Madrid

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2, La venta ambulante

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LA VENTA AMBULANTE

Yo no pensaba esa mañana, desde luego, porque no soy adivino, en que casi cincuenta años después estaría uno escribiendo ahora este libro sobre Madrid. Ni en que llegaría yo a formar parte de cierto Comisionado al que el Ayuntamiento madrileño iba a encomendar el informe que fundamentara el cambio de nombre de unas cincuenta calles de Madrid, conforme a la Ley de reparación de las víctimas de la guerra civil y el franquismo, popularmente conocida como Ley de Memoria Histórica, borrando del callejero los nombres y vestigios de quienes habían exaltado la sublevación de 1936 o cometido o permitido que se cometieran después de la guerra las fechorías que todos conocemos.

Esa mañana apenas podía pensar en nada. Lo que pasaba por mi cabeza eran como fotogramas un tanto sincopados de una película muda. El poner cara, por ejemplo, a dos de las calles con las que llevaba familiarizado desde mi infancia. Ni siquiera pensaba de cuánta utilidad me sería el tablero del Palé para decidir en qué calles debía de buscarse uno la vida y en cuáles no valía la pena intentar nada, dónde estaban las oportunidades y dónde la liendre, el hambre y la miseria.

Por ejemplo, Leganitos. Hoy es una de las calles más deprimentes de Madrid, habiendo sido una de las más bonitas. Leganitos, algannet , significaba eso en árabe, huertas. Cervantes habla en el Quijote por boca del Primo de la fuente que había en esa calle, y dice que tenía el agua más preciada. En ella vivieron también su madre y su hermana cuando él estaba cautivo en Argel, creo. Se la llamó también «la de los capones», porque había en ella una escuela de niños cantores, castrati , y seguro que queda alguno. En Madrid siempre ha habido de todo. Aquel día, al ver lo estrecha y sombría que era y cómo ascendían los transeúntes penosamente hacia la plaza de Santo Domingo, comprendí que en el Palé valiera sesenta pesetas. Hoy solo la frecuentan los policías de la comisaría que hay allí, los chinos que han hecho de ella un chinataun portátil y los turistas despistados, a los que les da lo mismo todo. Y sin embargo Leganitos fue una calle mucho más importante que la Gran Vía porque estaba ya ahí cuando tampoco nadie podía imaginar que la Gran Vía llegaría a existir.

8. Francisco Ontañón, Madrid, descampados , publicada en Vivir en Madrid de Luis Carandell (Kairós, 1967). Podrían ser de Carabanchel Alto diez años después. La velocidad a la que la ciudad crecía fue inversamente proporcional a su resistencia a olvidar el subdesarrollo (una especie de pobreza degradada).

A la semana mi hermano, compadecido de las tribulaciones de nuestra madre, se volvió a León, y me quedé solo. Se dirá que le asistía a uno una causa noble para quedarse, pero no tardando mucho dejé de ser para aquella muchacha el amor de su vida. Al poco tiempo, el que tardé en persuadirme de que los besos no siempre dicen la verdad, dejé Madrid por Valladolid, dando así la razón a los que sostienen que las novelas buenas han de tener finales tristes.

De aquellos meses recuerdo los paseos por el Madrid viejo y por los arrabales de Carabanchel, estos sobre todo al caer la noche.

Como era primavera, los días se hacían cada vez más largos y yo trataba de recogerme todo lo tarde que podía, porque entre la gente me parecía que estaba menos solo. Veía las ventanas iluminadas en alguno de esos caserones románticos de la calle de la Puebla, por ejemplo, y me decía: «Yo podría estar ahí, ser alguno de los que esperan ahora acompañando la hora de cenar con un libro en la mano o escuchando música», y la orfandad me dolía menos. Luego he visto que esta sensación, yendo de noche por la calle solo, imaginándose uno en la habitación iluminada, hospitalaria y confortable, la han tenido muchos. Pessoa sintió algo parecido viajando por la carretera de Sintra, y Malte Laurids paseando por las calles de París. Pamuk, en Estambul , confiesa que la idea de «otro Ohran» como él le resultaba consoladora, como si repartiera con él su pena. Yo me desdoblaba también, como el día que llegamos a Madrid y me fijaba en la gente que salía del metro, y me repetía a todas horas: «Esto le está sucediendo a otro», de modo que no me importaba ayudar a ese otro y pasar entre los dos lo mejor posible aquellos tragos.

