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Parte III. El trabajo está hecho

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III. EL TRABAJO ESTÁ HECHO

1

—¿Cuánto falta para llegar a Grossinger? —preguntó Corky.

—No lo sé —dijo el conductor.

Era un muchacho de mirada vivaz de cuyos labios colgaba siempre un cigarrillo. Farfullaba ligeramente al hablar. Hubo un breve silencio y añadió: —Ya habríamos llegado si usted no me hubiera dicho que torciera por aquel atajo.

—Lo siento —murmuró Corky—. Creí que conocía mejor esta zona. Han pasado quince años desde la última vez que estuve aquí.

—Llegaremos —dijo el conductor.

Corky afirmó con la cabeza. El sol estaba poniéndose rápidamente. Media hora después reinaría la oscuridad. La tranquila carretera descendía serpenteando por la colina y atravesaba los restos de un bosque multicolor. En los árboles ya no nacían hojas. Los Catskills aún eran un lugar bonito, pero estaban envejeciendo.

Había dos maletas a su lado. Corky abrió la más grande y extrajo de su interior un mazo de cartas. Se recostó en su asiento y barajó los naipes con una sola mano. Era extraordinariamente difícil hacerlo en buenas condiciones, pero viajando rápidamente en un coche viejo era totalmente imposible. La primera vez que lo intentó, lo consiguió pero no perfectamente. Probó otra vez sosteniendo el mazo en una mano y dividiéndolo en dos partes. Después, la operación más difícil era forzar los naipes para que pasaran de un lugar a otro. Este movimiento era muy sencillo con las dos manos, pero con una sola… sólo Dios sabía las horas que le había costado de práctica.

Corky unió todos los naipes y lo intentó otra vez, ahora con la mano izquierda. No sabía por qué razón, pero siempre lo hacía mejor con la izquierda que con la derecha. Corky se fijó en cómo se le movían los dedos. Por muy hábil que fuese aquel movimiento, no servía para nada en el trabajo hecho muy cerca del público. No había trucos que dependieran de la habilidad y de la rapidez en barajar los naipes a no ser que se lograra hacerlo con una sola mano. Algunas veces sostenía el mazo con una mano trazando un gracioso floreo en el aire para mostrar su habilidad, pero en realidad aquello carecía de importancia. Había probablemente seis personas en el mundo que podían hacerlo con una sola mano: los dos japoneses, el francés y tal vez un par de magos más en los Estados Unidos. Corky durante un momento se preguntó si la gente se fijaba alguna vez en sus manos. Acto seguido reflexionó unos minutos sobre lo que le parecía desperdiciar el tiempo. ¿Cuántas veces había sentido calambres en los dedos intentando barajar de aquella manera? Merlín siempre había estado aconsejándole que lo dejara, que no perdiera con aquello muchos días aprovechables.

Entonces, ¿qué más debía hacer con los naipes?

—¡Deténgase aquí! —gritó Corky repentinamente dirigiéndose al conductor.

—¡Vaya! —exclamó el joven deteniendo el coche.

Hacia la izquierda, Corky acababa de distinguir una extensa laguna azul.

—Siga —ordenó al conductor—, pero vaya despacio.

El vehículo reanudó la marcha lentamente.

Corky bajó la ventanilla y contempló el agua.

—Creo que esto es el lago Melody —dijo.

—Si usted lo dice…

—Lo parece —agregó Corky sin dejar de estudiar el paisaje—. Pero no, no lo es… Es mucho más pequeño. Hubiera jurado que era más grande.

—¿Quiere que siga conduciendo despacio?

—En esa curva tendría que haber algunas cabañas.

Allí estaban. En pleno bosque y a cierta distancia de la carretera. También había una casa grande y más abajo unas dos docenas de cabañas blancas alrededor del lago. Una colonia de diminutos bungalows. Pasaron por delante de un rótulo muy deteriorado: LOS MEJORES BUNGALOWS. Y debajo con letras más pequeñas: «Perfecto aislamiento en las orillas del lago Melody».

—Deténgase —ordenó Corky.

El conductor miró hacia el exterior y comentó: —Esto debió de ser muy bonito.

