quería decir.

Se levantó e, inclinándose, besó el cabello de su nieta y acarició sus mejillas. Luego salió de la habitación.

Murió aquella noche. Brooke salió para la India al día siguiente del funeral. ¿Por qué la India? Porque estaba en el otro extremo del mundo y porque le era absolutamente desconocida.

Y aquí estoy, suspendida como mi abuela, pensó.

* * *

Frente a la puerta de la habitación que le había dado Bert Osgood, el corredor se abría sobre una amplia terraza de mármol. Unos bancos de mármol, cubiertos con cojines de terciopelo rojo, corrían a lo largo de la balaustrada. El calor era ya intenso, a pesar de la temprana hora de la mañana. El cielo mostraba su claro y duro azul sobre los dorados lomos de las montañas. La había despertado, como todos los días, el golpeteo de las mujeres que lavaban en las gradas de la puerta de la ciudad, al otro lado del lago. Las palas de madera de las lavanderas empezaban a marcar el ritmo del día en cuanto rompía el alba. Era inútil quejarse de la hora, le había dicho Osgood la noche anterior.

—Llevan siglos haciendo eso. Y no puede impedírselo ahora.

—Ni lo intentaría —había dicho ella.

Él no era una de sus simpatías, pero tampoco era una antipatía. Se situaba en algún punto intermedio entre ambos extremos. Era una presencia sencilla y reconfortante en este lugar. Cuando dejó Amarpur para una de sus excursiones por el mundo en busca de comodidades modernas que incrustar en aquel edificio de mármol sin dañar su belleza —pues había descubierto que Osgood tenía, a su modo, una aguda conciencia de la necesidad de preservar la belleza antigua—, se sintió ligeramente triste. Se daba cuenta de que él era como un puente entre su pasado y su presente, y que aún no estaba completamente preparada para destruir ese puente. O, expresándolo en otras palabras, no estaba lo bastante segura de sí misma como para sentirse enteramente en casa cuando estaba sola en la India. Por eso recibió su regreso con alegría.

Ahora veía a Osgood aproximarse en la distancia. Se sentó ante la mesita de mármol donde tomaba su desayuno. Pronto, pero indefinidamente pronto, un camarero con turbante le trajo una bandeja de plata con el servicio. Osgood se acercó.

—¿Ya se ha retrasado otra vez ese tipo? —preguntó.

—No importa —le recordó ella—. No tengo ningún horario que respetar.

—Pero

él sí lo tiene —replicó Osgood—. La puntualidad es una lección que estoy intentando enseñar aquí. No se pueden tener clientes americanos si se olvida uno del reloj. La gente no soporta esas cosas. ¡Y no me los eche a perder, por favor! ¡Ésta es su primera experiencia con un americano y es importante que usted me ayude a mí, y no a los indios!

—Tranquilícese —dijo ella—. Ahí viene.

Una esbelta figura apareció en el otro extremo del corredor, vestida de blanco y con una faja roja en la cintura. Una bandeja se balanceaba suavemente sobre su turbante. Caminaba con pasos mesurados, sin prisas, y cuando llegó hizo descender hábilmente la bandeja.

—Buenos días, madam —dijo en un alegre inglés—. Me he retrasado… ¡lo siento mucho!

Osgood consultó su reloj.

—Cinco minutos. Eso significa diez minutos menos que ayer. Espero que mañana sea puntual.

—Sí,

sahib.

Una amplia sonrisa iluminó su oscuro rostro. Sirvió el café, añadió leche y azúcar, y luego abrió dos pequeños huevos castaños en una taza mientras Osgood le contemplaba con ojos severos.

—Gracias, Wadhi —dijo Brooke—. Todo tiene muy buen aspecto.

—Gracias a usted, madam.

Inclinó la cabeza y se fue.

—¿Ha desayunado ya? —preguntó Brooke.

—Hace horas —dijo Osgood.

Se inclinó sobre la balaustrada de mármol y contempló el lago.

—Extraño país… extraña gente.

—Yo soy la extraña —dijo Brooke—. No me siento nada extranjera aquí. A veces creo que ya he estado antes.

—¿Qué quiere decir?

—Sólo eso. Ayer di un paseo por la ciudad.

—Me gustaría que no fuese sola.

—Pues si no voy sola, ¿cómo voy a ir?

—Podía haberme esperado.

—Oh, vamos…

—En serio.

—Creo que me gusta estar sola.

—Querrá usted decir que prefiere estar sola.

—Quizá.

Se callaron. Osgood empezó de nuevo.

—Y bien, ¿qué vio usted?

Brooke peló la naranja y empezó a comerse los gajos, lentamente, a pequeños bocados.

—Vi una muchachita desnuda con una larga melena. Llevaba sobre la cabeza un enorme jarro de latón lleno de agua. Estaba parada en una esquina, esperando a poder cruzar la calle. Parecía tener sólo cuatro años.

—Probablemente tenía diez —dijo Osgood.