Los paseos por los arrabales de Carabanchel Alto eran también preciosos. Quedaban muchas casas molineras, bajas, y calles sin asfaltar, de pueblo, como la de las Cinco Rosas, a cuyas puertas, al llegar la noche, la gente sacaba las sillas y armaba sus coloquios. Los campos de cebada lindaban con los bloques de viviendas en construcción y los rebaños de ovejas iban de un lado para otro después de haber pastado en alguno de los barbechos. Había cerca un resto de pinar, y a esa hora del atardecer se llenaba de parejas, que se amontonaban con una urgencia sofocante sobre la pinaza, más en el roce que en la cópula. Si iba con ella, nos adentrábamos en la espesura, pero casi siempre iba solo, de modo que al llegar al pinar me daba la vuelta y se lo dejaba a las parejas felices, y yo volvía respirando el aire fresco del crepúsculo y pensando que ya había sucedido todo lo que sabía que iba a sucederme, y que igual era mejor que lo malo le sucediera solo al otro, y no a los dos, cuando no tenía que acordarme, para sobrevivir, de los versos del poeta: «Yo no soy yo. Soy este / que va a mi lado sin yo verlo».

Para sobrevivir me dediqué durante aquellos cinco meses a vender libros y enciclopedias de Edaf y de otras editoriales. Probé antes otros géneros, siempre en el ramo de la venta ambulante, el más socorrido para alguien sin oficio ni beneficio y tras la lectura de la sección de anuncios del periódico Ya , el más surtido en el bazar de las colocaciones y venta ambulante (como se habían especializado el Abc en esquelética y necrológicas, Pueblo en ofertas de segunda mano, El Caso en la media naranja e Informaciones , encriptados y meublés con disimulo).

Acababa de descubrirse en España la mercadotecnia, y el «puerta por puerta» hacía furor. Para mis operaciones mercantiles elegí, basándome en el Palé, Gran Vía y Serrano («del acaudalado barrio de Salamanca», decían las instrucciones del juego). En las terrazas, si hacía buen tiempo; entrando en las cafeterías, si no. Desde plaza de España hasta Callao, por la acera de los impares, y de Callao a plaza de España, por la de los pares. Una y otra vez, arriba, abajo, como una lanzadera de telar. Era mi vida la que se estaba tejiendo. Durante tres o cuatro horas, por la mañana, hasta que calculaba que la comisión de las ventas permitía pagarme la comida del día, el metro y una cajetilla de Celtas cortos. La cama me salía gratis. Los dos primeros meses, y desde la primera noche que llegamos a Madrid, me tuvieron recogido unos estudiantes partidarios de Anselmo Lorenzo, a los que llegó mi prima por amigos de amigos. No preguntaron nada. Bendita solidaridad. El antifranquismo se manifestaba en todos nosotros con gestos aún más breves y someros que los del mus. El anarquismo de aquellas gentes era mayormente utópico, pues nadie conocía sus ideas en aquel arrabal de Carabanchel Alto, ni en sus escuelas tampoco, porque no querían arriesgar sus becas sumándose a huelgas y algaradas. Me alegro de ello, pues garantizaron así mis pernoctas. Eran encantadores. Vivían con sus novias, cosa muy rara entonces. Sin ellos yo habría tenido que dormir en un portal, en la Casa de Campo o, de día, en un banco del Retiro (esto último sucedió un día, vino un guardia y me dijo en voz baja, como si le disgustara despertarme: «Hijo, por mí te dejaría, pero no se puede dormir aquí», y yo creo que fue por oírme llamar «hijo» de un modo paternal por lo que me puse rojo como la grana, y me subió una emoción muy fuerte por el pecho).

