Madrid

Madrid


14, La maladanza

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14, La maladanza

14,

LA MALANDANZA

Madrid es la ciudad ideal para los que viven de una nómina de la Administración («el pan del Estado es escaso, pero muy blanco»), y también para tres tipos de personas: las de las clases pasivas, los que no necesitan nóminas, y los que no van a tenerla nunca: mi caso.

En poco tiempo aprendí que si quería llevar adelante algunos proyectos (el de La Veleta y el Salón de pasos perdidos, sobre todo), tenía que hacerlos viables con otros que vinieran a financiarlos (palabra que igual les viene grande a los que emprendí entonces). Empecé, como ya he contado, echando mano de la tipografía. Además es uno un gran partidario de los encargos, incluso de hacer de negro (mi experiencia en este último oficio con el pintor José Guerrero fue un voluntariado, pero muy instructivo desde el punto de vista literario: su autor llegó a tener por reales las ficciones que inventé sobre su propia vida).

Los trabajos venales son más fáciles en una ciudad grande como Madrid, en la que puede uno llevar la vida que quiera, sin compromisos y sin que nadie al cabo de un tiempo te eche de menos. Por eso en Madrid se olvida a los muertos mucho antes que en ninguna parte (y porque aquí, como ya se ha dicho también, se muere mucho más que en otras ciudades, aquí se está muriendo la gente de continuo; en los periódicos había una sección que se titulaba «fallecidos ayer en Madrid», y no terminaba nunca, y eso que usaban el verbo «fallecer» y no morir, porque les parecía que falleciendo se muere uno menos que muriendo); y los éxitos y los fracasos duran menos también por las mismas razones, cada mes hay en Madrid una «gala», un reparto de premios, alguien que entra en la Academia, un estreno de teatro, de cine, de ópera, la inauguración de una exposición, una recepción real, una presentación de credenciales o una toma de posesión, lo cual, dicho sea de paso, hace la vida para los que quieren triunfar mucho más enconada que en otras partes, tratando de estar siempre en candelero (políticos, artistas, empresarios), pero también mucho más agradable a los que han fracasado, arropándoles y haciéndoles pasar inadvertidos en una perpetua hibernación o, como el cesante Villaamil, en una tregua desesperanzada.

95-96. Fue, con el Alcázar, primero, y el Palacio Real, después, los dos polos de la sociedad matritense: corte y pueblo. De aquella primitiva plaza Mayor no queda sino el recuerdo de fiestas de toros, paradas militares y autos de fe. Nicolás de Fer, Felipe V y vistas del Palacio y ermita de San Antonio en el Buen Retiro, el Alcázar y la Plaza Mayor, h. 1700-1705, y Fiesta en la Plaza Mayor de Juan de la Corte, h. 1630.

Me propusieron escribir la vida de Ana Bolena, Catalina II o Josefina Bonaparte, «a escoger», para una colección de biografías escritas en primera persona y que tenía como pie forzado el Yo… Yo, Ana Bolena; Yo, Catalina II; Yo, Josefina… Les di a escoger: Cervantes, Stendhal, Galdós, siempre y cuando se suprimiera aquel modesto Yo… El editor expuso: «El yo es el marbete de la colección, Galdós no interesa, y Stendhal en Francia tal vez sea alguien, pero en España no tiene tirón»; ¿y Cervantes? «Se lo he encargado a otro». Un peso pesado, supuse, alguien a la altura del biografiado. Esto último no me lo dijo, pero era evidente que le veía a uno más haciéndole el dúo a tres mujeres ágrafas. Nos hacía bastante falta el dinero (como se ha dicho), pero al no acabar de verse uno en un Yo, Josefina, decliné (como suele decirse en la jerga diplomática) la invitación. Además salir airoso de un Yo, Josefina es más difícil incluso que hacerlo de un Yo, Cervantes.

Salí ganando, al año le dieron un premio a una novela mía y aquel editor volvió a la carga: esta vez con Cervantes. «No ha podido con él», dijo del escritor al que se lo había encargado. Un año antes no me había querido decir su nombre, pero me lo confió entonces. Pocas veces puede uno presumir de haber estado a la altura de la Historia: no moví ni un solo músculo de la cara y puedo asegurar que ni los huesecillos de mi oído interno pudieron oír mis pensamientos, que podrían resumirse ahora en un «je je» de lo más barojiano.

Para entonces ya tenía uno la ilusión de escribir novelas, y quería hacerlas, a ser posible, como las de Baroja. Y como él, le di al propósito un sesgo práctico: pensaba que podrían traer alguna tranquilidad económica a nuestras vidas. Y casi lo conseguí, porque a la segunda que escribí, El buque fantasma, le dieron un premio, pero la crítica la maltrató sin misericordia. Era autobiográfica, y a pesar de que transcurre en Valladolid yo creo que tiene algo auténtico. Se dicen en ella cosas como que las monjitas de la caridad habían hecho más por los pobres del mundo que todos los soviets juntos, y como los críticos en su mayor eran del soviet, no lo vieron de la misma manera. Gaya me hizo uno de los mayores elogios que he recibido nunca: «No te vayas a creer que tu novela es una obra maestra, porque esta unanimidad solo la tienen las obras maestras». Comprendí entonces que por el momento no podría ganarme la vida como novelista, y acepté el trabajo aquel de la biografía de Cervantes.

Apareció el libro como Las vidas de Miguel de Cervantes. El dinero del premio me permitió trabajar durante un año en ese libro y pudimos seguir poniéndole tejas, eso sí, de una en una, al tejado de la casa de Las Viñas, pagar el colegio de los chicos y comprar algunos libros más sobre Cervantes.

