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Retales madrileños » 4. Madrid y la gastronomía

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4 Madrid y la gastronomía

Al ser Madrid una ciudad hecha de forasteros, se ha comido en ella lo que cada cual ha traído consigo, porque viajamos con la infancia a cuestas y la infancia son sobre todo las comidas maternas. Por tanto, hablar de gastronomía madrileña es tanto como hablar de comida en primer lugar árabe, y luego castellana, gallega, asturiana, vizcaína, extremeña, valenciana…

Como en toda ciudad grande, en Madrid se ha comido mal y bien, poco y mucho, según en qué lado le haya puesto a uno la vida. Por lo general los ricos han comido y bebido más y mejor que los pobres, pero los pobres han creído que para comer bien, como para copular bien, lo de ser rico no es en absoluto una garantía, y, al contrario, puede ser un estorbo. Al final el mundo se divide en dos: los que en el restaurante creen que han acertado pidiendo un plato y se niegan a probar aquello que les ofrecen otros comensales a modo de cata, y los que creen que es mejor lo que se está comiendo el que tienen enfrente, después de haber cometido el error de probarlo.

Durante muchos siglos la dieta de los madrileños pobres fue el pan (de excelente calidad), la olla de vaca o carnero (origen del cocido) y en Cuaresma la truchuela o abadejo (bacalao), y la de los ricos la contenida en El libro de los guisados o en El arte cisoria , fantasiosa y abundante (menús de veinte o treinta platos). La del pobre añadió a su puchero a partir del XVIII la patata y la del rico el chocolate a sus jícaras y mancerinas. De los vinos que se bebían en Madrid, procedentes casi siempre de Esquivias y otros pueblos cercanos, castellanos o manchegos, se pueden rastrear grandes elogios en las obras literarias, porque por lo general nadie habla mal de su médico ni de los vinos que bebe. No obstante, yo no pondría la mano en el fuego ni por la comida ni por los vinos que se comieron y bebieron antes de 1950, tanto de la mesa del rico como en la del pobre, quiero decir que si en algo son volátiles e inconstantes los gustos, al contrario de lo que ocurre en las cópulas, bastante parecidas desde Adán y Eva, es precisamente en todo lo referido a la comida.

Lo de la comida, no obstante, tiene otras concomitancias.

La gastronomía es, como se sabe, uno de los resortes más eficaces para activar la memoria: «Toutes les fleurs de notre jardin […] et les bonnes gens du village et leurs petits logis et l’église et tout Combray et ses environs, tout cela qui prend forme et solidité, est sorti, ville et jardins, de ma tasse de thé»…

¿Se sabe comer bien en Madrid? ¿A qué llamamos entender de comida o entender de vinos? ¿Es posible ser hedonista en un «lugarón manchego»?

Déjense en un convite concurrido unos platos con jamón de Jabugo y otros con cualesquiera de esos jamones que rifan en una tómbola, y algunas botellas de Vega Sicilia o Pingus y otras de vino peleón, y se verá que en cinco minutos, y sin que nadie se haya puesto de acuerdo, al jamón y vino buenos se les ha dado un gran repaso, y los malos siguen intonsos. En el caso nada probable de que los asistentes a ese convite tuvieren interés por la lectura, déjense también para regalo suyo dos montones de libros, uno de buena literatura y otro de novelas malas, y se verá igualmente que la gente se lanza de una manera ciega sobre las novelas malas, y al montón de la buena literatura ni se acerca.

Si hay un arte aún más difícil que la cisoria es el de hablar o escribir de las cosas de comer. ¿Qué podemos decir de un asunto en el que se leen frases como esta: «Las salsas son la columna vertebral de la cocina»? Lo dijo «Savarín», seudónimo del conde de los Andes; dominó la escena de la crítica gastronómica de su tiempo con Cunqueiro, Pla, Cañabate, Perucho y Néstor Luján. Antes que ellos, Camba, Jacinto Sanfeliu, Chicote. Antes, Ángel Muro, la marquesa de Parabere (los libros de esta, ya clásicos, le entusiasmaban a Bergamín) o Galdós. Antes… Después del tiempo, de lo que más gusta hablar es de la comida.

