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Retales madrileños » 2. Madrid y sus reyes

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2 Madrid y sus reyes

¿Qué sabemos de los reyes? De su vida privada, firme, poco o nada, pues ellos y sus camarillas suelen ser discretos con los extraños. De sus actuaciones políticas, lo que hayan averiguado los historiadores en testimonios de época, documentos de las cancillerías y otras fuentes.

Desde 1561 Madrid ha sido sede de la corte hasta hoy mismo (si bien Juan Carlos I prescindió de la corte en sentido social y palaciego desde el comienzo de su reinado), exceptuando los dos periodos republicanos (1873-1874 y 1931-1939), el de 1601-1606, en que la corte se trasladó a Valladolid, y el de 1939-1975, en que la monarquía estuvo suspendida durante el dictadura franquista, apoyada por la nobleza con entusiasmo y sin agobio (no tenían prisas).

¿Ha tenido Madrid suerte con sus reyes? Como cualquier otro país. Al final se les recuerda por las obras que hayan dejado en la ciudad en la que residieron, legislativas o arquitectónicas (cuando no por sus crímenes y felonías, que también) y sí, la mayor parte de los reyes españoles vivieron de espaldas a la ciudad, incluso a su pueblo, al que, no obstante, no hubo uno solo que no dijera amar como un padre a sus hijos.

177. Alfonso VI.

Alfonso VI , «el Bravo» o «el Conquistador», la conquistó a los moros, como su propio nombre indica, hacia 1083, pero con la misma facilidad volvió a perderla al poco tiempo, y también la perdieron los temibles almorávides, pasando a Alfonso VII , que le dio el título de Villa y, después, a Alfonso VIII , «el de las Navas de Tolosa», que le concedió su primer fuero en 1202. A partir de entonces la ciudad juró fidelidad a unos y otros reyes, que se la disputaron no siempre de forma pacífica, como ocurrió con Enrique IV . Él le dio el título de «muy Noble y Leal», al tiempo que veía cómo la muy noble y leal acababa quitándole los apoyos a su hija, Juana la Beltraneja, para dárselos a su rival, Isabel de Castilla, futura mujer de Fernando de Aragón. Reinando estos con el nombre de Reyes Católicos , fue Madrid ciudad notable, pero no corte, y así siguió durante el brevísimo reinado de su hija, Juana la Loca , y luego durante el del hijo de esta, el emperador Carlos V . Hubo que esperar a

Felipe II (Valladolid 1527-San Lorenzo del Escorial, 1598; reinó cuarentaidós años), para que este la designara corte. Llamado «el rey Prudente», a Madrid solo le dio el puente de Segovia. Claro que le dio también «nuevos aumentos y gran consideración». En lo demás, Felipe II tiene sus partidarios y detractores. Su actuación política, a estas alturas, es irrelevante, pero no que ese rey que leía a Plinio, le gustaban los libros y amaba las flores y los jardines sea a quien Tiziano, el pintor preferido de su padre, hizo un retrato admirable, y quien mandó construir el monasterio de San Lorenzo del Escorial, el edificio más enigmático y hermoso de cuantos haya levantado el hombre.

Felipe III (Madrid, 1578-1621; reinó veintitrés años), su hijo. Mientras su valido el duque de Lerma se empleó en saquear y hundir el imperio heredado de su padre, él se dedicó a rezar. No en vano se le conoce como «el Piadoso». Fundó entre conventos e iglesias más de veinte. La plaza Mayor, antes llamada del Arrabal, una idea que su padre encomendó a su arquitecto Juan de Herrera, se construyó durante su reinado, pero no pudo disfrutarla, porque se murió antes de que se inaugurara. La que ahora existe no se parece en nada a aquella, reconstruida tras el pavoroso incendio de 1790. Y algo parecido a lo que se dijo de su padre: para los happy few es solo el rey que reinaba cuando se publicaron todas las obras de Cervantes, incluido el Quijote , que no sabemos si llegó a leer.

