Magic

Magic


Parte II. Preparación

Página 12 de 33

II. PREPARACIÓN

MUTT

Primer cuadro: Joe y su chica de pie en la playa. El Matón Musculoso grita desde la playa: —¡EHHH, PELLEJOS…! ¡Se te ven las costillas!

Corky Withers, cerca de sus diez años de edad, examinaba el anuncio de Charles Atlas una y otra vez. No valía la pena. Esfuerzo inútil. Lo conocía de memoria.

Segundo cuadro: Joe y su chica están todavía en la playa. El Matón Musculoso está ahora con ellos. La chica de Joe, preocupada: —¡No le dejes que te pegue, Joe!

Joe (al Matón Musculoso): —Ten cuidado con la lengua, amigo…

Matón Musculoso (acercando su cara a la de Joe): —¡Cierra el pico, saco de huesos!

Corky, tendido boca arriba, estudió el techo de la habitación. ¡Qué cosa tan terrible tenía que haber sido aquello para Joe! No podía hacer más que aguantarse. Seguro… Podía tratar de golpear a aquel tipo corpulento, pero esto es precisamente lo que él deseaba, la ocasión de hacerlo picadillo, dejarlo hecho una pasa sobre la arena, robarle la chica y puede que hasta besarla cuando oscureciese.

Corky se levantó y se acercó al espejo. Se quitó la camisa y se miró el pecho. No cabía la menor duda. Era un puro pellejo, y se le veían las costillas. Estiró un brazo y luego lo flexionó para tensar los músculos. Se acercó más al espejo y examinó el resultado. No parecía posible, pero su bíceps era más pequeño en flexión que en estado normal. Corky volvió a la cama y cogió otra vez su tebeo.

Tercer cuadro: Joe, solo y deprimido en su cuarto, hablando consigo mismo: —¡Maldita sea! Ya estoy cansado de ser un debilucho todo pellejo. ¡Charles Atlas dice que puede convertirme en un hombre nuevo! Compraré un sello y solicitaré su LIBRO GRATUITO.

Corky estudió cuidadosamente el anuncio, porque allí estaba la parte más interesante. Entre el tercero y cuarto cuadros había una palabra impresa en diagonal:

D E S P U É S

Pero allí no decían cuánto tiempo. Solamente «después».

Cuarto cuadro: Joe, todavía solo, sigue charlando consigo mismo, contemplándose en el espejo. Pero ahora ya tiene unos grandes músculos.

—¡Muchacho! He tardado poco tiempo. ¡Qué musculatura! Ahora me ocuparé de ese matón.

«¡Dios! —pensó Corky—. Si yo pudiera lograr eso rápidamente los dejaría patitiesos mañana por la mañana a la hora del desayuno. Mutt estaría sentado en la cocina soplando su café caliente, y el grandullón de Willie, comiendo sus gachas de maíz. Y yo entraría, pero no presumiría de nada. Entraría con un gesto de indiferencia, en traje de baño, flexionaría las piernas un par de veces y pediría leche. Mutt diría: “¡Corky, cielo santo!”, y yo preguntaría: “¿Ocurre algo, papá?”, y él diría: “Corky, ¡Dios mío!, ¿qué te ha pasado desde ayer?” Entonces yo inflaría el pecho hasta que los ojos de Mutt se saltaran casi de las órbitas y dijese: “Corky, no he visto en toda mi vida una musculatura como ésa. Incluso pareces más fuerte que Willie, y eso que te lleva ocho años”. Y entonces Willie, la estrella de rugby, diría: “¿Aguantarás una distancia de seis pulgadas?” Yo bostezaría fingiendo aburrimiento afirmando con la cabeza, él me mojaría el brazo, bromeando, por supuesto, retiraría el puño diez pulgadas por lo menos y lo golpearía con todas sus fuerzas. Pero retiraría el puño gritando: “¡Jesús, papá, ese chico es una roca!”, y yo preguntaría: “¿Cuándo vas a golpearme?”, y él diría: “Ya lo he hecho. ¡Jesús, papá, es tan fuerte que ni lo ha sentido! Y conste que le he pegado con tanta fuerza, que hubiera podido derribar a un toro”, y yo diría: “Bien, aquí tienes una caricia del saco de huesos de tu hermano”, y le aplicaría un golpe suave en su brazo. Y Willie, la estrella de rugby, exclamaría: “¡Dios mío papá, creo que me ha roto el brazo!”»

—Conseguir esto de la noche a la mañana es seguramente un exceso de optimismo —se dijo Corky estudiando cuidadosamente el cuarto cuadro.

Aunque Atlas le creara rápidamente una musculatura, no se podía pasar, en un solo día, de ser un saco de huesos, a ser un auténtico atleta. Como mínimo se necesitaría una semana.

Quinto cuadro: Joe y su chica están de nuevo en la playa. La muchacha mira cómo Joe golpea con tanta fuerza al Matón Musculoso en la barbilla, que alrededor de éste hay una nube de chispas. Y lo único que dice Joe es: «Aquí tienes una caricia del saco de huesos. ¿Recuerdas?»

Último cuadro: Joe sigue allí, poderoso, impresionante. Su chica está cogida de su brazo y le dice, con amor en sus ojos: —¡Oh, Joe, eres todo un hombre!

En un segundo plano, otras dos chicas se dicen mutuamente: —¡Y antes era tan débil!

