Madrid

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20, El Rastro

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20,

EL RASTRO

El barrio del Rastro es uno de los más deslucidos de Madrid. Yo lo encuentro muy bonito. Ya sé que no lo es, pero me lo parece, con sus casas mal encaradas, torcidas, sucias. No hay en él ni un solo monumento, descontando la iglesia de San Cayetano, en la calle Embajadores, y el mercado de la plaza de la Cebada. A este, con las bóvedas de cemento armado del ingeniero Torroja (o de alguien que se le parece mucho), le faltan todavía cincuenta años para que alguien le encuentre un encanto, y la iglesia, de estilo barroco, lo perdió hace doscientos.

En El 19 de marzo , uno de sus Episodios nacionales , Galdós, para hablar de la gente «de baja estofa» se refiere a la de «las Vistillas, del Ave-María, del Carnero, de la Paloma, del Águila, del Humilladero, de la Arganzuela, de Mira el Río, de los Cojos, del Oso, de Tribulete, de Ministriles, de los Tres Peces y otros célebres faubourgs donde siempre germinó al sol de Castilla la flor de la granujería».

Todas esas calles están en el Rastro o cerca.

Cuando llevaba escritos unos cuantos capítulos de este Madrid , se interpuso la necesidad de contar el Rastro. En realidad lo ha venido uno contando desde hace más de cuarenta años. El Rastro. Historia, teoría y práctica se publicó al fin (2018), y da cuenta de ese mercado y del barrio en el que está y lo que el barrio ha sido para Madrid y el mercado de cosas viejas para nuestras vidas. Hablo en plural no como los reyes o los papas; me refiero a mi mujer, que es quien ha sufrido con largueza y comprensión todos y cada uno de los domingos de los últimos cuarenta años. Ella es la que me dice entre sueños, cuando me despido para ir al Rastro a las siete y media de la mañana: «Buena pesca». Porque en el Rastro, buscando cosas viejas, hay pescadores y cazadores. Yo soy de los pescadores, uno al que le interesan más las cosas que suceden y oigo allí que las «piezas» que finalmente encuentro y cobro o dejo pasar.

Voy a intentar resumir cuatrocientas páginas en tres, sin dejar de contar su historia, sin olvidar la teoría y mencionando, siquiera sea superficialmente, la práctica.

Historia. Isabel la Católica, en reconocimiento por haberse ocupado de la instrucción de sus hijos, regaló a Beatriz Galindo, apodada la Latina en atención a sus estudios, unos terrenos. La dama, una mujer virtuosa, levantó en ellos un hospital de caridad, próximo a un matadero. Era ese, dicho de paso, de cerdos, o sea para suministro de cristianos. Sucedían tales hechos en 1505, más o menos, y al lado de la plaza de la Cebada, en el mismo lugar en el que desde hace cien años hay un teatro dedicado a la sicalipsis. La dama en cuestión pidió entonces que se buscara otro emplazamiento al matadero, por razones de higiene, y así se hizo: se llevó el matadero al cerrillo del Rastro (hoy plaza de Vara del Rey), donde siguió hasta bien entrado el siglo XX . Con la palabra rastro se alude al que dejan las reses y animales, de sangre, tras ser sacrificados y arrastrados para su despiece. Esa actividad propició otras industrias, tal y como da cuenta el nombre de algunas calles de por allí: Ribera de Curtidores, Cabestreros, Bastero, Velas (hechas de sebo). La venta de los despojos dio lugar también a un mercado de baratura y a uno de los guisos tradicionales de Madrid: las gallinejas (entrañas de cordero fritas en grasa del animal) y otras delicadezas gastronómicas: entresijos, tiras, ubre y negras fritas. Por qué se llaman gallinejas siendo de cordero es uno de esos enigmas que la Humanidad solo resolverá, si acaso, el día del Juicio Final.

Matarifes, tratantes, tripicalleras, carniceros fueron colonizando el barrio, que desciende hasta el río Manzanares, allí al lado.

Aquellos barrios se llamaron bajos por estar en los arrabales del sur, y pronto dieron origen a los adjetivos «arrabalero», «barriobajero» y «rastrero», que no tenían las connotaciones inicuas que tienen hoy. Bien al contrario. Durante la sublevación popular del 2 de mayo de 1808, muchos de estos arrabaleros, rastreros y barriobajeros, hombres y mujeres, dejaron memoria de su valor y arrojo, pagando con su vida en los tristemente célebres fusilamientos que siguieron a la sublevación contra los soldados franceses que supuestamente estaban solo de paso hacia Portugal para combatir allí a los ingleses.

