Madrid

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3, Los consejos de un amigo

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LOS CONSEJOS DE UN AMIGO

Nos habían traído con el colegio a un concurso de villancicos, dos o tres días. Yo tenía doce años. Ahora que lo pienso, Madrid fue la primera ciudad que conocí, después de León, llamando a León ciudad, porque lo cierto es que el León que yo conocí tenía más de pueblo grande que de ciudad. Después de aquel primer Madrid, estuve en Roma y otras ciudades de Italia, siempre con el colegio, y ya por mi cuenta, en un sitio cerca de Marsella, adonde llegué solo haciendo autoestop durante tres días. En menos de ocho meses había estado en Marsella, donde pasé dos meses, había estado tres en un convento, de donde me habían echado, tres en casa de mis padres, de donde también me habían echado, y estaba viviendo en Madrid, de donde las circunstancias estaban también a punto de echarme.

Quizá por eso, por haber visto algo de mundo, no me arredró el segundo viaje a Madrid, y por inconsciencia de las calamidades que pudieran sucederme.

Del primer viaje apenas si conservo media docena de recuerdos, aunque muy nítidos. Tres de ellos estallan en mi cabeza como el fósforo y se apagan con una ignición acelerada y abrupta: la visión de un tranvía amarillo y azul, por Arturo Soria; un luminoso animado, el primero que vi en mi vida, en Recoletos, en la casa moderna donde estuvo la librería Buchholz, una hucha por cuya ranura desaparecían, sucesivas, tres monedas de oro, pregonando el ahorro, en cuanto la alcancía engullía una moneda se encendía la nueva, tenía algo de hipnótico, valsámico e infinito, lo que Azorín llamaría eviterno (un dos tres, un dos tres); la basílica de Nuestra Señora de Atocha (nos alojaron en el colegio mayor que tenían allí los dominicos, los mismos frailes donde estudiábamos: «la más ruin y destartalada iglesia que han visto los siglos cristianos, inexplicable fealdad, borrón del Estado y la Monarquía», dijo de ella Galdós) y… la Casa de Fieras, que estaba aún en el Retiro. Y qué delicadeza llamándola «casa», qué manera de humanizar a las fieras. No ha llegado tan lejos ningún animalista. La recuerdo muy bien, dos cosas sobre todo: a los monos (que con parecido frenesí pelaban cacahuetes y movían la mano entre las ingles), y a los leones. Un quinto que había al lado dijo en voz alta «estos leones huelen a tigre» para que le rieran el chiste los otros reclutas. Uno de los leones, muy viejo, debía de estar enfermo de la próstata, porque levantaba cada poco la pata de atrás y orinaba, meadas muy cortas, y lo apestaba todo a amoniaco. He leído que detrás de la Casa de Fieras, vestigio de la leonera que hubo allí en el XVIII , fue durante el romanticismo una zona de duelos y suicidios, antes de que hicieran el primer viaducto, el de 1874.

La decepción de la visita de 1971 a la Casa de Fieras, la segunda que hacía, fue casi tan grande como la que me causaría unas semanas después la muchacha por la que lo había dejado todo. Aunque la idea de tener las fieras allí, en el Retiro, era preciosa (venía de tiempos de Carlos III), y se aprendía mucho, los melancólicos rugidos de los leones y los barrotes de hierro de tantas jaulas me recordaron un poco a mí mismo, y me fui muy deprimido. Fueron días bastante tristes. Nunca había sido más libre y sin embargo me sentía un poco cautivo, no sé, de mi pobreza, de mi sino. A esa edad tampoco acaba uno de conocer las verdaderas razones de sus desasosiegos. Me costaba mucho no pensar en nada, de modo que caminaba desde que me levantaba hasta que caía en una cama que ni me molestaba en hacer por las mañanas, extenuado y aturdido. Creo que si Madrid me ha llegado a gustar tanto luego es porque en aquella época fue mi único y mejor amigo, y cuando paseo por algunos barrios es como ir al reencuentro de alguien que ha estado a tu lado en unos momentos malos y te ha salvado la vida. Me distraía con todo, con los charlatanes (todavía había muchos en Madrid, y yo me quedaba oyéndoles como un papanatas, como decía Baroja que él hacía también; tenían algo de bazares portátiles), con las conversaciones de los obreros que comían en la mesa de al lado, en aquellos bares de Embajadores, con las partidas del futbolín que otros jugaban en un bar…

18-19. Casa de Fieras del Retiro, en los años treinta y en 1960 (cualquiera de esos niños fuimos todos). Ningún animalista ha sido jamás tan delicado dándole al zoo el nombre de «casa», en unos años en que a los frenopáticos aún se les llamaba, como en época de Cervantes, la «casa de los locos». Cerrada en 1972, años después aún se echaba de menos a aquellos huéspedes que humanizaban la doméstica selva del Retiro. En su lugar se levantó una maravillosa casa de los libros, o biblioteca, en 2013.