9. Gran Vía. Una de las calles más raras y simpáticas del mundo. Nunca fue enteramente moderna y nunca será del todo antigua. La única también que sigue más o menos igual que cuando la trazaron hace cien años.

Mientras tuve que ganarme la vida de aquel modo, estaba deseando vender lo que fuera para salir huyendo. Nunca en mi vida he pasado tanta vergüenza. El primer día vomité contra una pared, nada, porque no había desayunado. Un camarero que me vio con aquella cara de color yeso me sentó en una de las sillas de su terraza (California, Nebraska, Bravo’s, no me acuerdo bien, o quizá fue en algún «café de currinches» de los muchos que había por el barrio) y me dio un vaso de agua de seltz (sifón) para que se me asentara el estómago. Yo tenía cara de niño y se conoce que despertaba buenos sentimientos. Traté de pagárselo, por conservar algo de dignidad, pero no solo no quiso cobrarme, sino que le pidió a un compañero que me aviara un bocadillo de salchichón. Comprendió que lo mío, además de amor, se llamaba hambre. Jamás conté nada de aquel percance al amor de mi vida, porque Fabrizio del Dongo sabía perfectamente que esta es la clase de detalles que más pueden impacientar a las mujeres románticas como la Sanseverina. Así que cuando yo calculaba que había vendido lo suficiente para «haber mantenencia», me metía en el metro y aparecía en Moncloa. Solía ranchear en los comedores del Seu, en la ciudad universitaria, después del trabajo, llamándole trabajo a aquello. Por hacerme la ilusión de que yo era uno de ellos, de que había seguido mis estudios y de que después tendría una familia con la que hablar de los sucesos del día y una casa a la que volver.

Los comedores se hallaban permanentemente vigilados por una docena de Land Rover grises con cristales defendidos por rejillas metálicas. Siempre estaban estacionados allí, con las dotaciones dentro durante horas. Se veían parejas de policías a caballo, con cascos militares y unas porras muy largas, como palos de polo. Estaban parados horas y horas. Era imposible pasar a su lado y no sentir lástima de unos y otros. Los caballos estaban muy cuidados y perfumaban aquellos jardines con las pelotas de bosta que se amontonaban a lo largo del día entre los cascos.

Y yo, desde luego, comía solo, porque tampoco conocía a nadie. Cuatro pesetas y cincuenta céntimos, lo que costaba una cajetilla de lo que yo fumaba. Hasta entonces había ensayado con el tabaco mentolado, pero los Celtas, que llevaban dentro una buena metralla de estacas y palitos secos, parecían más acordes con Mundo Obrero y la revolución.

10. Una cajetilla de Celtas.

El mismo proceder empleado en Gran Vía lo llevaba a cabo en Serrano: desde Goya hasta el Museo Lázaro Galdiano, y de vuelta insistiendo en el tramo entre Lista y Goya (años después supe que a aquel trozo de calle se le conocía como «el tontódromo»). Una semana en Gran Vía y otra en Serrano, alternándolas, por el sistema de rotación de los barbechos.

La táctica era parecida en una y otra calle: me acercaba a cualquiera que estuviera solo, ni muy joven ni muy viejo. Para ello tenía que vencer la timidez patológica que me paralizaba entonces. Fui acostumbrándome. Eso me habían enseñado las novelas: quien no se adapta al medio, está perdido. En las terrazas de Gran Vía se sentaban únicamente hombres. Las mujeres solas no lo intentaban, y si lo hacían lo probable es que fueran del oficio. Entonces se acercaba un camarero que les ordenaba sin consideración, «venga, ahueca el ala, date el piro», y las viarias se iban unas sin rechistar y otras sin resignarse, «eh, tú, esas manos, quietas». Estas solían ser mujeres de cierta edad ya, y no muy guapas, con cuerpos modelados a puñetazos. Las guapas y jóvenes seguían durmiendo a esas horas en las que yo trabajaba.