El barrio tiene forma de abanico, cuyo clavo situaríamos en la Cabecera del Rastro. Allí, hace cien años, levantaron una estatua a Eloy Gonzalo, el soldado que trató de quemar vivos con una lata de gasolina a unos insurgentes cubanos, reducidos en una choza del pueblo de Cascorro, en la provincia de Camagüey. Su gesta no sirvió de nada: España perdió Cuba, y él perdió primero la vida y luego el nombre, porque en Madrid todo el mundo lo conoce como Cascorro.

148. Portal del Hospital de la Latina, origen del Rastro.

En algún momento del siglo XVII a alguna de las verduleras o de las mondongueras que vendía en la Cabecera del Rastro y la Ribera de Curtidores los despojos de los animales se le ocurrió abrir una tienda con los despojos de trapo y telas. Acababa de darse carta de naturaleza a los traperos y traperas, individuos que recorrían las calles de Madrid recogiendo harapos y toda clase de loza, cristal, muebles, libros y cuadros viejos.

Durante tres o más siglos en los mercados o ferias de Madrid se vendía nuevo y viejo, comestible y trastos, a veces en plazas (la de la Cebada, Antón Martín, Real de San Luis), pero también mercados ambulantes en las calles (Toledo, Mayor), conocidos con el nombre de bodegones de puntapié, fijándose en un tiempo la venta de fruta en la plaza Mayor, los melones en la Puerta del Sol (de ahí pasaron a venderse en las Vistillas), la leña en la plaza de la Cebada y el pescado en la calle Postas.

Los más pobres de Madrid empezaron a surtirse de género averiado o todavía en uso en esa feria: camas, sillas, colchones, así como prendas de vestir, nuevas o viejas. Las prenderas cobrarían una importancia capital en la economía de la ciudad: más de la mitad de la población les vendía o les compraba. En cuanto al barrio (siglo XVIII ), se especializó en esa clase de mercancías baratas: carne, verduras y trastos viejos.

La desamortización de Mendizábal (1837) sacó a la venta un gran número de propiedades de la Iglesia o los conventos que fueron posteriormente derribados. Por las mismas fechas también se cambió el emplazamiento de unos cuantos cementerios. El Rastro se llenó entonces de materiales de derribo, hierros, vigas, tejas, losas funerarias, libros, cruces, cuadros y una gran variedad de objetos, púlpitos, puertas, rejerías, y conoció una rápida expansión. Fue necesario entonces buscar un lugar lo bastante grande para almacenar tantos derribos. Lo encontraron al lado, bajando por la Ribera de Curtidores a mano izquierda, y pegado a ella, un amplio solar conocido como el Bazar de la Casiana. Se le cercó con una tapia, primero, y se le puso el consiguiente portalón, y al poco se levantó en derredor una edificación corrida y de dos plantas, la baja destinada a pequeñas tiendas, almonedas y cacharrerías para el género menudo (el grande y pesado se dejaba en el centro, al aire libre, formando calles, como una chatarrería) y la de arriba, de corredor, a viviendas de los rastreros y trajineros. Al poco tiempo el nombre de Bazar de la Casiana mutó en Las Américas. Nadie conoce con exactitud de dónde le vino el nombre, pero triunfó, y desde entonces Rastro y Las Américas vinieron a ser sinónimos. Cuando ese primer bazar se colmató, se habilitó otro aún mayor, al final de la Ribera. Ocupaba un amplísimo espacio, hasta la Ronda de Toledo, y con ese bazar, llamado del Médico, su dueño hizo lo propio: cerca, portalón de entrada por la Ribera y de salida por la Ronda, y dentro, en el perímetro, tiendas pegadas unas a otras y viviendas de corredor en la planta de arriba, y la chatarra en el espacio central, ordenada por calles y montones. Para diferenciar ambos espacios, al primero se le llamó desde entonces las Primitivas Américas y a las nuevas, Grandiosas Américas, que cuando se quedaron pequeñas, se expandieron, a comienzo del siglo XX , al otro lado de la Ronda, junto al Gasómetro, en el Bazar del Federal que mutó a Nuevas Américas, dedicadas al género más cochambroso de todos. Y también allí se hizo lo mismo, una cerca, los almacenes, las viviendas…

149-150. Santos Yubero, Mercadillo en Mesón de Paredes , 1935. Al fondo, una casa de corredor, junto con la corrala la vivienda típica de las clases populares madrileñas hasta bien entrados los años sesenta del siglo pasado. En la imagen superior, la Cabecera del Rastro. Eloy Gonzalo fue un soldado que quiso quemar vivos a unos insurgentes cubanos en el pueblo de Cascorro. Así lo recuerdan la lata de gasolina que lleva en una mano y la tea encendida en la otra. Su estatua celebra aquella gesta, acaso porque esta no sirvió de nada y él perdió la vida.