Y sobre todo ello, en unas grandes letras rodeadas por unos rayos solares:

¡QUÉ

HOMBRE!

Corky apoyó los pies en la pared, y así, boca arriba y en ángulo recto, musitó:

¡QUÉ

HOMBRE!

¿Cómo sería el mundo si la gente decía aquello de él? «¡Qué hombre es Corky Withers!» Él iría por la calle, y la gente se le acercaría para exclamar: «¡Oh, Corky, después de todo eres un verdadero hombre!» Y siempre que anduviese por las calles de Normandy oiría las mismas palabras, que lo seguirían constantemente, como una sombra: «¡Y antes era tan débil!»

Todo el mundo se enteraría en un solo día. Normandy no era lo suficientemente grande para guardar secretos. Era una ciudad situada a doscientos kilómetros de Nueva York y a veinte de Grossinger, rodeada de montañas y dependiente por completo de los forasteros para sobrevivir.

Naturalmente, todo el mundo lo buscaría para engañarle, de manera que sería preciso procurar evitarlo. Y tampoco podía permitir que sus compañeros de escuela se propasaran, aunque probablemente no se atreverían a hacerlo.

Tan bueno como era su hermano mayor, Willie, en los deportes, lo era él tallando madera con la navaja. Y tan bueno como era él tallando madera, lo era aún más en la escuela. Dos veces más. A veces solía molestarle que la escuela no fuera más dura o más difícil.

Durante cierto tiempo, al menos cuando estudiaba tercer grado, había intentado hacerla parecer más dura y más difícil, trataba de actuar nerviosamente cuando le hacían alguna pregunta los maestros o cuando lo examinaban, y solía mostrarse muy preocupado en el recreo por haber exteriorizado, quizá, su estupidez. Pero al cabo de algún tiempo dejó de fingir. No obtenía ningún resultado. No era excesivamente inteligente en el estudio, pero era bastante bueno. Incluso antes de cumplir los diez años sabía que había una diferencia, que tal vez significaba que era las dos cosas, inteligente y bueno, pero nunca se preocupó mucho por examinar desde más cerca estos pensamientos.

Además, a Mutt le importaba tres cominos.

Es posible que si su madre hubiera permanecido a su lado, ella lo hubiese estimulado más en todos los terrenos; pero su madre había desaparecido una noche de invierno, cuando él tenía ocho años. Había empaquetado sus cosas y había huido a Oregón con un fontanero que vivía al otro lado de la ciudad, un hombre que debía de ser tan desgraciado como ella.

Corky fue el único que lo supo de antemano. Su madre entró en su cuarto una noche, llevándose un dedo a los labios para que él guardara silencio y oliendo, como siempre, a vino. Cruzó la oscura habitación, se sentó en el borde de la cama y fue derecha al grano: —Voy a echarte de menos, Cork —dijo.

Corky esperó en la oscuridad de la noche.

—Tienes que prometerme que no pensarás mal, pero cuando se toma un trago, al despertar sin resaca… porque no se necesita beber más, hay que hacerlo, y esto lo comprenderás algún día.

Corky asintió con la cabeza.

—Ferd está esperando ahí fuera con la camioneta y no puedo estar aquí más que un segundo… tenía… tenía que decirte adiós.

Le dio un beso y siguió diciendo: —Estoy… estoy borracha como una cuba… ¡Ufff…! Me he inclinado demasiado deprisa y la habitación me da vueltas…

—¡No te vayas! —dijo Corky—. Te prometo que seré bueno.

—Tú eres bueno, Cork. No llores. Tú haces cosas bien hechas, limpias tu cuarto sin que nadie te diga nada. ¿Quieres que te diga la verdad… por qué he venido aquí esta noche?

Corky asintió de nuevo, en silencio.

—Para recoger la colección de animales que hiciste para mí.

Corky le había regalado media docena de animales diminutos que había tallado en madera para la Navidad.

—He venido a recoger esto y también el corazón.

Un corazón de madera que Corky le había regalado el día de su santo.

—Lo tengo ya todo aquí —añadió tocando el bolso.

Luego se puso de pie y preguntó: —¿Me echarás de menos?

—¡Oh, sí…!

—Vamos, vamos…, Cork.

Corky hizo un esfuerzo por dominarse.

—Así está mejor. Éste es mi Cork de siempre.

—¿Me escribirás? Tallaré para ti un tiovivo para Navidad si me escribes. Dará vueltas como los de verdad.

—Si puedo, sabes que lo haré.

Corky conocía muy bien el «no» cuando lo oía.

—Adiós, Cork.

—¿Y los demás?

—A Willie no le interesa nada más que los deportes, y Mutt sólo se preocupa de Willie. Si juegas bien tus cartas y no se lo dices, no creo que Mutt sepa que me he ido.

Lo cierto era que probablemente ella tenía razón. Al menos, Mutt no volvió a mencionar su nombre para nada. Al menos, estando Corky presente.

Mutt era un individuo de baja estatura, tosco, y «los dioses se habían orinado encima de él durante toda su vida». Esto decía él, y como demostración de su aserto mostraba sus piernas: la derecha era, por lo menos, cinco centímetros más corta que la izquierda. Había nacido así, y de no haber sido de aquel modo no hubiera podido existir un estadio lo suficientemente grande para que cupieran todos sus fans. Estaba absolutamente seguro de esto. Grange habría sido una basura a su lado, y los Cuatro Jinetes también hubiesen sido una porquería comparados con él. Es posible que Bronco Nagurski lo hubiera igualado, y nadie más, nadie más en absoluto.