La primera visita fue a la editorial Reus, que había editado los siete voluminosos tomos de la célebre biografía de Astrana Marín. Estaba en un piso de la calle Preciados, al final de una escalera decrépita y erizada de apeos, después de haber estado en una de las casas buenas de la Puerta del Sol (hay foto célebre con el rótulo). La casa se estaba viniendo literalmente abajo. En Madrid, como se ha construido mucho y barato, las casas un buen día se cansan de estar de pie, y se derrumban solas. Lo decía Ramón Gómez de la Serna: en Madrid las casas mueren jóvenes. El historial de derrumbamientos es larguísimo aquí. En Madrid se caen las casas como los dientes a un viejo, de un día para otro, pero no de la misma manera: a menudo la mortandad que causan esos desplomes es grande: después de que en 1975 se derrumbara una en la calle Fuencarral causando ocho muertos, se demolieron trescientas setenta que estaban en pésimo estado. El inmueble entero de Conde de Xiquena donde vivimos no pasó la itv y hubo que vaciar una mitad, la de los patios y desde los cimientos al tejado. Nos confinamos en la otra parte, la que da a la calle, donde escribo, y desde entonces vive uno en vilo, quiero decir: más en vilo, pensando que podríamos venirnos abajo, de un día para otro, y quedarse uno literalmente cogido de la brocha, quiero decir de mi estilográfica.

La editorial Reus la llevaban una administradora sexagenaria, llena también de toda clase de apeos cosméticos, y un mozo de cuerda. Fue como asomarse al siglo XIX.

Cervantes le llevó a uno, claro, en pos de los vestigios cervantinos. La mayor parte estaban en el barrio que se había llamado de las Musas. Ahora se le conoce como de las Letras; era más bonito el nombre antiguo, porque letras tiene todo el mundo, pero musas… Lo habrán hecho por eso, como bajar las estatuas de su pedestal y ponerlas en las aceras para que la gente pueda pegarles los chicles en el ojo.

Conocía bastante bien el territorio. En la calle León está la librería de viejo de Manolo Gúlliver. Es a la que yo más he ido. Él vive a dos pasos del Cristo de Medinaceli. Desde los balcones de su casa se ven las colas que se forman para adorarle. No es infrecuente que algunos primeros viernes de mes se llegue, según fuentes oficiales, a los trescientos mil visitantes (en 1965 o en 2003, por ejemplo), cifra en efecto milagrosa (y no salen las cuentas: pasando uno por segundo, apenas se llegaría a los noventa mil; tendrían que ser, pues, tres por segundo, como balines de una metralleta). Es el vestigio más vivo que le queda al Madrid de la Contrarreforma. Yo también la hice un día, por hablar del asunto con algún conocimiento. Hace un par de años, una hora de cola con mi amiga Alice Déon. A la media le pedí que nos fuéramos, porque me estaba entrando la angustia, la anaerobia, el tósigo. Ella, por el contrario, estaba encantada en el papel de Teófilo Gautier, Alejandro Dumas y cuantos franceses románticos hicieron las delicias de sus lectores contando las cosas tremebundas de la España Negra. Sobreviven en Madrid las devociones de santa Gema, la de san Antón (el de los animales) y la de san Judas, patrón de los imposibles («le pides lo que quieres, y te concede lo que le da la gana»), en la iglesia de Santa Cruz. En el Cristo, como se le conoce familiarmente, la gente hablaba en voz baja y parecíamos todos del siglo XVII. El templo por fuera es neonada, ni antiguo ni moderno, y por dentro pavoroso, seguramente el más feo del orbe católico, pero en ningún otro se percibe tan claramente el fervor de los devotos, excepto en aquellos adonde acuden las muchedumbres con la esperanza de sanarse, como en Fátima. También en el Cristo se veía a la mayoría con cara de ir a pedir algo de forma perentoria, salud, quizá arreglos familiares, consuelos a mucha desesperación, una colocación, un empleo… Para llegar a la imagen hay que ascender una escalera pina que rodea el altar. Y allí está el Cristo. Es una imagen que deja los cristos de Gutiérrez-Solana en la Venus de Milo, dicho con el mayor respeto. Con su túnica morada, los ojos de cristal como los que ponen los taxidermistas a los jabalíes, la corona de espinas de verdad, la carne tumefacta llena de moratones y de sangre… La barba forma parte de la talla de madera, pero la cabellera no, es de pelo natural, parece que han ido a buscarla a un cementerio. Está en alto, de modo que los pies quedan a una mediana altura. Montando guardia, a uno y otro lado, había ese día un sacristán y una vieja con un pañito en la mano. Iba todo muy rápido. El cometido del sacristán era empujar al devoto o devota que pretendía permanecer delante de la imagen más de los tres o cuatro segundos concedidos a cada uno. Lo hacía con ensañamiento y de forma poco piadosa, pues a veces la persona en cuestión era un impedido al que habían remolcado o una mujer obesa que no podía desenvolverse. Para el cometido de la beata se precisaba mayor habilidad: pasaba el pañito por el pie del Cristo, después de que lo besaran, para quitar las babas. Creo que era el pie, no me acuerdo, porque allí todo sucede muy deprisa y yo llegaba ya un poco mareado. La mujer ejecutaba su movimiento de una manera enérgica y acompasada. No sé qué me ocurrió, pero me quedé petrificado delante del Cristo, sin atreverme a besarlo, por el contagio. Al advertir que no iba a hacerlo, la auxiliar del pañito se me quedó mirando más sorprendida que indignada. Aunque no besara el Cristo, ahora me alegro de haber estado allí, porque me ayudó a comprender la religiosidad de los tiempos de Cervantes.

Hace cuarenta años todo ese barrio era muy popular, con tiendas y tabernas bastante decrépitas que tenían las tablas de los cierres descuadradas y llenas de porquería. Ahora lo del Cristo, los bares decorados con flamenquismo falso y los turistas haciéndoles fotos a los tullidos que piden limosna a la puerta o venden estampas de la imagen terrible apelmazan el ambiente de otro modo.

En la calle de las Huertas vivió también unos años Juan Manuel Bonet con Jose Serrano.

Cuando mi amigo supo que iba a escribir una biografía de Cervantes me preguntó preocupado:

—¿Y tú qué sabes de Cervantes?

—Lo que todo el mundo.

Y era verdad. Si acepté escribir una biografía de Cervantes fue por estas tres razones: porque a ninguno debe uno tanto, porque no estaba mal pagado y porque de ninguno se sabe tan poco, lo que me llevó a pensar que podría escribir su biografía en tres o cuatro meses. Los datos fehacientes que se conocen de Cervantes caben en tres cuartillas y tenía el modelo de Azorín, uno de los escritores que han dicho de él cosas más atinadas. Casi todos los datos históricos que da Azorín de Cervantes están equivocados, pero tampoco importa mucho eso. La buena literatura y la historia no tienen por qué ir juntas, como había ya advertido en la transcripción de los diarios del pintor Guerrero.