La novela de Baroja La busca recoge el mundo miserable de los rastreros de los primeros años del siglo XX , y lo hace con un lirismo áspero parecido al seco y polvoriento perfume de los geranios que se ven en los balcones de Madrid. También La horda , de Blasco Ibáñez, nos contó ese barrio, y el libro de Gómez de la Serna El Rastro , verdadera almoneda, entretenida, caótica, repleta de sorpresas, con sus tesoros y cachivaches, unos de ley y otros de pega.

Fue el Rastro desde sus orígenes hasta los años cincuenta del siglo pasado monopolio de payos. La mecanización del agro a mediados del siglo XX , que retiró del campo las bestias, dejó sin trabajo a miles de gitanos dedicados al oficio del merchán. Ellos, al igual que otros isidros (como se les ha llamado siempre en Madrid a los agropecuarios), vinieron a Madrid buscando mejorarse. Los gitanos, con su ancestral habilidad en los tratos, acabaron de manera natural en el Rastro, donde empezaron vendiendo género fácil de transportar (monedas antiguas) y siguieron con todo aquello que la industrialización y modernización dejaba arrumbado en los corrales: aperos agrícolas, cerámica, tinajas, rejas, hierros, canterías… y en cuanto se soltaron, todo lo que iban encontrando por los pueblos. Madrid recuperó en unos años el tono pueblerino que no brillaba tanto desde los tiempos de san Isidro. El Rastro vivió entonces su época dorada. Madrid se volvió loco, buscando no solo gangas, sino reunirse con su pasado rural y su propia Edad Media, todo aquello que enterró en su lugar de origen para no morir de nostalgias medievales e islamitas.

Desde el alcalde Tierno, en los años ochenta del siglo pasado, el mercado pasó de ser diario a celebrarse solo domingos y festivos. En sus buenos tiempos el abanico se abría desde la calle de Embajadores a la de Toledo. Hoy se ha estrechado tanto que el abanico parece cerrado. Tiene que ver en ello la transformación del Rastro, pasando de mercado de necesidad (para todos aquellos que buscaban en él cosas únicamente más baratas) a algo que tiene que ver sobre todo con la memoria y el deseo del coleccionista. Y con ello llegamos a la parte teórico-práctica.

Esta es la pregunta: ¿qué buscamos en las cosas viejas que no encontramos en las nuevas? A veces tales hallazgos ni siquiera van a cubrir necesidades perentorias y vienen a satisfacer fantasías y arcanos íntimos.

Empezamos buscando allí (me refiero a mi compañero de Rastro y de más vidas Juan Manuel Bonet) los libros viejos que no encontrábamos en las librerías de nuevo, porque los mandarines que impartían la doctrina en nuestra juventud, como ya he apuntado antes, los habían condenado al ostracismo, desde Galdós y Baroja a Juan Ramón Jiménez, pasando por el propio Gómez de la Serna, Cansinos Assens, Chaves Nogales, Díez-Canedo, Foxá, Panero, Miró, Sánchez Mazas, Risco y cien más. Y advertimos también que había allí muchos objetos que reclamaban nuestra atención. El Rastro es el espejo roto en el que se ha mirado siempre Madrid, porque da de la ciudad, en aquello de lo que se desprende, una visión más exacta que la que guarda en todo lo que conserva. Las cosas de las que nos desprendemos hablan con más exactitud y libertad de nosotros que las que nos acompañan, porque al fin y al cabo aquellas ya no tienen nada que perder ni secretos que guardar.

151-152. Las Grandiosas Américas en 1904 y las Primitivas Américas en los años treinta.

153. Colección de billetes capicúas. La primera de esas colecciones apareció incompleta en la Casa Postal de la calle Libertad. Al poco salió otra en el Rastro (como prueba de que allí solo vemos lo que nos mira), igualmente incompleta. Sirvió esta para rellenar los huecos de aquella, que queda a falta de veinte números, de los mil posibles. Son de tranvías y autobuses madrileños, de antes y después de la guerra. Conocemos los trayectos, una tela de araña que une las calles de Madrid, el centro y los arrabales. Si llegáramos un día a conocer la vida de quienes pusieron su ilusión en completar la serie, tal vez se demostrara que la suerte no cambia, sino que solo se completa.

Y algo más: de ser el vertedero o cementerio de los detritus de la ciudad, una especie de postrimería de Madrid, el Rastro pasa a ser, milagrosamente, un lugar de resurrección, ese Madrid resucitado en el que muchos objetos condenados a desaparecer son rescatados para una vida a veces tanto o más gloriosa que la que tuvieron anteriormente. Algunos de ellos incluso mejoran con la decrepitud y su vejez, que necesitan atravesar, para volver a la circulación aún más remozados y deslumbrantes que nunca.