Pero no podía correr. No le obedecían las piernas, y si los dioses se orinaban sobre uno, no había ningún lugar donde poder ocultarse, y así Mutt no llegó nunca a escuchar los vítores ni llegó a ver danzar a las muchachas en su honor, pero, en cambio, como compensación, limpiaba caballos en Grossinger y hablaba de deportes con los clientes y los invitados.

Y supo hacer una estrella de Willie Withers. Lo alimentaba bien, le obligaba a hacer gimnasia con aparatos y le enseñaba a moverse, estimulándolo constantemente a diario. Y, así, cuando Willie ya estuvo preparado y cogió el balón por primera vez, se convirtió automáticamente en un auténtico fenómeno del rugby, hasta el punto de que al final de aquella temporada ya era Willie el Gamo, lo más grande que había nacido en Normandy desde…

Corky abandonó el lecho y entró en la habitación de su hermano mayor. Willie tenía entonces diecisiete años, era jugador júnior, pero ya había estado en Syracusa y en Penn State, e incluso Cornell había prometido admitirlo en sus aulas si lograba hacer un examen de ingreso algo decente.

Corky contempló las fotos que había en la pared. Willie esquivando un placaje de este jugador o bloqueando a aquel otro; Willie sacado en hombros del estadio.

—Si el cerebro fuera dinamita, no te podría sonar —dijo Corky dirigiéndose a las paredes del cuarto.

Luego volvió corriendo a su habitación para coger el anuncio de Charles Atlas.

¿Se atrevería?

Estudió la fotografía de Mr. Atlas. El hombre aparecía de pie, flexionando correctamente el brazo derecho, sonriendo modestamente sobre la nota que figuraba al pie de su retrato y que aseguraba: «El Hombre más Perfectamente Desarrollado del Mundo». Leyó otra vez el texto del anuncio que explicaba cómo aquel increíble ser humano se había avergonzado en otro tiempo de desnudarse para hacer deporte: «Fíjese usted cómo su pecho delgado y los músculos de los hombros empiezan a aumentar de tamaño… y cómo los brazos y las piernas también empiezan a hacerse musculosos».

Corky examinó sus piernas. No cabía la menor duda. Delgadas. Miles de personas se estaban convirtiendo en auténticos atletas. Eso decía el anuncio. En toda América, los pechos eran cada vez más musculosos, y allí estaba él, con miedo…

¿Miedo de qué?

De cualquiera que lo supiese, sin duda. Corky miró el cupón.

CHARLES ATLAS, DEPT. 605

115 East 23rd St. N. Y. 10, N. Y.

Envíeme, totalmente GRATIS,

un ejemplar de su famoso libro

ETERNA SALUD Y FUERZA,

que responde a preguntas vitales y

proporciona consejos valiosos.

Podré quedarme el libro,

y el hecho de enviármelo

no me obliga ni compromete

en ninguna forma.

Después se pedían el nombre, edad y dirección del solicitante. Además, había que declarar si se tenían menos de catorce años para obtener el Folleto A.

Corky rellenó el cupón, decidió que el Folleto A no era para él, mintió y anotó diecisiete años de edad. No envió el cupón. Lo metió en un sobre, escribió la dirección, pegó el correspondiente sello y después lo ocultó debajo de sus notas de aritmética, en el fondo de un cajón.

Hasta que, el siguiente sábado, Willie ganó tres puntos para Liberty High proporcionando a Normandy su primera victoria en once años. Aquella misma tarde hubo festejos en las calles. Entonces fue cuando el cupón cayó en el interior de un buzón de correos.

Al cabo de una semana ya tenía en su poder ETERNA SALUD Y FUERZA. Lo cogió antes de que alguien lo viera en el buzón de la casa y se lo llevó a su cuarto. Se tendió en la cama, y antes de leer la carta del propio Mr. Atlas, Corky examinó el folleto.

¡Oh… poseer un pecho poderoso! Un estómago de hierro. Unas piernas incansables. Corky estudió fotografía tras fotografía. Y todos aquellos seres humanos que estaban allí habían sido unos individuos debiluchos, puros pellejos, unos individuos derrotados. Hombres que se habían salvado sólo dedicando un cuarto de hora diario a la tensión dinámica.

Corky tuvo la impresión de que el mundo se le venía encima cuando leyó la carta. Era amistosa. Estimulante. Hablaba francamente de sus problemas… Mr. Atlas conocía perfectamente la creciente insatisfacción de Corky sobre su aspecto físico.

Pero el curso costaba 64 dólares.

Cerró los ojos y permaneció inmóvil en la cama. Mutt tenía razón.

Los dioses orinaban sobre uno y así era el mundo. No se trataba de que Mr. Atlas cobrase mucho. Mil veces los 64 dólares habría sido una cantidad pobre si se llegaba a tener el mismo aspecto de aquellos individuos de las fotografías.

Pero él tenía —siempre sabía el dinero que guardaba— sólo 1 dólar y 45 centavos, y sin esperanzas de que su fortuna aumentara hasta Navidad, cuando Mutt le regalaba un billete de 5 dólares. Durante un momento pensó en la posibilidad de que su padre le adelantara aquella cantidad de las Navidades; pero era una locura, porque, ¿quién tenía aquel dinero?