Le sucedió en el trono su hijo Felipe IV (Valladolid, 1605-Madrid, 1665; reinó cuarentaicuatro años), llamado no se sabe por qué «el Grande», porque perdió la mitad de los reinos heredados de su padre, y entregó su gobierno a su valido el conde-duque de Olivares, otro ladrón, quien construyó para él el palacio del Buen Retiro, donde vivió sin dar un palo al agua (ni a la del estanque de las naumaquias). Su afición a las fiestas (toros y actrices) no fue menor que la que mostró por la religión (novicias) y las artes. A cuenta de su vida libertina, francachelas y bastardos se han escrito una gran cantidad de libros de historia y novelas de espadachines en las que abundan los «¡Voto a bríos!», «Vuesa Merced», «Agua va» y «¡Atrás, follones!». Ramón y Cajal, demasiado severo, lo llamó «el Imbécil», pero no debía de serlo tanto si mantuvo en su puesto de pintor de corte durante más de cuarenta años a Diego Velázquez, el más grande milagro español. Solo por eso le han sido ya perdonadas todas sus faltas, incluida la más grave de todas, no haber desheredado a su hijo

Carlos II (Madrid, 1661-1700; reinó veinticinco años). El apodo con el que se le conoce, «el Hechizado», fue solo un eufemismo de tarado y loco (hizo abrir el sepulcro de su mujer, María Luisa de Orleans, en el pudridero del Escorial para darle el último abrazo), además de estéril, por lo que acabó con la demolición política y territorial empezada por su padre y abuelo, y el trono cambió de dinastía, recayendo en manos de su sobrino nieto, el duque de Anjou, nieto de su hermana María Teresa de Austria, casada con Luis XIV, y nieto por tanto de este, reinando con el nombre de

Felipe V (Versalles, 1683-Madrid, 1746; reinó cuarentaicinco años, exceptuando los meses en que abdicó en su hijo Luis I, «el Liberal», en 1724, quien murió con diecisiete años). Con él cambió la dinastía reinante de Austrias a Borbones. No le gustó nada tener que venirse a Madrid a hacerse cargo de un trono que no deseaba y que hubo de pelear catorce años en una guerra civil o de Sucesión, durante los cuales su contrincante el Archiduque, autoproclamado Carlos III, entró dos veces en Madrid, cuya población le dio la espalda, lo que le adelantó dos siglos a Antonio Machado, pues al parecer dijo: «¡Qué maravilla Madrid sin madrileños!». Cuando Felipe V llegó no hablaba ni una palabra de español y detestaba la ciudad. Aunque era un ser aburrido y abúlico, el empeño que puso en ganarle al Archiduque le valió el sobrenombre de «el Animoso» (también se lo hubieran dado por el encono con que persiguió a los gitanos, a los que primero llevó a prisión y luego expulsó de la ciudad). Saint-Simon lo retrató en dos líneas: «Tiene un gran miedo al diablo, carece de vicios y no los permite en quienes le rodean». Era una manera cortesana de reconocer que aquel hipocondriaco dominado por el terror a morir estaba como una cabra. Tuvo suerte y el Alcázar, que aborrecía, se le quemó, lo que le permitió iniciar las obras del Palacio Real. Acostumbrado al boato versallés hizo con Madrid lo que pudo, y fue bastante: la Real Academia Española, la de Historia, la de Bellas Artes y la Real Librería (futura Biblioteca Nacional); apoyó algunas mejoras del alumbrado y de los pavimentos e impulsó el Monte de Piedad (precioso nombre que ideó su creador, el padre Piquer, para un proyecto benéfico encomiable), pasando el testigo a su hijo

178-185. Retratos de los reyes aquí citados, extraídos de postales, sellos y recortes varios procedentes del Rastro.

