Mafia

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Primera parte » 2

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Kathia

Si alguien me hubiera preguntado en ese momento cómo había llegado hasta allí no habría sabido responderle. Sé que los invitados gritaron, que la prensa enloqueció y que la plaza de la Basílica Santa María Magiore se había convertido en un hervidero de gente esperando a ver cualquier rastro de nuestra presencia. Pero todo lo demás, se redujo a la aversión que me producía tener la mano de Valentino pegada a la mía.

—Aquí ya no hace falta que finjamos, ¿no es cierto? —Me alejé de sus dedos de un tirón en cuanto aquella limusina se puso en marcha.

Pero valentino no se daría por vencido tan fácilmente. Capturó mi mano de nuevo, esta vez con demasiada fuerza y se acercó a mí permitiéndome sentir su aliento resbalar por mi hombro.

—Digamos que me gusta sentir la piel de mi esposa pegada a la mía —susurró orgulloso, acariciando mi brazo.

Apreté los dientes.

—Eres todo un romántico, Valentino. —Quizás si no hubiera dicho nada, Valentino no me habría cogido de la barbilla y obligado a mirarle.

—No sabes cuánto deseo que llegue el momento en que vomites ese sarcasmo tuyo —habló elegante. Y le siguió un silencio que se dilató hasta llegar al club Costa di Castro.

Mi cuerpo se encargó de interpretar el papel asignado y respetar el minucioso protocolo que se había establecido para la recepción y el convite. Pero eso fue todo. Nadie dijo que tenía que parecer feliz y eso mi mente supo aprovecharlo. Estaba cumpliendo a rajatabla con la promesa que me había hecho durante la ceremonia: no pensar, simplemente actuar.

Me obligué a ignorar que ahora era la esposa de Valentino Bianchi, y lo conseguí. Hasta que la sonrisa de Enrico me empujó a recapacitar. Lo hice tan abrumadoramente rápido que creí que me desplomaría en el suelo. Mi hermano se comportaba como si aquel fuera el momento más feliz de su vida, jamás le había visto tan radiante y orgulloso. Supongo que era producto de la enorme información de la que disponía.

Contuve un suspiró mientras me retorcía los dedos bajo la mesa. Era el único gesto que estaba paliando mi repentina inestabilidad.

Valentino no dejaba de parlotear a mi lado. Él sabía que yo no querría hablar, así que lo hizo por los dos y los comensales que había en nuestra mesa le miraban encandilados. Le adoraban y adoraban la idea de saber que un Bianchi había entrado en el imperio Gabbana por la puerta grande. Ahora que estábamos casados y que nuestro contrato matrimonial se basaba en bienes gananciales creían que, esa parte proporcional de la fortuna Gabbana que a mí me pertenecía al ser hija de Fabio, al fin era suya.

Comencé a sentir la pesadez (que en cierto modo no era de extrañar teniendo en cuenta que el vestido pesaba varias toneladas) y cometí el error de mirar a Enrico de nuevo. Le maldije un poco porque por su culpa era consciente de todo a mi alrededor. Pero, aunque se dio cuenta de mis pensamientos, le dieron igual. Volvió a sonreír y me guiñó un ojo.

Estaba agotada, en todos los sentidos. Quería terminar con aquello cuanto antes. Pero… ¿tenía fin?

<<Dime, Enrico, ¿esto terminará algún día?>> Creo que tembló y después entrecerró los ojos y agachó ligeramente la cabeza.

Algo de mí captó la respuesta justo cuando Giovanna se levantó de la mesa y, tras disculparse, desapareció. Ambas sabíamos que no había sido la misma desde su extraña reacción en la iglesia.

Cristianno

Era el cuarto cigarro que me encendía y todavía no había comprendido cómo demonios los invitados conseguían respirar rodeados de tantísimas flora. Ya puestos habría estado bien que alguno de ellos muriera por asfixia.

El club Costa di Castro, que ya era un lugar exuberante de por sí, había sido sometido a transformación. Olimpia había hecho un trabajo excesivo. Había querido que aquella boda fuera la más comentada por su ostentación y sin duda lo había logrado. Nada escapaba al detalle, el despilfarro brillaba allá donde se mirara. Incluso entre bastidores.

Por allí apenas pasaba nadie, algún que otro empleado de tanto en tanto que ni siquiera reparaba en mi presencia, pero nada más. Era una zona de carga y descarga rodeada de recovecos y árboles.

Me había sentado en el bordillo de un escalón y no dejaba de otear los ventanales. Desde mi perspectiva apenas podía ver a Kathia, pero tenía perfectamente controlada su mesa y de vez en cuando veía sus manos. Cuando eso sucedía, mi vientre se contraía y masticaba la espera. El tiempo se dilataba demasiado, joder. Quería tener a Kathia conmigo cuánto antes.

