Madrid

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5, Los dos côtés de Madrid

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LOS DOS CÔTÉS DE MADRID

Había dos modos de salir de Carabanchel Alto hacia Madrid: del Carabanchel Alto al Bajo con unas camionetas que hacían labor de lanzadera, como esos barqueros que se pasan el día cruzando de acá para allá un río; y de Carabanchel Bajo, bien con el metro o con el suburbano, que te dejaba en plaza de España, bien con un autobús de línea, General Ricardos abajo, que llegaba a la plaza Mayor. O a pie, como lo hice yo bastantes veces.

El suburbano era un metro especial que circulaba casi todo el tiempo al aire libre, atravesando la Casa de Campo. Era un trayecto bonito y me parecía como una atención de Madrid a los que veníamos del pueblo, una especie de preparación para el metro duro, atronador, en el que las apreturas olían siempre a leche cortada y a morcilla. Cuando volvía a casa desde plaza de España y se salía del largo subterráneo al aire libre, el espíritu volaba a reunirse con la naturaleza, aquellas encinas y desmontes tan líricos, y por un momento la incertidumbre en la que vivía uno cristalizaba en ideas firmes y anhelos insobornables. Los días que no me hallaba con fuerzas de recorrer aquellos diez minutos bajo tierra hasta plaza de España, me apeaba en la estación de Batán o del Lago, y me daba un día de respiro. A veces iba a ver a los maletillas que hacían allí prácticas con un toro de carril durante toda la semana, como si la Casa de Campo fuera un sucedáneo de la dehesa. Me gustaba verlos porque eran chicos de mi edad con una fe firme también, para ellos el amor de su vida eran los toros, y estaban dispuestos a sacrificarlo todo a ellos. Tenían siempre unos cuantos espectadores, viejos sobre todo, que los veían evolucionar. Pero acabé no yendo por allí; el contraste entre su alegría y mi creciente melancolía, entre su ímpetu y mi progresivo abandono empezaba a recordarme cuánto más prometedor era El planeta de los toros que el universo de La Cartuja de Parma . Así que me llevaba un libro y me pasaba el día leyendo junto al lago, viendo pescar a los jubilados unos pececitos como para hacer llaveros o paseando por aquellos montes, oyendo cantar a los pájaros, sentado con la espalda pegada a un árbol, escribiendo.

He callado hasta ahora este asunto por pudor. Si entonces hubiera tenido que reconocerlo me habría muerto de vergüenza, y aun hoy me invade un extraño sentimiento: yo escribía poemas. No me sentía en absoluto poeta y nadie conocía ese hecho porque los escribía en secreto, pero siempre tenía un momento para escribirlos, en arrebatos, uno, dos, tres poemas, a veces sonetos a lo Unamuno, por aquello de que mi profesor de literatura lo había conocido en Salamanca. Es cierto que ya los escribía antes de venir a Madrid, pero el primer beso y los que siguieron propulsaron de una manera increíble los pistones sentimentales de mi corazón y solo escribiendo poemas hallaba un poco de consuelo y sentido a mi vida en Madrid, que empezaba a no tenerlo en absoluto.

Las preguntas, pues, eran estas: ¿escribía uno poemas porque estaba preparado para enamorarme o precisamente porque estaba enamorado ya no iba a poder dejar de escribirlos nunca?, y, de no haber aparecido mi prima, ¿me hubiera enamorado de aquella otra muchacha, la que me acompañó al tren, la que jamás volví a ver, la que tuvo un niño al que le puso de nombre Andrés, o de cualquier otra que hubiera aparecido en aquel momento?