Con la excusa de que estaba en época de exámenes, ella apenas se avenía a quedar conmigo dos veces por semana, al final del día. Nos dábamos cita en bares y bocas de metro, pero no siempre se presentaba. Un día, en Sol, frente a la Dirección General de Seguridad, me tocó esperar un rato tan largo que uno de los grises que estaba de guardia me observaba con lástima, yo creo que se había hecho cargo de mi situación. Recuerdo hoy con asombro aquellos plantones de dos y tres horas, que yo vivía entre desolado y atónito. Entonces me levantaba, si estaba en un bar, y me iba, preguntándome: «¿Por qué?». Pero siempre la disculpaba: «Seguro que ha pasado algo». La posibilidad de telefonearla desde una cabina y que cogiera el teléfono mi tío o mi tía, desaconsejaban esas comunicaciones. Me abismaba entonces en los pensamientos más negros. Sus excusas eran siempre tan novelescas que las aceptaba con fatalidad. Supongo que estaba buscando la manera de decirme que lo nuestro se había acabado, pero le daba vergüenza confesármelo, habiéndome embarcado en aquello, y también sufría. Esto último no puedo asegurarlo, porque jamás hablamos de ello.

Un día me llevó a una misa de aquellas que se celebraban en un piso, con guitarras, y cuyo mayor aliciente era beber vino del cáliz, coger la hostia con las manos y masticarla de una manera ostentosa, porque hasta entonces nos habían dicho que rozarla solo con las muelas era pecado mortal. Allí me presentó a su mejor amiga. Era una muchacha que tenía algo diáfano, como su nombre, Mariluz. La acababa de dejar el novio y estaba desesperada, pero con los demás irradiaba optimismo. Como yo veía rara a mi prima llamé un día a su amiga por si podía sonsacarle algo, pero fue inútil, y dejé de ir también a las misas.

Para entonces yo había perdido la fe, como se decía entonces. Había sido muy rápido, una cosa más de las que me habían sucedido en aquellos ocho meses, no como la extracción de una muela (que ya he dicho), sino como si se te cayera durmiendo un diente de leche. Ni siquiera sé cuándo o cómo pudo suceder. Quizá el día que la besé por primera vez, lo uno por lo otro.

Puedo asegurar desde luego no haber entrado en todos aquellos meses en una sola iglesia, pese a que conocí a uno en la campaña de Llantada y Villoria a las Cortes por el tercio familiar que me propuso asociarnos para robar en las del barrio de Salamanca. Había observado que las beatas, al ir a comulgar, desamparaban sus bolsos en los bancos. Solo había que ponerse a su lado, oír la misa con recogimiento y llegado el momento, mangar el bolso y salir tranquilamente por la puerta.

Llantada y Villoria eran dos jóvenes políticos con inquietudes, prometedores y franquistas. Villoria debía considerarse un tipo gracioso, porque después de intentarlo con un par de partidos ultras, probó suerte en la Transición fundando el Pce (Partido Conservador Español). Hizo una carrera municipal del montón en Alianza Popular, pero Llantada ni eso: le echaron de la política las barbaridades que perpetraba con su coche, llevándose por delante a los transeúntes: «derechos de llantada», acuñaron los chistosos que siempre ha habido en Madrid.