Escuché unos pasos sobre la grava y miré en la dirección controlando mis impulsos. Temer habría sido estúpido teniendo las espaldas tan bien cubiertas, pero no me hubiera gustado tener que pegarle un tiro a alguien cuando el evento había llegado al ecuador de su programación. Un imprevisto tan necio era innecesario.

Un instante más tarde, Thiago apareció caminando con parsimonia dentro de su impecable traje de Dior. Sostenía un plato y un tenedor y comía sin importarle una mierda lo demás. Dicho gesto me hizo acordarme de Mauro; él habría hecho lo mismo de haber estado allí.

Mauro. Tragué saliva al pensar que todavía no había recibido una llamada suya.

—¿Quieres? —preguntó Thiago ofreciéndome el plato.

Negué con la cabeza conteniendo una risa.

—¿Qué coño haces? —dije, incrédulo.

Vale que él podía entrar y salir a sus anchas, que nadie le diría nada porque todo el mundo sabía que era el segundo de Enrico. Pero no creí que se lo tomaría tan a rajatabla. Ni que entraría en la cocina y se serviría comida a su antojo.

—Comer —repuso masticando ruidosamente al mismo tiempo—. Creo que es pato. Con algún tipo de ciruela o algo. —Se puso a revolver la carne con aire pensador—. No tengo ni la menor idea, pero está bueno.

—Me alegro. —Al final no pude evitar sonreír.

Miré de nuevo a los ventanales al tiempo en que las manos de Kathia desaparecían bajo la mesa. Valentino no dejaba de hablar, Olimpia no dejaba de comérselo con la mirada y Enrico reía con una malicia que solo yo supe reconocer. Porque habría sido la misma que yo habría empleado de haber estado en su lugar. El Materazzi era un maldito demonio disfrazado de ángel, y era mi hermano postizo.

Me mordí el labio un instante antes de que Thiago cortara mi visión colocándome frente a las narices una petaca de plata bastante cuca.

—¿Y esto? —Fruncí el ceño, aceptando sin dudar.

—Se lo he confiscado a uno de los sobrinitos del ministro.

¡Genial!

Lo desenrosqué y me lo coloqué en los labios segundos antes de saborear el contenido. Era una ginebra bastante delicada que no tardó en encender placenteramente mi garganta. Cerré los ojos y sin saber muy bien por qué pensé en la piel de Kathia sobre la mía. Fría y caliente al mismo tiempo, vulnerable a mis caricias.

—No es tonto —murmuré en referencia al sobrino.

Si continuaba pensando en ella de esa forma, no tardaría en sufrir los síntomas. Thiago había dejado de comer porque en cierto modo se dio cuenta de mis pensamientos, pero continuaba masticando. No sé si lo hacía por inercia o porque todavía tenía comida en la boca. Lo cierto era que el puñetero ruidito contuvo mi ramalazo de excitación y lo agradecí.

Bebí una vez más de la petaca.

—En fin… —aventuró Thiago—. Procura no emborracharte. No llegarías ni a desvestirte.

—Ahora mismo necesitaría tres o cuatro de estos para conseguirlo. —Agité la petaca—. Y tampoco sería necesario desvestirme al completo. —Porque con solo desabrochar el pantalón…

—¡Ja! —Sonrió Thiago—. ¡Buena respuesta, Gabbana!

De pronto su móvil empezó a sonar. El gesto risueño que ambos teníamos se endureció de golpe mientras yo optaba por volver a mirar hacia los ventanales. Allí todo parecía en calma, nada había cambiado.

Thiago cogió el teléfono y miró la pantalla antes de colgar y volver a guardarlo. No se dio cuenta de que yo ya había visto el nombre de quien había llamado, pero percibió mi extrañeza y mis ganas de preguntar

—¿Cuelgas? —Quise saber. Ser directo en situaciones como aquellas no siempre era lo mejor.

—No es nada. —La evasión me insinuó demasiado.

—¿Chiara Gabbana no es nada?

¿Qué tenía mi prima con él que le permitía llamarle a su número personal?

Thiago me robó la petaca, le dio un sorbo y me la lanzó.

—No me acorrales, Cristianno —protestó súbitamente agobiado—. Ya tengo suficiente con Enrico. Regreso. —Se fue. Sin más. Sabiendo que me dejaba lleno de preguntas que se reducían a una sola respuesta: Chiara y Thiago compartían algo que nadie sabía.

Kathia

Agoté todas mis reservas de paciencia en cuanto terminé el maldito ritual de la tarta y el brindis nupcial. Al tratarse de un enlace de exagerado lujo, al que habían asistido tantísimas personalidades importantes, nos ahorraríamos ciertas tradiciones estúpidas, pero no fue así. Tuve que fingir sonrisas, posar mostrándome enamorada y besar a Valentino constantemente. De nada servía cerrar los ojos e imaginar que eran los labios de Cristianno. Ese tacto posesivo y cruel jamás podría parecérsele.