Fernando VI (Madrid, 1713-Villaviciosa de Odón, 1759; reinó trece años). Se le conoce como «el Prudente» o «el Justo». Mandó levantar las Salesas Reales, iglesia y palacio. Amaba la música sobre todas las cosas y estuvo profundamente enamorado de su mujer, Bárbara de Braganza, una joven culta y melómana como él. Al morir ella, su marido enloqueció de dolor. Ambos tienen su estatua en la plaza de la Villa de París, muy bonitas, rodeadas de niños y mendigos. La justicia poética ha querido que el palacio de estos reyes amantes de la música y de la armonía sea hoy la sede del Tribunal Supremo, afinador por antonomasia de las leyes.

A Carlos III (Madrid, 1716-1788; reinó veintinueve años) le sucedió lo mismo que a su hermano Fernando VI, por nada del mundo hubiera querido dejar Nápoles, donde llevaba de rey veintitantos años. Recibió el título de «el Político» y Sainz de Robles se inventó lo de «el mejor alcalde de Madrid», como tantas cosas: «el mejor alcalde de su tiempo fue José Antonio de Armona» (Álvarez Barrientos). La mayor parte de las obras que se atribuyen al rey fueron patrocinio suyo: el Observatorio Astronómico, el Salón del Prado con las fuentes de Cibeles y Neptuno, la Puerta del Alcalá, el Nuevo Rezado (Academia de la Historia), el teatro del Príncipe… En todo caso en su tiempo se construyeron también la Casa de Correos en la Puerta del Sol, el Museo de Ciencias, y el Botánico, la Academia de San Fernando, San Francisco el Grande, la Aduana, hoy Ministerio de Hacienda, y en pequeño, el catastro y los registros, el alumbrado, unas nuevas pavimentaciones, la mejora del servicio de limpieza, el cuerpo de serenos… Abrió parte de los jardines del Buen Retiro al disfrute público y derivó verbenas y distracciones varias al paseo del Prado; también importó de Italia la lotería (le vino muy bien para recaudar fondos para sus reformas), los belenes (un éxito: se vendieron de todas clases y tamaños, algunos hechos con autómatas) y los carnavales a la napolitana. Eso sí, aconsejado por los ilustrados, prohibió las corridas de toros, parcialmente suspendidas ya por su padre. Para compensarlo promovió la mayor parte de las instituciones de estudio y reales academias que siguen aún en funcionamiento. Empezaron a proliferar las tertulias privadas y las sociedades científicas, los cafés, y también las imprentas: nunca se ha editado mejor que en el siglo XVIII , con Ibarra, Sancha y la Imprenta Real. Desdeñaba la etiqueta, era madrugador y trabajador y salía a diario a cazar dos o tres horas por considerarlo beneficioso para la salud. Dicen incluso que en privado le gustaba «hacer el oso» y que tenía tan buen humor como podía tener mal genio. O sea, que era humano, y de los buenos. Su valido el duque de Fernán Núñez (se conserva aún su palacio en la calle Santa Isabel, neoclásico y con empaque) hizo de él un gran retrato: «Tenía una gracia que inspiraba amor y confianza». De modo que cuando hace unos años se puso en la Puerta del Sol su estatua fue un acto de justicia.

Pasó el testigo a su hijo Carlos IV (Portici, 1748-Nápoles, 1819; reinó diecinueve años). Se le llamó «el Cazador», pero Madariaga no fue tan piadoso y lo llama «el Imbécil», disputándole el título a Felipe IV. Nourry dice de él que tenía inclinación «a la vita putesca», dando carta de naturaleza a un chisme que se ha demostrado falso y obra de la propaganda contraria, que presentaba a Manuel Godoy, su valido, amante de su mujer (al parecer los reyes eran amantes esposos). Incrementó los archivos musicales de palacio y, virtuoso violinista, se encargó personalmente de reunir la colección más portentosa de stradivarius (conservada en la actualidad en el Palacio Real). La posteridad lo ha maltratado acaso no del todo justamente, y tuvo la suerte de haber sido retratado por Francisco de Goya, antes de abdicar en su hijo Fernando y este en Napoleón Bonaparte, que cedió el trono a su hermano

186-189. Retratos de los reyes aquí citados.