Cervantes es maravilloso sobre todo en el tono: la naturalidad con la que cuenta las cosas. «Lo que se sabe sentir se sabe decir» es una frase de El amante liberal que he citado mil veces. No hay otra enseñanza que valga. Y que el Quijote sea una novela a la que le sobran quinientas páginas da lo mismo, podría haber tenido otras quinientas y seguiría siendo la obra maestra que es. El empezar a contar una cosa por el principio siguiendo el hilo, al trantrán, como luego hicieron Galdós y Baroja, sin temor a distraerse en el camino con otras, si le parecían curiosas. Yendo y viniendo, pero sin enredarse nunca en asuntos ociosos. Siempre la línea clara y el sentimiento en primer plano. Y esa mirada limpia y compasiva sobre las criaturas. Y lo más difícil de todo: hablar con naturalidad de la cultura, hasta hacer de la cultura algo natural, el que no parezca nunca un autor literario, como todos los demás, Lope, Quevedo, Calderón, no siendo inferior en conocimientos a ninguno de ellos. ¿Y su vida? Ese ir tirando, unas veces con viento a favor y muchas otras en contra, pero sin quejarse nunca (Azorín solo le afeaba a Cervantes que este se alabara de vez en cuando, pero qué iba a hacer el hombre si los demás le tenían en tan poca estima). Ese «no hay nadie tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a don Quijote», de Lope, se ha vuelto contra este, por lo mismo que se recuerda a Gide más por haber rechazado el manuscrito de À la recherche, que por lo suyo propio, y a los del Premio Nobel, por no habérselo dado a Tolstoi, a Galdós o a Rilke. Lope no respetó ni siquiera los anteojos rotos de Cervantes, al que se los pidió prestados para ver algo; dijo «que parecían huevos estrellados mal hechos» (le pasó eso a Cervantes por prestárselos). A Cervantes se le lee siempre con la sonrisa en los ojos, y, sin que se olvide nunca del sinsentido de nuestra vida, toda su literatura navega con el pabellón de la esperanza. Y cuánta delicadeza era para mí entonces que hubiera escrito el Quijote cuando era viejo, dándonos ánimos a los jóvenes para intentar algo parecido un día. Y ese humor tan fino, que no desciende ni condesciende con lo plebeyo, porque hasta cuando Sancho se propasa un poco, sabe cerrar Cervantes la suerte en una media verónica elegantísima.

97. Como las personas, gustan las ciudades salir favorecidas en los retratos, y así lo muestran en este grabado de 1777 los barcos que surcan el Manzanares.

Recuerdo que hablando un día con Ferlosio de la lengua de Cervantes (y hay que recordar que a Ferlosio, que habló muy acertadamente en su premio Cervantes sobre el carácter y destino en los personajes del Quijote, que nunca le interesó demasiado, dicho sea de paso), me recomendó las cartas escritas por indianos a finales del XVI y principios del XVII, y recopiladas por Enrique Otte. Eran para Ferlosio un tesoro de la lengua, como también el de Covarrubias, y fuente inagotable de humanidad y detalles exactos. Y no se equivocaba.

Como en Madrid no queda nada del Madrid de los Austrias (con nada me refiero a casi nada real: las iglesias y conventos que quedan de ese tiempo tienen que ver con lo sobrerreal, y tienen que ver con la realidad tanto como mis fabulaciones con la vida de mi amigo el pintor granadino), lo mejor es leer algunos libros.

No solo de Madrid y no necesariamente de literatura. Basta con que sean de la época. Al fin y al cabo las gentes llevaban una vida parecida en todas las ciudades, y una ciudad son, sobre todo, quienes viven en ella, y cómo viven en ella. Hay que leer a Cervantes (casi todo) y a Lope (alguna de sus comedias, algunos de sus inspiradísimos poemas), a Góngora (sus romances) y de Quevedo la Vida de la corte y oficios entretenidos de ella y su Buscón y alguno de sus sonetos; las vidas de Guzmán de Alfarache, la del capitán Contreras y la del escudero Marcos Obregón tanto como la del licenciado Vidriera, las gacetillas de Juan de Zabaleta y de Suárez de Figueroa, el Madrid día y noche de Francisco Santos, Los peligros de Madrid, de Remiro de Navarra, la Guía y los avisos de forasteros, de Liñán y Verdugo, El curioso y sabio Alejandro de Salas Barbadillo, La Conquista de Méjico de Bernal Díaz del Castillo (porque escribe como se hablaba en España) y las cartas esas de los indianos que he mencionado, pues ellos conservaban aún más vivas sus nostalgias de las ciudades españolas de donde habían sido arrancados por la fortuna. En esos libros está el Madrid de los Austrias más que en la mayor parte de los libros de historia, por lo mismo que los historiadores del XIX se fían más de Galdós, para según qué aspectos, que de la mayor parte de sus colegas.

98-99. La Cibeles fotografiada por Clifford y con la calle de Alcalá al fondo en un grabado alemán del siglo XVIII.

Con aquel viático y los libros de quienes de verdad sabían de Cervantes (Clemencín, Hartzenbusch, Rodríguez Marín, Astrana y Riquer), pasé no tres o cuatro meses, como había planeado, sino dos años en la mejor compañía…

Lo mismo que había hecho Solana para escribir su libro sobre Madrid, alojándose en la Posada del Peine (la más célebre, de donde salía el ordinario de Illescas: llegó a tener más de cien camas y un peine atado con una cuerda, en un pasillo, para uso de los huéspedes), lo mismo, digo, hice yo con el Madrid de los Austrias, y casi me trasladé a vivir en él.

Empecé por la casa de Lope de Vega, que está en la calle Cervantes, y seguí por la casa de Cervantes, que está en la calle Lope de Vega. Este galimatías, la verdad, tiene su gracia.