Los escribía incluso antes de ir a Caleruega, Burgos. Ocho meses antes un amigo y yo habíamos estado trabajando en Francia, de camareros, cerca de Marsella. Con mis diecisiete recién cumplidos. Unas semanas después teníamos previsto meternos a frailes en un monasterio de ese pueblo, abrochando los años de internado, esa fatalidad, pero unos días antes, en Marsella, me confesó: «Me parece que he perdido la fe. ¿Y tú?». Recuerdo que le dije: «Yo ando en ello». Llegamos a tiempo. Duramos en el convento, claro, once semanas y media (lo que se tarda en rodar una película, algo más de lo que tardó Stendhal en escribir La Cartuja de Parma ), nos echaron de mala manera a los dos y a otro que se sumó a las dudas. Después de aquello yo fui, ya en Madrid y como acabo de contar, a un par de las misas con guitarra. De los días que pasé allí recuerdo el momento en que subía, yo solo, a un imponente torreón. Era una torre del homenaje en toda regla, medieval, sólida, del solar de los Guzmanes, visible desde muy lejos. Lo hacía cada tarde, a la hora del crepúsculo, en el momento en que retornaban al pueblo los rebaños de merinas y no se oía otra cosa en derredor que sus esquilas. Desde tan arriba eran sones diminutos, como granitos de trigo. Se oían en estéreo, porque venían de los cuatro puntos cardinales. A veces, no todas las tardes desde luego, se veían, en ese momento de luces agonizantes, entre perro y lobo que dicen los franceses, los faros de un coche en la carretera comarcal, una recta de treinta kilómetros que unía Aranda de Duero con la nada, o sea nosotros. En esa inmensidad el coche apenas parecía moverse, como un barco en alta mar. Entonces yo sacaba la hoja del Ab c. Este periódico dedicaba a diario una de sus últimas páginas a la poesía, tres o cuatro poemas de un autor de quien incluía un retrato a línea. Eran poetas de todos los tiempos, muertos y vivos, clásicos y modernos. Yo arrancaba esa hoja, la doblaba, me la aguardaba y esperaba al atardecer para leerla, allí, solo, en lo más alto, oyendo las esquilas de los rebaños, ante las luces de algún coche, José García Nieto, Garcilaso, Gerardo Diego, Ramón de Garciasol, Leopoldo de Luis, Rafael Laffón… También, de vez en cuando, los Machado, Juan Ramón, Lope, Cetina, Herrera. Con cuánta atención y respeto leía sus versos. Me gustaban todos, en todos veía emociones sublimes. Pasaba sentado entre dos almenas una hora, entregado a las ensoñaciones, hasta que empezaba a hacer frío y no me daba la luz para seguir soñando y la campana llamaba a vísperas y no podían empezar sin mí, porque yo era el organista. Cuando bajaba de aquella torre que acaso viera un día el paso del Cid hacia el destierro, lo hacía con una extraña mezcla de exaltación y abatimiento: todo cuanto la poesía me inspiraba, la realidad lo echaba por tierra, y no hubo una sola tarde que tras aquella experiencia casi mística yo no me preguntara por qué estaba perdiendo mi vida en aquel lugar y no me lanzaba yo también a la interminable recta, y desaparecía. Ocho meses después estaba en Madrid preguntándome lo mismo.

La poesía volvió a ser mi única compañera de verdad, la única que me parecía leal y daba un poco de sentido a una vida en Madrid que empezaba a serle a uno, ya digo, de lo más extraña.

Leía a diario a mis poetas, aquellos tres o cuatro australes que me acompañaban y de los que nunca me he desprendido aunque haya «mejorado» ediciones (gracias eternas, Antonio Machado; gracias, Gustavo Adolfo Bécquer; gracias, Miguel de Unamuno). Llevaba uno de ellos encima siempre para leer en el metro o donde fuera, nunca si era el suburbano. Entonces me gustaba mirar por la ventanilla, pero este tren se estropeaba a menudo, y le obligaba a uno a hacer el viaje en un autobús cuyo final de trayecto era la plaza Mayor.

En León había dejado una plaza Mayor también con soportales, muy bonita pero mucho más pequeña. En la de Madrid echaba de menos los mercados que había en la otra, aquellos puestos de las hortelanas del Bierzo con sus enormes cuévanos de pimientos rojos, las de Mansilla con sus tomates, las del Órbigo con los sacos de alubias de todos los colores y tamaños, blancas, rojas, pintonas, las de Zamora incluso, con patatas que pregonaban como nuevas en cualquier mes del año, y las hojas de tocino salado, y las horcas de ajo, y las corras de morcillas y chorizos. En la de Madrid hubo los mismos cajones y puestos hasta bien entrado el siglo XX . La Fortunata de Galdós vendía en esa plaza volatería de corral y huevos y Estupiñá conocía bien a las placeras. Lo único que recuerda aún las ferias que tuvieron lugar en ella desde el medievo hasta el siglo XX es (desde 1927) el mercado de sellos y monedas que se celebra en sus soportales las mañanas de los domingos, y el de belenes por Navidad (desde 1837). El filatélico y numismático es un mercado precioso, sobre todo en invierno, todos de pie, en grupillos, hablando con los dedos el lenguaje de los sellos de correos y los maravedíes, en susurros. El otro, el belenístico, es hoy bastante deprimente, como subrayan los villancicos que prodiga incansable una megafonía abusiva de la mañana a la noche, pero los niños lo encuentran fascinante, y con eso basta. Hasta los años sesenta del siglo pasado se vendían también en esa plaza durante las Navidades los pavos vivos y los pollos libres, y eso le daba mucho carácter y costumbrismo.