A pesar de tener asegurado el sustento para tres o cuatro meses por la venta de Serrano, seguía de vez en cuando los reclamos del Ya , por si alguno podía mejorar mi suerte. Allí leí que pagaban quinientas pesetas por noche para pegar carteles del dúo Llantada y Villoria. O me lo contó alguien. Tampoco me acuerdo. Quinientas pesetas era entonces una suma fabulosa para cualquier desgraciado. Lo que una biblia para las chicas del descorche. Había que llamar a un número de teléfono. Nos citaron a las diez de la noche en un solar de Lavapiés que servía de parquin. Éramos lo menos cien, la mayor parte gente del hampa, vagabundos, chorizos, borrachines. Y claro, todos hombres. Había también uno con muletas y un enano con malísimas pulgas. Organizaban el cotarro dos tipos sin escrúpulos, con aspecto de matarifes de Legazpi. Rebajaron el grupo a veinte o treinta por el procedimiento del tú sí tú no, ante las protestas de los tú no (el cojo y el enano, que ladró con fiereza). Cuando se fueron estos, nos pidieron el dni, apuntaron nuestros nombres, y el que llevaba la voz cantante nos dijo que no íbamos a pegar carteles, sino a vigilar que los que ya estaban puestos, no los quitaran los adversarios, y que por tanto no iban a ser quinientas pesetas sino trescientas. Más protestas. «Lo cogéis o lo dejáis». Nuestro cometido era patrullar en pareja los barrios asignados e impedir que nadie arrancara un solo cartel de Llantada y Villoria o pegara encima los de la competencia. Por la fuerza, si era preciso. Entonces abrió la puerta de una Dkw llena de abolladuras y sucia y empezó a repartir cañerías viejas de plomo, algunas rematadas por una gran tuerca de hierro galvanizado, a modo de maza. Los que tenían experiencia en aquella clase de trabajos mostraron, para congraciarse con los jefes y ante la satisfacción de estos, navajas y puños americanos. Otros pidieron por adelantado la paga. No podía ser. Sería por la mañana. ¿Y cómo sabíamos que cumplirían? «Nos hemos quedado con vuestro nombre y con el número de dni». Después de esa lección de lógica, nos asignaron pareja y barrio. A mí me tocó uno de los que había despreciado la cañería por llevar encima una navaja larga y de hoja estrecha como un papiro. Bastante mayor que yo, de unos treinta o más, alto y flaco, un tirillas, con la cara granulienta y bubónica, seguramente sifilítico. Nos asignaron «la carretera de Fuenlabrada». La llamaron así por el gusto que tienen en Madrid los castizos de llamar a las calles, plazas y barrios como se los llamaba hace cien años, la plaza del Progreso, Alberto Lista, los Caños del Peral. El tirillas me lo aclaró: General Ricardos. Era una calle que yo conocía bien, incluso la había recorrido a pie, de bajada, algunas veces, cuando no sabía qué hacer con mi tiempo y por ahorrarme el dinero del metro. Desde Carabanchel Alto a la plaza Mayor, una hora y media larga.

Empezamos la ronda. Anduvimos al lado del río, me enseñó unas chabolas, restos de las Injurias, Peñuelas y la Alhóndiga, lo que saca Baroja en La busca , y Solana. «Ahí no te metas nunca; son quinquis, lo peor; de ahí no sales vivo. A esos yo los degollaba a todos, no quedaba ni uno», y se pasó la uña del pulgar por el pescuezo, de lado a lado, en un trazo enérgico.

Fue como pasear por el Madrid del 900. Mejor incluso: en aquel momento había en Madrid más de treinta mil chabolas, y la mayoría no eran quinquis, solo buena gente, que llegaba del campo sin trabajo y no sabía dónde meterse.