La calle Cervantes se llamaba la calle Francos, la calle Lope, Cantarranas. La de Francos debía su nombre a unos comerciantes de esa nación, y la de Cantarranas a las que hubo mucho tiempo en las charcas próximas al Prado. La idea de cambiarles el nombre partió de Mesonero Romanos. Los primeros españoles que se tomaron en serio el humor de Cervantes fueron, después de los ingleses y de José I Bonaparte, los románticos. Mesonero trató también de hacer entrar en razón al propietario de la casa en la que vivió sus últimos años el autor del Quijote, en la calle del León con vuelta a la de Francos… No logró Mesonero su propósito y ni siquiera los oficios de Fernando VII, que terció, lograron reducir el cerrilismo del dueño, que dijo: «Ya sé que quieren conservarla porque en esta casa vivió don Quijote de la Mancha, y lo sé porque yo he leído ese libro; pero en mi hacienda mando yo». Mesonero y los amigos de Cervantes hubieron de contentarse con poner una placa en la nueva casa que se levantó allí. Desde que se había afincado en Madrid en 1609, tras su paso por Valladolid, Cervantes y «las Cervantas», como se las llamó despectivamente en un pleito en el que se vieron involucradas, vivieron en otros aposentos de alquiler, también modestos: en la calle Magdalena, en la calle del Duque de Alba, junto al estudio e iglesia de San Isidro, en otra cerca de Antón Martín, también en la calle de las Huertas, hasta dar en la de León. Imagina uno los traslados, arrastrando de un lado para otro los cuatro trastos y los hatillos de ropas, colchones y alcatifas, todo miseria.

100. La Puerta de Toledo en una fotografía de Laurent ¿anterior o posterior al derribo de la cerca en 1868? Esta conserva aún las maderas y las casas integradas en la cerca a uno y otro lado. Puertas y portillos se cerraban por la noche y se abrían por la mañana cuando Madrid era una casa.

En cambio la casa de Lope es preciosa. No es del todo la original, pero la ambientación está muy conseguida, después de haber estado medio en ruinas hasta principios del XX. El contraste con los aposentos alquilados por Cervantes debía de ser notable: angostos estos, calurosos en verano y fríos en invierno, mal iluminados y a merced de los ruidos de la calle, y aquellos de Lope en cambio…

Compró la casa con su dinero, es grande, de piedra y ladrillo. Dos pisos, uno de ellos retranqueado «a la malicia». Jardín. Casi nadie era propietario de la casa en que vivía, excepto nobles y potentados, de modo que Lope quiso hacer ostentación de su buena fortuna, y mandó poner en el dintel de la entrada una frase imponente: «Parva propia, magna. Magna aliena, parva», o sea «Lo poco mío, es mucho; lo mucho ajeno, es poco». No sabe uno si estar de acuerdo con eso, pero me dio la idea de poner en un dintel de nuestra casa extremeña (las obras seguían en ella, pero cada día la hacían parecer más vieja), dos versos de las Geórgicas, que son lo contrario de lo que sostiene Lope: «Laudato ingentia rura, exiguum collito», «Alaba las fincas grandes, cultiva la pequeña».

101-102. Plaza y convento de las Comendadoras. Uno de los raros rincones de la ciudad que aún conserva su encanto primitivo (casi). En una fotografía de mediados del siglo XX.

El jardín de la casa de Lope en otra parte quizá no llamara la atención. En medio de ese Madrid viejo, rodeado de casas mucho más altas, encajonado y sombrío, a los que no tenemos uno en Madrid nos parece despejado y generoso: lo poco suyo es muchísimo. Es uno de los rincones más bonitos de Madrid. No hay jardín feo. Leo en Carmen Ariza, la especialista en esos asuntos florales, que hubo en aquel Madrid no pocas casas con huerto (mezcla de jardín y huerta), tal y como refleja el plano de Texeira. El de Lope linda por un extremo con el de la casa que fue embajada de Chile durante la guerra civil, por donde pasaron casi dos mil refugiados. Lo han reconstruido tal y como Lope lo tuvo. Lo describió en unos versos preciosos: «… más leve que cometa, / tiene solo dos árboles, diez flores, / dos parras, un naranjo, una mosqueta. / Aquí son los muchachos ruiseñores…». Umbral se mofaba de Galdós por comparar el jolgorio de los niños con una bandada de gorriones. Si no se puede comparar a los niños con los gorriones, con qué los vamos a comparar. ¿Qué diría de esos ruiseñores? El jardín, como el del Museo Romántico, es eso, de lo más romántico. Durante algunos años estuvo la casa al cuidado de Juan Manuel González Martel. Cuando pasaba uno por allí, llamaba. Si era fuera del horario de visitas y en el buen tiempo, nos sentábamos debajo de una de las parras a hablar de lo que hablan los amigos, de todo y de nada, y si en algún momento hubiera asomado por la puerta un anciano de corta estatura, vestido con sotana y golilla, nos habríamos creído que era Lope.

Algunos días nos íbamos a comer Martel y yo a Pereira, una casa de comidas gallega. Era muy modesta, con una foto del matrimonio fundador en la entrada. Se les veía a los dos rollizos y lustrosos, y aunque era una foto de los años veinte en blanco y negro, se podía adivinar la congestión sanguínea. Solo de verlos, se le despertaba a uno el apetito. La tenían en la entrada para hacer más corta la espera. Cuando llegabas a los postres te ponían en la mesa, aunque no la hubieras pedido, una botella de orujo destilado en alambiques clandestinos, tapada con un corcho. La botella había sido de anís, con prismas de cristal en punta. Pereira cerró como tantos otros figones de por allí, y no sirve el lamento.

Ahora que también han restringido el tráfico rodado en el barrio, podría parecer más sugerente, y no. Han restaurado la mayor parte de las casas, pintadas como si fueran cromos, las calzadas están tan bien pavimentadas que se podría practicar el patinaje artístico en ellas, y le han quitado a todo la mugre que tenía, lo que más finamente suele llamarse pátina. Y sobre todo, han desaparecido del barrio los niños, que como bandadas de gorriones lo animaban. Eran niños, sí, ruidosos, de familias humildes, artesanos, comerciantes de la zona, desalojados por el fenómeno de los pisos para turistas. Algunas noches de invierno el barrio, vacío y silencioso, vuelve a parecer lo que fue, pero a la mañana siguiente los abrumadores camiones de reparto acaban con el embrujo.

