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Retales madrileños » 27. Madrid y los toros

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27 Madrid y los toros

A Madrid vienen muchos a pasarlo bien, y otros muchos no acaban de irse de aquí por no pasarlo peor en otra parte. El «pueblo de Madrid» está hecho para los espectáculos. «Empezaba el año 1852: era el 2 de febrero y la reina Isabel se preparaba a llevar al templo de Atocha la hija que había dado a luz el 20 de diciembre anterior. La tropa se hallaba tendida en la carrera, el público curioso de Madrid, ese público ávido de espectáculos que acude donde quiera que halla medio de romper la monotonía de la vida ordinaria y pretexto para hacer un paréntesis al trabajo; ese público novelero, que así corre a la inauguración de una obra pública como al incendio de un monumento de las artes; que se sofoca lo mismo por presenciar la entrada triunfante que la ejecución de un reo; ese público ambulante, escudriñador y amigo del far niente , tomaba puerto en las calles para recrearse con la vista de los trenes de la real casa, admirar los caballos, analizar los trajes y, como decimos en España, para matar el tiempo»; así empieza Fernández de los Ríos la crónica del atentado del cura Merino contra la reina.

En Madrid de todo se hace un espectáculo, a poco que se pueda: desde la manifestación sindical a las periódicas y multitudinarias celebraciones deportivas. Pero ninguno más netamente madrileño que el taurino.

Durante ciento cincuenta años no hubo en Madrid otro más popular que el de las corridas de toros.

Ya en el XVII lo era: «Preguntado a este mismo loco que cómo había perdido el juicio, respondió: “Porque me engendró mi padre en un día de toros, cuando no hay juicio en el mundo, y así salí falto de él”», leemos en Día y noche de Madrid , de Francisco Santos. Siguió la locura, y aún fue a más, durante todo el siglo XIX y buena parte del XX : al fin y al cabo era, para un pobre, el camino más corto y honrado de llegar a rico y tener la consideración y respeto generales. La historia de quienes empeñaban el colchón para poder asistir a las corridas de la feria de San Isidro o la de los maletillas que se jugaban el pellejo por saltar a un ruedo se encuentra demasiado repetida como para no haber sido real alguna vez. El «todo Madrid» entendía y hablaba de toros y de toreros, y lo hacía con un fervor grandísimo, desde el limpiabotas que no podía asistir a ninguna corrida por no poder pagarse la entrada, al señorito, de la modistilla a la duquesa. Basta asomarse a las incalculables publicaciones taurinas, de tiraje millonario (y siempre me gustó esa coplilla misteriosa sobre Joselito el Gallo, al que mató un toro en Talavera: «Cuando en Madrid se encontraba / José de cuerpo presente, / una señora enlutada / entró en la capilla ardiente»). A falta de una catedral, las plazas donde se lidiaban (llegó a haber en Madrid dos o tres al mismo tiempo con festejos taurinos casi a diario y durante todo el año, y se iban demoliendo para levantar otras para mayores aforos: junto a la Puerta de Alcalá, en la Fuente del Berro, en Buenavista, en Las Ventas, donde ahora está desde 1929) esos «cosos taurinos» (admirables el léxico y las imágenes que el mundo de los toros han aportado al lenguaje cotidiano de los españoles: «más cornás da el hambre», «cabestro», «larga cambiada», «brindis al sol»; Marqueríe le oyó a un aficionado, tras una corrida de Manolete en la plaza de Las Ventas, explicar sus naturales, clavadas y juntas las zapatillas: «Ese pase de aquí te espero y mirando a los murciélagos», porque en los últimos toros, cuando se va la luz de la tarde, en Las Ventas se van las golondrinas y vencejos y aparecen los murciélagos), los cosos taurinos, decía, han sido en Madrid una mezcla de templo y plaza pública, de dogma y librepensamiento.

La primera corrida de que se tiene noticia en Madrid, para celebrar la toma de Málaga, fue en 1487, con los Reyes Católicos, pero no siempre los reyes gozaron de ese espectáculo que algunos (Felipe V, Jovellanos) aborrecieron y prohibieron (otros lo adoraron, Felipe IV, Goya, Juan Carlos I).

