Mafia

Mafia


Primera parte » 14

Página 22 de 75

14

Mauro

Recuerdo que perdí la consciencia.

Y también que me despertó un dolor que jamás había experimentado. Me atravesó la espalda, me obligó a gritar. Estremeció hasta el último rincón de mi cuerpo, una y otra vez. Un dolor que me desgarró y buscaba hacerme suplicar.

Pero no lo hice.

Siquiera pensé en hacerlo. Mis enemigos no conseguirían absolutamente nada de mí, más que satisfacción por mis heridas. Quizás por eso no dejaron de latiguearme hasta que volví a desmayarme.

Me ardían las muñecas.

Las cadenas de acero que las rodeaban casi acariciaban mis huesos y lentamente desencajaban mis hombros. Pero era un hecho que yo mismo me había provocado. Había querido tirar con tanta furia y había insistido tantísimas veces que ni siquiera me había importado herirme más de lo que ya estaba. Tan solo podía pensar en escapar de allí, en buscar a Sarah, en reunirme con mi primo.

Creo que llevaba dos días en aquel lugar, no estaba muy seguro; las ventanas habían sido tapiadas. No era mucho tiempo, pero se duplicaba su efecto cuando te negaban la hidratación. Me habían encadenado a unas columnas con la perfecta intención de no poder siquiera arrodillarme. Esa posición les facilitó la golpiza que me dieron en cuanto fui consciente de lo sumamente jodido que estaba.

Solo disponía de la visión de un ojo, tenía contusiones en todo el torso. Pero lo realmente doloroso estaba en mi espalda. No me dejaron ver al tipo que me latigueó, pero debía de ser una maldita bestia. Tampoco tenía la sensación de que las heridas fueran demasiado profundas, pero la sangre se había secado en ellas y ahora me escocía mucho más que cuando las recibí. Sentía como una débil supuración me resbalaba por la piel aumentando el picor. Me desesperaba, pero apenas tenía fuerza para moverme o simplemente quejarme.

Debía mantener esas pocas energías en resistir. Porque estaba absolutamente seguro de que tarde o temprano vería a Cristianno entrar por las puertas de aquella puñetera sala ruinosa y consumida por los destrozos del paso del tiempo.

Llegados a ese punto, decir que sentía rabia o desesperación no se aproximaba ni un poco. Era algo mucho más inmenso, más hondo y salvaje. Lentamente todas mis emociones se distorsionaban. Cualquiera de mis reacciones me condenaba a algo bastante más insoportable.

Y ahí estaba. Ese traidor inesperado que había resultado ser el más destructivo de todos. Alessio entró con parsimonia en la sala, portando una botella de agua y un vaso entre sus manos. No me miró. Se fue directamente a la mesa cochambrosa que había en uno de los laterales y apoyó los enseres mientras los dos esbirros que lo acompañaban se mantenían al margen.

Yo en cambió preferí mirarlo con descaro. Todavía no salía de mi asombro. No podía creer que mi propio padre estuviera haciéndome eso, ni tampoco que estuviera traicionando a su familia de esa manera. No hacía falta ser un lince para saber qué tanto a mí como a Sarah nos utilizarían como cebo. Él sabía bien cómo funcionaba un Gabbana: nunca se abandonaba a un compañero. Fuera quien fuera, de sangre o simplemente de amistad. Por tanto esperaba la llegada de su hermano y sus sobrinos.

Abrió la botella y sirvió agua en el vaso. Mentiría si dijera que no me desesperé por tomar un trago.

—¿Tienes sed, hijo mío? —Alessio se acercó a mí y puso el vaso a solo un palmo de mi boca.

Salivé, porque me moría de ganas por aceptarlo, pero la obstinación fue mucho más grande. Escupí en el agua.

—Hijo de puta —gruñí bajito. Algo que a mi padre le hizo bastante gracia.

Sonrió y después derramó el contenido del vaso sobre mis pies desnudos. Esa agua tardaría días en secarse por completo debido a la terrible humedad del lugar. Por tanto el gesto guardaba la intención de torturarme. Porque cuando estuviera solo, ese agua me ardería.