Y sin embargo…, ahí siguen estando, no sé cómo, Cervantes, Góngora, Quevedo, Calderón, Lope… A Lope le enterraron en la iglesia de San Sebastián, entre Huertas y Atocha. Luego se perdieron sus huesos, como los de Cervantes, los de Velázquez, los de… A mí lo de los huesos me da lo mismo y no dice nada de este país que no digan de sus países respectivos los huesos perdidos de Shakespeare, de Montaigne o de Mozart.

Aunque Galdós encontraba San Sebastián una iglesia fea y a uno le parezca bonita, el ser el escenario de Misericordia borra en cierto modo toda su historia anterior. De modo que, sí, me parecía otro ejemplo más del doliente y gris romanticismo madrileño. Es la iglesia también en la que Cadalso, el de Los eruditos a la violeta (gran título), desenterró el cuerpo de su joven amante, víctima de un tifus, para darle el último abrazo. Llegaron a tiempo de impedírselo, aunque esa de desenterrar a un muerto o embalsamarlo para tenerlo en casa era una costumbre no del todo infrecuente y siguió en uso casi un siglo más (el caso más notorio fue el del doctor Velasco, fundador del Museo Antropológico, que embalsamó a su hija y la vistió con esmero para poder sentarla a la mesa durante las meriendas). Carolina Coronado hizo lo propio con su marido y Cadalso, al que desterraron por la efusión, contó su historia truculenta en Noches lúgubres, coloquios paródicos donde se ve que para romanticismos, aquellos.

Busqué también a Cervantes en otros escenarios. Empecé por la explanada del Alcázar donde dice la tradición que su espada hirió de muerte en una disputa juvenil a un alarife. Pero ¿dónde la explanada, dónde el Alcázar?

Tras ser nombrada corte por Felipe II, Madrid se llenó de toda clase de gentes que venían a pretender y mejorar su suerte. Creció rápido, y duplicó el número de habitantes (de dieciséis mil a treintaidós mil, primero y ochenta mil cuarenta años después), duplicándose también el de mendigos (diez mil) y prostitutas (cuatro mil; me parecen muchas, pero ese es el dato, y que eran de tres clases, las cantoneras o viarias, putas de calle y tarascas; las de burdel, llevadas por un rufián; y las tusonas o discretas, las más cotizadas, dueñas de sí, que recibían en sus casas). Hubo, cierto, un pequeño paréntesis, cinco años, de 1601 a 1606, en que Felipe III, mal aconsejado, trasladó la corte a Valladolid, hasta que el soborno de los caciques madrileños (la mordida sobre la regalía de aposentos, o sea, los alquileres de todas las casas de la villa, un cuarto de millón de ducados en diez años) logró el retorno (con un valido, el duque de Lerma, que obtuvo pingües ganancias con la especulación de la ida y de la vuelta).

Reciben el nombre de «Madrid de los Austrias» un puñado de calles que se ovillan alrededor de la plaza Mayor y la de la Villa.

A los reyes, como a los faraones, se les recuerda, si no hay gestas de mayor cuantía, por las obras civiles y monumentales que se construyeron durante sus reinados.

La aportación de los Reyes Católicos a Madrid fue pequeña, tirar o levantar algún tabique en el Alcázar. La de su nieto el emperador, poco más. La del hijo de este, Felipe II, no fue mayor, mandó a Herrera, su arquitecto del Escorial, que tendiera el puente de Segovia, con sus airosos molondros, todavía en hito, y el convento de las Descalzas Reales, que le hizo a su hermana…

Este convento existe aún en la plaza de ese nombre. Hace unos años, y a través de un amigo influyente, nos lo enseñaron a dos o tres. Nos recibió la hermana tornera, única dispensada para mantener trato (superficial, claro) con varones. El convento parece más un parador nacional que un cenobio, qué encerados tienen los suelos, qué rutilancia en los metales, qué entono el de las tallas religiosas. Todo el convento huele a una mezcla de jalea real, canela y santidad. En su día fue famoso por su lipsanoteca (colección de relicarios, una moda entonces). De las reliquias todas son valiosas, pero hay una a la que no igualan ni las cinco púas de la corona de espinas ni el lignum crucis que metían en agua y la coloraba de rojo: una paja del pesebre del niño Jesús en Belén, regalo de la infanta Isabel Clara Eugenia; su contemplación más que admirar, enternece. Allí tuvieron también la Anunciación de Fra Angelico, que el rey consorte Francisco de Asís se llevó al Museo del Prado a cambio de un cuadro de Madrazo (y parecido lío les hizo Godoy a las benitas de San Plácido con el Cristo de Velázquez). Cuando llegamos a la escalera principal, una de las joyas arquitectónicas de la casa, la monjita, enana como casi todas las monjas de clausura, se emocionó señalándonos el peldaño, y en él el lugar exacto, en que se sentó santa Teresa de Jesús para remendarse el hábito. Alabado sea Dios. Fue seguramente donde dijo aquello de «cuando perdiz, perdiz; cuando sardina, sardina». Da una idea, en suntuoso, de lo que eran los conventos de la época. Este fue fundado y destinado para principales y nobles señoras de la época: desde su primera abadesa, hermana del rey, y la madre de esta, que la acompañó al enviudar del emperador Maximiliano. No sé cómo se dará, pero lo que más me gustó de él fue su huerto: el último gran huerto en el corazón de Madrid.

Las contribuciones de Felipe III a Madrid fueron mayores, desde luego, principalmente en el ramo del rezo (fundando iglesias y conventos: más de veinte, que se sumaron a los cuarenta que ya había, ocupando la mitad de Madrid), pero o no se han conservado o se han remodelado tanto, como la plaza Mayor, que se parecen poco al original, proyectada también por Juan de Herrera. No así el convento de la Encarnación, que sigue lo mismo, y al igual que el de las Descalzas Reales, a medio camino entre cenobio y parador nacional, con calefacción y agua caliente.

