Madrid

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19, Tres Españas, mil Madriles

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19,

TRES ESPAÑAS, MIL MADRILES

De haberse llevado el Espejo de España, no creo que a Las armas y las letras le hubieran dado además el Premio Conde de Godó, patrocinado por el dueño de La Vanguardia . Salí ganando, sin duda, porque empecé entonces una colaboración semanal con ese periódico que le ha permitido a uno vivir durante los últimos veinticinco años. Dejé poco a poco los trabajos tipográficos y me dediqué solo a mis libros y a La Veleta, y aunque las novelas se vendieran un poco peor, tampoco nos importaba.

Tenía su gracia vivir en Madrid y publicar en un periódico de Barcelona que casi nadie leía fuera de Cataluña. Me sentía como uno de esos corresponsales tanto o más libres cuanto más lejos se encuentran de su patria. Además en aquellos años el virus nacionalista catalán, al contrario que el vasco, que galopaba sangriento y desbocado, se hallaba aún en las probetas de la corrupción del tres por ciento, y la vida era más tranquila, no había que estar recordándoles a los separatistas a todas horas lo provincianos y xenófobos que son. Podía uno al fin, por primera vez en mi vida, escribir literatura en un periódico de manera continuada, o intentarlo, como antes Pla, Cunqueiro, Azorín y tantos otros.

Garantizado el sustento por el salario del conde, las reacciones que suscitó Las armas y las letras apenas me importaban ya. El aparecer sin el marchamo del Premio Espejo de España le garantizó una medianía de ventas y de atención; únicamente un reseñista de Abc puso el grito en el cielo porque no se hablaba de don Koldo Michelena y sí, pero no bien, de su maestro el falangista Antonio Tovar. Y otro, un falangista que se había convertido al comunismo, lo despachó en su columna de El País en un par de líneas asegurando que no eran de fiar ni el libro ni su autor. Aunque tampoco quiero presumir en exceso: la página elogiosa que le dedicó también en El País Francisco Ayala, de quien no se hablaba bien en absoluto en el libro, contribuyó a remendar los desgarros de la crítica.

El futuro del libro parecía el de tantos otros libros que acaban en el olvido. La gente estaba cansada de hablar de la guerra civil. De hecho escribir de la guerra era solo cosa de viejos que ajustaban sus cuentas, de profesores universitarios, divididos también en facciones, y de escritores de segundo rango. La idea de la tercera España que defendía gustó poco a los defensores de las dos Españas, pero sobre todo disgustó a la izquierda. Esta se había beneficiado de la derrota gracias a que su propaganda les presentaba como luchadores por la democracia. La derecha agradeció el libro, aunque se presentaba al régimen de Franco como lo que fue, criminal y cerril, pero acostumbrada al menosprecio de los intelectuales de izquierdas, agradecía que alguien recordara que entre los escritores falangistas y conservadores los había habido tan buenos como entre los comunistas y republicanos. En cambio la izquierda no le perdonó al libro que se atacara en él a vacas sagradas como Alberti, de quien se recordaban pasos poco gallardos, y que se pusiera fin a unos cuantos lugares comunes, sirviéndose de testigos directos como Chaves Nogales. El descubrimiento de los escritos de este causó sensación, y muchos lectores empezaron a comprender que las cosas nunca son blancas o negras, y menos las de aquella guerra, y que la única manera de evitar la equidistancia es apostar por la ecuanimidad. Una vez más se confirmaba el verso de Kipling: «Nuestros padres mintieron, eso es todo».

A raíz de la publicación del libro fueron llegándole a uno los testimonios de muchos supervivientes. El caso de Madrid es único: como en treintaicinco años, de 1939 a 1975, pasó de uno a tres millones de habitantes, se enriqueció con dos millones de historias de la guerra civil procedentes de toda España, cada una de ellas singular, unas de un bando, otras del otro. Y acaso se comprendió en Madrid, mejor y antes que en otras ciudades estancas, emponzoñadas por unos recuerdos permanentemente en rescoldos, que la manera de salir adelante era no mirar demasiado hacia atrás, que el olvido es tan necesario como la memoria, y que un exceso de memoria daña la vida. Puede parecer raro, pero creo que donde antes se olvidó la guerra fue en Madrid, por eso es paradójico que donde primero trate de reavivarse sea también en Madrid, por partidos de ultraderecha y de ultraizquierda.