Hay quienes creen que en Madrid, pese a ser corte, nunca se comió bien (Alejandro Dumas, que dijo aquello de «África empieza en los Pirineos», lo resumió de una manera cruel, cuando vino a las bodas reales de Isabel y Luisa Fernanda: «En Italia, donde se come mal, los hoteleros dicen: “Señor, tenemos cocinero francés”. En España, donde el que come mal es porque no le da la gana comer bien, dicen: “Señor, tenemos cocinero italiano”»; Camba (impagable su La casa de Lúculo , obra maestra del género) trasciende a Dumas: «La cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas»). Para otros, en cambio, Madrid es la capital de la gastronomía, como lo es de los toros, del flamenco, del cine, de los espectáculos teatrales, de las finanzas, de la política, del periodismo, de la literatura, de las artes, de los museos y de cuanto se nos ocurra.

En lo que todos se muestran de acuerdo es en que en Madrid, como en cualquier parte, los que tienen dinero presumen de comer bien y los que no lo tienen… también (excepto en las épocas de hambruna, como la mayoría de los madrileños en la última guerra civil y la mitad de ellos en la posguerra).

Cuando la corte era castellana, en Madrid privaron los asados, la caza y los dulces moriscos; cuando fue austriaca, a los asados se sumaron las salsas flamencas y borgoñonas; cuando vinieron los Borbones, en el XVIII , las cazuelas se hicieron francesas, pero con Carlos III, napolitano, a la pimienta de Versalles se le añadió el salero italiano. El XIX fue, sin embargo, el definitivo triunfo de la cocina popular sobre cualquier otra: a los graves asados de siempre vinieron a sumarse los sainetes: el cocido madrileño (en realidad, como todos los cocidos u ollas podridas), los callos y los churros (las más originales aportaciones de Madrid a la humanidad hambrienta, los callos por sublimar unas vísceras, los churros, tan cubistas, por ser modernos siempre sin parecerlo), los buñuelos de viento (una sublime invención barroca), las torrijas (tan cervantinas), las rosquillas del santo (las tontas por tontas y las listas por listas) y los bartolillos (el dulce de nombre más gracioso), y el contrapunto y fantasía de los besugos, a los que en Madrid se les cobró una afición fanática. Así lo certificaron las dos instituciones culinarias del siglo XIX , supervivientes aún: Botín (hay que visitarlo, pero nadie espere que en el restaurante más antiguo del mundo según el Libro Guinness la comida no sea también de 1725), y Lhardy (1839). Y en una historia de este último restaurante, su autor, José Altabella, hace una de las mejores descripciones de la Carrera de San Jerónimo, donde sigue, y por extensión de lo que fue siempre Madrid desde su origen, la mezcla: «Apenas cincuenta casas, algunas palaciegas y otras modestas, muchas burguesas en las que estaban establecidos toda clase de tiendas y establecimientos (perfumistas, sastres, bordadores, vendedores de loza, confiteros –“La Dulce Alianza”–, un famoso taxidermista (célebre por sus grandes obras, toros y lobos, el señor Severini) y vivían actores, indianos, duques, consejeros de Estado, cortesanos y menestrales».

212. Antigua publicidad de Botín.

Y lo que fueron Botín y Lhardy en su tiempo, lo fueron en la primera mitad del XX las cocinas del Ritz y del Palace, y en la segunda, Horcher y Jockey (con la ayuda de Franco)… Todos estos aún están abiertos, y lo de menos en ellos es ya la comida (en algunos muy buena, sí): a esos sitios se va para contarlo luego. En ninguno de esos figones de postín se han dejado de ofrecer los platos tradicionales madrileños, ni peor ni mejor que en algunas tascas de Lavapiés, solo que cien veces más caros.

Pla hizo una aguda observación en Madrid, 1921 , libro en el que Madrid se parece poco a Madrid, pero mucho a Pla (lo empieza hablando de Barcelona y lo termina hablando de Palafrugell): en Madrid los buenos restaurantes son vascos, gallegos, catalanes, levantinos. ¿Madrileños? No le dio tiempo a conocerlos: «Todo parece indicar –nos dice allí– que el catalán no se encuentra bien en Madrid. Suele llegar por la mañana y, a poco que pueda, regresa esa misma noche».