—¿Sabes? —Su voz se había tornado jocosa. Alessio se guardó las manos en los bolsillos del pantalón y empezó a caminar como el niño que se divierte con un juego—. Creí que te conocía un poco más. Por ejemplo, no pensé que soportarías con tanta entereza tu lealtad hacia la familia. —Me pareció increíble que me hablara de ese modo. ¡Era su hijo, maldita sea!—. Ni tampoco que pondrías tanta resistencia a algo tan evidente.

Esa evidencia de la que hablaba hacía referencia a que la situación estaba completamente a favor de nuestros enemigos. Por tanto no era de extrañar que las cosas hubieran salido mal y que Cristianno ya estuviera sufriendo las consecuencias, teniendo en cuenta que nadie podría haberse esperado que mi padre resultara ser un oponente más que añadir a nuestra lista.

Apreté los dientes. El gesto me dolió, pero supe disimularlo. Ciertamente y aunque las cosas estaban muy en contra, yo no me resignaba. Me mantenía firme, guardaba esperanza.

—Lo que para ti es evidente, para mí tal vez no lo es. —Me mantuve cabizbajo. Mi débil voz rebotó en mi pecho desnudo.

—¿No vas a preguntar por qué estoy haciendo esto?

—No necesito saberlo. —Mentí. E hice bien porque no tenía ganas de escuchar los hechos que le habían llevado a estar en ese lugar. Nada podría justificarlo.

—¿Esto si resulta evidente para ti? —El muy cabrón estaba jugando con mis palabras. Me contuve. Él quería que perdiera la cabeza, pero no le daría el gusto. Necesitaba mantenerme firme.

Con lentitud, caminó hasta colocarse a mis espaldas.

—Defiendes a alguien que ni siquiera es honesto contigo —me susurró al oído. Su aliento pesado y caliente me acarició el cuello—. Deberías ser un poco más flexible y mirar más allá de lo que te dice Cristianno. —Fruncí los labios—. Él no te ha contado toda la verdad. No te ha contado que… Fabio es tu verdadero padre.

Mi corazón dejó de latir.

No fui capaz de encontrar lógica en lo que decía. ¿Cómo iba yo a ser hijo de Fabio? Aun así, mi cuerpo pareció procesarlo de un modo muy diferente a mi mente. Un fuerte calor me asfixió, mi respiración comenzó a convulsionarse. No tuve margen de reacción, y agradecí estar encadenado porque de lo contrario me habría caído al suelo.

Todas mis extremidades aceptaron esa idea de una forma majestuosa, como si una parte de mí se sintiera agradecida por no ser parte de Alessio Gabbana. Justificaba que él estuviera comportándose así conmigo. Pero, por otro lado…, todo aquello era una endemoniada locura. No podía creerlo. De hecho, no quise hacerlo.

—Tu madre siempre ha creído que su secreto estaba a salvo —continuó. Estaba disfrutando de mis reacciones—. Pero les vi, follando como locos sobre el escritorio. Y Silvano lo sabía. —Cerré los ojos, no podía respirar con normalidad. Alessio se colocó frente a mí y me obligó a mirarle—. ¿Te puedes hacer una idea de lo que sentí? Más tarde me pidió el divorcio, dijo que no era feliz, que no le gustaba mi carácter. Seguramente esa fue su forma elegante de decirme que no la satisfacía como lo hacía mi hermano. —Mascullaba, el aliento se le amontonaba en la boca. No reconocí aquellos ojos desquiciados—. Pero soy un buen mentiroso. La convencí y le regalé unos buenos años de felicidad mientras te criaba como mi hijo. Supongo que imaginas la intención que había tras eso.

Quizás si no me hubiera acariciado de aquella manera, no habría sentido la rabia consumirme.

—Tal vez he heredado la inteligencia de Fabio —gemí con violencia. Sabiendo que podía obtener una respuesta a la altura de mi comentario.