Durante unas horas, las primeras del día, cuando apenas ha amanecido, coinciden allí un puñado de gentes, compradores y vendedores, que mediante el rito del regateo ponen orden en el caos del mundo y buscan entre todos el valor justo (más que el precio), o lo que es lo mismo, la verdad de las cosas. De ese modo, pacientemente, van ellos, como Adán les dio nombre a las fieras, tratando de acotar aquel camposanto de los trastos profanos hasta convertirlo en sagrado Paraíso.

Y al Paraíso voy yo cada domingo, como quien tiene el deber de salvar a granel el mundo. El barrio es, como he dicho, uno de los más feos de Madrid, pero a mí me gusta: casas de dos, tres y cuatro pisos de estilo bastardo, como los perros callejeros, tabernuchas, almonedas con aspectos de ultramarinos de pueblo y vida sin ángel. En el Rastro no hay un solo monumento, no hay nada que visitar, allí solo se va al Rastro. Únicamente se anima las mañanas de los domingos, el resto de la semana aquello se vuelve metafísico como un cuadro de De Chirico. A veces el peso de la metafísica es insoportable y puede con todo, como con ese hombre joven que hace unas semanas se ha suicidado colgándose de una cuerda en la almoneda que heredó de su padre, muerto hace un par de años. Aunque al domingo siguiente no se hablaba de otra cosa, la vida continuó. Y venció la alegría de todos los domingos. «Entre el Prado y el Rastro […] Madrid no tiene otras opciones que “organizarse en Museo del Prado o desorganizarse en el Rastro. El Rastro es un Prado al revés”», decía Umbral, y qué bien visto está eso. Al principio yo iba a descubrir el Prado en el Rastro, los tesoros, pero hace ya mucho tiempo que he comprendido que el tesoro son las gentes que concurren allí, compradores y vendedores, y las historias que se cuentan, las novelas que llegan en forma de pecios y avalanchas, los poemas que escriben con sus canturrios los pájaros del Campillo, con su perfume las hogueras que hacen para calentarse los gitanos, arrancándoles a las consolas sus patas, como si fueran muslos de pollo, y con sus risas luminosas todas las Preciosas y Rinconetes de Madrid.

A veces tiene uno la suerte de encontrar tal o cual libro raro, tal o cual objeto singular y valioso, pero nada de ello es comparable con el día en que vimos en el cielo, sobrevolando el Campillo, con majestuosa ortografía, la uve de un bando de ánades que emigraban al Sur: hizo enmudecer a toda aquella humanidad de payos y gitanos, mendigos y señores, prenderas y puesteros, vendedores y tesoristas, probando así que nada hay tan hermoso como la realidad ni nada tan real como la belleza.

Durante dos o tres horas subimos y bajamos aquellas calles, Miralrío, Carnero, Arganzuela, Arniches, Curtidores, y escrutamos las dos plazas de Vara del Rey y del Campillo. Al terminar, a veces, entramos nosotros dos y nuestras amigas en uno de los bares, donde toman sus churros y porras aquellos con los que hemos estado regateando dos minutos antes. Sin temor a los contagios (hasta el coronavirus). Mi camino de vuelta me lleva por la calle de Toledo. Galdós describió muchas veces el ambiente de zoco persa que había allí, toldos multicolores, los anafes de las que freían las gallinejas, cajones de verduleras y muestras de los negocios más variados. Hace aún cuarenta años quedaban algunas tiendas características de aquel tiempo (La moda práctica o una corsetería, La Latina, ya desaparecidas, esta última de tallas grandes que exhibía en su escaparate sostenes que habrían servido para una vaca, y la fascinante de Caramelos Paco, que existe todavía como primoroso homenaje a las cajas de Cornell), sustituidas a cada vez mayor velocidad por bodegones de comida rápida, entidades bancarias, franquicias, comercios anodinos y bares de tapas para guiris.

Desde hace cincuenta años sale cada cierto tiempo un alcalde queriendo trasladar el Rastro a otro lugar: el barrio es una porción de la tarta inmobiliaria demasiado suculenta para dejarla en manos de aquellos desgraciados que llevan viviendo en el barrio desde hace generaciones. Volvió a suceder cuando sobrevino la pandemia del coronavirus, en 2020. El Rastro se cerró entonces durante meses por primera vez desde que se consolidó como mercado de trastos viejos allá en el siglo XVII . Y a cuento de eso volvieron a maniobrar quienes tratan de llevárselo a otra parte. ¿Qué sucederá? Hasta ahora ha resistido de milagro, como milagroso es que no haya desaparecido el Madrid de Galdós.

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