Se sentaba mucha gente en las terrazas de Gran Vía, gentes de paso, ociosos, provincianos que no sabían ya adónde ir, después de haber resuelto las diligencias o negocios a los que habían venido a la capital, y gente que trabajaba por la zona, casi todos con traje y corbata, incluso los empleados modestos, porque todavía la gente acudía a trabajar así. Por esas fechas aún quedaban en algunos barrios faroles de gas y los faroleros que los encendían, y serenos. Yo no los vi. Los neumáticos de los coches que pasaban al lado sacaban de los adoquines un ronroneo triste y monótono. Todavía había adoquines en muchos tramos. Se oía muy bien porque estaban prohibidas y multadas «las señales acústicas» (cláxones).

11. Rafael Trapiello, Miércoles de Misericordia, Gran Vía , 2014. Cuando Galdós escribió Misericordia todavía no existía esta calle, pero mendigos muy similares a los que en su novela pedían limosna en la iglesia de San Sebastián de la plaza del Ángel se puede encontrar uno en la Gran Vía. La razón para hacerlo en un templo o a las puertas de un cine siempre fue la misma: la pobreza ama los sueños.

12. Gonzalo Juanes, El Corrillo de Serrano , 1965. Ningún fotógrafo captó mejor lo que fue esa calle, conocida en esos años como «tontódromo» y caladero natural de los pijos madrileños, los esnobs y «las niñas de Serrano». Una síntesis no siempre aquilatada de clasismo y cursilería.

13. Francisco Ontañón, Gran vía (vendedora ambulante de libros) , 1966. El interés de esa foto no está, como pudiera pensarse, en los libros, sino en los pasquines. Un alma bella pensará hoy que se trata de octavillas subversivas. Recordar lo que nunca ha sucedido es una de las perversiones de la memoria. Quienes conocieron de cerca el represivo Régimen pueden suponer, sin embargo, que lo probable es que se tratara de reclamos publicitarios para algún cabaret o barra americana próximos.

La de la calle Serrano, ya asfaltada, era una parroquia fiel, casi siempre los mismos. Y ahí, por el contrario, las mujeres sí se sentaban en las terrazas. Yo les mostraba una carpeta con muchos catálogos de libros y como casi siempre estaban aburridos, me permitían que les contara cosas. A mí, que yo recuerde, nunca me echó ningún camarero, ni de las terrazas ni de las cafeterías, en ninguna de las dos calles. Al contrario, si alguna vez pedía un vaso de agua, me lo daban. La cultura no le interesaba a nadie, pero se respetaba bastante, lo mismo que nos respetaban a los que veníamos a Madrid a ganarnos la vida. A los hombres que yo elegía, los libros les daban casi siempre igual. Los muy jóvenes, porque tenían otras cosas en que pensar, y los muy viejos porque estaban ya desengañados de casi todo. Y a las mujeres no me hubiera atrevido a abordarlas. Solo los que andaban entre los cincuenta y los sesenta solían comprarme algún libro del que por lo general no habían oído hablar, pese a llevar en mis catálogos toda la literatura universal, desde las Rubayatas de Omar Jayam al Cómo se filosofa a martillazos de Nietzsche, pasando por Quo vadis? Rellenaba yo un albarán, lo firmaban comprometiéndose a la compra, y el libro se les enviaba contrarrembolso más tarde. En general la gente era formal y no daba una dirección falsa.