Y así fue.

Alessio tiró de mi cabello y me obligo a echar la cabeza hacia atrás notando una punzada de dolor en el cuello.

—¿Sabes lo difícil que es vivir a la sombra del gran Silvano, a la sombra del magnífico Fabio? —Lo dijo con desprecio, con demasiado rencor—. Yo nunca he sido importante porque creían que no tenía nada que aportar. Siempre he estado por detrás de ellos, siempre era el último en opinar sobre las cosas. Todo giraba en torno a esos dos. —Sonrió y seguramente no se dio cuenta de la nostalgia que habitaba en su sonrisa—. Mis hermanos… Me he cansado. —Al tiempo en que mis latidos me aporreaban en el pecho, miré a los ojos de aquel estafador—. Fui yo quien advirtió a Angelo. Yo le dije lo que Fabio tramaba. Estuve semanas observando.

Esa confesión daba respuesta a una de las preguntas que más nos torturaban. ¿Quién había sido el delator de Fabio? ¿Cómo supieron los Carusso las intenciones de Fabio? Su esposa, Virginia, sí, pero ella sola no pudo con todo, no era tan hábil.

Alessio era el verdadero asesino de mi… tío… padre… Dios mío no podía pensar con claridad.

—¿Ni siquiera eso te hace preguntar? —Quiso saber Alessio.

—¿Qué quieres que te diga? —Mascullé.

—Habla. Di lo que sea. —Había desesperación en su voz. Mientras que en mí se amontonaban las preguntas, las dudas, los temores. Cientos de emociones.

Pero no le daría lo que quería. No. No.

<<No…>>

Le miré, cara a cara.

—Tengo hambre —murmuré. Y él me dio un puñetazo en el estómago.

Me contraje sabiendo que el gesto me lastimaría los hombros y las muñecas. Pero no pude resistirlo. El dolor comenzó suave y se extendió con decisión. Contuve un jadeo.

—Se te olvida que sigo siendo un Gabbana —Volvió a susurrarme al oído—. ¿Sabes lo que eso significa? Lo sé todo. Cuentas, estrategias, pensamientos. Todo. —Sí, lo sabía. Y eso fue lo que más daño me produjo. Porque no podría hacer nada por detenerle. Aun así no esperé que pudiera herirme más—. Incluso el paradero de tu madre.

Me enderecé. Noté como las pupilas se me dilataban, como mi cuerpo se ahogaba en el calor, se tensaba hasta la dureza más extrema.

—Ni se te ocurra meter a mi madre en esto. —Lo dije demasiado atrapado en la ira. Me sentí impotente, me desesperé. Perdí el control de nuevo.

—Te he dado alternativas, Mauro. Y estoy aquí porque todavía las tienes. ¿Qué decides?

—Qué te jodan —gruñí entre dientes y el chasqueó la lengua antes de darme la espalda.

—Bien, pues si esa es tu elección, no me queda más remedio. —Supuse que aquello era el final. Miró a sus esbirros.

<<Mamá…>> Sollocé mientras volvía a insistir en tirar de las cadenas.

Entonces, las puertas de aquella jodida sala se abrieron.

Y Enrico me miró a los ojos.

Enrico

Cuando Silvano me contó aquella mañana que había posibilidad de que Alessio fuera un traidor, no esperé encontrarme con esa evidencia cara a cara.

Mauro estaba encadenado a unas columnas. Los huesos de sus hombros sobresalían más de lo normal, amoratados y de una manera que me hizo creer que en cualquier momento se desencajarían. Eran la señal de cientos de tirones, de horas de resistencia. De agotamiento. Y su rostro… Ese rostro dulce y sonriente, ahora dañado y desolado. Con la agonía reflejada en su mirada enrojecida.

Desesperación, impotencia. Rabia. Quizás más emociones, pero no se me ocurría la manera de describirlas. Porque, si uno de mis queridos compañeros, mi familia, estaba allí, era probable que Sarah estuviera bajo mis pies.