Aquella noche, poco antes de dormirse, Corky decidió que lo que más necesitaba era recibir buenas noticias.

No tardaron en llegar. Sólo transcurrieron dos semanas. Llegaron en forma de una carta del propio Mr. Atlas, amable y simpática, preguntándole cómo iban las cosas y preguntando a la vez si había escrito porque él, Mr. Atlas, aún no había recibido ninguna respuesta suya. Si el problema era de dinero, Mr. Atlas seguía diciendo que era fácil solucionarlo. Si Corky estaba interesado en mejorar el estado de la raza humana, el dinero era cosa secundaria.

Corky podía recibir el curso sólo por 48 dólares.

Pensó escribir una nota de agradecimiento explicando su posición, pero decidió que Mr. Atlas debía de ser hombre demasiado atareado para leer cartas de chicos, por muy grande que fuese su gratitud. Además, muy probablemente, su tipo de letra denunciaría su verdadera edad. Una vez más examinó ETERNA SALUD Y FUERZA —escondido debajo del colchón, completamente seguro puesto que nadie, a no ser él, le hacía la cama—, y después intentó dormir, pensando que lo que más necesitaba en aquellos momentos era recibir más noticias, unas noticias que fuesen agradables.

Llegaron dos semanas más tarde. No sólo Mr. Atlas rebajaba el precio de los secretos de la Tensión Dinámica a la módica cantidad de 32 dólares, ¡no sólo eso, porque aún había más! No sólo podía Corky recibir el curso de 64 dólares, sino que, a vuelta de correo, también recibiría, sin cargo adicional alguno, otro libro de Mr. Atlas para defenderse personalmente y un álbum de fotografías con Las mayores hazañas de fuerza del siglo.

Pero…, había un pero importante. Mr. Atlas advertía que si se rechazaba esta oferta, ya no habría más correspondencia.

Corky puso la última carta con las demás que guardaba debajo del colchón. Aquella misma noche, a la hora de la cena, mientras Willie y Mutt hablaban de deportes, él prestó menos atención que de costumbre. ¿Estaba imaginando cosas?

¿O acaso Mr. Atlas lo estaba volviendo loco?

Dos semanas después ya no quedaba ninguna duda.

¿Qué es lo que le sucede? —decía Mr. Atlas—. Me paso la vida preparando mi sistema para que cualquiera pueda tener unos músculos poderosos, le ofrezco a usted una oportunidad, y usted la rechaza. Se la vuelvo a ofrecer una y otra vez y sigue negándose. ¿Acaso es el dinero lo que le preocupa?

Bien, a mí no me preocupa. Me preocupa usted. Y a usted le preocupa su cuerpo porque, de no ser así no me habría escrito. Está bien. Pues ésta es mi oferta final.

16 dólares.

Y porque puedo decirle que usted pertenece a esa clase de personas que necesitan estímulo, he aquí el trato. Recibirá usted el curso de 64 dólares y el folleto para defenderse personalmente, y ni qué decir tiene que también recibirá el álbum de fotografías en el que aparecen Las mayores hazañas de fuerza del siglo.

Pero aún hay más.

Los Secretos Atlas del éxito con el sexo opuesto también serán suyos gratuitamente. Si encuentra este libro en una librería, le costará 5 dólares con 95 centavos.

Pero usted lo recibirá gratis.

Sumemos: Los Secretos Atlas del éxito con el sexo opuesto, Las mayores hazañas de fuerza del siglo, Defiéndase contra todo. Más el Curso Atlas de Tensión Dinámica.

Valor sin paralelo en cuanto se refiere a ahorro. Escriba hoy mismo. La oferta caduca a medianoche del sábado.

Sin embargo, lo que provocó en Corky un auténtico pánico fue la posdata que figuraba al pie del escrito. Una nota breve y sencilla que decía: Si por alguna razón no puede aceptar esta oferta, tal vez sería más cómodo para usted que uno de nuestros representantes le hiciera una visita.

Corky hizo un terrible esfuerzo para dominar los latidos de su corazón.

Ahora le perseguían.

Intentó imaginar cómo sería el «representante» de Charles Atlas. Una llamada en la puerta y Mutt la abriría. En el exterior aparecerían unos hombros más anchos que la misma puerta. Una voz atronadora preguntaría por Charles Withers el joven de diecisiete años de edad y Mutt contestaría: «Se equivoca de domicilio. Corky aún no ha cumplido los diez».

«¡Diez!», bramaría el representante. «¿Diez? ¿Hemos estado desperdiciando nuestros sellos en un crío de diez años de edad? No declaró que tenía menos de catorce años en el cupón, eso va contra la ley». «Es posible que Corky no supiera que estaba obrando mal», diría Mutt, pero ahora estaba el monstruo en la casa rugiendo: «¡HE VENIDO DESDE MUY LEJOS EN LA CIUDAD DE NUEVA YORK, ¿DÓNDE ESTA ESE EMBUSTERO? DEJE QUE AGARRE CON MIS PODEROSAS MANOS A ESE MENTIROSO DE CHARLES WITHERS».