36. Vista aérea del Palacio Real, h. 1940.

Cuando ha tenido uno que enseñarle la ciudad a un forastero, he empezado casi siempre por la plaza de Oriente pensando acabar en la plaza Mayor, si era por la mañana: si era por la tarde al revés, mejor empezar por la plaza Mayor y acabar en la otra, en ambos casos es ejecutar una de esas sinfonías que van creciendo en intensidad para abrocharse en una sucesión de acordes apoteósicos que dejan exhaustos a músicos y espectadores.

Algo parecido al côté de Swann y al côté de Méséglise , pero en castizo.

Aunque no pueda decir gran cosa del Palacio Real, su emplazamiento es magnífico, el mejor de Madrid, sobre todo desde que se soterró el tráfico hace unos años y aquello se despejó de coches. En una ciudad en la que circulan cerca de tres millones de vehículos a diario, casi tantos como habitantes, es de agradecer esa pequeña sisa.

Recuerdo que al emprenderse estas obras faraónicas a finales del siglo XX hubo enconadísimos ataques al alcalde, por endeudar al Ayuntamiento. Pero lo cierto es que para eso están los alcaldes, para hacer obras, para endeudarse y para recibir los insultos de los disconformes. Pasado un tiempo, si las mejoras lo son de verdad y no peoras, todos sentimos una íntima gratitud, renovada cada vez que tenemos oportunidad de constatarlo, sin acordarnos ya del nombre del alcalde. Hoy la plaza de Oriente, que empezó reformándose por voluntad expresa de José Bonaparte y se concluyó en tiempos de Isabel II, es uno de los lugares más bonitos de Madrid.

Si se puede, suele uno escoger para la visita de esa parte de la ciudad el atardecer. Es la hora de esta plaza. Debería llamarse de Poniente, porque desde allí se ven algunos de los mejores atardeceres, con la Casa de Campo delante y un trocito de la sierra del Guadarrama a la derecha. Esos montes los pintó muchas veces Velázquez como fondo de sus cuadros, lo hizo desde el Torreón de los Vientos del Alcázar, donde tenía su estudio. Son de color lejanía hasta que reciben el sol del ocaso, y entonces el azul se apaga y se encienden en él como ascuas de una fragua los rescoldos de la tarde (desde el cercano templo de Debod también es bonita, sobre todo de noche, con todo el mar oscuro de la Casa de Campo y esos miles de luces que parecen faenando, como barquitas). El otro mirador de atardeceres es el de las Vistillas, al lado del Viaducto, a diez minutos a pie de esa plaza, donde vivieron «los primeros cristianos» (que dijo Maruja Mallo) y luego los moros. Al lado de esos atardeceres el acantilado de mármol que es el palacio, es un espectador más. Claro que también hay que abstraerse y no fijarse en todo lo que se ha construido alrededor, ni en los cables, ni en el ruido del tráfico, ni en todo aquello que no vio ni oyó Velázquez, a quien también, supongo, importunarían el estridor de los carros, los barullos de la soldadesca o los pregones a grito herido…

Y cuando ya hemos contemplado el crepúsculo, me vuelvo y le digo al forastero, señalando una de las buhardillas de una casa a mano izquierda del Teatro Real, frente al palacio: allí vivía José Bergamín. Resulta extraño que un antiborbónico como él no se cansara de ver a todas horas el imponente palacio. Lo mismo lo hizo por eso. Cada vez que tenía prevista el Caudillo una de sus arengas desde uno de los balcones del palacio, recibía Bergamín la visita de la secreta. Esta inspeccionaba su terraza, en la que de todos modos no cabía ni la afilada mira telescópica de un rifle, tan angosta era. Allí fui a verle con ocasión de la publicación de mi primer libro de poemas. Me había mandado llamar a través de su editor, Manuel Arroyo. Volvimos a vernos muchas otras veces después. Era un hombre simpatiquísimo, feo, católico y sentimental, y al que la posteridad conocerá, entre otras cosas, por una de las frases que dijo en la guerra civil, empeñada por él de modo no siempre ejemplar: «Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más». Era yerno del célebre sainetista Carlos Arniches, y a él, a sus sainetes y al género chico les dedicó uno de sus ensayos. La prosa de Bergamín, que los de su generación, la del 27, valoraban mucho, se entiende muy bien y está llena de frases ingeniosas e informaciones curiosas sobre autores y temas de calidad, pero no se sabe nunca adónde quiere ir a parar ni qué está diciendo. Es a la literatura lo que el arte de birlibirloque (título de uno de sus libros) al toreo, a propósito del cual acuñó otro, tomándolo de san Juan de la Cruz, La música callada del toreo . Pero me gusta recordarle siempre que estoy en esa plaza, porque Bergamín representa como pocos eso que ha dado en llamarse «lo español» como una variante de «lo madrileño», o al revés, o dicho como a él le gustaría, «genio y figura», lo mejor y lo peor, el gran poeta que fue y el que aseguraba que esto podía él arreglarlo con otra guerra civil (supongo que volviéndola a pasar, como él, en la retaguardia).

