Mafia

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Tercera parte » 58

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Kathia

El tacto aterciopelado de la hierba fresca bajo mis pies. Me cosquilleaba entre los dedos y destacaba su verde sobre mi pálida piel. En aquella dimensión, no llovía, no había nubes en el cielo y la intensidad del brillo del sol quiso cegarme tras dejarme apreciar que estaba rodeada de un vasto horizonte.

Escondí mis ojos de aquel resplandor incandescente con la palma de mi mano mientras percibía que ya no necesitaba respirar, que en ese lugar no existía el viento, por mucho que la hierba ondeara y emitiera un dulce sonido.

Pero no sentí confusión. No sentí ni una pizca de miedo o enfado o resignación. Era pura serenidad. Y quizás por eso percibí aquella fuerza invisible que me empujaba hacia la luz.

Ahora, al mirarla, ya no notaba la necesidad de taparme los ojos. No me molestaba su brillo. Sino que me intrigaba, me invitaba a acercarme un poco más y adentrarme en su suave calor. Me ofrecía atravesarlo… y descansar. En la bella y extensa eternidad.

Tragué saliva. Me sentía preparada para emprender aquella aventura, pero distinguí una queja que nacía de las profundidades de mi corazón. Algo de mí sabía que dejaba una cuenta pendiente. Al otro lado.

Cristianno.

¡Kathia! Un alarido lejano completamente devastado. ¡No me dejes!

Miré hacia atrás buscando esa voz que sufría desgarrada.

Cristianno no me dejaba ir. Y yo recapacité y me di cuenta de que no podía irme, no quería alejarme de él. Debía regresar. Resistir. Tenía que repetirle millones de veces más lo mucho que le amaba. Por eso retrocedí. No, visto desde mi perspectiva lo único que hice fue pretender avanzar hacia el destino que escogía. De regreso a los brazos del hombre que me había regalado el sentimiento más asombroso que alguien pudiera experimentar jamás: un amor absoluto que escapa a la razón.

¡Kathia, por favor! ¡No te vayas! ¡Resiste! La voz insistía cada vez con menos fuerza, mucho más lejana. Debía ir hasta ella.

Sin embargo, caminar no era tan sencillo como parecía. La belleza de aquel prado infinito me atrapaba, quería sentenciar mi destino y, aunque notaba las trazas de resignación pululando dentro de mí, necesitaba regresar.

Tuve un escalofrío. Y de pronto fui espectadora de toda mi vida, empezando por el final, como si de una regresión se tratara.

Vi a Valentino morir de nuevo. Y a Olimpia. A Angelo cayendo al vacío, a mi hermano perdiendo el conocimiento en la terraza del hotel, Eric hundiéndose en un sueño profundo, Mauro encadenado a unas columnas de cemento. Un avión atravesando el cielo mientras mi cuerpo se unía al de Cristianno. Bailé de nuevo con él ataviada con aquel vestido de novia. Y salté al momento de su muerte y a todos los segundos que pasé sin él, todo el dolor que experimenté al creer que mi propio hermano era un maldito traidor.

Vi a Giovanna siendo honesta, a Daniela abriéndome los brazos, enamorándose de Alex. A los chicos, juntos, riendo entre sí. A todos los Gabbana. Incluso vi a Luca y a Erika. Cada uno de los instantes vividos, cada uno de los momentos sufridos y disfrutados. Cada uno… como si fuera a vivir todo de nuevo.

Y entonces le vi a él… Mi Cristianno… Su mirada abrasándome en la lejanía del aparcamiento del colegio San Angelo. En aquel tiempo no entendí que aquella expresión me advertía del amor que ya se estaba gestando en nuestro interior. Prometía una vida apasionante. De la que no me arrepentía.

Pero hubo algo que no apareció en aquella explosión de imágenes.

Fabio…

Súbitamente escuché las risas de unos niños. Los busqué con la mirada, estaban muy cerca de mí, pero no lograba dar con ellos. Hasta que de la nada aparecieron al tiempo en que aquella hierva se convertía en arena. Poco a poco, el escenario cambió al de una playa que reconocía, que no había visto en años.

—Ese fue el principio, en realidad. —Reconocí aquella voz, y reconocí también lo que quería decir con su comentario. Aquellos niños éramos Cristianno y yo, en mi último verano en Cerdeña. Y daba a entender que por aquel entonces ya nos queríamos.

Miré tras de mí y contuve el aliento. Fabio estaba allí, a mi lado, con una expresión de profunda serenidad en el rostro y desprendiendo un aroma que tanto que enseguida me recordó a Enrico. Me llevé la mano a la boca sabiéndome al borde del llanto. Él no sabía lo que hubiera dado en el pasado por volver a verle con vida.