Corky no pudo dormir en toda la noche, hasta que llegó la mañana. Estuvo pensando que su intención no había sido causar molestias ni provocar tanta cólera, y que no era más que un niño que tallaba madera y que un día se preguntó cómo sería, cómo se sentiría si podía llegar a ser tan fuerte. «Por favor, lo siento. Déjeme solo».

Pero no lo harán, no. Dos semanas más tarde: 12 dólares.

La organización Charles Atlas lo perseguía ahora sin duda alguna. Esta última carta era realmente colérica. Colérica e incluso hiriente. Definitivamente, llegaría a aquella zona un representante en un futuro muy próximo.

Él no había querido molestar a nadie. Sí, había mentido, y lo había hecho sobre la edad que tenía, pero aquellos pequeños embustes no se merecían semejante cólera.

¿Por qué lo estaban crucificando?

¿Cárcel? ¿Acaso aquella circunstancia era una posibilidad, aunque fuera remota? Corky no podía contener su imaginación. Ni siquiera frenarla. En la escuela, su imaginación llegaba a alcanzar grados insólitos, pues veía por todas partes tormentos y humillaciones. Su mente le acosaba día y noche. Por vez primera, la escuela se convirtió en algo insoportable. No podía concentrar su atención en lo que hacía, y uno de los maestros incluso llegó a reñirle por su extraño comportamiento, cosa que no había ocurrido nunca.

Pero, ¿cómo iba a poder reflexionar sobre adverbios o porcentajes cuando el hombre más poderoso del mundo se estaba orinando sobre él?

Deseaba hablar con alguien, con cualquiera, pero no había nadie. Conocía gente. Todo el mundo conocía gente, no es que él fuera impopular. Pero se le hacía difícil, la gente era dura con él. Podía vivir por sí solo y lo hacía así. Tallaba madera, hacía figuras, perros y caballos, vacas y caras, y esta labor había sido suficiente para hacerle seguir adelante.

Todo lo que había deseado siempre era complacer a la gente. A su madre le había gustado aquel trabajo de talla, y cuando ella estaba a su lado, todo iba bien.

Y cuando ella se fue, siguió haciéndolo porque, al menos, sabía cómo hacerlo y, además, hacerlo bien.

Comenzó a preguntarse si alguna vez llegarían en grupos los hombres de Atlas, viajando de dos en dos por si tropezaban con clientes duros. Pero él no era duro, sólo era un niño. Dejad tranquilos a los niños.

Cuando la oferta alcanzó los 8 dólares, esperó hasta muy tarde y entonces se lo dijo a su padre. Mutt estaba cómodamente tendido en la cama, viendo un combate de lucha en la tele. Cuando Corky comenzó a hablar, los ojos de Mutt se hallaban fijos en las dos figuras que rodaban por la lona, pero al cabo de un rato empezaron a ir desde la pequeña pantalla a su hijo y viceversa. Al fin, Mutt miró a su hijo directamente.

—Amiguito, tienes que tener más cuidado con esa imaginación tuya.

Corky asintió con un movimiento de cabeza.

—Deja de llorar y escucha.

—Ya… escucho…

—Ni la «IBM» tiene tantos representantes, ¿me comprendes? No hay manera de que algún tipejo de ésos llegue aquí a buscarte. Y ahora, deja de llorar como te he dicho.

—Dijeron que un hombre vendría a esta zona…

—Olvida lo que dijeron. Recuerda lo que acaba de decirte Mutt y no tengas miedo. Repite esto.

—No tengo miedo…

—¿De verdad?

Corky decidió que lo mejor era decir que sí.

—Que duermas bien.

Corky se dirigió a la puerta.

—¡Eh, amiguito, recuerda una cosa! Dios te ha concedido un cerebro. Deja que sea Willie quien se relacione con eso de los músculos.

Corky lo hizo así hasta que Willie se mató.

Estúpidamente. Borracho. En un accidente de automóvil. A la edad de dieciocho años. Corky había estado cenando a solas con Mutt frente a la tele cuando se recibió la noticia por teléfono. Mutt respondió, asintiendo calmosamente varias veces moviendo la cabeza, musitó unas cuantas palabras y colgó.

—Traen a Willie —fue todo lo que dijo.

Corky sabía que estaba hablando de los dioses que se orinaban sobre uno, pero si se era duro, se sobrevivía, y Mutt era un hombre duro. Cojeaba al caminar, pero uno no se burlaba de él por eso, y no importaba lo que los demás pudieran hacer. Era preciso responder hasta morir.

Por esta razón, una semana después de haber enterrado a Willie, Mutt comenzó a enseñar a Corky todos los secretos del rugby…

—Tiene buenas manos y velocidad —estaba diciendo Mutt al entrenador—. No digo que sea otro Willie, pero el chico puede ayudarte. Esto te lo garantizo.

El entrenador Tyler contempló a Corky, que estaba en el campo de juego. Era un caluroso día del mes de agosto. Corky se había puesto la vieja camiseta de rugby de su hermano y estaba ciñéndose el casco.

—No tiene mucho cuerpo —dijo Tyler.

—¿Acaso dije que era un gigante?

—No sé, Mutt… Lo veo un poco atrasado, ya me entiendes. Hemos estado trabajando todo el verano…

El entrenador se volvió y Señaló a los demás jugadores del equipo, que en aquel momento se entrenaban esprintando.

—También yo estuve trabajando con el chico, Tyler. Le he dedicado todo mi tiempo. Si no estuviera preparado, no te lo habría traído.