Desde la terraza de su casa se llegaba a divisar casi Al-Ándalus tal y como hacían los vigías sarracenos que eligieron el lugar para avizorar los movimientos de las huestes cristianas.

Los moros levantaron el Alcázar o residencia militar de los jerarcas en lo alto del cerro, a vista de las aguas. El desnivel excusaba en esa parte occidental la muralla, que se abrió a uno y otro lado de la edificación.

Los Reyes Católicos y Carlos V hicieron obra en una de las torres llamadas albarranas o castillejas del viejo Alcázar, pero por la razón que fuese el alojamiento no les gustaba. Carlos prefería para vivir cualquier lugar antes que Madrid, y acabó sus últimos años en Yuste, un monasterio en un confín boscoso de Extremadura, en el que se habilitaron para el emperador unas habitaciones. Se llevó consigo su colección de tizianos (algunos demasiado sensuales para la vida ascética) y se pasó lo que le quedaba de vida sentado en una silla que le aliviaba la gota y que parece un potro de tortura (se conserva una réplica). Desde ella miraba por ventanas y galerías el estanque donde se criaban las carpas que tanto le gustaban con salsa borgoñona, cuando no armaba y desarmaba relojes como le enseñó Juanelo Turriano, el célebre constructor de autómatas, muñecos de resorte e ingenios mecánicos.

No sé si he dicho ya que Felipe II prefirió vivir en San Lorenzo del Escorial, otro monasterio, con pudridero incluido.

Su hijo Felipe III vivió en el Alcázar lo imprescindible, yéndose a otros Reales Sitios en cuanto podía. Su hijo, Felipe IV, rey de una frivolidad tan conocida como su vida licenciosa, dejó las riendas políticas de la monarquía en manos de su valido el conde-duque de Olivares. Este hizo lo que todos los criados astutos, darle gusto a su señor y enriquecerse a costa de su gobierno. Lo primero, y sabiendo que aborrecía el Alcázar, fue ordenar la construcción de otra residencia en El Buen Retiro, un fastuoso palacio al otro extremo de la ciudad que contaba con un teatro, un lago para naumaquias, jaulas con animales exóticos… Costó a las arcas reales más aún que El Escorial y acabaría destruido durante la ocupación de los ejércitos franceses a principios del XIX (solo quedan en pie el Salón del Trono –que fue durante muchos años Museo del Ejército y hoy en proceso de reformas– y el Casón, anejo al Museo del Prado, muy retocado y destinado a la pintura del siglo XIX ), y por el paso de los ejércitos ingleses por Madrid, que terminaron con todo aquello que no les dio tiempo a destruir a los franceses (la Real Fábrica de porcelana, también en el Retiro, que hacía competencia a las porcelanas inglesas).

Cambió España de dinastía en 1700 y pasó de los Austrias a los Borbones. Estos, venidos de Versalles, encontraron el Alcázar poco menos que un trastero de lujo (cuadros, archivos y biblioteca, muebles lujosos, gobelinos), así que procuraban posar, según las estaciones, en otros Reales Sitios: La Granja de San Ildefonso, Aranjuez, El Escorial, la Casa de Campo o El Buen Retiro. También este último fue el predilecto de Felipe V, y viviendo en él se produjo en el Alcázar durante la Nochebuena de 1734 el pavoroso incendio que redujo a cenizas una buena parte de sus crujías. Lo causó al parecer la imprudencia de unos criados. Tardaron tres días en apagar los últimos rescoldos. Hay relatos minuciosos de los esfuerzos desesperados de la servidumbre por salvar de las llamas los tesoros que allí se habían ido depositando durante siglos, entre ellos unas cuantas obras maestras de Tiziano y Velázquez, de las trescientas que se perdieron. El nuevo palacio se empezó en 1738, y se terminó casi treinta años después, en 1764.