Las primeras semanas aquello no carburaba. El encargado de ventas, al que reportábamos los viernes, se compadeció de mí y me presentó al vendedor estrella de la empresa, un excampeón de boxeo. Tenía por entonces unos cuarenta años, España entera recordaba sus gestas, todavía recientes. Era un tipo increíble, divertido, con un don de gentes especial. Aplicaba un sistema de ventas parecido al mío, pero en vez de llevarlo a cabo en la calle y a plena luz del día, ejercía en locales de alterne, por la noche. Había hecho una pequeña fortuna vendiendo biblias (versión de Cipriano de Valera, me parece, que no pagaba derechos de autor; no creo que fuera la de Nácar-Colunga) a las chicas que trabajaban en el descorche, una edición de lujo con tapas de guatiné blanco, acolchado, y el corte superior dorado con pan de oro de catorce quilates y cinta marcapáginas de seda roja, 399 pesetas al contado, 520 a plazos. Esta es una prueba de que la memoria no sirve casi nunca para nada: ¿de qué me sirve recordar el precio de esa biblia, cuando he olvidado, seguro, cosas de muchísimo más valor de aquellos mismos días?

El campeón me vio cara de pardillo y le dijo al jefe que él trabajaba mejor solo, pero cuando una hora después, tomando una caña, le conté que estaba en Madrid para querer a una chica, meneó la cabeza sin decir nada, entró de nuevo en la oficina para hablar con el jefe y dio su consentimiento: «Que venga».

Empezamos a trabajar juntos esa misma tarde. Me invitó al taxi. Lo que a mí apenas me cubría el transporte en metro, a él le daba para ir a todas partes en taxi. En el trayecto me dijo, «no te fíes mucho de las mujeres, y tu chavala será como todas. Ya te se pasará». Me sonó aquello a una blasfemia, me dolió, le dije «no dirías lo mismo si la conocieras», pero no se lo tuve en cuenta porque nada de lo que decía podía molestarle nunca a nadie. Esa tarde me presentó a Vicky y a Susan, yo creo que para que empezara a pasárseme. Tenían poco más o menos mi edad, o dieciocho recién cumplidos. Con Vicky me hice amigo para siempre a la media hora, hasta que empezaron a llegar clientes. Era morena, con un pelo negro y ondulante, y ojos negros también, muy expresivos y fulgurantes. Adelantaba los pechos con inocencia, como Eva, dos pequeñas cúpulas como trazadas por Brunelleschi; «son mi fuerte», le dijo al boxeador cuando este le soltó un «joder, Vicky, qué pitones», pero lo más irresistible es que de pronto se le escapaba una risa en cascada y contagiosa por cualquier cosa. Era, desde luego, más guapa que el amor de mi vida, pero a esa edad uno no compara nunca. Fue en el Dado’s, un pub de la calle Pedro Muguruza. Cuatro años después yo volvería a aquella casa, pero el Dado’s había desaparecido ya. En el piso cuarto o quinto (de esto en cambio no me acuerdo), vivía una amiga a la que conocí en mi tercera venida; ella, por el contrario, sí que cambió mi vida para siempre, no como el amor de mi vida de entonces.

14. Nietzsche, El anticristo. Cómo se filosofa a martillazos (Edaf, 1969). El libro más vendido en Gran Vía y Serrano en la primavera de 1971. Al ofrecerlo algunos recelaban, sospechando que se tratara de propaganda subversiva contra el Régimen. El único ejemplar que conservo de aquella vida. En él, subrayado entonces, este aforismo: «No se debe ser cobarde ante los propios actos; ¡no se los debe desestimar a posteriori ! El remordimiento es indecente». En él se encontraba la tarjeta del internacionalísimo pub Dado’s.

Al boxeador lo conocía todo el mundo en esos locales, clientes, chicas, encargados, puertas . A estos les decía, «viene conmigo»; me señalaba con un golpe de cabeza, y me dejaban pasar, porque mi aspecto casaba poco con aquellos ambientes, era casi imberbe, muy flaco y pálido, con el pelo largo y negro, gafas de pasta también negra, unos vaqueros campana, desflecados en los bajos, y unos zapatejos viejos y sucios.

Mi amigo era un portento vendiendo libros y bebiendo cubatas, y no por acabar borracho dejaba de venderlos. Los clientes se los compraban o le invitaban a las copas para poder contar luego que habían estado con él. Y casi todos lo saludaban llamándole «campeón», amagando un crochet, a modo de saludo. Eran los años de Urtain y las veladas de boxeo, muy populares, se retransmitían por radio y televisión, y mi amigo explicaba: «De haberme pillado a mí estos tiempos sería millonario y no estaría vendiendo mierdas».