Durante estos últimos veintincico años Madrid es el mismo, y ha cambiado. Nuestros hijos nos dicen: «Nunca alcanzaremos vuestro nivel de vida. Jamás viviremos tan bien como vosotros». Es cierto. Sus hábitos y costumbres se han movido: la mayor parte de ellos viven de alquiler, sus trabajos, peor remunerados que los nuestros, no les dan para comprar una vivienda, pero eso no les impide viajar cien veces más que nosotros por el mundo, porque encuentran billetes y alojamientos muy baratos en los cinco continentes. Sienten menos apego por las cosas (cuadros, libros, propiedades) y más por los proyectos comunes. Tal vez sean menos individualistas. Al joven le gusta ir en grupo, y los viejos, clareados por la muerte, se van quedando solos. Esa es la vida.

La nuestra estos últimos años, en Madrid y en el campo, es bastante uniforme, no ha ocurrido en ella nada bueno o malo que la haya cambiado de forma radical. Lo de costumbre: amigos que se van, otros nuevos que aparecen, padres que se mueren, hijos que se casan, nietos…

No nos ha tocado la lotería, pero tampoco hemos tenido percances serios de salud. Podrían haberle pagado a uno mejor su trabajo, y tenerlo garantizado (acabo de saber que la colaboración con La Vanguardia ha quedado suspendida después de tanto tiempo: adiós a mi único ingreso fijo; ¿Cómo hará uno para llegar a fin de mes y a la jubilación? La verdad, no lo sé); a cambio tenemos una casa vieja en un confín extremeño donde hemos estado literalmente confinados durante la pandemia de coronavirus, en medio de encinas, olivos y alcornoques. No conozco lo que es tener una obra propia subida al palo más alto de las listas de libros más vendidos como un gallo de corral (tiene que ser bonito), pero he contado con editores que nunca han dejado de editarle a uno lo que ha escrito ni me han faltado colegas que me han dicho, ahí tienes Trieste, ahí está La Veleta para que hagas con ellas lo que quieras. Ha llegado uno a tener por amigos a aquellas personas que más admiraba, y en cambio no creo haber tenido un solo enemigo importante. Dicho con las palabras de fray Luis, que me gustaría merecer: «Ni envidiado ni envidioso».

Sin salir de nuestro barrio, hemos sido testigos en los últimos veinticinco años de la velocidad a la que abrían y cerraban comercios, bares, restaurantes (todos ellos con sus nombres y muestras nuevas), la tenacidad y minucia con la que remozan las fachadas de las casas, derruyen las casas viejas y levantan en su lugar las nuevas. Una locura. Es imposible llevar la cuenta de las transformaciones, mejoras y peoras. Madrid cambia tan rápidamente como nosotros mismos, pero esa velocidad solo la aprecia el que viene de fuera o el que llevaba sin vernos mucho tiempo. Madrid, como nosotros, al verse cada mañana en el espejo, no nota el cambio. Puede que algún día llegue a decir: ¡cómo he envejecido!, pero se olvida a los dos minutos.

Lo mismo que a Madrid, le ha sucedido a uno. Aprovechando un cambio laboral en su empresa, mi mujer empezó sus estudios de filosofía, nuestros hijos terminaron sus carreras, y uno sigue con sus libros de siempre. Después de La malandanza vinieron otras novelas, algunas de las cuales transcurrían enteramente en Madrid, como Los amigos del crimen perfecto , y otras parcialmente, como Días y noches , Al morir don Quijote y Los confines . En el Salón de pasos perdidos Madrid es el escenario más habitual. Hay, sí, mucho Madrid y muchos personajes madrileños en lo que uno ha escrito, pero no estoy seguro de si alguien como yo podría figurar en un libro como este que estoy ahora escribiendo de Madrid. Debería preocuparme, pero no me importa demasiado. Hay muchas maneras de vivir Madrid. La mía ha sido la de vivir un poco al margen de Madrid y de los madrileños profesionales.

Cuenta Claude Lanzmann en sus memorias (en las que se gusta tanto) que en la presentación de Shoah le preguntó una periodista: «Pero ¿usted es de Francia o de Israel?», y le contestó: «Yo soy de mi película». A uno le pasa parecido, ya no sé si he sido de León ni si soy del Pago de San Clemente o de Madrid. Soy desde luego de este Madrid , pero de una manera poco definida. En realidad soy más de gentes que de lugares, más de historias que de teorías, más de lírica que de épica. Por eso me ha gustado tanto el Rastro, porque aquello es el reino de las personas, de los relatos y de la poesía. Podemos discutir si hubo o hay dos o tres Españas, pero estaremos de acuerdo en que hubo, hay y habrá siempre tantos Madrides como madrileños.

Sobre el Rastro, por cierto, escribí un libro. No me acuerdo si ya lo he dicho antes.

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