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SALTAR DE LA SARTÉN

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La mole sin vida de la hembra de

Megalodon descendía con la cola por delante y su resplandor mortecino desapareció en las negras aguas de la garganta submarina de la bahía de Monterrey. Atrapada entre las mandíbulas, la cápsula de escape del AG-I permanecía encarcelada entre barrotes triangulares y su reo perdía de vista la superficie. Con una breve mirada, Jonas consultó su batímetro. Estaba a trescientos ochenta metros y se hundía deprisa.

Tenía que liberar el cilindro. Se encogió, lanzó el cuerpo hacia delante y golpeó el interior de la cápsula con la espalda. El plástico tembló contra los dientes del monstruo y avanzó dos metros entre las mandíbulas mortales. Animado, Jonas repitió el gesto varias veces más y cada una de ellas acercó un poco más el cilindro a la libertad.

Por fin, con un terrible chirrido de huesos contra el plástico a prueba de balas, la cápsula de rescate se liberó del bocado letal del

Megalodon y ascendió hacia la superficie como un globo de helio. Jonas exhaló un enorme suspiro de alivio. El cilindro subía a un ritmo de veinte metros por minuto, lo cual permitía la adecuada descompresión.

Pero las grietas empezaban a agrandarse y el agua se filtraba por el plástico de la cápsula.

Mac ya no aguantaba una brazada más. Incapaz de mantener la respiración y con las piernas entumecidas, notó que la criatura se giraba y pudo apreciar la corriente que generaba su mole antes de llegar a avistar la aleta dorsal triangular de un metro.

—Lárgate de aquí, bicho —gritó al depredador de cuatro metros.

La aleta caudal batió la superficie del agua a un lado y a otro en el preciso instante en que el arnés de rescate caía sobre la cabeza del náufrago.

Sobresaltado, Mac alzó la cabeza y vio un helicóptero de la Marina. Deslizó un brazo en el arnés e hizo frenéticas señales para que la tripulación lo sacara del agua de inmediato. La cabeza cónica del tiburón se alzó de las olas en el preciso instante en que el piloto era izado.

Mac dirigió otra mirada a sus rescatadores, con una sonrisa en el rostro y lágrimas en los ojos.

—¡La bendita Marina, no puedo creerlo! ¡Me ha salvado el culo después de tantos años! —Movió la cabeza con aire de incredulidad—. Definitivamente, Señor, tienes sentido del humor.

El torpedo Lexan continuaba su ascenso a pesar de que la integridad de la cápsula se hallaba en graves dificultades. A ciento ochenta y cinco metros de la superficie, lo que había sido una pequeña fractura se extendió de pronto por encima de la cabeza de Jonas. Este, agotado física y mentalmente, no pudo hacer otra cosa que contemplar cómo la rendija, que antes medía quince centímetros, empezaba a extenderse por todo el diámetro del cilindro.

El rostro satánico del

Megalodon continuaba hundiéndose en el cañón submarino. Jonas vio cómo el resplandor se reducía hasta desaparecer por completo en la oscuridad. Había escapado a una muerte segura en dos ocasiones pero, para sobrevivir a aquel día, necesitaría un milagro más.

Presión. Oxígeno. Presión y oxígeno. El mantra devastador penetró en su mente. Por alguna razón, el cilindro ascendía demasiado deprisa. Jonas sabía que en sus venas empezaban a formarse burbujas de nitrógeno.

A ciento cincuenta metros de la superficie, el tubo de lexan de dos metros de longitud continuaba lanzado hacia arriba como un misil. Las grietas del plástico se habían ramificado en diversas secciones. Una fina lluvia de agua empapaba el interior. Jonas sabía que, cuando la grieta rodeara por completo el cilindro, la estructura reventaría bajo las tremendas presiones.

CRAAAACK. Apenas quedaba un metro de separación entre los extremos de la fisura. Jonas empezó a hacer cálculos frenéticos. ¿Cuál había sido su inmersión máxima a pulmón libre? ¿Cuál era la profundidad máxima que podía tolerar? ¿Cuarenta metros? ¿Cuarenta y cinco? Comprobó la bombona de oxígeno que todavía llevaba atada en torno a su pecho. La perspectiva no era buena. Le quedaban menos de tres minutos de aire. A cien metros de la superficie, la cápsula empezó a vibrar.

—¡Terry, sal del agua ahora mismo, maldita sea! —gritó DeMarco.

La muchacha no le prestó atención y continuó con la cara metida en el agua, respirando por el tubo. La hembra de

Megalodon había muerto, de eso estaba segura, pero el corazón le decía que Jonas había sobrevivido. Observó cómo desaparecía el resplandor blanco.