Hoy los restaurantes de cualquier sitio son, en primer lugar, la célebre guía Michelin (pueril como todos los premios), y después lo que cuadre. En nuestro mundo globalizado se le da ya tanta importancia a la comida como en la Roma de los césares a aquel gran manjar, lenguas de colibrí, que preludió la caída del imperio, y en cualquier sitio se come aceptablemente, al igual que ya se cultivan «caldos virtuosos» en todas partes. No hay duda: Sí, nos ha tocado vivir unos tiempos en que los cocineros tienen tanto o más mando en nuestra sociedad que los filósofos o los intelectuales.

213. Mondongueras preparando en sus anafes las célebres gallinejas a principios del siglo XX .

Y si escribir bien de gastronomía es más difícil que de otros asuntos, lo interesante de una comida ha sido siempre la conversación, por lo mismo que la mejor salsa es el hambre. Les pasa a los relatos de comida lo que a los sueños habidos durante el descanso nocturno: el que los cuenta puede haber quedado impresionado, pero quien los oye está siempre tentado de atajar: «Ah, que aproveche, y abrevia». Porque la literatura de gastronomía corre el riesgo de la perpetua elegía y de las comparaciones: «Sí, este está muy bueno, pero, ¿te acuerdas, amor mío?: para jamón jamón, el de Sevilla», le dice invariablemente a su mujer el cuñado de un amigo cada Nochebuena desde hace treinta años y después de probar los jamones de bellota más exclusivos que cada año compra nuestro amigo con la secreta esperanza de convencer a su cuñado de que en esas cuestiones no es verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor. Nuestra memoria se empeña, no obstante, en recordar: «¿Qué se hizo el rey don Juan? / Los infantes de Aragón / ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán, / qué fue de tanta invención / como trujeron?». ¿Qué es, por venir a lo de ahora, que decía también Manrique, de esos Lhardy, Jockey y Sacha, qué del fabuloso Combarro y el modesto Villa de Foz? ¿Qué de aquel Comercial donde transcurre Los amigos del crimen perfecto ? ¿Y de Custodio Zamarra, el sumiller de Zalacaín, que elegía los vinos para Iberia y se subía a los aviones para ver cómo se comportaban sus vinos a nueve mil pies de altura, del señor Custodio, qué se hizo? ¿Y de Viridiana, y de La Dorada, y de…? De todas las madalenas posibles, la mejor siempre es la última, aquella que le arranca a alguien À la recherche du temps perdu . Cada época tiene sus restaurantes de moda. La mayoría van pasando, y su decadencia es más o menos prolongada hasta que desaparecen y son sustituidos por otros. También los paladares cambian, se defenestra la dinastía mantequilla y se proclama la república del aceite de oliva, sale el cerdo y se entroniza el rodaballo, y así con todo, y vuelta a empezar, como decía Ferlosio que leía él las Vidas paralelas , una y otra vez, de Otón a Teseo, «como de nuevas». La eterna novedad del mundo, dijo Pessoa. Repaso las guías gastronómicas de 2019: ninguno de los restaurantes citados por mí ahora figura ya en la lista de los mejores. Sic transit . En ninguno tampoco de los más exclusivos en los que he comido o cenado –todos esos y algunos otros– he cenado o comido mejor que en otros más modestos. Claro que he ido poco a restaurantes caros y siempre invitado, como Camba, que tuvo fama de gorrón (para ser un buen crítico gastronómico tendría uno, no obstante, que pagárselo de su bolsillo: a cualquier menú le sucede lo que al sicoanálisis lacaniano, solo surte efecto si se pasa antes por caja; ahora, para disfrutar más aún, mejor si paga uno al que apenas conocemos).