Felipe IV, el amigo de Velázquez, a quien bien pudo apodársele el Vividor, construyó un palacio nuevo, el del Buen Retiro (otro gran nombre), en el que gastó el equivalente a lo que gastaría Luis XIV en Versalles y tanto como lo gastado por su abuelo Felipe en El Escorial, y vio cómo se le venía a pique todo el imperio sin que eso le quitara el sueño.

De su hijo Carlos II, el Embrujado, cabe decir que no estaba su salud mental para ocuparse de las mejoras municipales. Y aquí concluye la dinastía de los Austrias. Doscientos años netos.

Decíamos que el romanticismo empezó con Carlos III. Bueno, el romanticismo empezó antes, como todo lo que importa, y como todo movimiento purificador, en un incendio, el del Alcázar. Sucede con el romanticismo lo que con el horizonte, que por más que te alejes buscando sus fuentes, nunca llegas a ellas, siempre están un poco más allá. Es el único movimiento del que ya hay claros indicios en el Paraíso Terrenal: lo de comer de la manzana ¿qué fue sino un beau geste de Adán hacia Eva?

103. La demolición del convento de San Felipe el Real y la desaparición de sus celebradas gradas (1838), con la excusa de ensanchar la calle Mayor, fueron una de las desgracias que ha conocido periódicamente Madrid. En su lugar se levantó el primer bloque de apartamentos de la ciudad. Este, de momento, se mantiene en pie.

Con el tiempo, toda la explanada de terreno que se extendía ante el Palacio Real y que proyectó ese buen rey que fue José I (desde luego no peor que ninguno de los Borbones y mejor que la mayoría de ellos), acabaría siendo el núcleo más romántico de Madrid: la plaza de Oriente con su anfiteatro de casas burguesas puestas delante como para admirar el teatro de la corte, el Teatro Real, la plazuela de los Caños del Peral y…

Madrid tenía a mediados del XVIII unos ciento cincuenta mil habitantes (y más de doscientos mil en 1825), de los cuales casi la mitad eran de la servidumbre, veinticinco mil funcionarios y ocho mil quinientos nobles. De curas, frailes y monjas ni hablamos: ¿cinco, seis mil? En el censo de Ensenada (1756) figuran ciento veinticinco mil habitantes, de los cuales casi cinco mil son clérigos, y en el de Floridablanca (1787), ciento ochenta mil habitantes, y en él el 40 % de los varones eran «de la clase improductiva: eclesiásticos (y es natural que quisieran vivir de las rentas: el 7 % de las casas y edificios de Madrid eran suyos), criados y estudiantes», el 12 % funcionarios y unos ocho mil quinientos nobles (y tampoco se entiende por qué no están sumados estos a las clases improductivas). Y para completar el cuadro: solo ochenta médicos, y entre pobres vergonzantes (aquellos que vinieron a menos desde posiciones más desahogadas: militares retirados, cesantes varios, viudas, curas sin olla), y pobres de solemnidad y vagabundos, unos diez mil. En el número de prostitutas nadie se pone de acuerdo, de dos a diez mil. Esclavos (moros y negros) apenas quedaban ya.

Desde el Palacio Real puede uno caminar de frente (el côté romántico) o desviarse un poco a la derecha para tomar la calle Mayor (el côté imperial), dejando el viaducto a un lado.

Para mí Madrid se dividió entonces, escribiendo aquella biografía, en «esto lo conoció Cervantes» y «esto no», «en esta iglesia quizá entrara Cervantes», o «esta es posterior». Y casi todo era «no». ¿La casa de Leganitos donde vivieron su madre y su hermana? No existe ya. ¿La de la calle del León? Tampoco. ¿La iglesia de las Trinitarias? A saber dónde estarán ya sus huesos. ¿El Mentidero de representantes de la calle León (donde hoy está la Academia de la Historia, plazuela en la que se reunían literatos y comediantes para hablar de las cosas del mundillo literario)? Tampoco (y qué maravilla esa palabra, mentidero, resumen de la vanidad y de la gitanería artística, donde la gente se miente pero no se engaña, y qué exacto lo de mundillo para todo lo diminutivo que tiene que ver con la videja literaria; en ese lugar se levantó después el palacio destinado al Nuevo Rezado [o depósito de libros religiosos, primer edificio ignífugo de Madrid], el mismo que alberga hoy la Academia de la Historia; y que esta se encuentre donde estuvo el mentidero más famoso de Madrid y después el Nuevo Rezado será casualidad, pero da que pensar también). Seguí, pues, con mis pesquisas. ¿Las gradas de san Felipe, el otro mentidero de la Villa para comerciantes, verederos, cosarios y el general de los vecinos? Estaban al pie de esa iglesia de la Puerta del Sol, junto a la Casa Correos. Esas gradas tampoco existen, las tiraron en el siglo XIX con el templo. El gobierno lo demolió en 1838 y tuvo que echar mano del solar para poder pagar a Alonso Cordero, un comerciante maragato al que le había tocado el gordo de la lotería, poniendo en aprietos a la Hacienda pública; este construyó allí en 1842 el primer bloque de apartamentos de la ciudad, que existe todavía. ¿El palacio de los duques de Uceda, el de los Consejos, uno de los más bonitos de la ciudad (hoy Capitanía General del Ejército y sede del Consejo de Estado)? De este palacio pudo Cervantes ver los cimientos, pero poco más. ¿La plaza Mayor? Si entrara en ella Cervantes reconocería, si acaso, los soportales. En la calle de Atocha hay una placa de bronce muy historiada, muy siglo XIX, que cuenta que allí estuvo la imprenta de Cuesta donde se imprimió la primera edición del Quijote, pero ese taller se derribó a mediados del XVII y en el solar se levantó el Hospitalillo del Carmen, que la gente dio en conocer como el «de los incurables» o «desamparados». Y ese estuvo también en ruinas y sin el tejado hasta hace como quien dice un rato.

Desde la plaza Mayor pueden hacerse estas dos cosas, o proseguir hacia la Puerta del Sol o tirar hacia los barrios bajos. Una y otros existían en tiempos moros y de los Austrias, pero lo que se ha dicho de la calle Mayor vale para la Puerta del Sol, tan reciente como que su aspecto actual es de mediados del XIX. Tiraron San Felipe Neri, tiraron la iglesia del Buen Suceso, rehicieron una fuente, y en la fuente volvieron a colocar la estatua que los castizos conocían como la Mariblanca (para unos una Venus romana, aunque también he visto que para otros es la representación de la Fe, quizá de la fe en Venus; una copia sigue en la Puerta del Sol, cerca de la calle Arenal)…

104-105. Posada del Maragato a principios del siglo XX y posada y mesón del Segoviano en la Cava Baja, h. 1970.