—¡Oh, sí! —replicó Corky apeándose del coche para atravesar la carretera y contemplar los bungalows que parecían estar desocupados.

—No tardaré más que unos segundos —dijo al conductor.

Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y comenzó a caminar hacia la casa grande. El terreno estaba cubierto de hojas secas. No se oía más ruido que el de sus pasos. Allí hacía mucho más frío que en ciudad. Corky se estremeció súbitamente. Sólo llevaba una camisa de algodón y una fina chaqueta. Aumentó el temblor producido por el frío. Se frotó las manos contra el pecho y sacudió los brazos con fuerza. Luego corrió un poco para estimular la circulación.

Todavía sentía frío.

—¿Hay alguien? —gritó frente a la casa grande.

—¿Qué desea? —respondió una voz remota, femenina, desde el interior del edificio.

—¿Un bungalow?

—Esto está cerrado.

Sobre su cabeza, detrás de unas persianas corridas y de un cristal en la segunda planta de la casa, un rostro apenas se hacía visible.

—Lo que estoy buscando es algo que esté cerca del lago. Tan cerca como pueda ser.

—No estamos preparados para recibir huéspedes.

—Ésta es la clase de lugar que busco. Aquí nadie me molestará.

—Eso es seguro.

—Le pagaré una semana. Quizá no esté tanto tiempo.

La voz femenina pareció dudar cuando contestó: —No le puedo ofrecer ninguna clase de servicios —Le pagaré cincuenta dólares por noche, ¿qué le parece?

—Pues… que no rechazo cincuenta dólares.

—Un momento… Ahora traeré mis cosas —dijo Corky dando media vuelta para subir por la colina hacia la carretera.

Caminaba con facilidad, consciente de respirar cómodamente. Tenía la impresión de que su aliento se congelaba en aquel aire cortante como un cuchillo. El frío estaba aumentando, pero Corky ya no lo sentía El chófer estaba de pie, fumando junto a su vehículo.

—¿Todo arreglado?

—Hay un cambio en los planes —respondió Corky.

El chófer lo miró.

Corky miró hacia otro lado porque había sorprendido al muchacho un par de veces observándolo por el espejo retrovisor, lo cual significaba que lo reconocía de alguna parte. Corky sacó las dos maletas del coche.

—¿Qué le debo?

—Ochenta y ocho dólares con noventa y cinco centavos como usted puede ver.

Corky se sacó la cartera de un bolsillo. Había ido al Banco poco antes de abandonar la ciudad. Eligió unos billetes. Miró otra vez al conductor. Corky dudó.

—¿Qué es lo que le haría a usted feliz? —preguntó finalmente.

—Que le guíe su conciencia. Podría perderme en el camino de regreso, sufrir alguna avería, en fin, muchas más cosas, pero no se deje influir por todo esto.

—Aquí tiene cien dólares —dijo Corky entregándole un billete.

El conductor lo cogió y dio las gracias casi en voz baja.

—No lo entiende —añadió Corky—. Eso es para usted. Y éste…

Sacó otro billete de cien añadiendo: —…Esto para cubrir el contador lo suficiente para que usted pueda tomarse algún café por ahí.

—¡Oh! ¡Usted es mi hombre!

—Muchas gracias —dijo Corky—. Me gusta como conduce, muchacho. Pero hay una cosa más.

—Dígame…

—No me ha traído hasta aquí.

El conductor lo miró fijamente.

—¿Todavía soy su hombre?

El muchacho asintió.

—Pues que la cosa siga así —dijo Corky sonriendo a la vez que cogía las dos maletas—. Tómelo con calma, muchacho. No corra mucho.

—No se preocupe, señor, así lo haré —respondió el conductor poniendo el coche en marcha.

Levantó una mano a guisa de saludo y se alejó rápidamente.

Corky se volvió y comenzó a bajar por la colina, hacia la casa principal, donde le estaba esperando la mujer que había hablado con él. Vestía un jersey azul y pantalones grises y calzaba sandalias azules.

—Ha dicho usted cerca del agua, ¿no?

—Así es donde se debe de estar más tranquilo, ¿verdad?

—Bueno… Ahora no hay ningún bungalow que sea ruidoso.