Para mí los restaurantes, mejores o peores, van unidos siempre al nombre de algún amigo, y aunque le gustan a uno poco las evocaciones al hilo de los restaurantes, por lo que tienen del manriqueño «las vaxillas tan fabridas», aquí van algunos nombres, todos en activo: El Schotis (con los frescos de Eduardo Vicente) o el galdosiano Botín donde íbamos cada semana con Cuca y Ramón Gaya, y al lado la Posada de La Villa, en la que no he entrado por miedo a la fecha en que se fundó, 1642; Casa Ciriaco (uno de los de Camba y también con cuadros de Eduardo Vicente y otro de Julián Grau Santos) o la Taberna del Alabardero (que pertenecía a un cura), por ser los de Pepe Bergamín, o el taurino Salvador (compartido a menudo con Manolo Arroyo y Azúa, pero solo una vez con José Antonio Muñoz Rojas y otra con Giorgio Agamben). A El Bierzo, tan fonda ferroviaria (menú de doce euros –a día de hoy– y manteles de papel) y heredero de El Comunista, he ido varias veces con Savater y muchas más en las ferias de libros viejos con Abelardo Linares y Paco Brines; la Taberna de San Mamés, solo una vez, pero con Carlos García-Alix, y la más famosa de las tabernas de Madrid, la de Antonio Sánchez, de la que escribió Cañabate un buen libro y donde se presentó el mío de El Rastro ; en Cuenllas, donde están abonados los Bonet, celebramos Miriam y yo con la doctora Ángeles Franco un diagnóstico providencial, y me fio absolutamente de loque en asuntos de vino diga el susodicho Bonet, que lleva en la cabeza bien ponderado el nombre de todas las bodegas, como decía Balzac que llevaba en su cabeza toda la humanidad; desgranaría, si me acordara, el nombre de los restaurantes a los que solemos ir Savater, Azúa, Cayetana Álvarez de Toledo, Alberto González Troyano, Miriam y yo, y a los que se han sumado alguna vez, cuando se escapan de Barcelona, Félix Ovejero y Arcadi Espada, el único de nosotros que ve en la gastronomía más progreso que eterno retorno; y a los que nos llevaba, a su hermano Javier y a mí, el más fino de los entendidos en las artes cisoria y vinaria, Julián Rodríguez, casas de comida medio secretas en las que la calidad estaba en proporción inversa al precio; lo mismo que los incontables a los que hemos ido con Manolo Borrás a lo largo de treinta años solo o con el otro Manolo y Silvia, los otros dos pretextos ; me acuerdo del Cisne Azul, donde se comen las mejores setas de Madrid y el preferido de Marili y Eloy Sánchez Rosillo y Encarna y Pedro García Montalvo, porque está cerca de casa, lo mismo que La Manduca, donde Javier Pagola, que tiene un buen acuerdo con el dueño, nos invita a Manolo Gúlliver y a mí (también hemos ido Miriam y yo por nuestra cuenta, y allí nos llevó ella a los pretextos y a mí a celebrar el premio que le dieron a La otra modernidad , su libro sobre Gaya). Aunque haya uno cenado muchas veces en Edelweiss (tendría ese restaurante una novela de espías alemanes como Embassy, la célebre casa de té y pastelería del barrio de Salamanca, la tuvo de ingleses en un Madrid infectado de agentes de la Gestapo y del Secret Intelligence Service), no hay vez que no pase por delante de Edelweiss, decía, que no recuerde a José Luis Cuerda: estaba cenando solo, y se añadió a la mesa en la que estábamos Miriam y yo, después de un concierto, y allí nos contó la fabulosa historia de su padre, jugador profesional de póker; o por delante de Casa Manolo, que está al lado, con Ferlosio y Demetria. Fue solo una vez, lo mismo que el día que nos invitó Joaquín Sabina al restaurante chino del Palace, o la memorable noche en que Cayetana concertó una cena con Savater, Isabel Preysler, Miriam, nosotros dos y Vargas Llosa, con el que había contraído una de esas deudas que no se saldan con nada. Un día apareció en mi vida Luis de Luis, exiliado cubano, rico y protector de Aurora Bautista; en su jubilación le dio, por cierto, por reescribir como Pierre Menard el Quijote que le dictaba la actriz (acababan de salir los primeros ordenadores) y quiso regalarme una copia; cada cierto tiempo íbamos al Club 31 con Aurora, y uno asistía a sus perpetuas disputas, porque él ponía en duda que ella, que hizo de Agustina de Aragón y medio cine franquista, fuera roja, como sostenía; ha durado esta amistad más de treinta años. O el patio con emparrado de la modesta casa de comidas, al lado de su estudio, donde se remataba la visita al escultor Julio López. O aquella Casa Gades a la que crucé muchas veces (está en Conde de Xiquena) con la esperanza de volver a ver a Marisol (y no).