André Dupont se sentó en el yugo de popa del palangrero mientras León Barre y el capitán del pesquero desarmaban uno de los motores. André se sentía confuso y cansado. Todos sus esfuerzos por salvar al animal, las gestiones, los gastos… todo para nada. El mayor depredador de todos los tiempos… perdido.

—Hoy podrías haber muerto —se dijo en un murmullo—. ¿Y para qué? ¿Por salvar a mi asesina? ¿Qué le explicaría la Sociedad Cousteau a mi mujer y a mis hijos? «Ah, Marie, debes sentirte orgullosa. André murió de la más noble de las maneras, dando la vida para alimentar a una especie en peligro».

Se puso en pie y estiró la espalda dolorida. El sol poniente tenía aún suficiente fuerza como para calentar su piel. Contempló el rayo dorado que, desde el horizonte hasta el pesquero, trazaba un brillante camino sobre las aguas oscuras del Pacífico. Fue entonces cuando André avistó la aleta.

—¡Eh! ¡Eh… tiburón! ¡TIBURÓN!

El agua gélida del Pacífico continuaba llenando la cápsula de rescate y el peso adicional redujo significativamente la velocidad de ascenso. Jonas tiritaba bajo el traje isotermo, temeroso de moverse. Echó una mirada al batímetro: setenta metros. La fisura había completado su recorrido en torno al perímetro del cilindro. Las vibraciones alcanzaban un estado febril y la presión exterior provocaba nuevas grietas en la cámara dañada. Alzó la vista, pero aún no alcanzaba a ver la superficie. A aquella profundidad, si la cápsula de escape se partía, no sobreviviría.

Con cuidado, se puso las gafas, preparó el regulador y ajustó la bombona de aire a su pecho con las cinchas de velero. «Movimientos lentos —se repitió—. No te dejes llevar por el pánico. Oblígate a relajarte. Asciende con suaves impulsos de los pies; la bombona vacía te ayudará a subir. Utiliza las menos energías posibles. No cierres los ojos. No pierdas el sentido o no volverás a despertar».

CRAAAACK.

«Estoy a demasiada profundidad…».

La aleta de un metro trazó círculos en torno al palangrero. Once hombres, al unísono, gritaron a Terry que saliera del agua.

—Es un gran tiburón blanco, no hay duda —dijo Steve Tabor—. Parece una hembra, de algo más de cuatro metros, quizás. Ha llegado atraída por toda esa sangre. Tenemos que sacar a Terry del agua enseguida.

El capitán del pesquero fue abajo y regresó con un fusil. La aleta dorsal había empezado a nadar en círculos alrededor de la chica. El capitán apuntó el arma.

Terry desapareció bajo las olas.

A cuarenta y siete metros de la superficie, la cápsula de escape del AG-I se rompió, roció a Jonas de agua oceánica muy fría y lo estrujó con una presión de más de cuatro atmósferas. Mientras se desembarazaba de los restos del cilindro, Jonas empezó a sangrar por la nariz. El cristal de las gafas también se cuarteó.

Empezó a impulsarse con las piernas en movimiento de tijera. La bombona de aire lo llevaba hacía arriba muy deprisa… ¡Demasiado! No estaba haciendo la descompresión como era debido. Jonas dejó de propulsarse.

A veintisiete metros notaba el cuerpo como si fuera plomo y se sentía incapaz de moverlo. La bombona, apenas sujeta al pecho, había expulsado casi todo el aire que contenía y su extrema flotabilidad lo aceleraba hacia arriba a una velocidad peligrosa. Con los ojos entrecerrados, observó las cintas de velero que sujetaban a duras penas la bombona a su pecho. Vio cómo empezaba a soltarse e intentó ponerle remedio, pero ya no dominaba el movimiento de sus brazos.

A diecinueve metros de la superficie, Jonas se quedó sin aire. Los dos extremos del velero se separaron. El tanque vacío escapó de su pecho y subió enseguida por encima de su cabeza. Jonas cerró los ojos y mordió con fuerza la boquilla del regulador. Como no podía alcanzar la bombona con las manos, luchó por retenerla con los dientes. Se sentía borracho.

A once metros, Jonas perdió el sentido. El regulador escapó de su boca y la bombona subió velozmente a la superficie. Él no sentía nada; ni dolor, ni miedo. «

Estoy soñando». Miró hacia arriba y vio una luz brillante. Estaba volando, dirigiéndose hacia la luz sin su cuerpo; ya no sentía dolor, ya no sentía miedo. «

Estoy en el cielo».

Terry Tanaka asió a Jonas por la muñeca cuando el cuerpo de este ya empezaba a deslizarse de nuevo hacia el abismo. Luego, batió las piernas con energía y se ayudó con la mano libre. A su derecha, el tiburón se deslizaba en círculos a su alrededor. Terry siguió nadando con más empeño.