Aquella primera tarde-noche visitamos media docena de locales, sin salir de la Costa Fleming, como entonces se conocía al barrio. El más moderno de aquel Madrid, construido casi en su totalidad en los años cincuenta y sesenta. Había todavía en él solares defendidos por tapias erizadas de cascotes de vidrio, para que nadie las saltara, pero en algunas habían hecho agujeros, y los vagabundos se colaban por ellos. Las casas eran magníficas, de ocho o más pisos, de buenos arquitectos, con techos más bajos que en el barrio de Salamanca, pero más luminosas, limpias y rutilantes: finanzas, bufetes de abogados, consultas de buenos médicos y, claro, puticlús con aspecto de pubs ingleses con chesters y capitonés de cuero.

15. Carlos Pérez Moreno, Red de San Luis , h. 1955. El descansillo o espaciamiento de Gran Vía en el que no se sabe nunca si la gente va o viene. En esa época aún tenía el precioso templete de Antonio Palacio. Desapareció con los viejos camiones, los autobuses de dos pisos, los carromatos, los botones de hotel y los guantes blancos de las manos de las mujeres, y sin embargo el lugar sigue siendo el mismo.

Uno de aquellos clubs estaba en la poco juanramoniana calle de Juan Ramón Jiménez, en la casa donde vivía Francisco Umbral. Yo entonces no sabía quién era Umbral, porque solo había leído libros de la colección Austral, La Cartuja de Parma y algunos de los que tenía que vender (Sinuhé el Egipcio me pareció entonces el sumun de las perfecciones). Algunos años después estuve en aquella casa con Umbral, que andaba entonces tratando de conquistar Madrid y hacerse su novela. Una casa que se parecía por dentro bastante a la de la mujer de luto de Carabanchel, de la que tendré que hablar, sin muebles ni cuadros y con manchas de grasa en el parqué, como si se le hubiese caído el aceite de una lata de sardinas.

Como el boxeador era una persona muy sagaz, con experiencia y mucha sicología, terminamos la noche donde empezamos, en el Dado’s: «A ver si te estrenas con la Vicky». No sé si se refería a que yo no había logrado vender un solo libro en toda la noche. Cuando llegamos la Vicky no estaba. «Ha ligao con uno», nos informó una compañera, no Susan, otra. Por entonces no había entrado aún la palabra ligar ni ligue en los diccionarios. El campeón me dio dinero para un taxi y volví a Carabanchel Alto. Salimos de brega dos o tres veces más, pero con harto dolor de mi corazón dejé aquellos caladeros donde no se me estaba dando nada bien el copo, y volví a hacer la calle, lejos de tantos «establecimientos distinguidos».

Entonces se produjo un hecho en verdad prodigioso, único en la historia mercantil de la venta ambulante de libros. De haber permanecido asociado con mi amigo me lo habría perdido.

Estábamos a primeros de junio. Hacía la ronda habitual por Serrano, acera de los pares. He dicho ya que el público de las terrazas de Serrano era más o menos el mismo siempre. Con dos o tres pasadas acababas conociendo de vista a todos los parroquianos, estudiantes pijos, pijos sin oficio ni beneficio, pijos ricos y ociosos, vecinos del barrio que vivían de sus rentas, ejecutivos pijos, abogados pijos, algunas mujeres elegantes que habían estado de compras en grupo, las queridas de algunos ejecutivos, las novias de los pijos, chicas que por lo general no estudiaban ni trabajaban, ociosas, a la espera de que ellos terminaran la carrera para casarse… Todo público local. Estábamos lejos aún del fenómeno turístico. Hay un fotógrafo muy bueno, Gonzalo Juanes, que retrató como nadie ese barrio, esa calle, esos años, fotos de un color muy especial, entre «el mundo está bien hecho» y «no queda ya nada de nuestro mundo».