El Madrid de aquel lado del río estaba vacío, no circulaba ningún coche, parpadeaban los semáforos en ámbar (entonces los dejaban descansar durante la noche), no había escaparates iluminados, como ahora, y las farolas prestaban su luz con tal usura que eran muchas más las sombras que creaban, que la oscuridad que quitaban. De pronto vimos, a lo lejos, la intermitencia azul y silenciosa de un coche de policía, y mi colega se apresuró a retranquearse en un portal y me obligó a hacer lo mismo, hasta que «la lechera» pasó de largo (se las llamaba así por ser rancheras blancas, supongo). Cuando recuperó el resuello, buscó una gran frase: «Con la bofia es mejor no tener tratos». Tampoco los tuvimos con dos tipos que, en efecto, vimos que estaban pegando carteles de otro candidato encima de los de Llantada y Villoria. «A esos dos los conozco, y son peor aún que los maderos; son quinquis», y añadió: «Vamos a un sitio donde estaremos tranquilos, y a Llantada y Villoria que les vayan dando por culo». Llegamos, en la parte alta de General Ricardos, a una tapia. Buscó un agujero en ella y se coló por allí como un raposo. Le seguí. Era un inmenso parque en sombras, árboles, setos, maleza, la fosca silueta de algunos edificios que parecían abandonados, y vereditas de tierra, como caminos de conejos. Empezó a ladrar un perro por allí cerca. «Ese no hace nada, está atado», me tranquilizó. Pregunté si aquello era la Casa de Campo. Me dijo que no, «esto era de los reyes», declaró con jactancia, dando a entender que los antiguos propietarios estaban ya criando malvas y él, sin embargo, estaba disfrutando de todo aquello. Pensé entonces que eran cosas que se inventaba. Años después supe que todo lo que me contó esa noche era aproximadamente verdad. Incluso lo de que por allí cerca había habido una fábrica de cerillas que se había prendido fuego y destruido en el incendio. Esto le hacía una gracia loca, decía «hay que ser gilipollas para que te se queme una fábrica de cerillas». Habíamos entrado en lo que quedaba del Real Sitio de Vista Alegre, el palacete de la reina María Cristina, que esta cedió a sus hijas la reina Isabel II y la infanta Luisa Fernanda. Al ser de noche y estar todo aquello a oscuras, no puedo decir que viera nada ni contar otra cosa que la que sé por los libros. La infanta, ya casada con el duque de Montpensier, le compró su parte a su hermana, para acabar vendiéndole palacete y finca al marqués de Salamanca. El famoso financiero hizo mejoras fastuosas en la propiedad (se conservan fotos), pero murió arruinado y todo aquello acabó vendiéndose, el palacete pasó a ser un asilo de inválidos, y en otras dependencias se hicieron un colegio de ciegos, uno de huérfanos… Algunos de aquellos edificios se vinieron abajo, otros siguen, con esa mezcla de orgullo y despego con que Madrid tira siempre por la calle de en medio. El perro no dejaba de ladrar, y mi compañero decidió que nos fuéramos, por si venía el guarda, un viejo que hacía la vista gorda a los golfos que como él pasaban a veces la noche allí.

20. El río Manzanares. «El Manzanares no nos trae a Madrid más que epigramas», dijo Fernández de los Ríos. «Aprendiz de río» (Quevedo), «esperanza de río» (Lope), «charco ambulante»… Solo la fotografía le hizo la justicia poética que merecía. De él se podría decir lo de Alberto Caeiro: «El Tajo es más bello que el río que corre por mi pueblo, pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi pueblo, porque el Tajo no es el río que corre por mi pueblo». Con esas palabras debería quedar resuelto este asunto para siempre.

21. Lavaderos, h. 1910. Madrid es acaso la única ciudad de Europa en la que los reyes tenían a la vista, con solo asomarse a un ventanal de su palacio, la ropa limpia y tendida de sus súbditos. En uno de esos lavaderos trabajaron, hasta la extenuación, las madres de Eugenio Noel y de Arturo Barea.

Salimos de nuevo a General Ricardos. Nos dedicamos a dar vueltas esperando la aurora. De pronto pegó un respingo y dijo «¡Hostias! ¡Lagarto, lagarto!», y apretó el paso sin dar explicaciones. Cuando estuvimos lo bastante lejos me dijo que aquello era un cementerio. Yo no había visto nada. Y él me dijo, te juro que ahí hay un cementerio. Era verdad, también lo supe años después, uno de los cementerios más extraños de Madrid, el inglés, con muchas tumbas de judíos, y gente inesperada, navieros, refugiados, el fundador del Circo Price. Si no sabes que ahí hay un cementerio, pasas de largo delante de su portalón verde. Parece una cochera. Yo seguía a mi compañero por donde este me llevaba. Aquellos barrios tenían un gran encanto. Fue la primera vez que oí hablar del barrio de Las Latas, que está ya cerca del río. Quedaban infinidad de casitas de planta baja o de dos pisos. Las callecitas laterales eran estrechas y muchas de ellas en cuesta. Casitas de ladrillo visto o pintadas de cal, con las ventanas y puertas de azulón como en Puerto Lápice, las ventanas con rejas primorosas hechas por herreros de barrio y en los balcones una o dos bombonas de butano. Ese desorden, como sucedió también en La Guindalera, en Cuatro Caminos, en Prosperidad, en Ventas o en el Puente de Vallecas, impidió que Madrid creciera a mediados del siglo XIX como quería Fernández de los Ríos que creciera, de una manera reticular, ejemplar, solidaria y con jardines. El progreso se resintió, pero se conservó en Madrid algo acaso más importante, el hálito de una vida humanizada.

22. Paseo de Extremadura. Si a Venecia se debe entrar por mar, a Madrid se debería entrar siempre por la carretera de Extremadura. No hay otra.