37. Madrid, grabado del siglo XVI . La relación con el pasado a través del arte y de la literatura acaba siendo una idealización.

38. Jehan de l’Hermite, Vista del Alcázar de Madrid con la actuación de los buratines . En esa misma explanada (saltimbanquis, mirones, desocupados) y unos pocos años antes, Cervantes hirió o mató en un lance de espada a un albañil, lo que precipitó su huida de España (el delito de pelear frente al Alcázar estaba penado con la cárcel o la muerte).

39. Interior del Alcázar. Fue la casa de los reyes, también la de Velázquez, un palacio que jamás perdió su genuino carácter cuartelero.

Para algunos aquel incendio fue, no obstante, providencial (el primer hecho en verdad borbónico), porque le permitió a Felipe V levantar un nuevo palacio a la altura de los tiempos y de su propia dinastía.

Llamaron entonces a uno de los mejores arquitectos italianos, Filippo Juvara, un cura. A este apenas le dio tiempo a echar una ojeada a los terrenos, y se murió, lo cual sí que fue providencial de veras, porque había tirado con pólvora del rey, proyectando un palacio de magnificencia irrealizable y desajustada. En cambio Sachetti, el discípulo que le sucedió en la ejecución de obra, aprovechó hasta los cimientos chamuscados. Lo continuaron Ventura Rodríguez y Sabatini. El resultado es el que hoy conocemos como Palacio Real, y al que le gusten los palacios reales no tiene por qué no gustarle este: italiano por fuera, francés por dentro y español todo lo de alrededor. Solo cabe añadir un par de apuntes que ilustran bien la mente de los arquitectos: pese a que se conoce por el palacio de Oriente tiene orientación sur, dando de lado a la ciudad de Madrid. Lo único que tenía enfrente, allá a lo lejos, era el convento de San Francisco, lo que hizo soñar a los amantes de los símbolos con el famoso eje que uniera el trono y el altar, salvando el tajo de la calle Segovia mediante un viaducto. La idea del viaducto fue de Fernández de los Ríos, un hombre que no creía mucho ni en el trono ni en el altar. El viaducto se construyó, desde luego (1874), pero lo del trono y el altar acabó resolviéndose más modestamente con la Almudena, como ya se ha visto.

Por los grabados antiguos que conocemos, no sé, igual era más bonito el antiguo Alcázar. Este es al nuevo lo que las Coplas de Jorge Manrique a El sí de las niñas de Moratín. La Armería Real y el Museo del Carruaje, que están en sus dependencias, contienen piezas únicas que hacen las delicias de los más pequeños y de los visitantes que ponen su admiración en consonancia con el precio de la entrada. En el palacio hay de todo lo que hay en los palacios: alfombras, tapices, cuadros, arañas, porcelanas y celadores en una proporción excesiva para las dos horas que dura, dicen, la visita.

40-41. Antonio Joli, Vista de la calle de Alcalá y detalle de los Jardines del Buen Retiro en ese mismo cuadro, h. 1750-1754. Cuando Joli pintó la vista, la calle de Alcalá unía el nuevo Palacio Real y el del Buen Retiro. La distancia que no quiso recorrer Felipe V cuando se quemó el viejo Alcázar. En la pintura, la calle tiene una amplitud que nunca tuvo en la realidad.

El nuevo palacio le tocó estrenarlo a Carlos III. Pero bien porque a la mujer de este le resultara antipático, bien porque el rey prefería dormir en alguno de los pabellones de caza de que disponía, el nuevo palacio ahí estaba para las ocasiones de gala. Y así siguió también con Carlos IV. Los reyes han vivido siempre o lejos de Madrid o en sus extremos oriental y occidental, nunca en eso que los castizos llaman «la almendra».

Cuando llegaron con Carlos IV las pugnas bochornosas dentro de la familia real por la sucesión al trono, el palacio se convirtió en un decorado de vodevil, entrando y saliendo de sus alcobas, salones y cámaras capellanes, brigadieres, damas de honor y de las otras, guardias, nobles, todos conspirando contra todos, nerviosísimos de ver cómo la Revolución francesa se llevaba a sus primos a la guillotina.

Se ha dicho que el retrato que hizo Goya de Carlos IV y sus seres queridos es despiadado, porque se les ve a todos ellos cara de susto o muerte. No se crea. Hace unos años apareció en un archivo italiano un dibujo de la familia, obra de un artista que no tenía que rendirles pleitesía y que deja a Goya en lo que era, el pintor de la corte, y a los pintores de corte no se les ha pagado nunca para que retraten a los reyes tal cual son, sino tal y como ellos quieren verse. Desde este punto de vista artístico, si Goya se mantuvo en su empleo de pintor de corte, fue porque dejó contentos a sus soberanos (y desde luego también a José Bonaparte) y falseó un poco la realidad Real. La otra, la real, la recogió con tal veracidad en dibujos y grabados que admira y asusta.