José I (Corte, 1768-Florencia, 1844; reinó seis años). Cien veces mejor como rey que su antecesor y su sucesor, aunque ciertamente se le valora más por lo que pudo haber hecho que por lo que hizo (convertir Madrid en algo parecido a París, una ciudad moderna): suprimió la Inquisición, derribó iglesias y conventos, impulsó los cementerios fuera de las iglesias, proyectó unas cortes en la iglesia de San Francisco y un Panteón de Hombres Ilustres, y defendió los valores republicanos de la Ilustración (y él debería haber sido el rey designado por los ilustrados de las Cortes de Cádiz), todo lo cual se le pagó con dos motes, «el Plazuelas» y «Pepe Botellas», este injusto e insidioso, pues era abstemio. Aprendió rápido el español y fue él personalmente quien mandó erigir una estatua a Miguel de Cervantes (aunque no llegó a levantarse entonces, fue la primera que tuvo alguien que no era noble ni militar ni de la realeza), al igual que siguió buscando sus restos mortales (ya los habían estado buscando Sarmiento, Mayans y otros, todos ellos sin éxito, hasta nuestros días); también el primero en tomarse en serio lo de plantar árboles en calles y plazas (costumbre que habían empezado Felipe V, Fernando VII y Carlos III) y en ordenar la lidia en tercios, como buen aficionado. La monumental Puerta de Toledo se empezó bajo su reinado (en sus cimientos se enterraron en una caja de plomo unas monedas con su efigie, la Guía de Madrid y un ejemplar de la Constitución de Bayona que le hizo rey (con la aprobación de los ciento cincuenta nobles y clérigos españoles convocados allí por Napoleón); en 1813, cuando dejó Madrid, se sustituyó esta por un ejemplar de la de Cádiz, que fue sustituida por Fernando VII por un ejemplar del Diario de Madrid , otro de la Guía de Forasteros y otro del Almanak . Durante el trienio liberal volvió a reponerse la Constitución de Cádiz, que definitivamente sacó de allí Fernando VII en 1824. (A estas alturas a nadie le importa lo que hay en esa caja). Los madrileños lo detestaban, por lo que recibieron con júbilo a su sucesor, el más villano de los reyes españoles, tan astuto como mezquino,

Fernando VII (San Lorenzo de El Escorial, 1784-Madrid, 1833; reinó diecinueve años), que pasó de ser «el Deseado» a conocérsele ya para toda la eternidad como «el rey Felón». Traicionó a todo el mundo, a su padre, a Napoleón (a quien juró lealtad y felicitó por sus éxitos militares sobre los españoles), y a los patriotas que redactaron la democrática Constitución de Cádiz de 1812, «la Pepa», que prometió cumplir (claro que esto último animado también por sus partidarios, que acuñaron el grito más envilecido que ningún ser humano haya proferido jamás: «¡Vivan las cadenas!»). Por esas cosas que tiene la historia, a él, el ser más inconstante e inconsistente, representante neto de la roña española, le tocó inaugurar un museo que empezó su abuelo, el de pinturas del Prado, y el Gabinete Topográfico, e impulsar la Universidad Central a partir de los Reales Estudios. Al irse dejó a España, como no podía ser de otro modo, en el mayor desarreglo y con una guerra civil, empeñada por su hermano Carlos María Isidro, un ser aún más tarado y meapilas que él, quien con sus ejércitos y partidas carlistas le disputó el trono a su sobrina