Aquella se convirtió en la primera vez en que disimular suponía un calvario. Sin embargo, me obligué a hacerlo, del mismo modo en que me obligué a que mi silencio le trasmitiera a Mauro lo poco que tardaría en regresar a casa.

Le inspeccioné, fingiéndome alguien que no siente nada por lo que ocurría allí, y verifiqué que no tuviera heridas importantes. Pude ver más de cerca sus pupilas dilatadas, mostrando verdaderos signos de desfallecimiento. Seguramente, le habían drogado.

—¿Conoces la escopolamina, Enrico? —Por supuesto, que conocía ese tipo de droga, y Angelo lo sabía. Pero buscaba acorralarme, luchaba por encontrar alguna señal en mí que me convirtiera en un traidor. Y eso significaba que alguien le había hecho sospechar.

Alessio Gabbana.

—Por supuesto que la conoce —intervino este. Y rápidamente me sentí orgulloso de no haberle hecho participe de nuestros planes. De lo contrario, Kathia siquiera podría haber subido a ese avión. Y Cristianno…

Sonreí de medio lado y le miré, todavía con las manos en los bolsillos. Jugaría a desquiciarle.

—Interesante —dije, enervándole.

—¿Es lo único que se te ocurre decir?

Fruncí el ceño y también los labios.

—En realidad no. —Mordaz, irónico—. Pero soy paciente, dejaré que vosotros me expliquéis.

De pronto el silencio me indicó dos cosas. La primera: si consentía que pasara demasiado tiempo, la probabilidad de salir a tiros de allí era bastante alta. La tensión se masticaba. En el fondo, todos los presentes queríamos matarnos, ensañarnos. Pero la segunda cosa era que el balón estaba en mi tejado. De mí dependía cualquier respuesta.

Así que empecé a reírme con fuertes carcajadas que no tardaron en contagiar al resto. Angelo se rió hasta saltársele las lágrimas, se sentía extrañamente cómodo. Y Alessio, aunque no sonrió abiertamente, se obligó a hacerlo. Sin embargo aquellas sonrisas estaban llenas de malicia. En la mafia ese gesto no trae nada bueno.

—Enrico, eres tan jodidamente astuto que incluso me ofende —bromeó Angelo—. Concédeme el placer de oírte preguntar. Vamos. —Me animó como quien anima a introducir un billete de cien euros en las bragas de una stripper.

Chasqueé la lengua y me balanceé sobre los tobillos antes de comenzar a caminar despreocupadamente. Todavía no había visto la espalda de Mauro, así que aproveché ese gesto para hacerlo.

—No es exactamente una pregunta lo que se me viene a la mente —comenté haciéndome el interesante—. Pero como bien sabes, no soy hombre de dar oportunidades, así que lo diré, te guste o no oírlo. —Las heridas de Mauro no eran demasiado profundas, pero habían adquirido un tono morado y verdoso que no me hacía gracia. Estaban infectadas. Miré a Angelo—. Te quejas de los secretos, cuando eres tú quien más guarda.

—¿Eso supone un problema para ti? —El sarcasmo del Carusso apenas tuvo fuerza. Le tenía completamente encandilado. Se resistía a verme como un traidor.

—No, en absoluto. Simplemente me alivia saber que no tendré que informarte de todo lo que decida. —Algo que le molestó sobremanera—. Pero eso no es lo importante aquí. —Me acerqué a Alessio—. Dime, tienes que tener un buen motivo para secuestrar a tu propio hijo.

Me mostró los dientes cual perro rabioso.

—Yo no soy Angelo, a mí no puedes mentirme.

—Buscas exponerme. Buena jugada. —Le guiñé un ojo.

—Ciertamente, Alessio. Tú no eres como yo, así que te pediría que si no quieres enfadarme cierres esa puta boca. —Se miraron hasta que el Gabbana no pudo resistirlo. Estaba completamente a meced de Angelo—. Y tú Enrico… Supongo que tienes tu propia guerra.

Fue increíble ver la lucha que se estaba abriendo en el interior del Carusso. Quería justificarme.