El comercio importante de la ciudad, los grandes cafés, fondas y pensiones de lujo y los primeros hoteles, que se ubicaron en esa Puerta del Sol y calles aledañas que morían o nacían de ella (Mayor, Arenal, Carretas, Montera, Alcalá y Carrera de San Jerónimo), tienen que ver con Galdós, pero nada con Cervantes.

Así que yo solía irme siempre al otro lado. Tampoco la calle de Toledo (de la Mancebía antiguamente) se parecería a la que conoció Cervantes, pero sí algunos de los vestigios cervantinos que permanecen en pie. Quizás San Andrés, junto a la capilla del santo que tiene adosada. Hasta que se llevaron los restos de san Isidro a la vieja catedral, estuvo allí. La tradición dice que está levantada en el mismo lugar donde estuvo la cuadra de los Vargas, para quienes trabajó Isidro. La iglesia que conoció Cervantes se cayó y se restauró, y en julio de 1936 fue lo primero que hicieron los revolucionarios: quemarla. En el patio hay un nicho que dice: «Aquí yace una niña sin nombre», y para mí es ese el rincón madrileño de Emily Dickinson. Y, por cierto, la plata repujada del XVII de que estaba recubierta el arca que contenía sus restos «se perdió» también durante esta revolución. Es tal vez la iglesia más bonita de Madrid, como la plaza de la Paja, que está al lado, es también, en escondida, la más hospitalaria de las plazas madrileñas. La iglesia no es ni muy grande ni muy pequeña, barroca pero con aires renacentistas, de ladrillo pero con portales, realces y esquinas de granito, con lo cual, es mitad y mitad en todo, y esa cúpula que le hace el dúo a la de San Francisco, a dos pasos.

Al lado está la capilla del Obispo, que tiene un retablo muy bonito. En esta estuvo muchos años el cuerpo de san Isidro, antes de que se lo llevaran a la iglesia de los jesuitas, San Isidro, que está al lado.

Los historiadores le dan muchísima importancia a dos o tres joyas de la imaginería renacentista que hay dentro de la capilla. Por fuera se armoniza muy bien con lo demás, porque no tiene aspecto de capilla, y sí de palacio.

En el otro extremo, en cambio, está el palacio de Anglona, que es precioso porque no se le nota nada que es palacio, parece incluso una Casa de Socorro de comienzos de siglo. Tiene un jardín de juguete medio moro, medio toledano, con su fuentecita en el centro, un surtidor del tamaño de un silbato, unos árboles que dan algo de sombra y unos setos escuálidos pero bien trazados. Yo tengo leído allí mucho, que diría Cunqueiro, el más romántico de los escritores gallegos. Cuando el amor de mi vida empezó a volverse incorrupto, como el cuerpo de san Isidro, y me pasaba el día solo, solía ir a ese jardinillo. Iba con uno de mis australes y un bocadillo de calamares fritos, por pasar la canícula a la sombra, y bebía de la fuente con los gorriones. Luego me parece que cerraron los jardines muchos años.

Al caer la tarde, si hace buen tiempo, aquel rincón de San Andrés y la plaza de la Paja se llenan, ellos sí, de niños que juegan, gritan y le dan vida a todo aquello. A dos pasos está el internado de huérfanos de San Ildefonso, los que cantan la lotería, pero a esos, encerrados tras los muros, no se les oye, y el contraste con los que están en la plaza causa un poco de congoja. En la plaza de la Paja, cuyo firme sigue siendo de tierra pisada, hay casas viejas, importantes, y nuevas, bonitas unas y feas otras, pero se combinan bien, y aunque hayan vuelto a ocupar sus viejos palacios algunos aristócratas viejos (con su segunda o tercera pareja, mucho más jóvenes que ellos; se las ve por el barrio paseando del bracete, elegantes, distinguidos, y piensa uno: a ella no le va a durar mucho él, lo mandará al cementerio pronto), los niños son de familias pobres, de emigrantes y trabajadores del mercado de la Cebada, y así Madrid ha vuelto a ser la mezcla que fue siempre. A la abuela de mi mujer (Serrano, 68), costó arrancarle la aprobación, cuando supo que su nieta acababa de comprarse una casa en Conde de Xiquena: «Es un buen barrio, desde luego, pero con mezcla».

Impresiona saber que en esa plaza bailaron el general Riego y Patricio Sarmiento, colgados de una cuerda, y que al simpático Luis Candelas le dieron allí también garrote vil (tras pedir permiso a su verdugo y proclamar esta finura ante el respetable público que esperaba el desenlace con lágrimas en los ojos, pues era muy querido: «Sé feliz, patria mía»), pero ni siquiera esos penosos recuerdos llegan a empañar el placer de estarse tomando una caña de cerveza helada en cualquiera de las agobiantes y calurosas noches de julio y agosto, y pese a ser el verano madrileño, como decía Galdós, «la estación de la tristeza».

Y Evaristo Feijoo, alterego del propio Galdós, «vivió» a dos pasos de ahí, en la calle San Pedro, junto a las terrazas de las Vistillas; él le dio a Fortunata uno de esos consejos impagables: «Niña, falta a los principios si es menester, pero guarda siempre la santidad de las formas». La frase recuerda a la de la madre de una amiga que entró en política: «No lo olvides: el cuidado de las formas perfecciona la verdad».

En tiempos, cuando se levantó el primer viaducto de hierro, se instalaban en el campillo desde el que se ve la mole del Palacio Real y a lo lejos los celajes azules del Guadarrama, los puestos de melones y sandías. Ese es el barrio de la morería vieja, confinada allí por los reyes cristianos. La morería hoy está en Lavapiés. Que es exactamente adonde puede irse desde San Isidro, tirando a mano izquierda. Morería, pakistanía, germanía, y pobladores de cien naciones más de todo el orbe, siempre y cuando sean pobres y hayan de trabajar de sol a sol para salir adelante. Los más, honrados y admirables. Yo conozco al cura de San Cayetano, es amigo mío. Coincidimos dos años en el Comisionado de la Memoria Histórica. Un santo que le lleva cuscús a los mahometanos enfermos que no pueden rancheárselo durante el ramadán.