A lo largo del XIX tanto Fernando VII como su hija Isabel II procuraron vivir en el Palacio Real rodeados de sus familiares y secuaces, toda vez que medio país se entretenía en pronunciamientos militares de los que a veces había que mantenerse lejos o en las guerras carlistas. No siempre lo consiguieron, y en no pocas ocasiones tuvieron el padre y después la hija que huir de ese palacio para conservar ya que no el trono, la vida. Les ocurrió a Carlos IV, Fernando VII e Isabel II y volvió a sucederle a su nieto Alfonso XIII, con la proclamación de la República de 1931, y a Azaña, presidente de la República, en 1936. Para entonces el palacio, expropiado a la familia real, se llamó Palacio Nacional y pertenecía a la nación española. Y así sigue hoy, llamándose de nuevo Real y destinado a la hostelería y a recepciones, a cargo de los presupuestos del Estado, su propietario. Va a parecer una frivolidad, pero a mí lo que más me impresionan de él son las escaleras, tan despejadas y con esos coraceros que la jalonan, empenachados y sin una sola duda; y tanto como los frescos de Tiépolo, los techos, tan altos, por contraste con las bajas pasiones que allí se han revuelto como en nido de víboras (recuerdan a los techos del Círculo de Bellas Artes, acordes con los sueños de tantos artistas inmortales como van allí a diario a su bar, al que se dio ya en los años treinta del siglo pasado el nombre de «pecera», por quienes se sientan allí espiando a los transeúntes a través de sus ventanales y cuyos ojos acaban poniéndoseles como los de los besugos, búhos de mar. Y esto es un hecho incontrovertible: nada disimula tanto nuestra insignificancia como la desmedida altura de los techos, apropiadísimos para acoger a las multitudes en vestíbulos, palacios, teatros y casinos).

La restauración borbónica de 1975 llevó a los reyes a vivir en un palacete de las cercanías de nombre simpático y poco pretencioso, la Zarzuela.

Parece un chalet de alquiler, acaso porque a la institución monárquica no se le ha ido aún el susto de 1931 ni la idea de la provisionalidad de todo en esta vida. Cada día que pasa, todavía hoy, hoy más que nunca, hay alguien que les recuerda a los reyes que en este mundo estamos de paso, pero mucho más en este reino. «Mi mundo no es de este reino», decía Bergamín. Lo mejor que se haya dicho de la Zarzuela se lo oímos a un gran amigo, diplomático. En su primer día de trabajo allí, el jefe de la Casa del Rey, el marqués de Mondéjar, le dijo: «Hijo, no lo olvides nunca: esto no es un ministerio, esto no es una familia y aquí se entra monárquico, porque de aquí no sale monárquico nadie». Que la monarquía defienda hoy con más firmeza los valores republicanos de libertad, igualdad y solidaridad que muchos republicanos sedicentes, nos ayudaría quizá a comprender que en política la línea más corta entre dos puntos no siempre es la recta.

En medio de unos montes en los que abundan venados y corzos que ya nadie caza, el lugar de la Zarzuela es único, y no solo porque la famosa «senda constitucional» lleve a él.