—Bien, de todos modos deseo el más bonito.

La mujer se alejó de la casa dirigiéndose a través del bosque Hacia el lago. El sol casi había desaparecido. Algunos de sus rayos se reflejaban en la superficie del agua.

—Le daré el mejor que tenemos —dijo la mujer cuando se aproximaron a la casita más alejada y situada muy cerca del agua, a unos trescientos metros de la casa principal.

—Le pagaré ahora mismo —dijo Corky.

—¿No quiere verlo primero?

—Estoy seguro de que será magnífico.

La mujer se sacó del bolsillo una llave y movió la cabeza con un gesto de contrariedad.

—Qué cosa más molesta es tenerlo todo cerrado con llave cuando aquí no hay nada que robar.

Corky se mostró de acuerdo con este juicio.

La mujer abrió la puerta y entraron.

—Como verá, nada especial. Aquí la sala de estar, allí el dormitorio… El dormitorio es pequeño, pero la cama es muy buena.

La mujer señaló hacia otro lugar añadiendo: —Y la chimenea funciona. Desde aquí hay una buena vista del lago, y desde este otro lado verá el bosque.

—Perfecto —dijo Corky—. Permítame pagarle ahora.

Dejó en el suelo las dos pesadas maletas.

—El cuarto de baño está allí, y la cocina detrás de esa cortina. Esto es todo.

—Perfecto —repitió Corky tendiendo a la mujer dos billetes de cien dólares—. Uno por esta noche y otro adelantado. Si mañana pienso quedarme más tiempo… entonces hablaremos de finanzas. ¿Le parece?

—Lo que usted quiera —respondió la mujer doblando los billetes y sujetándolos con fuerza en la mano—. Si usted necesita…

—¿Qué?

—Iba a decir que si necesita algo llame, pero en la casa no hay nada de nada. Cuando le dije que teníamos cerrado no bromeaba ni me excusaba.

La mujer caminó hacia la puerta y se volvió para añadir: —Probablemente tenía que haberle dicho «si necesita algo no llame».

Acto seguido alzó una mano y murmuró: —Adiós.

Corky la saludó con una ligera inclinación de cabeza.

Al cabo de un segundo, se oyó la voz ahogada de Fats desde el interior de la maleta más grande: —¡Abre! ¡Abre de una vez!

—¡Cállate!

—Abre en seguida esta maldita maleta o de lo contrario la armo desde aquí dentro.

Corky sacó a Fats de la maleta y luego se acercó hasta la ventana, la que daba al bosque para ver cómo la muchacha caminaba hacia la casa principal.

—Odio el campo —clamó Fats—. Es demasiado tranquilo y está lleno de hojas. Lo único que oyes a tu alrededor al caminar es el ruido de las hojas secas que aplastas con los pies.

Corky no dijo nada.

La luz del sol se reflejaba en los cabellos rubios de la joven.

—Creí que íbamos a Grossinger. Al menos en Grossinger hay movimiento. Este lugar… tal vez sea bueno para celebrar un congreso de médicos forenses, pero para pasar unos días de descanso, no.

Corky aún guardaba silencio contemplando el exterior.

—¡Eh! ¿Por qué ese silencio? ¿Te han arrancado la lengua?

Corky movió la cabeza y murmuró: —Ni una sola vez se ha acordado de mí. Estoy seguro.

—¿Quién? ¿Aquella señora? ¡No me digas! ¿Cómo puedes culparla de tal cosa? Ella pertenece a eso que llaman vida alegre, aunque no sé dónde está la alegría, y tú eres un tipo al que se puede olvidar fácilmente. No, no creo eso, no lo creo, en realidad tu puntiaguda cabeza es inolvidable y no creo que haya alguien que pueda olvidarla con facilidad. Es posible que tu acné juvenil…

—Eso no tiene ninguna gracia. ¡No tiene maldita la gracia!

—¡Vaya! Me parece que he pisado el rabo a alguien… ¿Cómo es que no tiene ninguna gracia lo que digo?

Se ablandó el tono de su voz al señalar a la joven rubia que caminaba hacia la casa: —Porque aquella muchacha es Peggy Ann Snow.

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