Isabel II (Madrid, 1830-París, 1904; reinó tras la regencia de su madre veintiocho años), conocida también como «la de los tristes destinos», o «la reina Castiza». Pío IX no fue tan cortés: «Puttana, ma pia». Su corte acabó siendo un cafarnaún: el primero que llegaba, militar, ministro, confesor o monja con llagas, trataba de obtener de ella un beneficio y se acostumbró a un caprichoso «ordeno y mando». La verdad es que no tenía dos dedos de frente y así se lo reconoció, la pobre, en una entrevista a Galdós, en el exilio parisino al que la mandó la revolución del 68. Durante su reinado tuvieron lugar las dos primeras guerras civiles, pero Madrid experimentó un gran avance en su modernización: Teatro Real (1850), ferrocarril (1851, «el tren de la Fresa», por unir Madrid con Aranjuez), tranvías de sangre, Canal de Isabel II (1858), la reforma de la Puerta del Sol (1862), reverberos de gas (1864, obtenido de la combustión de carbón y resina y más tarde de hidrógeno carbonatado, que daba una luz muy blanca, lunar), primera fábrica de hielo (1865), primer gran plan urbanístico (1860, Plan Castro, que supuso la creación de los barrios de Argüelles, Salamanca y Chamberí)… Hay un testimonio gráfico pornográfico, tan demoledor como hilarante, Los borbones en pelota , atribuido (falsamente al parecer) a los hermanos Bécquer, eco de las coplillas populares: «Paquito Natillas [su marido Francisco de Asís] / es de pasta flora, / y orina en cuclillas / como una señora». Para sustituirla, vino

Amadeo I de Saboya (Turín, 1845-1890; reinó de 1871 a 1873), hijo del rey Vittorio Emanuele. Fue un empeño de don Juan Prim, «el general bonito» que capitaneó la revolución de 1868 en la que los revolucionarios hicieron famoso su grito «¡Abajo lo existente!» y en la que el mismo Prim profirió (en sede parlamentaria) los tres jamases más famosos de la historia: «¿La restauración de don Alfonso? Jamás, jamás, jamás. (Aplausos)». A los dos años estaba don Alfonso en Madrid, cuando el italiano comprendió que aquella España, a la que dejó como recuerdo el Museo Arqueológico y el Instituto Oftálmico, era ingobernable.

Alfonso XII (Madrid, 1857-El Pardo, 1885, reinó diez años). Se le dio el nombre de «el Pacificador», aunque en realidad el artífice de esa política pacificadora, conocida con el nombre de Restauración, fue Cánovas del Castillo. Su reinado fue para Madrid un periodo de prosperidad y crecimiento (el que llevó Galdós a sus «novelas contemporáneas», el del optimismo presupuestario, extendido a la regencia de Maria Cristina , que se tradujo en obras notables: la estación del Norte, el Banco de España, el edificio de la Real Academia, el Ministerio de Fomento o la Bolsa, entre muchos), pero su corta vida estuvo marcada por la desgracia de perder a su primera mujer (que era también su prima), hecho que le entristeció para siempre, como se recoge en el romance más célebre de su tiempo, cantado por todos los niños de España en sus juegos de corro durante casi un siglo: «¿Dónde vas, Alfonso XII, / dónde vas, triste de ti? Voy en busca de Mercedes, / que ayer tarde la perdí».

190-197. Retratos de los reyes citados.

Alfonso XIII (Madrid, 1886-Roma, 1941). Reinó, tras la regencia de su madre, durante treinta años, hasta la proclamación de la segunda República, 1931, con el sobrenombre de «el Africano», en recuerdo de unas absurdas guerras coloniales que trajeron a España miles de muertos y nulos beneficios (excepto para los militares, que vieron incrementado su medallero y acelerado el escalafón). Si bien el periodo que le tocó vivir fue social y políticamente más convulso que el de su abuela, cometió aún errores más graves que ella, como el de entregar el poder (1923) al general Miguel Primo de Rivera, que impuso una dictadura no tan impopular como hubiera querido Miguel de Unamuno, a quien ese general desterró y confinó. Unas elecciones municipales (con carácter plebiscitario) acabaron mandándole al exilio, donde esperó hasta su muerte ser llamado por el general Franco, que puso fin a la República (1931-1936) en un golpe de Estado y a la guerra civil que siguió (1936-1939) y que él mismo ganó, haciendo valer entonces sus derechos como