—Sí, lo sé… Lo veo en tus ojos, pequeña. —Respondió a mis pensamientos.

Pequeña… Era así como me llamaba cuando era una niña.

Se me escapó una lágrima que enseguida se desintegró, y me frustró porque noté que aquel lugar no estaba diseñado para el lamento. No iba a dejarme llorar.

De pronto fui capaz de percibir una brisa. Esta me agitó el cabello dándole pie a Fabio a que me acariciara la mejilla. Me deshice en su bello contacto cerrando los ojos.

—¿Qué haces aquí? —quise saber, en un susurro.

—Me han llamado —admitió.

—¿Quién? —Miró por encima de mí, hacia el extremo por donde habían sonado los lamentos lejanos de Cristianno.

Él le había rogado. A su tío. Sabiendo que este, aunque estuviera en otro mundo, respondería.

Unas nuevas lágrimas desaparecieron.

—Aquí no puedes llorar, Kathia —sonrió Fabio.

—Ya me he dado cuenta.

—Esa es mi niña… —Cogió mi rostro entre sus manos y me besó en la frente.

—Pero realmente no lo soy —suspiré.

Mientras tanto, las olas del mar acariciaban la orilla, los niños seguían jugando ajenos a nuestra presencia.

—Lo fuiste, lo eres —confesó Fabio—. Aunque no corra la misma sangre por nuestras venas. —Ahora lo entendía.

—Helena —jadeé. Porque ese habría sido el nombre que él habría escogido si hubiera podido. Por eso bautizó el antivirus de aquella manera, porque simbolizaba una herramienta que exterminaba todo mal.

—Kathia me parece igual de hermoso.

—Dime la verdad —rodeé sus muñecas con mis dedos— ¿Por qué estás aquí?

—Todo empezó conmigo y contigo termina. —Cierto. Por él se habían desencadenado los rencores y las obsesiones, mientras que yo sería la venganza—. Pero este no es tu lugar, todavía no es el momento.

Me estremecí.

—¿Qué quieres decir?

—Hubiera querido vivir, Kathia —aventuró mirando al cielo. En ese momento, curiosamente atardecía—. Pero las personas tenemos un límite de tiempo, cariño.

Tragué saliva. Fue irremediable imaginarle con Patrizia.

—Si lo hubieras sabido, ¿habrías estado con ella? —Él supo enseguida a quien me refería y me di cuenta de ello por el ramalazo de tristeza que se paseó por sus ojos azules—. Dímelo.

—Habría pasado cada instante de mi vida con ella. —Cerré los ojos al tiempo en que mi corazón se precipitaba—. No tengo un recuerdo en el que no aparezca amándola, Kathia. Debes decírselo. —Le miré y odié con más fuerza que nunca que estuviera muerto. Maldita sea, no se lo merecía—. Debes decirle a mi familia que les adoro. A Enrico que estoy terriblemente orgulloso de él. Debes entregarle todo el amor del mundo. A él y a mi Cristianno. —Al referirse a su sobrino bajo la voz, señal de la debilidad que sentía por él—. A mi niño…

—Fabio… —Un murmullo asfixiado—. ¿Qué estás diciendo? —En realidad lo sabía, se estaba despidiendo de todos a través de mí porque nunca tuvo la oportunidad.

—Vas a regresar. —Me obligó a darle la espalda sujetándome de los hombros. Justo entonces la visión del horizonte trepidó. Se desató un remolino que levantó un poderoso viento. El cielo se oscureció y empezó a llover.

<<Roma…>> Era la ciudad de mis sueños la que se dibuja a través de aquella espiral.

Me encogí topándome con el pecho de Fabio al tiempo en que sentía como la sangre resbalaba por mi cintura. Miré hacia abajo, volvía a estar cubierta de sangre.

—Tengo miedo —tartamudeé. Y las manos de Fabio se hicieron más poderosas sobre mí.

—No lo tengas. No dejaré que te pase nada —me dijo al oído—. Cuida de mi hijo… —Mauro—. Dile que le amo. —Me dio un empujón que me alejó unos metros de él y le miré confundida. ¿Qué significaba aquello?—. Estaré siempre con vosotros.

—Fabio… —le rogué y noté un nuevo empujó. Este me acercó un poco más al remolino. Ya sentía la fuerza engulléndome por los tobillos, la ventisca rodeándome—. ¡Fabio! —grité, pero él solo sonreía.

—Sé feliz. —Leí sus labios—. Sé feliz, mi niña.

Y desaparecí.

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