También conocimos este palacio un 23 de abril. Como no era cosa de llegar una hora antes de la cita que se nos dio, buscamos donde hacer tiempo, después de habernos perdido buscando la entrada. Nos metimos por una vereda estrecha y acabamos en un paraje agreste y secreto, como el escenario de un teatro hecho por la naturaleza, árboles copiosos y un jardín abandonado con un gran estanque de aguas corrompidas alrededor del cual había un muro curvo con nichos, ninfas y cráteras. No sabíamos dónde estábamos. Vimos al fondo un palacete neoclásico. Como el de la Zarzuela, pequeño tal vez para unos reyes, grande para cualquier otro. Estaba cerrado a cal y canto, todas y cada una de las ventanas y balcones con las maderas echadas, y empezamos a temer habernos metido en una propiedad privada de la que nos sacarían unos perros enseñados a morder intrusos. Nadie, nada, solo la cháchara de los pájaros envuelta en silencio, solo el silencio anudado por la flauta de las ranas y el fagot de un sapo. Había unas mesas y unas sillas de hierro de lo que seguramente había sido un aguaducho. Parecía uno de esos balnearios estacionales, cerrados en invierno. Nos sentamos sin acabar de creer en nuestra buena suerte. ¿Qué era aquel lugar, aquel recreo, aquellos jardines en los que se pudrían las hojas, aquella perfumada primavera con nostalgias del último otoño? ¿Por qué todo estaba en aquel estado de abandono? El palacete, como suele decirse, se caía a pedazos. Al poco oímos acercándose el ruido de unas ruedas sobre la grava. Pensamos: «Nos han descubierto; viene alguien a desalojarnos, con los perros». Vimos aparecer un gran coche, se deslizó lentamente por la explanada como una carroza, se detuvo, apagó el motor, bajó el chófer y se apresuró a abrirle la portezuela a alguien. Mi mujer y yo contemplamos la escena con creciente intriga, en silencio. Descendió entonces un anciano de pelo blanco. Empezó a caminar con pasos inseguros hacia donde estábamos. Si no saludó ni dijo nada es posible que fuera porque ni siquiera reparó en nosotros, buscó él también una mesa y una silla, algo apartadas, dos o tres mesas más allá, y se sentó. Permaneció allí todo el tiempo que permanecimos nosotros. Encorvado, vencido y con una expresión de completo abatimiento, puso sobre la mesa codos y manos, como si aquellos brazos no le pertenecieran. Yo veía casi por entero su cara sin necesidad de ser indiscreto. Su chófer se metió en el coche, y permaneció dentro como un maniquí. A partir de ese momento mi mujer y yo apenas nos atrevimos a hablar, como no fuera en susurros. No hizo nada, no miró a ninguna otra parte que no fuera al vacío, no se movió. Impresionaba la expresión de su rostro, no la expresión pasajera, que era de desaliento, desde luego, sino el cúmulo de arrugas y rictus petrificados que había dejado en él una larga vida. Las bolsas de los ojos. En un primer momento llegamos a pensar que sería mejor dejarlo solo, por respeto a sus años y a su historia, y levantarnos e irnos a dar un paseo por los alrededores, pero permanecimos allí justamente para no llamar su atención, y por darle un poco de compañía, como los árboles, como las hojas muertas, como el agua quieta del estanque. Tan solo y desdichado nos parecía.

Trascurrida media hora o más se levantó y se encaminó hacia su coche. El chófer, que lo vio, salió como un cohete para abrirle la puerta. El anciano se movía con lentitud, como si siguiera caminando por el exilio, perdido. Musitó algo a modo de despedida, algo inaudible, era la primera vez que despegaba los labios, nos había visto, pero no volvió la cabeza hacia donde estábamos, y no recuerdo si la corbata que llevaba ese día Rafael Alberti era de aquellas que popularizó él, estampada con dos o tres loros volando por dos o tres arcoíris. Le había sucedido igual que a nosotros, había llegado demasiado temprano a la cita con los reyes en la Zarzuela. Por la mañana había recibido de ellos en la universidad de Compluto el premio Cervantes. Nos levantamos también y seguimos discretamente su coche, convencidos de que nadie como un comunista le puede guiar a uno sin tropiezos hasta los reyes. Supimos tiempo después que habíamos estado en la Quinta del Pardo. Acabaron restaurándola y ya se puede visitar. Nunca hemos querido volver para no destruir el recuerdo de aquella hora pasada junto a un poeta con el que jamás hubiera pensado que compartiríamos tanta soledad, en todos los sentidos.

Yo solo he celebrado tres 23 de abril, fecha en la que el mundo de las letras conmemora, como es conocido, la muerte de Cervantes, y las tres formando parte de la comitiva oficial: el primero de esos 23 de abril fue este que acabo de recordar, para conocer la Zarzuela; el segundo, para conocer el Palacio Real, y el último, para conocer el del Pardo. En cuanto conocí estos tres palacios, y que no iban a llevarnos a otros distintos, dejé de ir. Pasa con los premios lo que con el Palacio Real: solo hay que ir si los das tú o te los dan (o se lo dan a un buen amigo; también se vale ).

42-43. El Palacio Real desde el cuartel de la Montaña (una hipérbole muy madrileña: la montaña del Príncipe Pío apenas pasaba de loma) y desde la catedral de la Almudena, con el Patio de Armas en primer plano en plena parada militar. Esta última ha servido a menudo a los cronistas y alcaldes de la ciudad para hablarnos «del trono y el altar».

En los tres me sucedió algo significativo.