Generalísimo Francisco Franco (Ferrol, La Coruña, 1892-El Pardo, 1975. Gobernó treintainueve años). Un hombre mediocre para un país sojuzgado por su propio fracaso como nación, tras la guerra civil. Entró en Madrid (Desfile de la Victoria nunca antes visto) con doscientos cincuenta mil hombres, tres mil camiones, mil vehículos con cañones, tres mil ametralladoras y un millón de participantes para otro millón de espectadores. Solo así se explica que permaneciera en el poder cuarenta años sin especial oposición. No fue rey, pero se comportó en todo momento como un monarca absoluto, taimado y vengativo. Vivió en uno de los sitios reales, el palacio del Pardo, con austeridad castrense, y practicó el ejercicio de la pesca y la caza con la misma obsesión que Carlos IV. Si bien su Régimen se suavizó con los años, entró en el gobierno de España y salió de él y de la vida firmando sentencias de muerte, miles en todo su mandato. Los logros económicos y sociales de su dictadura permanecerán eternamente manchados por los crímenes de todo tipo con que la sostuvo. Dejó la jefatura del Estado en manos de

Juan Carlos I (Roma, 1938), hijo de un don Juan de Borbón que jamás fue rey y nieto de Alfonso XIII. Empleó tres años en desmontar las estructuras franquistas, lo que se tardó en redactar y aprobar una nueva Constitución democrática (1978): «De la ley a la ley» fue la fórmula. Que se sepa no tiene aún sobrenombre («el Breve», vaticinó Santiago Carrillo, secretario del Pce y más tarde clave en la Transición y defensor de la monarquía parlamentaria). Político hábil y campechano, facilitó la reconciliación entre españoles, no sin sobresaltos (intento de un golpe de Estado en 1981 capitaneado por un guardia civil con tricornio, al más puro estilo de los pronunciamientos del XIX , y capeado por él al más puro estilo galaicoborbonés). Su reinado, que ha durado treintainueve años, está considerado el más próspero y pacífico de la historia, cupiéndole el honor de haber convertido la monarquía parlamentaria en la gran defensora de los valores republicanos. Sus trapicheos de comisionista le empujaron en 2020 a una sonada «espantá» que le llevó al extranjero, la más grave equivocación de su reinado. Lo resumió él mismo en una frase tremenda: «Los menores de cuarenta años me recordarán solo por ser el de Corinna [la amante que destapó sus supuestos tejemanejes], el elefante [de una cacería en Botsuana, a la que se escapó sin permiso y que le obligó a comparecer ante la opinión pública: “Lo siento mucho, m’equivocao , y no volverá a ocurrir”] y el maletín [de los millones de euros presuntamente escamoteados al fisco o blanqueados en bancos suizos]».

Y eso que para entonces, 2014, ya había abdicado en su hijo,

Felipe VI (Madrid, 1968), cuyo cometido principal en la actualidad es hacer cumplir la Constitución, preservar la soberanía nacional y mantener unido el reino, frente a quienes tratan de traer a España al menos y de momento tres repúblicas independientes distintas, a saber: la tercera República española, defendida por la extrema izquierda (hoy en el gobierno, desde el que, tras pedir referendos de autodeterminación a todos los territorios que lo soliciten, ha empezado a pedir otro sobre la monarquía); y, por los nacionalistas vascos y catalanes, la República Vasca y la República Catalana, proclamada esta última en 2017 durante veintisiete vibrantes segundos por quienes ya han sido juzgados y condenados a varios años de prisión, a la espera, según han anunciado, de volver a intentarlo en breve y con mayor gallardía si cabe.

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