Tyler se encogió de hombros.

—Te debo muchas cosas, Mutt. ¿Qué quieres de mí?

—Una oportunidad para mi chico.

—¿Por ejemplo?

—¡Maldita sea! Tiene una buena velocidad. Puede hacer puntos. Sabe despejar fuera del campo… Dale una oportunidad.

—Más tarde —respondió Tyler volviendo junto a sus jugadores.

—Todo va a salir bien para todos —dijo Mutt dirigiéndose a Corky—. Siéntate un rato. Sentémonos un poco.

Caminaron hasta la vieja tribuna de madera y ocuparon unos asientos en la primera fila.

—¿Todavía nervioso? —interrogó Mutt.

Corky contestó afirmativamente.

—Nadie espera milagros.

Corky afirmó nuevamente.

Mutt contempló a Tyler y a sus jugadores.

—Me debe sus mejores años —dijo—. Le he traído lo mejor, ¿no?

—Es que Willie era maravilloso.

—Desde luego, sí lo era.

—Papá, yo no soy como él.

—Ya te he dicho antes que nadie espera milagros. Tú escucha a Mutt, eso es todo cuanto tienes que hacer. ¿Qué harás cuando te lancen el balón?

—Cogerlo.

—¿Cómo es que… cómo lo cogerás?

—Veré el balón entre mis manos, papá, no te preocupes.

—Esto es… Verás el balón entre tus manos. Bien, no apartes nunca los ojos de él, ni siquiera corriendo para soltarlo. Luego, ¿qué harás?

—Correr.

—¿Y cómo crees que puedes hacer eso?

—Porque tú has dicho siempre que tengo una buena velocidad.

—Y con esa buena velocidad, ¿los rebasarás?

—No. Los esquivaré con quiebros de cintura y con fintas, y seguiré corriendo con el balón.

—Estoy orgulloso de ti —dijo Mutt.

El calor era terrible, y Corky creyó que estaba a punto de perder el conocimiento.

—Pero eso no importa —dijo Mutt al cabo de un rato.

Corky se preguntó cuánto dolería ser machacado por todo el campo. ¿Y qué se hacía con el dolor? ¿Cómo ocultarlo? Porque no se podía llorar en el campo de juego, pero el dolor debía de tener una salida. ¿Hacia dónde? Se dijo a sí mismo que tenía una buena velocidad, expresión que siempre empleaba su padre.

Es posible que no lleguen a tocarme. Esquivarlos bien, fintar hacia la derecha o hacia la izquierda, y luego correr la línea, hacia la seguridad.

Miró a Mutt y dijo: —¿Cómo? ¿Qué quieres decir con que no importa que te sientas orgulloso? Quiero que te sientas orgulloso siempre, papá.

—No —dijo Mutt—. Eres tú quien ha de sentir el orgullo. Deseas que yo me sienta satisfecho, eso está bien, pero el orgullo has de sentirlo tú.

—Papá… escucha, no quiero probar esto… voy a quedar en ridículo… vámonos a casa. Tal vez den algún partido de béisbol en la tele.

—Tienes que pasar por el aro, amiguito. Y has de salir bien. Willie, al principio, tenía mucho más miedo que tú. Y te aseguro que no tenía ni tu velocidad ni tus manos. Sólo contaba con su altura y su fuerza. Y no dejaba de pedirme: «Llévame a casa, Mutt», hasta que le conté lo de Nagurski.

—¿Nagurski?

—Ha sido lo mejor que me ha sucedido en toda mi vida, ¿comprendes? Y yo estaba allí, lo vi todo, y lloré, de manera que presta atención a lo que voy a contarte.

Corky miró a su padre.

—Yo había leído muchas cosas y había aprendido aún más sobre rugby. Sí, te aseguro que yo estaba muy enterado de todo eso y que hice todo lo posible por estar allí. Nunca había visto a Nagurski. Bronco Nagurski, del que decían que era el hombre más grande que hubiese metido un balón bajo el brazo. Era de Minnesota. Allí había ido a la escuela. Más tarde jugó como pro en Chicago, como gran figura ya destacada.

»Nunca tuve la ocasión de verlo entonces. Pero era tan grande, que cuando no corría no podían dejarlo en el banquillo y lo sacaban para que actuara como aplacador, y hasta hoy ha sido el único en toda la historia del rugby que ha ocupado dos posiciones en un año… ¿Te das cuenta de lo grande que tuvo que ser? Nunca ha habido otro que haya soñado jugar la final americana en dos posiciones y en el mismo año, pero él sí lo hizo. Nagurski. Pesaba doscientas treinta y cinco libras. Decían que era muy rápido. Nadie podía derribarlo, según decían también. No había quien se acercara a él.

»Pero repito que por aquel entonces yo no podía comprobar todo esto. Yo vivía en el Este y él estaba lejos de allí. Jugó como primera figura nacional, ganó la Liga y después regresó a Minnesota y no lo vi nunca. Bueno, ya sabes, las cosas se olvidan, y yo también lo olvidaré con el tiempo.

»Entonces, un domingo pasaba yo por Chicago de regreso al Este, pues durante la guerra conduje muchos camiones, mucha mercancía. Buen trabajo, duro, pero bien pagado, mejor que limpiar animales, te lo aseguro. Leí en los periódicos que iba a jugar Nagurski y entonces me pareció que no era una gran noticia, ¿comprendes? Eran tiempos de guerra y no había suficientes jugadores para formar buenos equipos. Leí que Nagurski volvía a jugar, pero sólo para sustituir al placador y no para correr con el balón.