—Probablemente —convino ella—. Y vi a una joven madre vestida con un sari de algodón azul, sentada en la acera dándole de mamar a su hijo. Tenía unos bonitos pechos. Pasaba mucha gente, pero nadie volvía la cabeza para mirarla.

—Ése es un espectáculo que se puede ver a cualquier hora, cualquier día, en cualquier lugar —dijo Osgood—. La antigua Asia… la eterna madre. ¿Pechos? Vaya a las gradas de mármol de la orilla del lago y verá a las mujeres desnudas hasta la cintura lavándose, con sari y todo. Es un procedimiento inteligente, toman un baño y se lavan la ropa al mismo tiempo. Después se envuelven en su sari mojado y se van a casa.

Ella se echó a reír.

—¿De verdad? Tengo que pasar por allí uno de estos días —continuó recordando—. Vi también un hombre polvoriento y cubierto de harapos, con una barba muy larga, que llevaba a unos monos pequeños atados con una cuerda. Cruzó tranquilamente la calle serpenteando entre los carros y los automóviles. Oh, y vi a un ciervo moteado amarrado a un poste que había al lado de una puerta. Estaba gordo… no delgado como los niños.

—Un animal doméstico —dijo Osgood—. Esta gente hace cualquier cosa cuando aman a una criatura.

—Todo eso vi en la ciudad, y en las afueras, en una carretera desierta, vi grullas revoloteando por las riberas polvorientas de un arroyo seco. Me acerqué mucho a ellas y no se movieron. No parecían tener miedo.

—Los animales nunca tienen miedo aquí —dijo Osgood—. ¡Mire cómo intento deshacerme de esos malditos pájaros del vestíbulo! Han anidado durante siglos en los candelabros, esas lujosas gárgolas de cristal que importaron los Maharajás de Europa.

—Estas antiguas montañas del desierto —murmuró ella sin escucharle— ¡tienen los huesos de mármol! ¡Y los bananos hundiendo sus poderosas raíces en busca de tierra! Me detuve a descansar en un banco de madera, a la sombra de un banano, en una aldea que está al pie de las montañas y una hilera de cornejas de cuello amarillo se sentaron tranquilamente en unas vides a mirarme. Un pequeño mono de aspecto triste se me acercó. Había muchos hombres trabajando en una obra gigantesca, una carretera, pero lo curioso es que las cargas de tierra las transportaban minúsculos borriquillos. No había ni un solo camión. Vi una vaca comiéndose una bolsa de papel recio. Me han dicho que aquí las vacas se comen las bolsas de papel. Y el encargado de un restaurante me dijo también que las cobras son amistosas y nunca atacan a menos que las molestes. Por lo visto, hasta juegan con los niños.

—Yo no intentaría comprobarlo —aconsejó Osgood.

—Me dijo también —continuó ella— que los monos no saben nadar y por eso han aprendido a dar esos saltos tan grandes. Y las nueces de betel crecen a la sombra de las vides y han de cogerlas los hombres porque las vides se agostan si las tocan las mujeres, y las nueces se estropean. Y a las serpientes les gustan las vides, así que hay que tener cuidado. A veces su veneno contamina incluso las hojas. También me dijo que hay muchas clases de betel. El de hojas pequeñas viene de Benarés y los de hoja grande de Mohoba y Poona, y los de hoja larga del Sur. En Bombay las hojas de betel se venden a cuatro annas la pieza, y vi muchos árboles como ésos en el desierto, todos desnudos con grandes pomos de brillantes flores color naranja.

—El árbol pallas —dijo él.

—¿Cómo sabe usted tantas cosas?

—No sé ni la mitad de lo que usted sabe ya. ¿Qué piensa hacer con todas esas informaciones que no guardan relación entre sí?

—Relacionarlas algún día y de algún modo —replicó ella.

Acabó los huevos, tan pequeños que parecían de paloma, probó el tocino y decidió no comérselo. El sabor era demasiado fuerte, y la carne, dura. Entonces formuló la pregunta que quería hacer desde el principio.

—¿Cuándo volverá el Maharaná?

Osgood volvió la cabeza para mirarla rápidamente.

—No se ha ido que yo sepa.

—Quiero decir…

—Está en su palacio, al otro lado del lago.

Brooke se quitó la servilleta. Había desaparecido de pronto su apetito.

—¿Suele pasarse semanas sin aparecer por el hotel con un tiempo como éste?

—Supongo que está guardando luto por su hijo. Además, he oído decir que la Maharaní está enferma.

—¿La ha visto alguna vez?

—No.

—Entonces, ¿no sabe si es bella?

—No. En cualquier caso, no me importa. Tengo un trabajo que hacer. Por cierto, joven dama, si me lo permite la llevaré a dar una vuelta a… Chittor, por ejemplo.

—¿Qué es eso?

—Un antiguo fuerte, un sitio maravilloso. Algún día quizá…

La miró, y ella apartó la vista.

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