La recepción de la Zarzuela tuvo lugar en los jardines, y fue la primera de un gobierno socialista. Recuerdo ver allí dando vueltas, como un apestado, a Giménez Caballero, el primer fascista español. Era un viejo divertido (el Groucho Marx del fascismo español, decía Umbral, aunque a quien se parecía era a Woody Allen) y quería pegar la hebra con quien fuese, pero apenas se acercaba a alguien, este le daba la espalda groseramente y le dejaba con la palabra en la boca. Como yo ya conocía a Bergamín, y estaba vacunado, nunca pensé que si hablaba con él me contagiara nada. Pérez Ferrero, amigo de Giménez Caballero, y autor de una memorable biografía de los hermanos Machado, pensó escribir también una de Bergamín y Giménez Caballero. Iba a titularla El rojo y el negro , y los dos bromeaban: sería difícil saber cuál era en ella el rojo (comunista) y cuál el negro (el fascista). Los jardines estaban en alto, había una barandilla y allá abajo se veía un picadero, las cuadras y a su lado un haza modesta, con surcos muy bien hechos y distintos cuadros, tomates, zanahorias, lechugas, judías verdes con sus cañas… Más que cultivada parecía pintada por los pinceles de un pintor renacentista.

En el Palacio Real conocí a Gil de Biedma, como ya he contado, con su historia del guardia de corps, y fui testigo de dos escenas curiosas: a la pregunta de un insensato («majestad, ¿qué libro está leyendo en ese momento?»), el rey respondió de lo más campechano: «Eso más la reina», justo en el momento en que vimos a un patán tirar la colilla encendida en una de las alfombras de la Real Fábrica; el rey, que también lo advirtió, salió disparado y en dos zancadas llegó para pinzarla con el pulgar y el índice, y la dejó en un cenicero sin decir nada. Todos miramos la escena atónitos. Al cabo, regresó frotándose una contra otra las yemas de los dedos, y siguió la conversación donde la había dejado. Váyase lo uno por lo otro, la historia del libro por la de la colilla.

Y en el palacio del Pardo un encuentro con Umbral. Es un palacio que parece un cuartel y en él vivieron un tiempo Azaña, siendo ministro, y después Franco toda su vida de dictador. A la muerte de este pasó al Patrimonio Nacional, incorporado al ramo de la hostelería institucional. Umbral era una de esas personas cuya conversación versaba siempre sobre él o sobre aquello que a él le interesaba. En cierto modo era como uno de esos autobuses de línea, en los que la gente se sube o se baja, sin que modifique su recorrido. A Umbral se subía uno y se bajaba cuando quería, y seguía él dando vueltas. Acababa de publicarse su Leyenda del César Visionario , y hablaba de esa novela. Se cuentan en ella los primeros meses de la guerra civil, con un Sánchez Mazas que se dedica, al frente de una jarca de falangistas, a «pasear» a rojos y desafectos. Aprovechando que en una parada se bajaron los dos o tres que estaban escuchándole, y que nos quedamos solos él y yo, le dije que quizá conviniera en la segunda edición cambiar el nombre de Sánchez Mazas por otro cualquiera, quizá Sánchez Trazas, un retoque sencillo, sin mover el argumento, porque en esos meses Sánchez Mazas no solo no estaba «paseando a rojos», sino que los rojos lo estaban paseando a él. Umbral era un gran funambulista, todo el día en el alambre, incluso un buen acróbata. Se quedó en silencio unos segundos, rumiando mi sugerencia, y a continuación ejecutó un alejop impecable: «Ah, no, no me convence. Si hago lo que dices el efecto Sánchez Mazas se jode». Yo le dije que llevaba razón y que eso sí, el efecto ese se jodía. Teniendo en cuenta las circunstancias y sin temor a la hipérbole, puede decirse que aquella conversación tuvo un marco incomparable.

Así que le está uno agradecido a esos tres palacios que propician encuentros e historias curiosas. Y por esta revelación: los palacios reales están llenos de cosas que no podrías poner en tu casa, de caber, sin que desentonaran, por lo mismo que desentona uno en ellos, por mucho que se atenga escrupulosamente al «caballeros, traje oscuro».

Las vistas desde el de la Zarzuela son quizá las más bonitas, con Madrid al fondo, sobre un mar de seculares encinas. Las vistas desde el palacio del Pardo no son vistas y las del Palacio Real, después de que se haya construido cerca tanto bloque y tanta casa, no son la mitad de lo que serían cuando Velázquez las pintó, pero todas ellas, a levante y a poniente, al norte y al sur, siguen siendo bonitas, pues invitan a pensar en lo pasajero que es todo.

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