—Supones bien —admití antes de ir hasta él—. Aun así me has traído aquí para advertirme de quien es el que manda. Aunque te diré una cosa. No necesito escuchar ninguna de tus gilipolleces, porque mientras tú dudas, tu preciosa fortuna está desaparecida. Así que, si me disculpas, iré a hacer mi trabajo.

Tenía que salir de allí cuanto antes para iniciar el protocolo de evacuación que Silvano tenía preparado y organizar el rescate de Mauro y Sarah. Contando con que ella también estuviera allí.

—Bien —Angelo me detuvo—, pero no descartes que sea un Gabbana.

Porque iba a utilizar a Mauro como moneda de cambio. Por tanto, su vida no corría peligro inmediato. Eso en cierto modo me daba ventaja.

—Bueno, tú ya has hecho esa parte del trabajo —espeté mirándole por encima del hombro.

Quise reanudar la marcha, pero de nuevo su voz me detuvo. Esta vez, arrancándome el corazón.

—Y Enrico… Mauro no fue el único polizón. —Eso ya lo sabía.

Tragué saliva y apreté los dientes con disimulo.

—Esa es una gran noticia. —Ni siquiera me molesté en mirarle.

Salí de allí rogando a mis músculos que no me empujaran a correr. Eso habría alertado demasiado. Pero, en cuanto subí a mi coche, aceleré a toda prisa concentrado en memorizar el perímetro desde el retrovisor.

Me incorporé a la carretera principal. Estaba pensando a toda velocidad, no quería detenerme a cavilar sobre mis sentimientos porque me colapsarían y no me dejarían encontrar una solución rápida y eficaz. Así que continué conduciendo hasta desviarme hacia Tufello, un distrito de Roma. Allí, cuando supe que nadie me había seguido y no corría peligro, cogí mi teléfono y llamé a Cristianno. No quise darme tiempo ni para respirar.

—Lo que tengas que decir, dímelo rápido. —Porque no descartaba que estuvieran espiándome. Tendríamos dos minutos a lo mucho.

—Mauro y Sarah no están en Japón. —Cristianno ya se había dado cuenta del desastre que se nos venía encima y comprendí que no iba a quedarse fuera sabiendo que su otra mitad estaba atrapado.

—Lo sé —resoplé cabizbajo, el pecho subiendo y bajando aprisa.

—¿Lo sabes? ¿Qué sabes, Enrico?

—Acabo de ver a Mauro.

Un jadeo. Y seguramente un temblor.

—¿Dónde coño está? —Susurró.

—En centro psiquiátrico abandonado de Riano, y probablemente Sarah también esté allí —confesé sin restricciones.

—Joder… —Y yo pensé lo mismo, porque conocía bien a aquel chico. Nos habíamos criado juntos. Le había visto nacer, a él y a Mauro. Eran mis hermanos y sabía de la devoción que sentía el uno por el otro. Así que sabía bien lo que iba a pasar.

—Cristianno, dime que no estás regresando, por favor. —Soné suplicante, tímido. No, temeroso, porque de ser así, Kathia regresaría con él. Y su silencio me bastó como respuesta. Cogí aire. No podía impedirle nada—. Escúchame. —No sé por qué bajé la voz—. Las cosas se están poniendo serias aquí. No puedo hablarte ahora, no sé si me están investigando. Así que estate pendiente. —Miré a mi alrededor. Descampado solitario, nada alarmante a la vista—. En cuanto lleguéis, iniciaremos el protocolo de evacuación y organizaremos el rescate. Mientras tanto enviaré un grupo de reconocimiento a la zona.

—Entendido. —Cristianno colgó porque sabía que en ese momento no teníamos más que decirnos. Ambos trabajábamos bien cuando estábamos acorralados, así que no perdimos tiempo en comentar tonterías.

Enseguida busqué la extensión codificada de Silvano en mi móvil y escribí un mensaje de texto.

<<Inicia el protocolo Prima Porta.>>

Ir a la siguiente página

Report Page