Si al principio, siglo XVI , las corridas de toros eran un ejercicio practicado a caballo y, como el de la caza, reservado a nobles y reyes, el toreo a pie practicado por hombres de extracción popular logró desplazar el toreo a caballo o de rejones (muy caro de practicar), exclusivo desde entonces de personas adineradas. Hoy uno y otro lo practican también mujeres.

Durante el siglo XIX se fueron reglamentando las suertes de la lidia y las aportaciones de algunos toreros clásicos (Pablo Romero, José Hillo, Frascuelo, y para mí el más meritorio de todos, Joaquín Rodríguez Costillares, predestinado a inventar el volapié o suerte de matar al toro consistente en meter el estoque en la aguja o punto ciego de los costillares del animal) o modernos, ya en el XX (Joselito, Belmonte o Manolete, Antoñete, Paula o José Tomás), son tenidas en la actualidad por gestas semejantes a las que en el teatro supuso el paso de los cinco actos a tres o en la termodinámica la enunciación de sus famosas leyes.

353-354. Plaza de las Ventas y las chabolas que la rodeaban, años treinta, y hoja publicitaria de un espectáculo taurino-vodevilesco.

Si bien existen varias escuelas taurinas (rondeña, sevillana, castellana), todos los toreros han tenido a Madrid como la plaza que consagra a las grandes figuras. A Madrid se ha venido a triunfar o a morir (la muerte del torero Granero en Madrid 1922, empitonado por un ojo, dio origen a un libro del surrealista Georges Bataille, que como buen francés creía saber de toros más que los aborígenes).

La lista de toreros «de cartel» que han toreado en Madrid, españoles, americanos o franceses, sería interminable: todos los que han sido algo han salido aquí alguna vez por la puerta grande.

Si la fotografía sublimó el arte de cualquiera (no hay torero, banderillero y picador tan malo que no tenga una instantánea en la que se le vea ejecutando de manera sublime una suerte conforme a los cánones más clásicos), si la fotografía, decíamos, fue un gran aliado de los toreros, el cine o los registros fílmicos vinieron a tirar por tierra esa aureola mítica: hasta las más grandes figuras ven desvanecerse su leyenda a la vista de los pases que han quedado registrados en imágenes en movimiento, al contrario que ha sucedido con otras artes de ejecución directa, como las musicales o las escénicas. Si bien la televisión equilibró la balanza, todos reconocen que lo que «transmite» una corrida vivida en la plaza (el sol, las moscas, los carabineros, el olor de los toros y el de la sangre, la música, el público, el perfume de las mujeres y el pestazo de los habanos) no hay medio técnico que pueda recogerlo.

Aunque no entendiera de toros, de joven me gustaba mucho ese mundo. Iba a las plazas y leía las crónicas y los grandes libros de toros, como el de Chaves Nogales sobre Belmonte o los antitaurinos de Eugenio Noel, admirables, o el Paseíllo por el planeta de los toros, de Cañabate. Luego un buen día, hace más de treinta años, dejé de ir. ¿Por qué? No lo sé. Quizá porque tenía uno que soportar cien corridas tediosas sin duende. Sin embargo, me dejaría la vida defendiendo el derecho de quienes quieren seguir yendo a los toros a ver lo que uno iba buscando de joven. Galdós, los krausistas de la Institución y los del 98 fueron poco taurinos, los del 27, en cambio, lo fueron mucho. Y ha ido uno a los toros con Gaya y hemos oído hablar del toreo a Bergamín, que vio torear a Joselito y Belmonte.

355. Javier Campano, Las Ventas, 1993.

Hoy la fiesta, en cualquiera de sus versiones (encierros, capeas, corridas) está de capa caída, criminalizada por las organizaciones animalistas, nacionalistas y populistas (una razón más para defenderla). Tal vez una de sus mayores aportaciones a la cultura hayan sido los alardes tipográficos, bellísimos, con que han ornado sus carteles.

Durante años los toros compartieron con el fútbol las pasiones lúdicas de los madrileños. Hoy el fútbol se ha quedado con ese monopolio del entretenimiento (compartido con otros eventos deportivos y musicales que vienen a Madrid a disfrutar de todas las partes de España), y del fútbol un libro como este debería decir algo, pero al no haber puesto un pie jamás en un estadio no me parece bien. Del léxico del fútbol, del que proceden también unas cuantas frases e imágenes impagables, extraje yo, destilándolo un poco, el título de uno de mis libros que podría resumir la historia de cualquier vida: Seré duda .

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