Cuando su rostro alcanzó la superficie, Terry sacó la cabeza de Jonas del océano. Estaba azul y no mostraba signos de respiración. Vio la aleta dorsal que se le venía encima, a tres metros de distancia, y distinguió el hocico triangular en el momento de asomar del agua.

La red de pesca trazó un arco en el aire y sus lastres de plomo la hicieron caer sobre el depredador, envolviéndolo. El animal se contorsionó e intentó escapar, pero el pescador ya había cerrado la red con firmeza. Habían atrapado al tiburón.

Terry acercó a Jonas hasta el barco y una docena de manos los izaron a ambos a bordo. David Adashek empezó a practicar técnicas de reanimación a Jonas y DeMarco lo envolvió en mantas y le buscó el pulso. Lo tenía, pero muy débil.

Jonas escupió agua. Adashek lo colocó de costado, ayudándole a expulsar el agua que había tragado y vomitar. Terry se inclinó sobre él y le aplicó un masaje en el cuello. Agotado, Jonas entreabrió los párpados bajo el sol dorado del atardecer.

—Intenta no moverte —le dijo la muchacha mientras le acariciaba los cabellos—. El guardacostas está en camino y nos remolcará al acuario. Tenemos una cámara de recompresión preparada en el instituto.

Terry sonrió, con lágrimas en los ojos. Jonas contempló su bello rostro y sonrió pese al dolor. «

Estoy en el cielo», se repitió.

El tiburón se agitó con furia, atrapado en la red un metro y medio por debajo de la superficie. No tenía forma de liberarse. André Dupont siguió al capitán por todo el barco, tratando de razonar con él.

—No puede matarlo, capitán —protestaba Dupont—. ¡Es una especie protegida!

—Mire mi barco. Está hecho añicos. Voy a matar ese pez, a disecarlo y a venderlo a algún turista de Nueva York por veinte mil pavos. ¿Usted me daría más, gabacho?

Dupont puso los ojos en blanco.

—¡Haga daño a ese tiburón y terminará en la cárcel!

El barco del servicio de Guardacostas marina de la bahía de Monterrey interrumpió la respuesta del capitán. Las enormes compuertas que separaban la reserva del estanque permanecían abiertas a la espera del

Kiku, pero fue la patrulla

Manitou la que efectuó su entrada al canal.

Jonas estaba apoyado en el yugo de popa del pesquero cuando empezó a notar el agudo dolor en los codos. Al cabo de unos segundos, todas las articulaciones le ardían y las punzadas de dolor le traspasaban todo el cuerpo. Terry lo sujetó por el brazo.

—¿Qué te pasa, Jonas?

—Embolia… ¿Cuánto falta…?

Ya habían entrado en el estanque. La patrullera arrastró el pesquero hacia el muelle, situado en el lado norte del lago artificial.

—Unos minutos. Apóyate en el yugo. Yo voy a asegurarme de que tienen una ambulancia en el muelle.

Jonas asintió.

El dolor aumentaba y se sentía mareado, al borde de la náusea. Notaba las articulaciones como si el

Megalodon hubiera hincado sus dientes en ellas. Abrió los ojos y miró al gran tiburón blanco que el pesquero arrastraba junto al costado izquierdo de la popa.

La patrullera

Manitou, de cuarenta metros de eslora, llegó hasta el pesquero a la deriva y le arrojó un cabo para arrastrarlo. León Barre sujetó el cabo a la proa del barco. En pocos momentos, el cabo se tensó y el palangrero empezó a avanzar rumbo al Acuario Tanaka, arrastrado por la nave del servicio de Guardacostas.

Masao Tanaka esperaba en el muelle en una silla de ruedas, con un aparatoso vendaje en la cabeza y un ayudante al lado. Mac también estaba allí, junto a un equipo de enfermeros que se aprestaba a conducir a Jonas a la cámara de recompresión. Terry vio a su padre y corrió a la proa saludando con la mano. Por las mejillas de Masao corrieron lágrimas de alegría.

Jonas apoyó la espalda en el yugo y se dobló de dolor una vez más. Notaba que empezaba a perder la conciencia e intentó concentrarse en el agua y en el depredador. La hembra de tiburón se debatía aún con ferocidad, constreñida a los confines de la red. Su piel blanca emitía un leve resplandor mortecino en la creciente penumbra.

Durante un breve instante, hombre y bestia establecieron contacto visual. El tiburón tenía los ojos azul grisáceos. Jonas contempló con incredulidad la cría de

Megalodon. Cerró los ojos y sonrió. Entonces el dolor se hizo abrumador y el paleontólogo perdió el conocimiento mientras dos camilleros lo introducían en la ambulancia.

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