Tras esa pantomima, me arrastraron a una pequeña sala que habían acomodado para mi estilismo. Según el riguroso programa que Olimpia y Annalisa habían establecido junto a los organizadores que habían contratado, ahora venía el baile nupcial. La atención sería incluso más grande que durante la ceremonia porque se habían encargado de convertirlo en un momento que mostrara la intimidad y conexión entre la pareja.

Así que me vi subida en una plataforma mientras corregían maquillaje, peinado y demás. Todo debía ser más perfecto de lo que ya era.

—¿Eres consciente de que el diseño que llevas cuesta más de medio millón euros? ¡Deja de encorvar los hombros! —Exclamó el estilista, repasando mi atuendo. Le enfadaba mi insolencia—. Estás haciendo que el corsé parezca un camisón.

Sí, era muy consciente del derroche, pero al parecer nadie se daba cuenta de lo poco que me importaba. Suspiré, fruncí los labios y contuve un jadeo en cuanto aquel tipejo de metro cincuenta ciñó el vestido a mi cintura.

—No sabía que una prenda que está completamente adherida a mi cuerpo pudiera ensancharse —comenté con ironía, haciendo malabarismos para no asfixiarme. Si continuaba ajustando el corsé, terminaría pareciendo un puñetero folio—. Es un misterio —gemí. Pero al estilista no le hizo gracia mi comentario e hizo una mueca mordaz.

—Querida, eres mucho más atractiva con la boca cerrada —intervino Olimpia que se había puesto un tocado tan extravagante que daba la sensación de haberse peleado con un ave rapaz.

—Suerte que en poco tiempo dejarás de oírme, ¿no? —Yo y esa costumbre mía tan popular de no saber permanecer callada.

Olimpia dejó que su imagen se reflejara en el espejo, justo detrás de mí, y me mostró una espléndida sonrisa.

—Exacto, es una suerte —sentenció.

Sibila hizo una mueca. La asistenta de los Carusso, que me había acompañado en las peores circunstancias y me había apoyado incondicionalmente, apenas pudo remediar lo mucho que le molestó el comentario.

Agaché la cabeza y busqué su mano con disimulo. Su dulce sonrisa disparó el afecto que sentía por ella. Por un instante solo quise aferrarme a su torso y perderme entre sus brazos.

Minutos más tarde, salí de allí tras el pequeño grupo de víboras. Creí que casarme había sido la peor parte, pero resultó que estaba equivocada. Se apagarían las luces, se haría el silencio y toda la atención recaería sobre mí aferrada a mi marido bajo una tenue luz blanca que solo nos iluminaría a nosotros.

Me acerqué a la entrada. Enrico esperaba allí con las manos escondidas en los bolsillos del pantalón. Él sabía que estaba endiabladamente hermoso, que su presencia era pura supremacía y que al mirarle todo mi mundo sería un poco menos oscuro.

—¿Puedo pedirte algo? —mascullé en un susurro, mirando a mi alrededor.

—Puedes pedirme lo que quieras. —Un murmullo que estremeció hasta el último rincón de mi piel.

Le miré, directamente a los ojos, sin importarme que alguien pudiera notar la devoción que desprendía mi cuerpo.

—Entonces sácame de aquí —espeté—. Creo que no es necesario continuar con esto. —Y no lo era si tan solo se miraba desde nuestro punto de vista. Pero, llegados a esa parte, no podíamos echarnos atrás. Lo que se había empezado, se debía terminar. Todo eso me lo dijeron sus pupilas increíblemente azules.

Después Enrico se colocó a mis espaldas y acercó sus labios a mi mandíbula con la excusa de apartarme un mechón de cabello.

—Está ahí fuera, Kathia —susurró y mí se me contrajo el vientre al imaginar a Cristianno entre las sombras de aquel lugar.

De repente dejé de sentir incomodidad o recelo. No temí lo que pudiera pasar a partir de aquella noche. Todo careció de valor si Cristianno me permitía notar su presencia.

Sin embargo, una vez más, esa pequeñísima parte de mí fue mucho más allá; iba a herirme levantar la cabeza y encontrarme con una mirada que no fuera la suya.

—No… —jadeé sin apenas aliento.

—¿Qué…?

—Dile que se vaya —ordené dándome la vuelta para mirar a Enrico de frente—. No quiero que esté aquí.

Se apagaron todas las luces.

—Kathia…

—Hazlo. —Ojalá hubiera podido gritar—. Por favor.

<<Esto se acaba…>>, de nuevo las palabras de Cristianno en mi cabeza. Mi fuero interno insistía en repetírmelo una y otra vez.

—O imagínale. —Enrico me cogió del brazo, me dio un pequeño y brusco empellón y me obligó a mirar hacia el salón. Valentino esperaba mi llegada ensayando una pose tentadora—. Solo tú puedes convertir este momento en algo pasajero —terminó susurrándome al oído.

Apreté los dientes. La música comenzó a sonar.

—Valentino jamás podrá ser Cristianno.

Avancé.

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