»Pero en aquel periódico del domingo leí también que era posible, muy posible, que probaran a dejarle correr porque sólo había tres defensas y uno de ellos estaba lesionado y otro en malas condiciones físicas. De manera que si se lesionaba el medio y ocurría lo mismo con su sustituto, no quedaría más remedio que darle el balón a Bronco. Se preguntaban cómo lo haría si ocurría esto, pero él respondió que lo único que podía hacer era probar.

»Catorce años, Corky. Llevaba fuera del colegio catorce años. Y llevaba también la mitad de ese tiempo retirado del primer equipo nacional, y para un atleta, siete años son siete vidas. Estaba envejecido. Era viejo. Viejo, ¿comprendes? Yo estaba en Chicago y me esperaban en el Este, pero pensé: «Tengo que ver esto hoy mismo, tengo que verle aunque las apuestas estén mil a uno contra él. Tengo que estar allí si Bronco coge el balón».

—Has dicho que habías llorado —comentó Corky.

—Cogí el autobús hacia Commiskey Park. Verás, aquél no era un partido corriente. Era un partido entre rivales de la misma ciudad, los Osos contra los Cardenales, y Nagurski estaba con los Osos, y ni siquiera era un partido de normal rivalidad ciudadana, porque también estaba en juego el título de la división. Los Osos tenían que ganar para llegar a la final. Los Cardenales tenían que detenerlos. Esto era algo, amiguito… Imagínate un partido Normandy-Liberty y multiplícalo por cien y tendrás una ligera idea de lo que significa para los Osos jugar contra los Cardenales, dos equipos de Chicago, jugándoselo todo a una sola carta. Si hubieras dado a los jugadores tubos de plomo, todos habrían muerto antes del saque; así se jugó de duro. Y yo estaba allí para verlo.

»Los Cardenales los destrozaron. Y Nagurski sentado en el banquillo. Traté de echarle una ojeada, pero yo no tenía prismáticos. Sin embargo, tenía el aspecto de cualquier otra persona. Corpulento, seguro, pero nada especial, y en el segundo cuarto creo que así fue, el defensa de los Osos que estaba actuando flojamente tuvo que retirarse, y así quedó en el campo sólo un defensa: el izquierdo.

»Luego, en el tercer cuarto, los Cardenales se excitaron. Eran los perdedores, ¿sabes?, pero no iban a permitir que los Osos se cubrieran de gloria, y cuando se llegó al veinticuatro a catorce con los Cardenales deteniendo a los Osos en seco, bueno, verás… algunas personas comenzaron incluso a prepararse para armar jaleo. Los Osos intentaron una carrera, y los Cardenales no permitieron que nadie se moviera; ni hubo melée alguna. Nadie se movió, excepto el defensa de los Osos.

»Todo el campo lo sabía, Corky. Se olía en el aire. La noticia se extendió por todas las tribunas. «¡Ya sale! ¡Bronco! ¡Bronco!» Yo seguía allí sentado y pensando que aquello podía llegar a ser una auténtica leyenda. ¡Un regreso después de tantos años, jugar un cuarto, el título sobre la mesa, y diez puntos atrás! Si así se lleva un equipo a la victoria, es imposible morir.

»Entonces la multitud comenzó a gritar como nunca has podido oír en tu vida, porque en el banquillo se puso de pie Nagurski y cogió su casco. Y salió al campo. Y entonces, cuando yo lo estaba contemplando, supe que sería el imbécil más grande del mundo si no hubiera deseado estar allí en aquel instante, en el Commiskey Park de Chicago, con Nagurski saliendo a jugar.

—¿Por qué, papá?

—Porque tan pronto como salió al campo me di cuenta, al menos al principio, de que era lento. Habían pasado catorce años desde sus tiempos de colegio y había desaparecido todo lo que tenía antes. No era nada. Se podía observar cuando se agruparon los jugadores. Supe que se iban a orinar en él sin importar lo más mínimo que hubiera sido el mejor jugador de todos los tiempos. Lo habían traído desde Minnesota para orinarse en él. No importaba tampoco que hubiese sido el único jugador que había ocupado dos posiciones en un solo año. Lo que importa es cómo se recuerda al final, y aquél sí que era el verdadero final, pero aún había una oportunidad.

—Cuéntame…, cuéntame.

—Bien, todo el mundo sabía que iban a dar el balón a Bronco, pero los Osos tenían un interior judío, Luckman, que era muy bueno, y si eres bueno y si todo el mundo sabe lo que vas a hacer, bueno… pues no lo haces, finges y haces otra cosa. Cuando se alinearan con Nagurski atrás y Luckman como medio, tenía que ser alguna trampa o señuelo, tenían que simular entregarle el balón, y entonces Luckman podría lanzar uno de sus grandes disparos, y puede que los Osos sólo se situaran a tres puntos de distancia de los Cardenales, con posibilidades de ganar.

Mutt se recostó contra la fila de atrás y cerró los ojos bajo el sol.

Corky esperó.

—Pero no hubo señuelo.

—¿Quieres decir que le entregaron el balón?

Mutt asintió con la cabeza.