Los asiduos de los bares de Serrano (al contrario de los de las terrazas de Gran Vía, que se quedaban un rato y se largaban luego) permanecían siglos en las terrazas, desde el mediodía a la hora de comer, hacia las tres, bebiendo sus aperitivos, cervezas y martinis, esparrancados, mirando a la gente que pasaba, hablando de lo que salía por la tele, de fútbol (y desde luego jamás de política, ni la municipal).

Si hacía malo, entraban, y de pie en la barra, bebiendo y jugando a los dados, pasaban toda la mañana y toda la tarde. Los dados se pusieron de moda, y también los dardos. La gente llegaba y como otros buscaban el periódico, algunos pedían los dados o los dardos. En los barrios corrientes se jugaba al tute y al mus o al dominó, y en aquellos bares pijos, a los dados. El ruido que hacían los del dominó y los de los dados era parecido, tumultuoso, desagradable. Ese día de junio hacía un tiempo primaveral. Yo acababa de llegar a Goya. Serían las doce. Empecé a soltarle el rollo a un hombre que leía el periódico y tomaba una caña. En la mesa de al lado había como de costumbre tres o cuatro pijos, con el pelo peinado hacia atrás con gomina, pantalones de Zarauz o Celso García, zapatos de Castellanos, con las borlitas en el empeine, lacostes azul pastel, verde pastel, chicle pastel, salchicha pastel, y raybans en la frente, como los soldadores mientras se dan un respiro. Estaban todos recién afeitados, recién salidos del baño, recién planchados. El hombre no quiso saber nada y yo, por probar, me volví a los pijos. Me dejaron hablar un rato. Entonces uno de ellos me dijo: «Yo no te voy a comprar nada, y estos menos, pero vete a ver a mi madre, dile que vas de mi parte. Mi hermana se va a casar». Les hacían falta libros para decorar el nuevo piso. Me dio la dirección. Vivía a unos pasos, en la misma calle Serrano, cerca ya de Alcalá. El portal era increíble, muy amplio, con una columna gorda y rechoncha en medio. Al principio pensé que querían gastarme una broma. Ya me habían escarnecido con alguna parecida. Esos no, otros. En la misma calle, en el Roma; se me hizo odioso aun antes de saber años después que se convertiría en el cuartel general de los escuadristas de Fuerza Nueva y de los Guerrilleros de Cristo Rey. Irrisiones inocentes, pero humillantes, como a un bufón de la corte. Como a Sancho en la ínsula. El portero, viéndome las pintas, me cerró el paso, pero le reporté, y me dejó subir.

16-17. King Pictorial , revista norteamericana de las llamadas «para caballeros», dedicaba en 1960 unas páginas a Madrid: «Un consejo. No permita que “el tío Egbert” se acerque demasiado a la plaza Mayor, porque si no, cuando regrese a casa, en lugar de vitaminas lo que tendrá que darle es penicilina. […] Porque desde Chicago a Hong Kong, Madrid es una de las ciudades con más prostitución. Pero esto no es nuevo. Los españoles siempre han sido grandes falderos –mire a Don Juan, que se acostaba con más de mil criaturas– […]. Incluso durante la guerra civil, cuando la artillería de Franco lanzaba bombas hacia la capital como un tenista compulsivo, la cantidad de amor ilícito en Madrid no disminuyó. No había razón para que lo hiciera. Durante siglos, el español, con una actitud fatalista, ha aceptado la muerte como parte de la vida […] El sexo es tan natural para el español como lo es el canto tirolés para un suizo». Así comenzaba este reportaje que hablaba de la meca del nacionalcatolicismo.