214. Recuerdo del restaurante Las Cuevas de Luis Candelas de la calle Cuchilleros hecho por un fotógrafo ambulante.

«En Madrid a las siete de la tarde o das una conferencia o te la dan», decía d’Ors, en una frase que se le ha atribuido a otros, como la de «esas flores son los nenúfares de los que usted habla tanto en sus poemas» que en el Retiro le endosaron ¿Rubén Darío, Unamuno? a Villaespesa; en Madrid, tanto o más que las conferencias y los nenúfares, ha gustado mucho comer y cenar fuera de casa.

En el Rastro aparecen muchos menús y minutas impresos, procedentes de banquetes dados en honor de este o aquel; la gente los conserva por consolarse seguramente cuando sean viejos y los médicos los tengan a dieta. He aquí la síntesis de una larga tanda de golosinas, todas típicamente madrileñas: «Desayuno: Aguardiente con churros. Chocolate con churros o buñuelos. Leche de Colmenar, merengada. Comida: Sopa de pan. Cocido madrileño. Judías de La Granja. Peces del Jarama fritos. Fruta del tiempo (melón de Villaconejos, fresas de Aranjuez, camuesas y uva de Fuencarral, higos del Álamo). Requesón de Miraflores con azúcar o carne de membrillo con queso manchego. Rosquillas de Fuenlabrada. Clarete de Arganda». Merienda: «Chocolate con picatostes o aceitunas aliñadas o bartolillos con vino rancio de Getafe». Cena: «Ensalada o espárragos de Aranjuez. Caracoles a la madrileña o besugo a la madrileña. Castañas asadas o soldaditos de Pavía. Vino de Móstoles».

Y si se come mucho fuera, lo de comer acaba pareciéndose bastante a la ruleta rusa, de modo que con los años acaba uno prefiriendo hacerlo en casa, sin tantos sobresaltos: «A nosotros no nos envenenan», dice con gracia una amiga.

Y después de comer, al café. Los de Madrid fueron famosos. Hubo muchos, cientos, a lo largo de doscientos años. Viene su historia en el libro monumental que les dedicó Antonio Bonet Correa a todos los del mundo. Con partidarios y detractores («Madrid se hace grande por sus cafés», Ramón Gómez de la Serna pensando en Pombo o en La Granja del Henar, donde oficiaba su amigo Valle-Inclán; «El principal centro productor de ramplonerías en España son los cafés de Madrid», Unamuno, que iba a diario al Novelty de Salamanca). Ramón y Cajal escribió unas célebres Charlas de café que explican bastante la tirria que le tenían los del 98. En Madrid los cafés fueron lugar de tertulias y conspiraciones de todo tipo, pero eso pasó. Quedan uno o dos, el Gijón, que sigue viviendo de los que van a ver si sigue. Yo estuve cuatro o cinco años yendo a una tertulia de Ferlosio en el Lyon de Alcalá (por ahí anduvieron, cincuenta años antes, d’Ors, José Antonio Primo de Rivera y García Lorca, amigo del anterior), pero lo cerraron. Y después ya nunca. No me gustan las tertulias y menos las literarias y tampoco los cafés ni la vida de café, ni los bares de copas (ni, en general, las copas). Pero si hay que alternar, se alterna. No lo digo para censurar a nadie ni presumir, sino como una peculiaridad, como el que pide el café «corto de café, con la leche templada y en vaso de cristal» no es mejor que quien lo pide «solo, americano, sin azúcar y en taza». En Madrid, hasta los años ochenta hubo siempre cafés históricos, y sus sucesores, bares, cervecerías, pubs, coctelerías, del café de Fornos a Balmoral, pasando por Pombo y Chicote. La mayoría fueron cerrando y hoy se abren cada día diez nuevos imitando los antiguos. El prestigio de estos establecimientos se lo da la parroquia más o menos ilustre. A esos sitios se va a ver y a ser vistos, y a los de una generación los locales de moda de la generación anterior les son indiferentes. En este último medio siglo fueron célebres (y algunos siguen siéndolo) Oliver, Dickens, Chicote (en esta coctelería su dueño tuvo un museo donde había desde botellas de vinos aztecas y wisquis anteriores a Cromwell a coñacs de la bodega de Napoleón, o sea, nada que se pudiera beber), Balmoral, La Bobia, el Gijón, el Comercial, la cervecería de Santa Bárbara, la Alemana, Del Diego, el Sportman (en este piano-bar, en su última decrepitud, nos veíamos a media tarde Soledad Puértolas, José Luis Pardo, Manolo Borrás –cuando estaba en Madrid– y yo: era un local forrado con todas las fotografías en blanco y negro de celebridades del mundo del espectáculo dedicadas a su dueño, gentes en su mayor parte muertas, por lo que aquello parecía más que un bar un mausoleo), el Cock, el bar del Círculo de Bellas Artes, el pub de Santa Bárbara, el Toni 2 (este, al lado de nuestra casa, pasó de ser un piano-bar nocturno y decadente –para carrozas con ínfulas canoras y espontáneos que cantaban las canciones de su remota juventud–, a un local en el que los jóvenes hacen cola para entrar y regocijarse viendo hacer el ridículo a sus padres y abuelos)… Como aparecen ya en cualquier guía o página de internet, están llenos de gentes que vienen de todas partes de España a ver si descubren a alguno de los parroquianos ilustres, que naturalmente hace treinta años que ya no van por allí, si no se han muerto.