23. Gabriel Cualladó, El organillero , 1958. El mejor retrato moral de los arrabales madrileños de esos años. Contrapunto de un no menos memorable documental de Julio Diamante, El organillero de Madrid , 1959.

Mi compañero hablaba y hablaba, contaba muchas cosas, no sé cómo podía saber tantas. Y me daba consejos, en aquel tiempo, viendo mi aspecto, me los daba todo el mundo. Eran buenos consejos: «Si solo tienes para una comida, que sea la cena; si tienes hambre y no tienes para la cena, la del Refugio de la Corredera es la mejor; si lo que quieres es echar un quiqui, en un bar al lado del Campo del Gas, el único que hace esquina, suele parar la Goya, que pega con polla». Se rio él solo como un animal, risas que parecían rebuznos, y cuando recobró el resuello, continuó: «Pregunta por ella, dila que vas de mi parte; es bastante puerca y no es guapa, pero está muy buena, y si le gustas no te va a cobrar, si te cobra no será mucho y la goma la pone ella, y métela caña, que la va la marcha; y si piensas largarte de Madrid, ven a hablar conmigo, tengo amigos en to’os laos, me he recorrido España de arriba abajo, sobre todo la parte aquella de Valencia»… Fue una de las noches más fascinantes de mi vida y en las que más he aprendido, por ejemplo lo de la cena; me sirvió bastante algunos años.

Cuando asomó el sol por encima del seminario, cruzamos el río y fuimos a reunirnos con los jiferos. En el pobladito de chabolas había ya algunas chimeneas de latón echando humo, un cendal dormido y azulado, color campamento. Era una visión de lo más lírica, todo el cielo rosa, y aquellas livideces de la aurora como un pedazo de batista, con sus encajes. Atravesamos por el puente de Segovia y subimos por la calle Segovia exactamente como los que entraban en la ciudad en el siglo XVI . Es el puente más antiguo de Madrid. Fernández de los Ríos para desprestigiar aún más a Felipe II, aprovechaba siempre para decir que es una vergüenza que un rey tan poderoso y rico como él sólo dejara en Madrid ese puente. Mucho Lepanto y mucho Escorial, pero únicamente esa es la huella que dejó en la ciudad que él mismo eligió para su corte, decía con sorna el periodista y político liberal. En la guerra civil lo volaron los rojos para evitar que los moros y los fascistas pudieran entrar a Madrid por ahí. Yo creo que lo rehicieron, porque me parece a mí demasiado ancho para ser del XVI .

No fuimos los primeros en llegar al solar de Lavapiés. Había esperando ya quince o veinte. Se suponía que a las ocho vendrían los hampones para pagarnos. Pasó una hora y la gente se iba calentando. Cuando al fin llegó la Dkw, recogieron las cañerías y nos dijeron que solo nos pagarían doscientas pesetas, porque habían estado haciendo la ronda y habían visto arrancados o tapados la mayoría de los carteles de Llantada y Villoria. Hubo protestas, pero cuando nos convencimos de que era inútil porfiar, agarramos el dinero y mi compañero y yo nos metimos en un bar de Mesón de Paredes a desayunar. Fue la primera vez que oí la palabra guita , por pasta , «venga, la guita». Allí lo conocía todo el mundo, y lo saludaron con efusión y afecto. Me convidó y convidó a tres o cuatro que ya estaban allí, amigos suyos, de pie en la barra con los churros, que algunos mojaban en copas de cazalla o aguardiente. Se gastó en las rondas lo que acababan de darnos. Fue entonces cuando me propuso asociarme con él para lo de las iglesias del barrio de Salamanca. Me dijo que yo le gustaba mucho como socio, porque era muy bien mandado y no hablaba mucho ni preguntaba nada, y me apuntó un número de teléfono en el brazo: «Deja el recado». Le di las gracias, me metí en el metro muerto de frío y destemplado, mirando el número escrito con bolígrafo y dormí toda la mañana. Cuando llegué, mi patrona estaba ya levantada. No es cierto lo que he dicho antes, ese día sí que me dio los buenos días, pero añadió de una manera algo agria, «¿o son buenas noches?». No sé por qué lo dijo, porque lo único que le molestaba de verdad es que me quedara con la luz encendida leyendo.

Mi vida entró entonces en un periodo de endofasia o «hablar interno», como Felipe II. Casi siempre solo.

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