San Isidro es una iglesia grandota, fea y de un granito que se ha ido poniendo negro. Las iglesias de Madrid hechas de granito tienen por el color aspecto de cementeras. Esta empezaron a construirla en 1620 y se trajeron de la capilla del Obispo los restos de san Isidro y santa María de la Cabeza, y como Madrid no tenía entonces catedral, hizo las veces hasta que pasó el testigo, como suele decirse, a la Almudena. Lo en verdad austriaco de esa iglesia, como de casi todas las del Madrid antiguo (San Sebastián, San Ginés, San José, San Martín, San Cayetano y tantas más) son los mendigos que piden limosna sentados en sus gradas. Parecen tan bien caracterizados con sus harapos y lacerias, sucios y andrajosos, dan tan bien el tipo del pícaro y del mendicante, que se les creería puestos allí por la Oficina de Turismo para realzar el carácter del templo. El Domingo de Ramos se ponen unas cuantas gitanas en la puerta a vender ramas de olivo y palmas labradas, y aquello tiene una animación extraordinaria, mezclándose los que acuden a misa y los que van al Rastro. Al volver de él y pasar por delante le dan ganas a uno de bajar del coche y repartir limosnas, pero no, porque ni a los pobres ni a los fieles que entran y salen se les ven grandes pesares.

Del templo parten también unas cuantas procesiones. Las de Madrid, todas, cualesquiera, las penitenciales de Semana Santa o las festivas de la Paloma y del Santo, tienen un aire poco convincente. Se pasa de unas a otras sin solución de continuidad, cambiando ellas la peineta de carey por pañoletas y claveles que parecen de plástico, como los de los cementerios, y ellos el hábito de nazarenos por la taleguilla, el fular blanco y la gorra a cuadros blancos y negros, pero tanto en las reuniones religiosas como en las profanas no logran congregar más allá de unas docenas de partidarios.

De San Isidro hacia el Manzanares están, en efecto, Lavapiés, los barrios bajos, el Campillo del Mundo Nuevo, la ronda, las Peñuelas, Gil Imón, el que fue barrio barojiano de las Injurias, en fin, el mundo que se congrega en torno al Rastro.

Lo que sucede cada domingo en el Rastro no es muy diferente a lo que sucedía en tiempos de Cervantes en el Zocodover de Toledo, en la plaza del Potro de Córdoba, en las gradas de la Casa de Contratación de Sevilla, en la calle de Toledo de Nápoles…: la pobreza combinada con la astucia (picaresca), a la espera de que la suerte cambie.

106. Alfonso, Pradera de San Isidro, h. 1930.

Y de eso trata La malandanza, la novela que siguió a El buque fantasma, de la vida de dos pícaros en el Madrid nocturno de la movida, dos pobres desgraciados que trabajan en el cine como eléctricos subalternos. Aproveché para darle un papel al boxeador con el que había vendido biblias en los puticlús de la Costa Fleming. Eran los primeros años del sida y los últimos de unos fachas que no se resignaban a ver cómo el franquismo se deshacía a la vista de todos como ese nudo que hace un mago y desaparece estirando sin esfuerzo de los extremos de la cuerda.

Si mal no recuerdo, es una novela sin mucho argumento, como las de Baroja, y quería ser también como las de Galdós, con dos o tres mujeres bien plantadas en la realidad, parecida a la putana de la cubierta, de Gaya. Recuerdo lo que este me dijo, cuando acabó de leerla. Pocas veces ha agradecido uno tanto las palabras de un amigo; después de lo de El buque fantasma andaba uno bastante inseguro, pendiente del estacazo, y aquello me quitó las dudas. Salen mucho la Gran Vía y los locales de mala muerte que hay por la zona y que frecuentábamos a últimos de los años setenta. En cierto modo había tratado de traer el Madrid del XVII que me había servido para escribir la biografía de Cervantes, al de la movida. Los personajes que salen en la novela se parecen mucho a Madrid, tienen su mismo destartale, parecidas humedades y desconchones, y cuando se vienen abajo, como sus casas viejas, son sustituidos de inmediato por otros igual de remendados, sin que nadie eche en falta los antiguos. Vidas de segunda mano, hombres desencuadernados y mujeres en edición barata (que es donde hemos leído los libros que nos han cambiado la vida, como a mí me la cambió aquel ejemplar de La Cartuja de Parma). Eso es lo que a uno le ha interesado sobre todo, buscar en esos montones de libros viejos y de vidas golpeadas y deslucidas, las obras inmortales y luminosas.

107. Santos Yubero, Pradera de San Isidro, h. 1940.

Como escribió uno ya su libro sobre el Rastro, al que en este le dedicaré un capítulo, lo mejor es darse la vuelta por las Cavas hacia Puerta Cerrada y la Cruz Verde.

En las Cavas (los fosos de la muralla árabe) quedaban hace cuarenta años algunas de las antiguas posadas para trajinantes y carreteros. De ellas solo permanece ya el rótulo pintado en la puerta, para ambientar, como en los decorados de teatro: posada del Dragón, del León de Oro, de la Villa, de San Pedro, de San Isidro, Mesón del Segoviano… Resistieron algo más dos o tres comercios que vendían las mismas cosas que pudo usar Cervantes en su vida cotidiana: cedazos y cernederos, fuelles y soplillos, cencerros, campanillos y cascabeles, carracas (para los oficios de Viernes Santo), castañuelas, pitos, flautas de caña teñidas con anilinas, cardadores de lana, batanes de mantequillas, moldes queseros y fresqueras, cayadas, bieldos, damajuanas y garrafones vestidos con camisa de esparto… No había vez que pasara por delante de una de ellas que no me quedara un cuarto de hora extasiado, admirando desde la calle aquellos objetos que superaban a Duchamp en ingenio y en depuración formal a Brancusi, y como si los fuera a necesitar todos.

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