En cambio es uno un gran partidario de las terrazas al aire libre o en las aceras, por la gente que pasa. Me gustan todas y me sentaría en todas, para ver pasar la gente. Insuperables las de las Vistillas, las de Santa Bárbara, las de la plaza de Santa Ana, las del paseo de Rosales, las de Chueca y cualquiera de los antiguos aguaduchos o quioscos del Retiro, donde aún queda un barquillero como queda una organillista en el Rastro. La del Teide, en Recoletos, a la que eran muy aficionados Diego Lara, Gonzalo Armero, Javier Grandes y Arrieta el cineasta, parecían hablar siempre como los hermanos Marx. Incluso las ruidosas de la Castellana, incluso la del Gijón, si la de El Espejo está llena. Y desde hace unos años unas cuantas abiertas en áticos de hoteles desde los que se ven grandes panorámicas. Sin embargo no he vuelto a sentarme nunca en ninguna de las de Gran Vía ni de Serrano, «por no abrevar en las memorias tristes».

Dicho todo esto, termino con esta constatación: cuanto mejores amigos he creído tener y cuanto más les he admirado, tanto mejor me han parecido los restaurantes en los que he comido o cenado con ellos, y tanto menos me ha importado haber comido o cenado mal, si fue así (y omito aquí todos aquellos restaurantes cuya fama no estuvo a la altura de las expectativas, muchos menos de los que resultaron mejor de lo que se esperaba). Los gourmets , gourmands y demás golosos sostienen que las buenas comidas propician grandes conversaciones. No necesariamente: «Quod natura non dat, Salmantica non praestat», y a uno, como a todo el mundo, le han dado la comida o la cena el pelma o la pelma que nos tocó al lado; más aún, las mayores torradas sufridas en cenas o comidas suelen tener lugar por lo general en los restaurantes más exclusivos, embajadas, cócteles, palacios reales y demás hastíos.

«Este Madrid que odia el mar, constituye una mala capital política y una mala capital gastronómica», decía Camba en La casa de Lúculo , y añadía que sin una capitalidad gastronómica «no hay ninguna otra capitalidad posible». Yo no acabo de entender lo que quiere decir con eso, porque para mí Madrid ha sido sobre todo la capitalidad de la vida, y siempre he creído que comer poco ayuda mucho, por aquello que se ha dicho siempre: «más listo que el hambre».

Y por supuesto, en Madrid se come bien, mal y regular, ni mejor ni peor que en otras partes, dependiendo del año, de la salud, del humor, de los amigos y de muchas otras circunstancias. Casi nunca del dinero y no siempre de las vituallas. Y en nuestro caso, y en estos últimos cincuenta años, solo cien veces de mil fuera de casa.

Los meses en que estuvieron cerrados todos los bares, terrazas y restaurantes de Madrid por la epidemia del coronavirus habrán sido los más extraños que ha conocido la ciudad, y a los hipocondriacos, por aquello de que los males no vienen solos, se nos agravó la misantropía, quiero decir que desde entonces pasa uno al lado de estos establecimientos como gato escaldado.

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