Su madre y su hermana me compraron todos los libros que llevaba catalogados, colecciones enteras. No fue una venta fácil, desde luego, porque me obligaron a contarles algo sobre muchas de aquellas obras. De las que sabía un poco, se lo decía, y de las que no (Los novios ; la sacaba Torrente Ballester en el libro que teníamos de la asignatura Formación del Espíritu Nacional y también supe años después que era la novela favorita de Sánchez Mazas, que yo leí por él, sin sosperchar lo exactas que serían en el Madrid del coronavirus sus escenas de la peste), me lo inventaba. De otras no, porque lo decía claro el título, Vida sexual sana , del doctor López Ibor, un betséler de moda y muy recomendado entonces para quienes se iban a casar y tenían la mente más abierta que sus padres y su confesor. Lo recuerdo porque resultó gracioso cómo lo incluyó la hija en la comanda delante de la madre, bajando la voz y en un trámite acelerado, como quien pide una revista porno en el quiosco. Era una muchacha muy fina, pero al verla junto a su madre se advertía que acabaría pareciéndose a ella en todo, por dentro y por fuera, una Jacinta, y daban ganas de decirle «no lo hagas», y estropear la venta.

Aquella venta tan fabulosa me permitía no trabajar en tres meses y darme un respiro. No obstante seguí haciendo la calle una o dos veces por semana, como los virtuosos no dejan de tocar su violín para seguir estando en forma, y por si venían mal dadas. Una venta como esta no la había hecho ni el boxeador, me confesó mi jefe, y menos a las tres semanas de empezar. Tanto que al principio desconfió de que fuera segura.

Aquel dinero alivió también a los compañeros anarquistas, porque me permitió ir a vivir con la mujer triste y de luto. Estrenaba aquel piso y era la primera vez que alquilaba un cuarto. No daba comidas porque tampoco le alcanzaba el dinero. Vestía de negro, me parece que a su marido lo habían matado en la guerra, o después, por rojo, o estaba preso. Sé que era algo de eso, pero no le gustaba hablar de ello. Ni siquiera estoy seguro de que me lo contara ella y no lo oyera yo en la tienda, donde me preparaban los bocadillos, más baratos que en el bar. Aunque era verano, llevaba siempre medias de velludo negras y unas batas de percal también negro que le anunciaban dos ubres globales y blancuzcas llenas de venitas azules.

Con tanto tiempo libre me dediqué a hacer que preparaba unas oposiciones para auxiliar de museos, archivos y bibliotecas. Yo estaba seguro de que obtendría la plaza. Era una rara mezcla de timidez y seguridad, esto último porque hasta entonces no se me habían dado mal los estudios y por imitar a Fabrizio del Dongo todo lo que podía. Pero lo cierto es que con la llegada del buen tiempo y tras un mayo infernal, lluvioso y frío, me puse a gandulear por las calles de Madrid. Pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, porque la mujer aquella me deprimía un poco. No hablaba casi. A veces le oía desde mi habitación unos suspiros profundos y prolongados. En limpiar la casa tardaba cinco minutos; no había en ella ni sofás ni sillones ni cortinas ni alfombras ni nada, y algunas habitaciones estaban vacías. Se sentaba en una silla de metal cromado y asiento de formica con las manos en el regazo, sin hacer nada, porque tampoco había allí ni televisión ni radio. Una noche de agosto que no se podía dormir del calor, salí a la terraza que tenía el piso a tomar el fresco, y me la encontré allí sentada. Era una terracita estrecha de dos o tres metros cuadrados. Se veía que había sufrido mucho y que seguramente era muy desdichada, y nunca me contó si tenía familia. Esa noche estuvimos sin hablarnos una hora lo menos, luego se levantó y me dijo, me voy a acostar. Nunca daba las buenas noches ni los buenos días. Así que lo primero que yo hacía en cuanto me despertaba era salir corriendo a desayunar en algún bar. Empecé a desayunar todos los días, café con leche y churros. En cualquier bar había churros y se hacían la competencia unos a otros para ver quién los daba mejores.

Los pocos meses que me quedaban de bonanza en Madrid los dediqué a revisitar algunos de los lugares que había conocido en mi primer viaje, cuando tampoco podía imaginar que cinco años después iba a vivir en esta ciudad «como un juguete del destino», por decirlo con cinco palabras de José Zorrilla.

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