—Se lo dieron, se lo puso debajo del brazo y comenzó a correr, no muy de prisa, directamente hacia la línea de los Cardenales. Todos aquellos tipos corpulentos estaban esperándolo, y Nagurski lo intentó, era evidente, pero lo placaron, y durante unos momentos lo sostuvieron sobre sus espaldas.

—¿Y luego lo dejaron caer?

—No exactamente, todos quedaron atrás, y él ganó unas cuatro yardas.

—¿Ganó…? Pero tú has dicho…

—Tampoco yo lo creía. No sé cómo, pero se puso de pie, se sacudió de encima a unos cuantos contrarios y volvió al grupo. Los Osos volvieron a jugar, Luckman entregó el balón a Nagurski, y éste cayó derribado por un placador contrario en falta.

—¿Cómo lo hizo?

—No pude imaginarlo siquiera. Pero en el campo empezaba a reinar el temor. Podías ver a todos los delanteros Cardenales dándose palmadas de felicitación, y entonces los Osos sacaron de nuevo, pero lanzaron fuera. En el próximo juego, Nagurski se lanzó por todas. Era como un hacha derribando árboles.

No importa lo grande y corpulento que pueda ser un árbol cuando el hacha comienza a funcionar. En este caso, lo mejor es alejarse de él… Logró derribar en la carrera hasta ocho jugadores, entre los que hubo cinco que intentaron atajarlo y derribarlo. Finalmente, cayó un poco más allá de la línea, y así Nagurski devolvió la orina a los dioses. Fue su último esfuerzo, pero se meó encima de los dioses, Corky, y ahora me he dado cuenta de que debes enorgullecerte de ti mismo, de que todo lo demás no importa. Esto es lo que yo enseñé a Willie en estos años, aunque no pudo aprovecharlo porque el destino no le dio tiempo, y esto es lo que voy a enseñarte si me escuchas. Cuando salgas ahí hoy, has de pensar: «Estoy orgulloso de mí, estoy orgulloso de mí»; así te mearás en los dioses.

Corky hizo todo cuanto pudo, y al final logró fracturarse las dos piernas con el esfuerzo que realizó.

No ocurrió en su primer partido. Durante una semana jugó bien. Procuró correr estudiando en todo momento la manera de evitar el choque violento y, a veces, hasta el derribo, y procurando soltar el balón cuando su físico corría peligro, pero al final de aquella semana, cuando corría con el balón bien sujeto debajo del brazo, un placador le derribó, agarrándolo con fuerza por la cintura, y la pierna derecha quedó tendida hacia un lado. Cuando los hombres se apilaron sobre él, se dio cuenta de que tenía doblada la izquierda; pero entonces Corky no dispuso más que de unos segundos para pensar, y lo que pasó por su mente fue que jamás repetiría aquello, porque si las cosas se pensaban un poco, aquél había sido un día de suerte…

La magia fue provocada por el dolor. Despertó en el hospital de Normandy, escayolado de cintura para abajo. Ya había oscurecido. Mutt se hallaba sentado en una silla. Corky se las compuso para musitar unas cuantas palabras, y su padre respondió, pero era imposible decir cuál de los dos era el que se sentía más deprimido. Finalmente, Mutt consultó su reloj.

—Tengo que irme al trabajo —dijo.

Corky movió la cabeza afirmativamente.

—¿Quieres que te traiga alguna cosa?

A Corky se le hacía difícil pensar.

—¿Algo de madera para tallar y herramientas?

Corky movió negativamente la cabeza y musitó: —Demasiado jaleo. Ensuciaré mucho esto.

—Duerme un poco —dijo Mutt.

Corky obedeció.

Despertó unas horas más tarde, sintiéndose mejor, pero muy aburrido. Pidió a la enfermera que le llevara alguna cosa para distraerse. La enfermera le llevó lo que llamaban una caja de juegos, pero solamente había en su interior un sucio mazo de naipes, un par de dados y un tablero de damas. Pidió algo para leer y la enfermera le llevó a la cama un montón de revistas y lo dejó solo. Corky hojeó algunas. Había periódicos infantiles y revistas del corazón.

Y el primer volumen de Los mejores clásicos, de Merlín Jr.

¿Trucos con naipes? Corky echó una ojeada al deslucido folleto; iba a dejarlo de lado, pero no lo hizo. Lo abrió y leyó en la primera página:

Ni qué decir tiene

que la magia es ilusión.

El efecto de la ilusión es

cómo se presenta al público.

La preparación de la ilusión es todo,

desde la marca de un naipe

hasta la práctica de diez mil

horas. Si la preparación ha sido suficiente e

idónea, la ejecución

de la ilusión es inexorable:

antes de que uno llegue

a sorprenderse,

el trabajo ya está hecho.

Con los grandes, y mentiría

si no me incluyera entre ellos,

la magia es la suprema

diversión. El público

no lo olvidará nunca,

lo recordará cordialmente.

Lo que os estoy diciendo

a todos vosotros, los principiantes,

es que procuréis hacerlo bien,

y nunca os amarán lo suficiente…

Corky introdujo una mano en la caja de juegos y sacó el sucio mazo de naipes. Los oprimió unas cuantas veces, los dobló para uno y otro lado. Era agradable manejarlos. Corky había tenido siempre buenas manos.

Pero ya no le daba ninguna importancia a la velocidad.

Ir a la siguiente página

Report Page